—Eso no es verdad —refuté. Estaba colorado y la sangre de mi rostro prendió fuego a mi voz, que se oyó por toda la playa.
El itacense enarcó una ceja.
—Verdad es lo que los hombres creen y eso es lo que creen de vosotros, pero tal vez anden equivocados. Si ese rumor te preocupa, déjalo atrás cuando te embarques rumbo a la guerra.
—Eso no es de tu incumbencia, príncipe de Ítaca —contestó con voz tensa Aquiles, enojado.
Ulises alzó ambas manos en un gesto de disculpa.
—Me excuso si os he ofendido. He venido a desearos buenas noches a ambos y a asegurarme de que todo estaba a vuestro gusto. Príncipe Aquiles, Patroclo. —Hizo una reverencia con la cabeza y regresó a su tienda.
El silencio se instaló entre nosotros dentro de la tienda. Yo me había preguntado cuándo iba a plantearse aquel asunto. Muchos chicos tomaban a otros como amantes, tal y como había dicho Ulises, pero esas historias terminaban cuando se hacían mayores, a menos que se tratara de esclavos o de mancebos de pago. A nuestros hombres les gustaba conquistar y no confiaban en un hombre que era conquistado.
«No vas a desacreditarle», había dicho Tetis. Y ese era uno de los aspectos a los que se refería, por eso dije:
—Quizá tenga razón.
Aquiles levantó la cabeza y torció el gesto.
—No es eso lo que piensas.
—Yo no pretendía decir… —Empecé a retorcerme los dedos—. Yo seguiría a tu lado, pero podría dormir fuera para que la cosa no resultara tan obvia. Tampoco necesito asistir a tus reuniones y…
—No. A los hombres de Ftía no les preocupa y el resto puede hablar cuanto guste. Seguiré siendo el
aristós achaion.
—El mejor de los griegos
[11]
.
—Esto podría ensombrecer tu honra.
—Pues entonces ya está hecho. —Apretó los dientes con determinación, resuelto—. Si dejan que mi gloria suba o baje por esto…, son idiotas.
—Pero Ulises…
Sus ojos verdes como hojas de primavera se encontraron con los míos cuando dijo:
—Les he dado mucho, Patroclo, pero no pienso darles esto.
Y ya no hubo nada más que añadir después de eso.
Al día siguiente, cuando Noto, el dios del viento del sur, hinchó nuestra vela, buscamos a Ulises en la proa.
—Príncipe de Ítaca —le llamó Aquiles con voz formal; ya no hubo ni una sola de las sonrisas juveniles de la jornada anterior—, desearía oírte hablar de Agamenón y el resto de los reyes. Me gustaría saber más de los hombres a los que voy a unirme y de la princesa por la que voy a luchar.
—Muy prudente por tu parte, príncipe Aquiles. —Ulises no efectuó comentario alguno sobre el cambio operado en el príncipe de Ftía, si es que lo notó. Nos condujo hasta unos bancos situados en la base del mástil, justo debajo del vientre inflado de la vela—. Bueno, ¿por dónde empiezo? —Se rascó con aire ausente la cicatriz de la pierna, más descarnada, pelada y arrugada a la luz del día—. Por un lado, está Menelao, cuya esposa debemos recuperar. Se convirtió en rey de Esparta después de que Helena le eligiera como esposo. Eso puede contártelo Patroclo. Se le tiene por un buen hombre, valiente en el combate y muy querido por casi todo el mundo. Muchos reyes se han sumado a su causa de buen grado, no solo quienes estaban obligados por el juramento.
—¿Quiénes? —inquirió Aquiles.
Ulises empezó a decir los nombres, llevando la cuenta con sus grandes manos de granjero.
—Meríones, Idomeneo, Filoctetes. Áyax, bueno, los dos Áyax, el grande y el pequeño. —Uno era el tipo a quien yo recordaba del salón de Tindáreo, el hombrón del escudo; no tenía idea alguna de quién podría ser el otro—. También debemos incluir allí a Néstor, el viejo rey de Pilos. —También me sonaba ese hombre. Había navegado con Jasón, el argonauta, de joven en busca del vellocino de oro. Sus días de guerrero habían quedado atrás hacía mucho, pero acudía a la guerra con su consejo y sus hijos Antíloco y Trasimenes.
Los ojos de Aquiles se habían oscurecido y su rostro estaba concentrado.
—¿Y qué me dices de los troyanos?
—Está el rey Príamo, por supuesto. Los hombres dicen que tiene cincuenta hijos y que todos han crecido con una espada en la mano.
—¿Cincuenta hijos?
—Y otras tantas hijas. Se le conoce por ser un hombre piadoso y muy querido por los dioses. Todos sus hijos son famosos por derecho propio, desde Paris, el amado de la diosa Afrodita y célebre por su belleza, por supuesto, hasta el más joven, que apenas tiene diez años, pero supongo que también será feroz. Se llama Troilo, según creo. Combate a su lado un primo de buena cuna. Se llama Eneas y es hijo de la mismísima Afrodita.
—¿Y qué hay de Héctor? —Aquiles no le quitaba la vista de encima a Ulises.
—Es el hijo mayor de Príamo, su heredero, el favorito del dios Apolo, el más poderoso defensor de Troya.
—¿Qué aspecto tiene?
El príncipe de Ítaca se encogió de hombros.
—Ni idea. Se cuenta que es grandón, pero eso es lo que se dice de la mayoría de los héroes. Tú le conocerás antes que yo, así que serás tú quien me lo cuente.
Aquiles entrecerró los ojos.
—¿Por qué dices eso?
Ulises compuso un gesto seco antes de responder:
—Soy un soldado competente, pero solo eso; estoy seguro de que Diomedes estaría de acuerdo conmigo. Mis talentos son otros. Yo no sería recordado si me enfrentara con Héctor en el campo de batalla, pero tú, por supuesto, eres harina de otro costal. Te harás célebre con su muerte.
Me quedé helado.
—Tal vez sí, pero no veo razón para matarle —replicó Aquiles con frialdad—. No me ha hecho nada.
Ulises soltó una risilla por lo bajo, como si le hubieran contado un chiste.
—No habría ningún tipo de guerras si los soldados matasen únicamente a quienes les han hecho una ofensa personal, Pelida. —Enarcó una ceja—. Aunque tal vez no sería tan mala idea, pues en ese mundo quizá fuera yo el
aristós achaion,
y no tú.
Aquiles no contestó. Se volvió para mirar el costado de la nave y las olas circundantes. La luz del sol incidía sobre sus mejillas, iluminándolas hasta hacerlas refulgir.
—No me has contado nada de Agamenón.
—Sí, el poderoso rey de Micenas. —Ulises volvió a echarse hacia atrás—. Vástago orgulloso de la casa de Atreo. Su bisabuelo Tántalo era hijo de Zeus. Seguramente has oído su historia.
Todo el mundo conocía el suplicio eterno de Tántalo. Para castigar el desprecio de este hacia los poderes de los dioses, estos le habían arrojado al más profundo foso del inframundo, donde el rey sufría hambre y sed a perpetuidad, mientras había agua y comida justo fuera de su alcance.
—He oído hablar de él —admitió Aquiles—, pero jamás supe cuál fue su delito.
—Bueno… En tiempos del rey Tántalo todos los reinos de la Hélade tenían el mismo tamaño y los reyes vivían en paz, pero Tántalo estaba insatisfecho con su parte y empezó a conquistar por la fuerza los dominios de sus vecinos. Dobló sus tierras, y luego volvió a doblarlas, pero eso no le dejó satisfecho. Su éxito le hizo ser orgulloso y, una vez que hubo vencido a todos cuantos se le enfrentaron, buscó derrotar a los propios dioses, no con las armas, pues no hay mortal capaz de vencer a los dioses en la batalla, sino con la traición. Deseaba demostrar que los dioses no lo sabían todo, pero resultó que sí lo sabían.
»Tántalo convocó a su hijo, Pélope, y le preguntó si deseaba ayudar a su padre. “Por supuesto”, respondió Pélope. El padre sonrió, desenfundó la espada y le cortó el cuello de un solo tajo. Después, troceó el cuerpo con cuidado y asó las porciones al fuego. —La imagen de la carne del muchacho atravesada por un pincho me revolvió el estómago—. Tántalo llamó a su padre, Zeus, en el Olimpo y le dijo: “He preparado un festín en tu honor y en el de los tuyos. Apresúrate, pues la carne aún está tierna y fresca”. A los dioses les encantan ese tipo de banquetes, pero cuando llegaron, el olor del estofado de carne, normalmente tan jugoso, pareció sofocarles a todos. Zeus supo de inmediato lo que había ocurrido, cogió a Tántalo por las piernas y le arrojó al Tártaro, para que allí padeciera un castigo eterno.
El cielo estaba luminoso y la brisa soplaba con fuerza, pero bajo el hechizo de la historia de Ulises me sentí como si a nuestro alrededor fuera de noche y estuviéramos sentados junto al fuego.
—Después, Zeus reunió los trozos del muchacho y les insufló una segunda vida. Pélope se convirtió en rey de Micenas a pesar de ser solo un niño. Fue un magnífico monarca, distinguido por su piedad y sabiduría, aunque padeció muchos sufrimientos durante su reinado. Algunos dijeron que los dioses habían maldecido al linaje de Tántalo, condenándolos a todos a la violencia y al desastre. Los hijos de Pélope, Atreo y Tiestes, nacieron con la ambición del abuelo y cometieron crímenes tan sanguinarios y oscuros como los de Tántalo. Una hija violada por su padre, un hijo cocinado y devorado…, y todo ello en medio de una enconada rivalidad por el trono.
»La fortuna de la dinastía únicamente parece haber cambiado ahora, gracias a la virtud de Agamenón y Menelao. Los días de la guerra civil han terminado y Micenas prospera bajo el justo gobierno de Agamenón. Se ha ganado un merecido renombre por su habilidad en el manejo de la lanza y la firmeza de su liderazgo. Tenemos mucha suerte de que sea nuestro general.
Yo pensaba que Aquiles había dejado de escuchar hacía mucho, pero se volvió al oír aquello con gesto de pocos amigos y precisó:
—Todos somos generales.
—Claro —convino Ulises—, pero vamos a enfrentarnos al mismo enemigo, ¿no? Veintitantos generales en la batalla significarían caos y derrota. —Hizo una mueca—. Sabes cómo somos cuando estamos juntos, acabaríamos matándonos entre nosotros en vez de a los troyanos. El éxito en una guerra como esta pasa por estar todos unidos en un único propósito y encauzar las voluntades para ser una única lanza en vez de mil alfileres. Tú guiarás a los de Ftía y yo a los itacenses, pero debe haber alguien que nos emplee a cada uno dentro de nuestras habilidades, por muy grandes que sean estas —concluyó, señalando a Aquiles con un gentil ademán.
Pero el príncipe de Ftía ignoró el cumplido. El sol poniente proyectaba sombras sobre su rostro y le iluminaba unos ojos categóricos y acerados.
—Voy por libre voluntad, príncipe de Ítaca. Aceptaré el consejo de Agamenón, mas no sus órdenes. Espero que comprendas esto.
El interpelado sacudió la cabeza.
—Los dioses nos salven de nosotros mismos. No ha empezado la batalla y ya nos estamos preocupando por los honores.
—Yo no estoy…
Ulises movió una mano.
—Créeme, Agamenón comprende la enorme valía de tu incorporación a su causa. Fue el primero en desear que vinieras. Serás recibido en nuestro ejército con toda la pompa que pudieras desear.
Aquiles no se refería exactamente a eso, pero le andaba cerca. Me alegró oír el grito del vigía, anunciando que había avistado tierra a proa.
Esa noche, después de apartar los platos de la cena, Aquiles se tendió de espaldas sobre la cama.
—¿Qué piensas de esos hombres que hemos conocido?
—No lo sé.
—Estoy contento de que al menos Diomedes se haya marchado.
—También yo. —Nos habíamos separado: el rey argivo se quedó en un cabo de la costa septentrional de Eubea, donde iba a esperar a sus tropas, procedentes de Argos—. No me fío de ellos.
—Supongo que pronto sabremos cómo son —comentó Aquiles.
Permanecimos en silencio, dándole vueltas a todo aquello, mientras escuchábamos el apenas perceptible repiqueteo de las gotas de lluvia en el techo de la tienda, pues fuera había empezado a chispear.
—Ulises predijo tormenta para esta noche.
Una tormenta en el Egeo desaparecía tan deprisa como se desataba. Nuestro barco estaba varado a salvo en la playa y al día siguiente ya estaría despejado.
Aquiles me estaba mirando.
—Siempre tienes revuelto el pelo aquí. —Me tocó la cabeza justo detrás de la oreja—. Creo que nunca te he dicho lo mucho que eso me gusta.
Se me erizó el cabello allí donde sus dedos me habían tocado.
—No —respondí.
—Lo hice. —Deslizó la mano hacia la base de mi cuello y acarició la vena que discurría por el mismo—. ¿Y qué me dices de esto? ¿Te he dicho lo que me parece? Justo ahí…
—No.
—Entonces, seguramente esto… —Movió las manos sobre los músculos de mi pecho, calentando la piel con su tacto—. ¿Te he hablado de esto?
—Algo me dijiste. —Contuve un poco la respiración al hablar.
—¿Y qué me dices de esto? —Su mano se demoró sobre mis caderas, acercándose a la línea de los muslos—. ¿Lo he mencionado?
—Sí.
—¿Y te he hablado de esto…? Seguro que sí, no me habría olvidado. —Esbozó su sonrisa gatuna—. Dime que no.
—No te olvidaste.
—Ni tampoco de esto. —Ahora su mano era incansable—. Sé que te he hablado de esto.
Cerré los ojos y pedí:
—Dímelo otra vez.
Después, Aquiles se durmió a mi lado y llegó la tormenta vaticinada por Ulises; zarandeó con fuerza las paredes de tosca lona de la tienda. Escuché el chapaleteo de las olas sobre la arena, acercándose una y otra vez. Él se removía y el aire del interior de la tienda con él, impregnando el ambiente con su suave aroma a musgo. «Es esto lo que voy a echar de menos. Me mataré antes que perderlo», pensé, y luego me pregunté: «¿Cuánto tiempo tenemos?».
A
rribamos a Ftía al día siguiente. El sol estaba justo en el meridiano y Aquiles y yo lo contemplábamos desde cubierta.
—¿Ves eso?
—¿El qué…? —pregunté con perplejidad, pues veía mucho mejor que yo.
—La costa… Resulta extraño.
Vimos el motivo cuando estuvimos más cerca: la orilla era un hervidero de gente que se empujaba con impaciencia y estiraba el cuello para mirar en nuestra dirección. Y luego estaba ese sonido, aquel rugido que en un principio parecía proceder de las olas o de la nave al henderlas, pero fue haciéndose cada vez mayor a cada golpe de remo hasta que al fin comprendimos que se trataba de voces, y luego de palabras que se repetían una y otra vez sin cesar.
—¡Príncipe Aquiles,
aristós achaion!
Cuando la nave llegó a la playa, cientos de personas alzaron las manos y prorrumpieron en vítores. El golpe de la plancha al caer sobre la piedra, las órdenes de los marinos y todos los demás sonidos quedaron sofocados por el griterío. Nos quedamos mirando, estupefactos.