Ve fragmentos de la escena. Los hombres recorren la playa de camino al campamento. Ulises cojea junto a otros reyes. Menelao sostiene en brazos a alguien cuya bota manchada de verdín cuelga libremente. Unos mechones de pelo revuelto se han deslizado sobre el rostro, formando una suerte de sudario improvisado. Ahora, el torpor es misericordioso, pero al cabo de unos pocos momentos se produce la caída.
Echa mano a la espada con la intención de cortarse el cuello y solo cuando su mano vuelve vacía recuerda que me había entregado su acero. Entonces, Antíloco le coge por las muñecas y los hombres se ponen a hablar, aun cuando todo lo que él puede ver es la túnica empapada de sangre. Con un rugido, aparta a Antíloco de su lado y tumba de un golpe a Menelao. Se deja caer sobre el cuerpo y se queda sin respiración al comprenderlo todo. Profiere un grito desgarrador, y otro, y otro más. Se tira del pelo y se lo arranca a puñados. Doradas hebras caen sobre el cadáver ensangrentado.
—Patroclo —dice—, Patroclo, Patroclo.
Lo repite una y otra vez hasta que la palabra es solo un sonido. Ulises se arrodilla y le insta a comer y beber. Le invade una ira feroz al oír eso y está a punto de matarle, pero para eso debería dejarme y no puede. Me sujeta con tanta fuerza que casi noto el latido de su corazón, como el aleteo de una mariposa. Es un eco, el último jirón de mi espíritu aún sujeto a mi cuerpo. Un suplicio.
Briseida corre hacia nosotros con el semblante crispado de dolor. Se dobla sobre el cuerpo. Sus adorables ojos negros vierten unas gotas cálidas como la lluvia estival. Se cubre el rostro con las manos y gime. Aquiles no la mira. Ni siquiera la ve. Se pone en pie.
—¿Quién hizo esto? —Su voz quebrada y rota suena terrible.
—Héctor —contesta Menelao.
Aquiles aferra la lanza de Menelao e intenta arrebatársela, pero Ulises le agarra por los hombros.
—Mañana. Héctor ha entrado en la ciudad. Mañana, Pelida, mañana podrás matarle. Lo juro. Ahora debes comer y descansar.
Aquiles solloza. Me acuna, no come ni pronuncia otra palabra que no sea mi nombre. Contemplo su rostro como si lo viera a través del agua, igual que un pez observa el sol. Vierte una catarata de lágrimas, pero yo no puedo enjugárselas. Este es mi elemento ahora: la media vida de un espíritu insepulto.
Su madre acude, la oigo llegar con el sonido de las olas rompiendo contra la orilla. Si yo le disgustaba en vida, es peor cuando encuentra mi cadáver en brazos de su hijo.
—Está muerto —dice con su voz inexpresiva.
—Y Héctor también. Mañana.
—No tienes armadura.
—No la necesito. —Muestra los dientes. Está haciendo un esfuerzo para hablar.
—Él mismo se hizo esto —le dice mientras alarga las manos frías y pálidas para retirar las de Aquiles de mí.
—¡No me toques!
Tetis retrocede mientras le ve acunarme entre sus brazos.
—Te traeré una armadura.
La cosa sucede así, más o menos: alguien aparta la tela de la entrada y asoma el rostro indeciso. Fénix, Automedonte. Macaón. Y sigue hasta que por fin hace acto de presencia Ulises.
—Agamenón ha venido a verte y a devolverte a la chica.
Aquiles no le replica: «Ya ha vuelto», pero tal vez no lo sepa.
Los dos hombres se miran a la luz parpadeante del fuego. El Atrida se aclara la garganta antes de empezar.
—Es tiempo de olvidar nuestras diferencias. He venido a traerte a la chica, Aquiles, ilesa y sana. —El rey hace una pausa, como si esperase un impulso de gratitud, pero solo encuentra silencio—. Algún dios debe habernos arrebatado el juicio para acabar así, no me cabe duda. Pero eso ha terminado y ahora volvemos a ser aliados.
Esto último lo dice en voz más alta y es así para que lo oigan los asistentes. Aquiles no le contesta. Se imagina matando a Héctor. Eso es lo único que le mantiene en pie.
Agamenón vacila.
—¿Vas a luchar mañana, príncipe Aquiles?
—Sí. —Lo súbito de su respuesta los sobresalta.
—Excelente, eso es magnífico. —Agamenón aguarda otro momento—. ¿Y vas a luchar después?
—Si lo deseas, sí. No me importa. Pronto estaré muerto.
Los observadores intercambian miradas. El Atrida se recobra.
—Bien, entonces quedamos en eso. —Se vuelve para marcharse, pero se detiene y añade—: Lo sentí al enterarme de la muerte de Patroclo. Hoy luchó con bravura. ¿Sabes que mató a Sarpedón?
Aquiles los mira con ojos mortecinos y ensangrentados.
—Ojalá él os hubiera dejado morir a todos.
Agamenón se queda demasiado sorprendido como para contestar y es Ulises quien se adelanta en medio del silencio para decir:
—Te dejamos con tu duelo, príncipe Aquiles.
Briseida se arrodilla a mi lado. Ha traído agua y trapos con los que limpiar la sangre y el polvo de mi cadáver. Sus manos me tratan con suavidad, como si lavara a un niño, y no una cosa muerta. Aquiles abre la tienda y las miradas de ambos se encuentran sobre mi cuerpo.
—Apártate de su lado.
—Casi he terminado. No se merece yacer en la inmundicia.
—No voy a dejar que le pongas las manos encima.
Briseida le fulmina con ojos llorosos.
—¿Acaso crees que solo le amabas tú?
—¡Fuera, fuera!
—Le cuidas más en muerte que en vida —le reprocha con voz amarga de pura pena—. ¿Cómo pudiste dejarle ir? ¡No sabía luchar y tú lo sabías!
—¡Largo! —grita Aquiles, y hace añicos una fuente.
Briseida ni pestañea.
—Mátame. Eso no te lo devolverá. Valía diez veces más que tú. Diez veces. ¡Y tú le enviaste a la muerte!
—Intenté detenerle, le dije que no abandonara la playa. —El sonido de su voz apenas es humano.
—Fuiste tú quien le impulsó a ir. —Briseida se le acerca un paso—. Él luchó para salvarte a ti y a tu preciada reputación ¡porque no soportaba verte sufrir! —Aquiles entierra el rostro entre las manos, pero ella no transige—. Nunca le has merecido. Ni siquiera sé por qué te amaba. Solo te preocupas de ti.
Aquiles rehúye la mirada de Briseida, ella tiene miedo, mas no retrocede.
—Ojalá Héctor te mate.
El aire hace un ruido áspero cuando sale de su garganta al replicar:
—¿Acaso piensas que yo no deseo lo mismo?
Solloza mientras me lleva en vilo a nuestra cama. Mi cuerpo se comba. Hace calor dentro de la tienda y el hedor no tardará en aparecer, pero a él no le preocupa. Se lleva mis manos frías a los labios y me abraza durante toda la noche.
Al alba, la madre reaparece con un escudo, una espada y un peto recién forjado, tanto que el bronce aún está caliente. Ella mira cómo se arma, pero no hace ademán de hablarle.
Aquiles no espera a los mirmidones ni a Automedonte. Sube por la playa y deja atrás a los griegos que han salido a mirar. Los guerreros recogen las armas y le siguen. No desean perderse aquello.
—¡Héctor, Héctor! —clama.
Atraviesa las filas troyanas más adelantadas, haciendo trizas pechos y rostros, marcándoles con el meteoro de su furia. Se ha ido antes de que los cuerpos caigan sobre el suelo. La hierba rala tras diez años de guerra bebe con avidez la rica sangre de príncipes y reyes.
Héctor le evita, se sitúa detrás de carros y hombres con la suerte de los dioses. Nadie llama cobardía a su huida. Va a morir si su enemigo le alcanza. El hijo de Príamo lleva puesta la armadura de Aquiles, la inconfundible coraza del fénix que se llevó de mi cuerpo. Los hombres los miran a ambos al pasar, parece como si el
aristós achaion
se estuviera dando caza a sí mismo.
El troyano corre con la respiración agitada hacia el Escamandro, el ancho río de la ciudad, cuyas aguas centellean con una cremosa luz dorada, el cauce cobra ese color por las piedras del río, las rocas amarillas por las que se conoce Troya.
Pero ahora las aguas no son doradas, bajan revueltas de lodo y sangre; el cauce está lleno de cadáveres y armaduras. Héctor se lanza a las olas y nada, sus brazos pasan entre cascos y cuerpos balanceantes. Gana la otra orilla, pero Aquiles le sigue de un salto.
Una figura se alza del río para impedirle el paso. Le chorrea agua sucia por los músculos de los hombros y las hebras negras de la barba. Es más alto que el más alto de los mortales y está pletórico, como los arroyos en primavera. Ama a Troya y a sus gentes. En verano, vierten vino para él como sacrificio y arrojan coronas de laurel a sus aguas. El más piadoso de todos es Héctor, príncipe de Troya.
El rostro de Aquiles está lleno de salpicaduras de sangre.
—No vas a alejarme de él.
Escamandro, el dios del río, alza un grueso cayado, tan grande como el tronco de un árbol joven. No necesita una hoja, un solo golpe con semejante arma rompería huesos y partiría cuellos. Aquiles solo cuenta con una espada, pues ha perdido las lanzas, hundidas en los cadáveres de los vencidos.
—¿Merece la pena perder la vida por esto? —le pregunta el numen.
«No, por favor» me gustaría gritar, pero carezco de voz. Aquiles se adentra en el río y alza la espada.
Escamandro blande el bastón con esas manos suyas grandes como el torso de un hombre. Aquiles se agacha y esquiva el primer golpe y luego rueda hacia delante para evitar el estacazo cuando vuelve siseando la vara. Se pone de pie y lanza un golpe contra el pecho desprotegido del dios. Este se aleja fácilmente, casi con tranquilidad. La punta del acero pasa sin infligir daño alguno, cosa que no había sucedido jamás.
El dios se lanza al ataque. Sus golpes obligan a Aquiles a retroceder hasta los desechos que se acumulan en la ribera del río. Escamandro usa el cayado a modo de martillo. Vastos surtidores de agua surgen allí donde golpea la superficie del cauce. Aquiles debe saltar para evitarlo una y otra vez. Las aguas no parecen tirar de él como harían con cualquier otro hombre.
La espada del Pelida vuela más deprisa de lo concebible, pero aun así no logra alcanzar al dios. Escamandro para todos los tajos con su poderoso cayado, obligándole a ser más y más veloz. El dios es viejo, anciano como el primer deshielo de primavera en las montañas, y también es artero. Se conoce todas y cada una de las luchas libradas en aquella llanada y no hay nada nuevo para él. Aquiles empieza a fatigarse, desgastado por el esfuerzo de contener el poderío de la deidad sin otra cosa que el fino trozo de metal afilado. Saltan esquirlas de madera cada vez que se encuentran acero y bastón, pero el cayado es tan grueso como una de las piernas del propio Escamandro, así que no cabe la esperanza de que vaya a romperse. El numen empieza a sonreír cuando advierte que el mortal esquiva sus golpes más veces de las que los detiene. Va a aplastarle inexorablemente. El esfuerzo físico y la concentración crispan el rostro de Aquiles. Está luchando al límite mismo de su poder. Después de todo, él no es un dios.
Le veo prepararse para un ataque final a la desesperada. Escamandro debe agacharse para evitarlo y ese es el momento que Aquiles necesita. Veo cómo sus músculos se tensan para dar un único golpe final.
Salta.
Por vez primera en su vida, Aquiles no es lo bastante rápido. Escamandro detiene el golpe y le aparta violentamente. El mortal tropieza, es algo muy ligero, un simple desequilibrio que apenas si soy capaz de observar, pero el dios lo ve. Se precipita hacia delante, despiadado y triunfal, aprovechando la pausa que le concede el ligero tropezón. La madera describe un trayecto descendente mortal.
Debió habérselo pensado mejor, y yo debí haberlo sabido. Aquellos pies no han trastabillado ni una sola vez desde que le conocí. Si iba a cometer un error, no sería ahí, en sus pies curvos de huesos delicados. Aquiles le ha tendido la trampa de un fallo humano y el numen ha picado.
La guardia del dios se abre cuando se abalanza a por el mortal y este lanza un golpe de espada en esa dirección, abriendo una gran cuchillada en el costado del dios. El río vuelve a bajar áureo una vez más, teñido por el icor que mana de las venas de su señor.
Escamandro no va a morir, pero ahora debe alejarse, debilitado y agotado, ha de volver a las montañas, al origen de sus aguas, para restañar las heridas y recobrar la fuerza. Se hunde en el cauce de su río y se marcha.
El rostro de Aquiles está bañado en sudor y su respiración es agitada, pero no se detiene.
—¡Héctor! —grita.
Y se reanuda la caza.
«Ha abatido a uno de los nuestros», susurran los dioses en alguna parte.
«¿Qué sucederá si ataca la ciudad?».
«Troya no tiene que caer aún».
Y yo pienso: «No temáis por Troya. Él solo quiere a Héctor, a Héctor y a nadie más. Se detendrá en cuanto Héctor haya muerto».
Hay una arboleda al pie de los altos muros de Troya, hogar de un laurel sagrado de ramas retorcidas. Héctor deja de correr cuando por fin llega allí. Los dos hombres se encaran uno frente a otro debajo de su ramaje. Uno de ellos tiene la tez oscura y sus pies se hunden en el suelo, profundos como raíces. Su casco y su coraza son dorados y luce unas cnémidas bruñidas. La armadura le sienta mejor que a mí, pues es más corpulento que yo, más ancho. Las cinchas abiertas del casco le cuelgan junto al cuello.
El semblante del otro hombre resulta irreconocible de pura crispación. Sus ropas aún están húmedas tras su lucha en el río. Levanta la lanza de fresno.
«No», le suplico. Es su propia muerte lo que sostiene, tras la muerte de Héctor será su sangre la que se vierta, pero él no me escucha.
El hijo de Príamo le mira con ojos muy abiertos, pero no va a huir más.
—Concédeme una cosa: entrega mi cuerpo a mi familia cuando me hayas matado —suplica.
Aquiles profiere un sonido asfixiado.
—No hay tratos entre hombres y leones. Te mataré y te comeré crudo.
La punta de su lanza vuela en un remolino deslumbrante como el lucero de la tarde en busca de la garganta de Héctor.
Aquiles regresa a la tienda donde le espera mi cuerpo. Viene cubierto de sangre y óxido en los codos, las rodillas, el cuello; es como si hubiera atravesado los corredores de un corazón descomunal y acabara de salir de él, aún goteante. Tras él arrastra el cadáver de Héctor, le lleva cogido por los tobillos con una correa de cuero. La barba acicalada del vencido está ahora llena de polvo y el rostro, oscurecido por una costra de sangre. Ha atado el cuerpo a su carro y ha espoleado a los caballos para llevarlo a rastras.
Los reyes griegos le están esperando.