«No debes ir». Estuve a punto de decirlo mil veces, pero en vez de eso sostuve sus veloces manos entre las mías. Estaban frías y muy quietas.
—No sé si podré soportarlo —dijo al fin.
Había cerrado los ojos, como para no ver aquel horror. No se refería a su muerte, yo lo sabía bien, sino a la pesadilla tejida por Ulises: la pérdida de su esplendor, la consunción de su gracia. Yo había visto cuánto júbilo obtenía de su propia habilidad y esa pujante vitalidad, siempre bajo la superficie. ¿Qué era él, sino maravilloso y radiante? ¿Quién sino él estaba destinado a la fama?
—No me importa, me da igual en qué te conviertas. —Las palabras se escaparon a duras penas por entre mis labios—. Eso me da igual. Estaremos juntos.
—Lo sé —contestó en voz baja.
Él lo sabía, pero le resultaba insuficiente. El pesar era tan grande que amenazaba por atravesarme la piel. A su muerte, Aquiles enterraría con él todas las cosas veloces, hermosas y luminosas. Abrí la boca para hablar, pero fue demasiado tarde.
—Voy a ir —anunció—. Iré a Troya.
El destello rosado de su labio, el verde febril de sus ojos, su rostro desprovisto de arrugas… Nada en él decaía ni se marchitaba. Él era áureo, deslumbrante, era la primavera. La envidiosa muerte se bebería su sangre y sería joven de nuevo.
Me miraba con unos ojos profundos como el abismo.
—¿Vas a acompañarme? —quiso saber.
El interminable dolor del amor y el pesar estaba ahí. Quizás en otra vida podría haberme negado, tal vez podría haberme tirado de los pelos y puesto a chillar, tal vez en otra vida podría haberle hecho afrontar solo esa elección, pero no en esta. Él navegaría rumbo a Troya y yo le seguiría, incluso hasta la muerte.
—Sí, sí —contesté con un hilo de voz.
El alivio inundó su rostro y se extendió a mi persona. Le dejé que me sujetara y apretara tanto que no había espacio entre nosotros para que cupiera nada.
Después hicieron acto de presencia las lágrimas, y se derramaron, y las constelaciones se pusieron a girar sobre nosotros, y la luna empezó a trazar su fatigoso curso. Yacimos acongojados e insomnes mientras transcurrían las horas.
Aquiles se levantó con gesto forzado cuando clareó el alba y anunció:
—Debo decírselo a mi madre.
Estaba pálido y le habían aparecido ojeras. Ya parecía mayor. El pánico creció en mi interior. «No vayas», quise decir, pero él se puso una túnica y se marchó.
Me tendí de espaldas e intenté no pensar en el paso de los minutos. En el día de ayer los teníamos en abundancia y ahora cada uno era como una gota de sangre perdida.
La habitación cobró un tono gris y luego se volvió blanca. La cama era demasiado grande y sin él se enfrió. No escuchaba sonido alguno y esa quietud me asustaba. «Es como una tumba». Me incorporé, me froté los miembros y les di palmadas para hacerlos entrar en calor mientras intentaba controlar la creciente histeria. «Así es como va a ser cada día sin él». Sentí una tirantez ciega en el pecho, como un grito. «Cada día sin él».
Abandoné el palacio, desesperado por poder gritar, e inicié el ascenso a los acantilados de Esciro, unas grandes rocas desde las que se dominaba el mar. Los vientos me zarandeaban y las piedras eran resbaladizas a resultas de las salpicaduras del mar, pero la tensión y el peligro me estabilizaron. Subí como una ardilla hacia el pico más traicionero, un lugar adonde hasta la fecha había tenido miedo de ir. Las rocas estaban lo bastante afiladas como para hacerme cortes en las manos y dejaba manchas de sangre allí donde pisaba. Di la bienvenida a ese dolor puro y cotidiano. Resultaba ridículo lo fácil que era de soportar.
Alcancé la cima, un descuidado montón de rocas desgastadas amontonadas al borde del precipicio, y permanecí de pie sobre ella. Mientras efectuaba el ascenso se me había ocurrido una idea temible y temeraria.
Me puse de cara al mar y grité al viento arrebatador.
—¡Tetis, Tetis! —El sol estaba en su cenit en ese momento; madre e hijo debían de haber terminado la entrevista hacía mucho tiempo. Inspiré por tercera vez.
—No vuelvas a pronunciar mi nombre.
Me volví hacia ella y estuve a punto de perder el equilibrio. Las rocas se me clavaron en los pies y el viento me azotó de firme. Me agarré a un saliente de piedra para sujetarme y alcé la mirada.
Estaba más pálida que de costumbre, la suya era la blancura del primer hielo de invierno. Había estirado los labios para exhibir los dientes.
—Eres un idiota, baja de ahí —me instó—. Tu estúpida muerte no va a salvarle.
No era tan audaz como me creía. La malicia de su rostro me hizo estremecer, pero me obligué a hablar para preguntar algo que necesitaba saber de ella.
—¿Cuánto va a vivir?
Ella profirió un sonido similar al aullido de una foca; necesité unos instantes para comprender que era una risotada.
—¿Por qué? ¿Para prepararte? ¿Para intentar evitarlo? —El desdén presidía el semblante de la nereida.
—Sí, si puedo —respondí. Soltó otra vez ese sonido—. Por favor. —Me puse de rodillas—. Dímelo, por favor.
La carcajada cesó, tal vez porque me había arrodillado, y la diosa me contempló por un momento.
—Héctor morirá primero —respondió—. Eso es cuanto se me ha dado a conocer.
«Héctor».
—Gracias.
La nereida entrecerró los ojos.
—No te atrevas a agradecerme nada. He venido por otra razón. —Su voz siseó como el agua vertida sobre carbones al rojo. Yo esperé mirando su rostro, blanco como un hueso astillado—. No va a ser tan fácil como él se cree. Las Moiras
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han prometido fama, sí, pero ¿cuánta? Mi hijo va a necesitar proteger su honor con extremo cuidado. Es demasiado confiado y los hombres de Hélade son como perros a la greña —soltó con desprecio—. No van a tolerar la preeminencia de ningún otro. Yo haré cuanto esté en mi mano, y tú también. —Su mirada recayó sobre mis largos brazos y huesudas rodillas—. No vas a desacreditarle, ¿lo entiendes?
«¿Lo entiendes?».
—Sí —contesté, y así era. La fama de Aquiles debía merecer el precio que iba a pagarse por ella, una vida. Una ínfima brisa rozó el dobladillo del vestido de Tetis, lo cual me hizo pensar que estaba a punto de marcharse de regreso a las cuevas del océano. Algo me impulsó a ser audaz y pregunté—: ¿Es Héctor un buen soldado?
—El mejor, a excepción de mi hijo —respondió ella.
Tetis volvió la mirada hacia la derecha, donde el acantilado caía bruscamente.
—Viene hacia aquí —anunció.
Aquiles coronó la cima y se acercó a mi posición. Estudió mi rostro y mi piel ensangrentada.
—Te he oído hablar —dijo.
—Con tu madre —respondí.
Se arrodilló y puso uno de mis pies sobre su regazo para luego, con suavidad, limpiar la suciedad y el polvo y retirar los trocitos de roca de las heridas. Rasgó una tira del bajo de su túnica e improvisó un fuerte vendaje para restañar la sangre.
Cerré mi mano sobre la suya y le dije:
—No debes matar a Héctor.
Alzó el hermoso rostro realzado por el dorado de sus cabellos para mirarme.
—Mi madre te ha contado el resto de la profecía.
—En efecto.
—Y tú crees que nadie, salvo yo, puede matar a Héctor.
—Así es.
—¿Y pretendes ganarle tiempo al destino?
—Sí.
—Ah. —Una tímida sonrisa se extendió por su semblante. Siempre le habían encantado los desafíos—. Bien, pero ¿por qué iba a matarle? No me ha hecho nada.
Y entonces sentí un atisbo de esperanza por vez primera en mucho tiempo.
Zarpamos esa misma tarde, pues ya no había razón para demorarse. El rey de Esciro, siempre consciente de sus deberes, vino al muelle para despedirnos. Los tres nos quedamos allí, hablando con fría formalidad, mientras Ulises y Diomedes se encaminaban al barco. Iban a escoltarnos de regreso a Ftía, donde Aquiles debía reunir sus propias tropas.
Quedaba una cosa pendiente por hacer y yo sabía que Aquiles no deseaba hacerla.
—Licomedes, mi madre me ha pedido que te transmita su deseo. —Un leve temor alteró el semblante del anciano, pero le sostuvo la mirada a su yerno.
—¿Es sobre el pequeño?
—Sí.
—¿Y cuál es su voluntad? —inquirió el monarca con precaución.
—Desea educar al niño ella misma. —La voz le tembló al ver el rostro del viejo rey—. Mi madre dice que va a ser un varón y que lo reclamará cuando esté destetado.
Se hizo el silencio. Licomedes cerró los ojos. Intuí que estaba pensando en su hija, cuyos brazos no iban a poder abrazar ni al esposo ni al hijo.
—Ojalá no hubieras venido —deseó.
—Lo siento —se disculpó Aquiles.
—Marchaos —susurró el anciano monarca.
Le obedecimos.
Navegamos a bordo de una nave de excelente acabado y con una nutrida tripulación. La dotación se movía con calma y competencia. Los cabos de fibras nuevas centelleaban al sol y los mástiles eran tan recientes que parecían árboles vivos. El mascarón de proa era una belleza como no había visto igual en mi vida: una mujer alta de cabellos y ojos oscuros con los dedos de las manos enclavijados como en un gesto de contemplación. Era hermosa, pero discreta. Tenía una barbilla elegante y el pelo recogido en un moño, así que era posible admirar su cuello de cisne. El mascarón estaba pintado de forma primorosa, interpretando a la perfección hasta el menor detalle.
—Estáis admirando a mi mujer, según veo.
Ulises se unió a nosotros junto a la barandilla, donde apoyó los musculosos antebrazos.
—Al principio se negó a permitir que el artista se acercara a ella. Tuve que hacer que la siguiera en secreto. Al final, creo que todo salió bien.
Un matrimonio por amor era tan raro como los cedros del Líbano, y casi me hizo desear que ese hombre me cayera bien, pero ya había visto demasiadas sonrisas suyas.
—¿Cómo se llama? —preguntó Aquiles por educación.
—Penélope —contestó el príncipe de Ítaca.
—¿Es nueva la nave? —tercié yo. Si él deseaba hablar de su esposa, yo prefería hablar de cualquier otra cosa.
—Sí. Hasta el último tablón está hecho con la mejor madera de Ítaca. —Palmeó la barandilla con su manaza como un jinete el flanco de su caballo.
—¿Otra vez te has puesto a alardear de tu nuevo barco? —preguntó Diomedes, que se acababa de unir a nosotros. Se había recogido los rizos negros con una banda de cuero, lo cual confería a su rostro un aspecto más afilado de lo habitual.
—Sí.
El argivo lanzó un salivazo al mar.
—El rey de Argos está hoy inusualmente elocuente —ironizó Ulises. Aquiles no les había visto antes el juego, cosa que yo sí, y su vista iba de uno a otro. Al final, una pequeña sonrisa le curvó la comisura de la boca—. Dime —prosiguió Ulises—, ¿crees que esa viveza intelectual tuya proviene de que tu padre se comiera los sesos de aquel hombre?
—¿Qué…? —El príncipe de Ftía se quedó boquiabierto.
—¿No conoces la historia del poderoso Tideo, rey de Argos, devorador de cerebros?
—He oído hablar de él, pero nada sobre lo de los cerebros…
—Pensaba hacer pintar la escena en nuestra vajilla —repuso Diomedes.
Yo había tomado al argivo como el perro de Ulises en el banquete de Esciro, pero entre los dos hombres había un entusiasmo y un antagonismo tan placentero que solo era posible entre iguales. Y también recordé haber oído el rumor de que Diomedes era otro favorito de Atenea.
—Recuérdame que no cene en Argos en una buena temporada.
Diomedes se echó a reír. No era un sonido agradable.
Los dos reyes tenían ganas de hablar y se demoraron junto a la borda con nosotros y empezaron a intercambiar historias de viajes marinos, guerras, pruebas ganadas en un lejano pasado… Aquiles era un oyente ávido que formulaba una pregunta tras otra.
—¿Dónde te hiciste eso? —Y señaló la cicatriz de la pierna del rey de Ítaca.
—Ah, esa es una historia que sí merece ser contada —repuso el interpelado, frotándose las manos—. Pero antes debo hablar con el capitán. —Señaló con un ademán al sol, cuya esfera completa colgaba suspendida a poca altura sobre el horizonte—. Pronto vamos a tener que detenernos para acampar.
—Yo iré —se ofreció el argivo, incorporándose desde donde se había recostado sobre la borda—. He oído esa narración casi tantas veces como la nauseabunda del tálamo nupcial.
—Tú te lo pierdes —gritó Ulises mientras el otro, ya de espaldas, se alejaba—. No le hagáis ni caso. Su esposa es una perra con un mal genio de cuidado capaz de amargarle el carácter a cualquiera, en cambio, la mía…
—Juro que como acabes esa frase te tiro por la borda y tienes que ir a Troya a nado. —El vozarrón de Diomedes recorrió toda la longitud del barco.
—¿Lo veis? —Ulises meneó la cabeza—. Un amargado.
Aquiles rio, encantado con ambos. Parecía haber olvidado su parte a la hora de desenmascararle y todo cuanto había sucedido con anterioridad.
—¿Por dónde iba?
—La historia de la cicatriz —se apresuró a recordarle Aquiles.
—Ah, sí, la cicatriz. Cuando tenía trece años…
Observé cómo le cautivaban las palabras del señor de Ítaca. «Es demasiado confiado». Pero no tenía intención alguna de convertirme en el cuervo posado todo el tiempo sobre su hombro que se pone a anunciar desgracias.
El sol se deslizó hasta desaparecer de los cielos y nosotros nos acercamos a una oscura franja de tierra donde teníamos intención de acampar. La nave halló un fondeadero y los marineros la arrastraron sobre la costa para pasar la noche. Luego descargaron los suministros: comida, lechos y tiendas para los príncipes.
Nos instalamos en el campamento dispuesto para nosotros, consistente en un pequeño fuego y un pabellón.
—¿Está todo en orden por aquí? —preguntó Ulises, que se había acercado.
—Muy bien —contestó Aquiles, y esbozó una de sus sonrisas fáciles y llenas de honestidad—. Gracias.
Ulises respondió con otra sonrisa que dejó ver sus dientes, cuya blancura se realzó por el contraste con la negritud de su barba.
—Excelente. Os basta con una tienda, ¿no? Tengo entendido que preferís compartirlo todo, tanto aposentos como sacos de dormir, o eso he oído…
El acaloramiento y la impresión se me subieron a la cara, y oí cómo Aquiles, que estaba a mi lado, dejó de respirar.
—Vamos, vamos, no hay necesidad de avergonzarse. Es moneda corriente entre los muchachos. —Se rascó el mentón con aire evaluador—. Aunque ya hace mucho que dejasteis de ser unos niños. ¿Qué años tenéis?