Fue un tiempo de lo más extraño. Sobre nosotros pendía en todo momento el temor sobre el destino de Aquiles mientras que los rumores de la guerra entre los dioses eran cada vez mayores. Pero ni siquiera yo estaba aterrado todo el tiempo. Había oído decir que los hombres que vivían junto a una catarata dejaban de oír el fragor y algo así había ocurrido: aprendí a vivir junto al torrente vertiginoso de la maldición de Aquiles. Transcurrieron los días y él siguió con vida. Y luego se sucedieron los meses. Y entonces fui capaz de pasar un día entero sin mirar hacia el precipicio de su muerte. El milagro duró un año, y después dos.
Los demás parecían experimentar una situación similar. En nuestro campamento empezó a formarse algo muy similar a una familia y todos nos apretujábamos junto a las llamas mientras se hacía la cena. Y cuando se alzaba la luna y las estrellas titilaban en la oscuridad del firmamento, todos encontrábamos tiempo para estar allí. Aquiles y yo, y también el viejo Fénix, y las mujeres, al principio únicamente aparecía Briseida, pero luego se presentó un pequeño grupo, tranquilizado por la buena acogida dispensada a aquella, y se incorporó otro miembro más, Automedonte, el más joven de todos nosotros, con tan solo diecisiete años. Era un joven callado, pero tanto Aquiles como yo habíamos apreciado el aumento de su fuerza y su destreza para dirigir a los difíciles caballos de Aquiles y pasar por el campo de batalla con la necesaria floritura.
Se convirtió en un placer para Aquiles y para mí ofrecer el fuego de nuestro hogar y jugar a ser los anfitriones adultos que no nos sentíamos mientras pasábamos las fuentes de carne y servíamos el vino. Cuando la leña se consumía, nos limpiábamos el jugo de la carne de los labios y clamábamos por que Fénix nos contara viejas historias. Siempre dispuesto, este se inclinaba hacia delante sobre su silla. El brillo de las ascuas confería a los huesos de su semblante un aire importante y délfico, como el augur que intenta leer algo.
Briseida también contaba historias extrañas, cuentos de ensueño y encantamientos, de dioses cautivos por culpa de la magia y de mortales que les pillaban desprevenidos. Esos dioses suyos eran extraños, en parte animales y en parte hombres, deidades rurales muy diferentes a los grandes dioses venerados en Troya. Todas esas historias contadas por su susurrante voz cantarina eran hermosas y a veces de lo más divertido, como cuando imitaba a un cíclope o el olfateo de un león tras un hombre oculto.
Luego, cuando nos quedábamos a solas, Aquiles repetía algunos fragmentos de esos relatos en voz más alta y tocando algunas notas con la lira. Resultaba un placer ver cómo cosas tan adorables tal vez se convirtieran en canciones y a mí me complacía de forma especial porque sentía que ahora que había visto a Briseida comprendía por qué pasaba las horas de su ausencia en compañía de la muchacha. «Ahora es una de nosotros», pensaba yo, «un miembro de nuestro círculo, de por vida».
—¿Qué sabes de Héctor? —le preguntó Aquiles una de esas noches.
Hasta ese momento ella había estado inclinada hacia atrás apoyada sobre las manos, con el fuego calentándole la parte interior de los brazos. Se sobresaltó al oír la voz del príncipe de Ftía y se incorporó. No era habitual que él se dirigiera a la muchacha, ni viceversa. Tal vez era un vestigio de lo sucedido en la aldea de Briseida.
—No mucho —contestó la joven—. No le he visto nunca, ni a él ni a nadie de la familia de Príamo.
—Pero habrás oído cosas. —Aquiles permaneció sentado, pero adelantó el cuerpo.
—Un poco. Sé más de su esposa.
—Cualquier cosa está bien —repuso Aquiles.
La muchacha asintió y se aclaró la garganta, como solía hacer antes de empezar una historia.
—Se llama Andrómaca y es la única hija del rey Eetión de Tebas de Cilicia. Al decir de las gentes, Héctor la ama más que a nada en el mundo.
»La vio por vez primera cuando fue al reino de su padre a por tributo. Andrómaca le dio la bienvenida y le entretuvo durante el festín de aquella tarde. Al terminar la noche, Héctor le había pedido al monarca la mano de su hija.
—Ha de ser una belleza.
—La gente dice que es guapa, pero no la más hermosa que pudo haber encontrado Héctor. Se la conoce por su carácter dulce y espíritu gentil. La gente del campo la adora porque suele llevarles ropas y comida. Estaba embarazada, pero no he llegado a saber qué fue del niño.
—¿Dónde está Cilicia? —quise saber yo.
—Si vas en barco, al sur, sin apartarte de la costa. A caballo no está muy lejos de aquí.
—Cerca de Lesbos —precisó Aquiles. Briseida asintió.
Más tarde, cuando todos los demás se habían ido, Aquiles me dijo:
—Hicimos una incursión contra Cilicia. ¿Lo sabías?
—No.
Él asintió.
—Recuerdo a ese hombre, a Eetión. Tenía ocho hijos. Intentaron repelernos.
—Y tú los mataste. —Toda una familia asesinada.
Él se percató de mi gesto, aunque hice lo posible por ocultarlo, y aun así, como siempre, no me mintió.
—Sí.
Mataba hombres todos los días, y yo lo sabía. Volvía a nuestro pabellón empapado con su sangre y antes de cenar se frotaba hasta limpiarse la piel de esas manchas. Pero había momentos, como en esa ocasión, en que ese conocimiento me abrumaba. ¿Cuándo había pensado yo en todas las lágrimas derramadas por culpa del príncipe de Ftía? Y ahora Andrómaca y Héctor también estaban sufriendo por su culpa. En esos momentos, parecía estar sentado en el otro confín y no tan cerca de mí que podía sentir el calor creciente de su piel. Mantenía las manos en reposo sobre su regazo, llenas de callos por el manejo de la lanza, pero aún hermosas. Jamás había habido unas tan suaves ni tan letales.
Un velo parecía ocultar las estrellas del firmamento. Pude sentir la pesadez del aire. Esa noche iba a haber tormenta. La lluvia iba a empapar la tierra hasta inundarla. El agua iría cobrando fuerza cuando bajara a borbotones desde los picos y se llevaría por delante cuanto encontrara a su paso, casas, animales y hombres.
«Va a ser un diluvio», pensé.
—Dejé con vida a uno de sus hijos, al octavo —me explicó, rompiendo el hilo de mis pensamientos—, para que su linaje no se extinguiera.
Resultaba extraño que un detalle tan nimio pareciera una gracia. Y aun así, ¿qué otro guerrero habría hecho algo parecido? Matar a toda una familia era una hazaña de la que alardear, una proeza que demostraba que eras lo bastante poderoso como para borrar un nombre de la faz de la tierra. Ese superviviente tendría hijos que mantendrían el nombre de la familia y contaría su historia. Ellos preservarían la memoria de los ocho hijos de Eetión, ya que no la vida.
—Me alegro —dije con el corazón henchido.
Los leños del fuego habían cobrado un color blanquecino a causa de las cenizas.
—No deja de ser curioso. Siempre he dicho que Héctor nunca había hecho nada que me ofendiera, pero ahora él no puede decir lo mismo de mí.
P
asaron los años y un soldado, uno de los hombres de Áyax, empezó a quejarse sobre la duración de la campaña. Nadie le hizo caso en un principio, pues el tipo era feísimo y un conocido sinvergüenza, pero se mostró cada vez más elocuente.
—Han pasado cuatro años y nadie lo diría. ¿Dónde están los tesoros? ¿Y las mujeres? ¿Cuándo vamos a marcharnos? —Áyax le atizó un golpazo en la cabeza, pero el alborotador no se calló—. ¿Veis cómo nos tratan?
Poco a poco, el descontento se extendió de un campamento a otro. Habíamos sufrido una estación terrible, particularmente húmeda, espantosa para hacer la guerra, con una gran abundancia de heridas, sarpullidos, torceduras de tobillos por culpa del lodo e infecciones. Las irritantes moscas se habían instalado de forma permanente sobre el campamento, y en algunos puntos había tantas que los enjambres parecían nubes de humo.
Hombres de un talante huraño y llenos de picores empezaron a rondar por el ágora. En un primer momento se limitaron a reunirse en corrillos poco nutridos y cuchichear, luego se les unieron muchos soldados y empezaron a hacer oír sus voces con más fuerza.
—¡Cuatro años!
—Ni siquiera sabemos si Helena está allí. ¿Alguien la ha visto?
—Troya jamás capitulará ante nosotros.
—Todos deberíamos dejar de luchar.
Agamenón dio orden de azotarles en cuanto los escuchó, pero al día siguiente eran el doble, y algunos, y no pocos, eran de Micenas.
El líder envió una fuerza armada para dispersar a los malcontentos, que se escabulleron para regresar en cuanto la tropa se hubo marchado. La reacción de Agamenón consistió en enviar una falange a guardar el ágora día y noche, pero esta tarea era frustrante y penosa, pues había que estar de guardia a pleno sol y soportar a las moscas. Al final de la jornada la falange se quedó en cuadro por culpa de las deserciones y aumentó el número de amotinados.
Agamenón se sirvió de espías para saber el nombre de los críticos; los hizo detener y azotar, pero al día siguiente varios cientos de hombres se negaron a luchar. Algunos alegaron estar enfermos, pero otros no dieron excusa alguna. Se corrió la noticia y de pronto más hombres se sintieron indispuestos. Arrojaron escudos y espadas en un montón delante de la tarima y bloquearon el ágora. Cuando Agamenón intentó abrirse paso por la fuerza, se cruzaron de brazos y no se movieron.
Agamenón se sonrojó más y más al ver que le negaban el acceso a su propia ágora y apretó con tanta fuerza su cetro de recia madera con bandas metálicas que los nudillos de los dedos se le volvieron blancos. El hombre situado enfrente de él le lanzó un salivazo que cayó a sus pies, y él alzó el cetro y lo descargó con fuerza sobre su cabeza. Todos oímos el chasquido del hueso al romperse. El golpeado se desplomó fulminado.
No creo que el Atrida pretendiera golpearle tan fuerte. Se quedó petrificado, contemplando el cuerpo tendido a sus pies, incapaz de moverse. Un compañero se arrodilló para retirar el cadáver. Tenía la mitad del cráneo hundido a resultas del porrazo. Los hombres pasaron la noticia entre cuchicheos con un sonido similar al de un rayo. Muchos de ellos sacaron los cuchillos. Oí murmurar algo a Aquiles y enseguida se fue de mi lado.
El rostro de Agamenón reflejó a la perfección la gradual comprensión de su error. Había cometido la imprudencia de dejar atrás a su leal guardia y ahora estaba rodeado. Si había alguien dispuesto a ayudarle, no llegaría a tiempo. Contuve la respiración, convencido de que estaba a punto de verle morir.
—¡Hombres de Hélade! —Todos se volvieron hacia él al oír los gritos. Aquiles se había encaramado a lo alto del montón de escudos. Estaba serio, pero parecía un campeón de los pies a la cabeza, era hermoso y fuerte—. Estáis enfadados.
Eso llamó la atención de la tropa, pues desde luego que lo estaban. Resultaba poco frecuente que un general admitiera ante sus hombres que tenían ese estado de ánimo.
—Hablad, decid los motivos de vuestra queja.
—Queremos irnos. —La voz provenía de la parte final del gentío—. La guerra es inútil.
—El general nos mintió.
Se oyó un creciente murmullo de conformidad.
—Esto dura ya cuatro años. —Esa última voz fue la más airada de todas.
Yo no podía culparles. Esos cuatro años para mí eran un regalo, un tiempo arrebatado a las manos miserables del destino, pero a ellos les habían privado de una vida, lejos de sus hijos y esposas, lejos de la familia y el hogar.
—Es vuestro derecho cuestionar estas cosas —convino Aquiles—. Os sentís engañados. Se os prometió la victoria.
—¡Sí!
Atisbé el rostro de Agamenón, retorcido por una mueca de rabia, pero el general se hallaba entre la multitud, y no podía ni zafarse ni hablar sin montar una escena.
—Decidme, ¿acaso os creéis que el
aristós achaion
lucha en una guerra sin esperanza? —Los soldados no respondieron—. ¿Y bien?
—No —respondió alguien.
Aquiles asintió con gravedad.
—No, no, y estoy dispuesto a jurarlo por lo que queráis. Estoy aquí porque creo en la victoria. Y pienso quedarme hasta el final.
—Esto está bien para ti —replicó una voz—, pero ¿y para los que quieran irse?
Agamenón abrió la boca para responder. Imaginé perfectamente lo que podría haber dicho. «De aquí no se va nadie. Los desertores serán ejecutados». Por suerte, Aquiles fue más rápido.
—Podéis marcharos cuando gustéis…
—¿Podemos…? —preguntó una voz, llena de dudas.
—Por supuesto. —Aquiles hizo una pausa y les dedicó su sonrisa más amigable y jovial—. Pero yo me quedaré con vuestra parte cuando tomemos Troya.
Esa respuesta alivió la tensión del ambiente y escuché unas cuantas risas. El príncipe de Ftía les hablaba de tesoros a ganar, y donde había codicia, había esperanza.
Aquiles advirtió el cambio de ánimo de la tropa y dijo:
—Ha llegado el tiempo de tomar el campo o los troyanos van a pensar que tenemos miedo. —Desenfundó su acero y lo sostuvo en alto—. ¿Quién se atreve a demostrarles lo contrario?
Alguien voceó su acuerdo y enseguida se produjo un clamor general cuando los hombres reclamaron sus armaduras y recogieron las lanzas. Levantaron en vilo el cadáver y se lo llevaron. Todos se mostraron de acuerdo en que siempre había sido un alborotador. Aquiles descendió de la tarima de un salto y pasó junto a Agamenón, saludándole con un asentimiento formal. El rey de Micenas no dijo nada, pero observé cómo no le quitaba la vista de encima durante mucho tiempo después de eso.
Tras el motín abortado, Ulises ideó un proyecto con el fin de mantener a los hombres demasiado ocupados para descansar: una gigantesca empalizada erigida alrededor de todo el campamento. Pretendía que tuviera quince kilómetros de longitud para proteger las tiendas y las naves de un posible ataque desde la llanura. En la base habría un foso lleno de lanzas y puntas afiladas.
Yo estaba convencido de que los hombres iban a darse cuenta de que era una estratagema en cuanto Agamenón lo anunciara. En los cinco años de guerra, ni el campamento ni las naves habían corrido el menor peligro por muchos refuerzos que recibiera el enemigo. Después de todo, ¿quién iba a superar a Aquiles?
Diomedes se apresuró a tomar la palabra para alabar el plan y asustó a los hombres con visiones de salidas nocturnas de los troyanos y barcos en llamas. Eso último fue de lo más efectivo, pues nadie podría regresar a casa sin naves. Al final de la jornada, los ojos de todos relucían con avidez. Cuando los soldados se dirigieron alegremente a los bosques con sus hachas y niveles, Ulises se fue en busca del primer alborotador, que respondía al nombre de Tersites, y sin armar mucho alboroto le dejó inconsciente de una paliza.