—Que tenemos razón.
El décimo día de la plaga, el
aristós achaion
y yo nos dirigimos a la playa con el respaldo de todos los mirmidones y nos dirigimos al ágora. Aquiles se encaramó al estrado y puso las manos en torno a la boca a modo de bocina para que se le oyera desde más lejos. Gritó por encima del rugido de las piras, el llanto de las mujeres y los gemidos de los moribundos, convocando a todos los hombres del campamento.
Los soldados acudieron a trompicones, con recelo y lentitud, parpadeando bajo la luz del sol. Estaban demacrados y tenían aspecto atormentado, temerosos de que los dardos de la plaga se hundieran en sus pechos como piedras en el agua y extendieran sus raíces como ondulaciones en un estanque. Aquiles les observó llegar con la armadura bien puesta y la espada ceñida a un costado. El pelo le centelleaba como agua vertida sobre bronce pulido. No estaba prohibido que algún otro general convocara un encuentro, pero jamás había ocurrido durante los diez años que habíamos pasado ante las murallas de Troya.
Agamenón y sus micénicos se abrieron paso a empellones entre el gentío y el general subió al tablado.
—¿Qué ocurre? —inquirió.
Aquiles le saludó con amabilidad y respondió:
—He congregado a los hombres para hablar de la plaga. ¿Me das licencia para dirigirme a ellos?
La rabia y la vergüenza encorvaron un poco más los hombros de Agamenón; él tendría que haber convocado esa reunión hace mucho, y lo sabía. Ahora difícilmente podría reprender al príncipe de Ftía por hacerlo, especialmente delante de la tropa. El contraste entre ambos dirigentes no podía ser más acusado: Aquiles estaba relajado y exudaba control, había en él un desahogo que desdecían las piras funerarias y las mejillas consumidas. Agamenón torció el gesto con ese rostro suyo cerrado como el puño de un avaro.
Aquiles esperó a que se hubieran acomodado los hombres, nobles y gente del común. Entonces se adelantó y se dirigió a ellos con una sonrisa.
—Reyes, señores, hombres de los reinos griegos, ¿cómo vamos a librar una guerra si nos mata una plaga? Es tiempo, tiempo de sobra, de que sepamos qué hemos hecho para merecer la ira de un dios.
Se desató una tormenta de cuchicheos y susurros. Los hombres ya habían sospechado de los dioses. ¿Acaso no venía de ellos todo el bien y todo el mal? Pero oírselo decir abiertamente al
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suponía un alivio. Su madre era una deidad y seguro que él lo sabía.
Agamenón estiró los labios y enseñó los dientes. Estaba demasiado cerca de Aquiles, como si pretendiera echarle del estrado, pero Aquiles no pareció percatarse.
—Tenemos entre nosotros a un sacerdote, un hombre cercano a los dioses. ¿No deberíamos pedirle que hablara?
Los hombres asintieron mientras una oleada de esperanza recorría las filas. Oí un chasquido metálico. Al ver a Agamenón con una mano en su muñeca supe qué era, el pausado movimiento de la hebilla de su manopla.
Aquiles se volvió al rey.
—¿No es eso lo que tú me recomendaste?
Agamenón entrecerró los ojos. No confiaba en la generosidad, no confiaba en nadie. Clavó los ojos en Aquiles, a la espera de una trampa, pero al final, con ingratitud, respondió.
—Sí, lo hice. —Hizo un rudo gesto a sus hombres—. Traedme a Calcante.
La guardia sacó al sacerdote de entre la multitud a empujones. Jamás había tenido un aspecto tan poco agraciado: la barba nunca terminaba de crecerle, le raleaba el pelo y estaba empapado en un sudor agrio. Tenía la costumbre de repasar los labios cuarteados con la lengua antes de hablar.
—Gran rey, príncipe de Ftía, me cogéis desprevenido. No pensé que… —Aquellos extraños ojos azules iban de Agamenón a Aquiles—. Es decir, no esperaba ser interrogado sobre este tema aquí, delante de tanta gente. —La voz iba y venía, como una comadreja al abandonar su madriguera.
—Habla —ordenó Agamenón.
Calcante parecía azorado. Se humedeció los labios con la lengua una y otra vez.
—Seguramente habrás hecho sacrificios y habrás orado, ¿no?
—Sí, sí, por supuesto que sí, pero… —la voz le flaqueó—, pero temo que mis palabras enojen a alguien poderoso y que no olvida un insulto con facilidad.
Aquiles se agachó y puso una mano en el hombro sucio del clérigo, que dio un respingo, y le sujetó de forma amistosa.
—Nos morimos, Calcante. No ha lugar para esos temores. ¿Qué hombre de entre nosotros iba a volver tus palabras contra ti? Yo no lo haría, ni aunque dijeras que yo soy la causa. ¿Y vosotros…? —Miró a los hombres que tenía enfrente, y estos negaron con la cabeza—. Ningún hombre en su sano juicio haría daño a un sacerdote.
El cuello de Agamenón estaba tenso como los cabos de una nave. De pronto tomé conciencia de lo raro que se me hacía verle ahí solo. Su hermano, Ulises o Diomedes estaban siempre junto a él, pero ahora todos ellos esperaban a un lado, con el resto de los príncipes.
Calcante se aclaró la garganta antes de tomar la palabra.
—Los augurios demuestran que Apolo está enfadado. —Apolo. El nombre del dios recorrió las huestes como el viento por el trigo del estío. Calcante miró al hijo de Atreo y luego al príncipe de Ftía. Tragó saliva—. Al parecer, o eso dicen los augurios, le ha ofendido el trato dispensado a su siervo consagrado, Crises. —Agamenón se cuadró de hombros y fulminó con la mirada al sacerdote, a quien se le trababa la lengua mientras proseguía—: Para apaciguarle, hay que devolver a la joven Criseida sin pedir rescate alguno y el gran rey Agamenón debe ofrecer plegarias y sacrificios. —Enmudeció después de haber pronunciado esa última palabra, como si le faltara el aire.
La sorpresa dibujó unas oscuras manchas rojas en el semblante de Agamenón. Parecía una gran estupidez o un acto de suprema arrogancia no haber supuesto que todo aquello era culpa suya, pero no lo había hecho. Se hizo un silencio tan profundo que me pareció oír los granos de arena que removíamos con los pies.
El monarca se volvió hacia el sacerdote.
—Gracias, Calcante —dijo con una voz que chisporroteó en el aire—. Gracias por traer siempre buenas noticias. La última vez fue mi hija. «Mátala», me dijiste, «porque has enojado a los dioses». Ahora pretendes humillarme delante de todo mi ejército. —Se giró sobre el hombre con el rostro congestionado por la ira—. ¿Acaso no soy tu general? ¿No he velado para que recibieras sustento, ropa y honores? ¿No son micénicos la mayor parte de los soldados de este ejército? La chica es mía, la recibí como premio, y no tengo intención de entregarla. ¿Acaso has olvidado quién soy?
Hizo una pausa, como si esperara o temiera que los hombres gritaran: «No, no». Mas nadie lo hizo. Frunció los labios y soltó un gruñido.
—Rey Agamenón —terció Aquiles con voz ligera, casi divertida, mientras se adelantaba—, nadie ha olvidado que eres el jefe de este ejército, estoy seguro, pero tú no pareces recordar que todos nosotros somos por derecho propio reyes, príncipes o cabezas de clan. Somos tus aliados, no esclavos.
Un puñado de hombres asintió y más hubieran deseado hacerlo también. Agamenón profirió un sonido inarticulado y el rostro se le puso púrpura de la rabia. Aquiles alzó una mano.
—No tengo la menor intención de deshonrarte, solo deseo poner fin a la plaga. Envía la chica al padre y acabemos con esto.
El rostro de Agamenón se crispó por culpa de la ira y sus gruesas mejillas se llenaron de pliegues.
—Te comprendo, Pelida. Te crees que por ser hijo de una ninfa de los mares te asiste el derecho de jugar con los príncipes a tu antojo. Nunca te han enseñado cuál es tu lugar entre los hombres. —Aquiles abrió la boca para responderle, pero el micénico se adelantó—. No digas nada. —Sus palabras sonaron como un latigazo—. Te arrepentirás como digas otra palabra más.
—¿Me arrepentiré? —El rostro de Aquiles permaneció inexpresivo—. No creo, gran rey, que puedas permitirte el lujo de decirme esas cosas —añadió en voz baja, pero perfectamente audible.
—¿Me amenazas? ¿A mí? —chilló el general—. ¿No le habéis oído amenazarme?
—No es una amenaza. Dime, ¿qué es tu ejército sin mí?
El rostro del micénico enrojeció intensamente de pura maldad.
—Siempre has tenido una opinión demasiado buena de ti mismo. Debimos haberte dejado donde te encontramos, escondido tras las faldas de tu madre, vestido tú mismo con otras faldas.
Los hombres se quedaron confundidos y torcieron el gesto antes de ponerse a murmurar entre ellos.
Aquiles cerró las manos a los costados y logró mantener la compostura a duras penas.
—Dices eso para desviar la atención de ti. ¿Cuánto tiempo habrías dejado morir a tus hombres si yo no hubiera convocado este concilio? ¿Puedes responder a eso?
Pero el monarca micénico ya estaba rugiendo para hacerse oír por encima de Aquiles.
—Cuando todos estos hombres vinieron a Áulide, se arrodillaron para ofrecerme su lealtad, todos salvo tú. Tengo la impresión de que nuestra tolerancia ante tu arrogancia ha durado demasiado. Es tiempo, tiempo de sobra —dijo, imitando a Aquiles—, de que prestes ese juramento.
—No necesito probarme ante ti ni ante ninguno de vosotros. —Aquiles habló con voz fría y alzó el mentón en gesto de desdén—. Estoy aquí por voluntad propia y tienes suerte de que sea así, o de lo contrario no sería yo quien tendría que arrodillarse.
Había ido demasiado lejos. Los hombres se removieron a mi alrededor. El hijo de Atreo se lanzó a por esa oportunidad como un ave que se lanza en picado a por un pez.
—¿Habéis oído su orgullo? —Se volvió hacia Aquiles—. ¿No te arrodillarás?
El rostro del
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era pétreo cuando respondió:
—No.
—En tal caso, eres un traidor a este ejército y se te castigará como a tal. Tus premios de guerra son rehenes y quedarán a mi cuidado hasta que ofrezcas tu obediencia y sumisión. Empezaremos por la chica, Briseida, ¿verdad? Servirá como compensación por la chica que me veo obligado a devolver.
Me quedé sin aire en los pulmones.
—Es mía, la recibí de todos los griegos —replicó Aquiles. Cada palabra fue cortante como el cuchillo de un matarife—. No puedes quitármela y te costará la vida si lo intentas. Piénsalo, gran rey, antes de perjudicarte.
La respuesta de Agamenón se produjo de inmediato. Nunca iba a achantarse delante de una multitud. Jamás.
—No te temo. Voy a tenerla. —Se volvió hacia su gente—. Traed a la chica.
Advertí la sorpresa en el rostro de los reyes. Briseida era un trofeo de guerra, la personificación del honor de Aquiles. Al quitársela, Agamenón negaba a Aquiles la plenitud de su valor. Al oír murmurar a los hombres, albergué la esperanza de que alguien dijera algo, pero nadie habló.
El gran rey se había dado la vuelta, por eso no vio volar la mano de Aquiles al acero. Se me detuvo el corazón. Le sabía capaz de atravesar de un solo espadazo el cobarde corazón del micénico, pero advertí en su rostro una lucha interior. Aún sigo sin saber por qué se detuvo, tal vez quería para el general un castigo peor que la muerte.
—Agamenón —le llamó. Di un respingo al oír la rudeza de su voz. El rey se volvió y Aquiles le hundió un dedo en el pecho. El micénico no pudo reprimir el resoplido de sorpresa—. Tus palabras de hoy han causado tu muerte y la de tus hombres. No volveré a luchar por ti y tu ejército caerá sin mi concurso. Héctor os molerá los huesos y esparcirá vuestra sangre por la arena. Y yo lo veré y me reiré. Vendrás a mí en busca de misericordia, pero no la tendrás. Todos morirán, Agamenón, y será por lo que has hecho hoy aquí.
Y soltó un enorme salivazo que cayó entre los pies de Agamenón. Después, enseguida estuvo a mi altura, y luego me dejó atrás. Tuve una sensación de vértigo mientras me daba la vuelta para seguirle, sintiendo que detrás de mí venían los mirmidones, cientos de hombres vociferantes que se abrían paso entre la muchedumbre que salía en tropel de sus tiendas.
Aquiles llegó enseguida a la playa gracias a unas enérgicas zancadas. Su ira era incandescente, un fuego le ardía debajo de la piel. Tenía los músculos tan tensos que me daba miedo tocarle, no fueran a saltar como cuerdas de arco. No se detuvo cuando llegamos a nuestro campamento. Tampoco se volvió para dirigirse a los hombres. Agarró la lona que hacía las veces de puerta de nuestra tienda y la arrancó al pasar.
Tenía la boca torcida, nunca la había visto tan fea, y los ojos enloquecidos.
—Le mataré —juró—, le mataré. —Tomó una lanza y la partió por la mitad en medio de una lluvia de astillas. Los trozos cayeron sobre el suelo—. Estuve a punto de trincharle ahí fuera. No sé por qué no lo hice. ¿Cómo se atreve? —Cogió un aguamanil y lo estrelló contra una silla, haciéndolo añicos—. ¡Los muy cobardes! Todos se mordían la lengua sin atreverse a hablar. ¿Lo viste? Ojalá Agamenón les quite todos sus trofeos. Espero que se los arrebate uno a uno.
—¿Aquiles? —preguntó fuera del pabellón una voz vacilante.
—Adelante —ordenó el interpelado.
—Lamento molestarte. Fénix me ordenó que me quedara para que pudiera enterarme de todo lo sucedido y así podértelo contar luego —explicó Automedonte.
—¿Y? —preguntó Aquiles.
El auriga vaciló.
—Agamenón preguntó por qué sigue con vida Héctor. Le dijo a la tropa que no te necesitaban y que… tal vez no fueras… lo que dices que eres. —Otro astil de lanza saltó hecho añicos entre los dedos de Aquiles. Automedonte tragó saliva—. Ahora van a venir a por Briseida.
Aquiles me daba la espalda y no pude verle cuando se dirigió a su auriga:
—Déjanos.
Automedonte se retiró y nos quedamos a solas.
Iban a venir a por Briseida. Me puse en pie con los puños apretados. Me sentía fuerte, indomable, como si mis pies atravesaran la tierra y asomaran por el otro lado del mundo.
—Debemos hacer algo. Podemos ocultarla, tal vez en los bosques o…
—Lo va a pagar caro, y ahora. —Había una nota feroz de victoria en su voz—. Deja que venga a por ella. Él mismo se ha condenado.
—¿A qué te refieres?
—Debo hablar con mi madre —sentenció, e hizo ademán de abandonar la tienda, pero le agarré por el brazo.
—No tenemos tiempo. A tu regreso ya se la habrán llevado. Debemos hacer algo ¡ahora!
Se volvió y me miró con unos ojos extraños: las pupilas enormes y oscuras le devoraban la cara. Parecía hallarse a muchos kilómetros de allí.