Me miró con fijeza sin decir nada.
—¿Y…?
Lo dijo de un modo que disipó los últimos retazos de mi ira. Quizás en el pasado lo hubiera hecho, pero no ahora. ¿Quién era yo para envidiar algo así?
Sonrió como si me hubiera escuchado el pensamiento y su rostro resplandeció como el sol.
A
partir de ese momento nuestra amistad se precipitó como los torrentes de montaña en primavera. Antes, los chicos y yo imaginábamos las jornadas de Aquiles llenas de instrucción principesca, estrategia y clases de lucha con lanza, pero yo conocía cuál era la verdad: no recibía más formación que las clases de lira y sus propios adiestramientos. Un día íbamos a nadar y al otro trepábamos a los árboles. Nos inventamos nuestros propios juegos, como echar carreras o dar volteretas. Nos tendíamos sobre la arena cálida y nos desafiábamos:
—Adivina en qué estoy pensando.
El halcón atisbado desde nuestra ventana.
El chico de las paletas torcidas.
Comida.
Y mientras nadábamos, jugábamos o charlábamos nos abrumaba una sensación muy similar al miedo, al menos así era como yo la sentía crecer en el pecho. Venía tan deprisa como las lágrimas, pero aquello era la antítesis de las mismas, esto era ligereza, mientras que estas eran pesadas, aquello era luz y las lágrimas no brillaban. Había saboreado la satisfacción con anterioridad, había disfrutado de breves momentos de placer en solitario mientras jugaba a las cabrillas, tiraba los dados o soñaba, pero en realidad ese contento se debía más a una ausencia que una presencia, a un efecto colateral de mi miedo. Lo sentía cuando ni mi padre ni los chicos andaban por ahí cerca, cuando no estaba enfermo ni cansado y tampoco tenía apetito.
Este sentimiento era diferente. Me descubrí sonriendo de oreja a oreja y con las mejillas coloradas. Tenía los cabellos como escarpias, tiraban de mí con tal fuerza que daba la impresión de que fueran a arrancarme la cabeza. Con el mareo de la libertad se me destrabó la lengua del todo. Le conté esto, lo otro y lo de más allá. No debía tener miedo a hablar de más ni tenía de qué preocuparme si era demasiado lento o estaba más escuchimizado, y así era todo. Le mostré cómo conseguir que las piedras rebotaran en el agua y él me enseñó a tallar la madera. Era capaz de sentir hasta la última terminación nerviosa de mi cuerpo o el menor roce del aire sobre la piel.
Le observaba mientras interpretaba temas en la lira de mi madre. Mis dedos se trababan en las cuerdas y el profesor se desesperaba conmigo cuando me llegaba el turno. No me preocupaba.
—Toca otra vez —le pedía.
Y Aquiles tañía la lira hasta que yo apenas lograba distinguir sus dedos en la oscuridad.
Entonces cobré consciencia de mi cambio. No me preocupaba perder cuando echábamos una carrera, cuando nadábamos hasta las rocas, cuando lanzábamos las jabalinas o hacíamos cabrillas. ¿Quién podía avergonzarse de perder contra alguien tan bello? Me conformaba con verle ganar y contemplar el subibaja de las plantas de sus pies cuando se hundían en la arena o el movimiento de sus hombros entre las olas. Eso era suficiente.
A finales del verano, cuando había transcurrido un año del inicio de mi exilio, le conté cómo había matado a aquel chico. Estábamos en el patio, nos habíamos subido a las ramas de un roble y permanecíamos ocultos tras el mosaico de colores y formas de sus hojas, donde era más fácil hablar, no sé muy bien por qué, al no pisar el suelo y estar recostado sobre un sólido tronco. Me escuchó en silencio y al término de la historia me preguntó:
—¿Por qué no alegaste que estabas defendiéndote?
Jamás había pensado en ello.
—No lo sé.
—O podrías haber mentido. Podías haber dicho que ya estaba muerto cuando le encontraste.
Le miré fijamente, atónito ante la simplicidad de su propuesta. Podía haber soltado un embuste, y eso me supuso una revelación: «Aún sería príncipe de haber mentido». La razón de mi exilio no había sido el asesinato, sino mi falta de astucia. Ahora comprendía por qué había semejante desdén en los ojos de mi padre. El tarado de su hijo iba y lo confesaba todo. Recordé el modo en que apretaba los dientes mientras se lo contaba todo y supe lo que pensó: «No merece ser rey».
—Tú no habrías mentido.
—No —admitió.
—¿Y qué habrías hecho tú?
Aquiles se puso a tabalear los dedos sobre la rama donde continuaba sentado.
—No tengo ni idea. No puedo imaginármelo. —Se encogió de hombros—. Nadie ha intentado hablarme como lo hizo ese chico.
—¿Nunca? —Me parecía inconcebible vivir una vida sin tener que sufrir ese tipo de cosas.
—Nunca. —Continuó en silencio y pensativo un rato más, al final del cual repitió—: No tengo ni idea. Creo que me habría enfadado.
Cerró los ojos y recostó la cabeza sobre una rama. Las verdes hojas del roble se arracimaron en torno a sus cabellos hasta conformar una corona.
Ahora veía a menudo al monarca, pues a veces nos convocaban a los consejos o asistíamos a los banquetes dispensados a los reyes visitantes. Se me permitía sentarme a la mesa junto a Aquiles e incluso podía hablar si lo deseaba, pero yo no quería. Estaba feliz de sentarme en silencio y contemplar a los comensales sentados a mi alrededor. Peleo empezó a llamarme Autillo. Mis enormes ojos le recordaban los de un búho. Al rey se le daban bien esas muestras espontáneas de afecto.
Después de que se hubieran ido los cortesanos, Aquiles y yo nos sentábamos junto al fuego a oír historias de la juventud de Peleo. El anciano ahora decrépito y canoso nos contó que en una ocasión luchó contra Heracles. Sonrió cuando le dije que había visto a Filoctetes en una ocasión.
—Sí, el portador del gran arco de Heracles, pero en aquel entonces era lancero, y el más valiente de todos nosotros con diferencia. —Esa clase de cumplidos encajaban bien con el modo de ser del rey. Ahora comprendía cómo había llegado a alcanzar tantos tratados de paz y alianzas. Peleo suponía la excepción entre todos nuestros héroes, tan dados a la verborrea y a las fanfarronadas; era un hombre modesto. Nos quedábamos a escucharle y los criados añadían un leño al fuego, y otro más tarde, y otro. Llegábamos a media noche o al alba antes de que nos enviara a la cama.
El único sitio adonde no le acompañaba era a ver a su madre. Se ausentaba a última hora de la noche o a primera hora de la mañana, cuando todos dormían en palacio, y regresaba con las mejillas enrojecidas y oliendo a mar. Me lo contaba todo con gran profusión de detalles cuando me despertaba.
—Siempre es lo mismo: desea saber qué he hecho y si estoy bien —me decía con voz inexpresiva—. Me habla de mi reputación entre los hombres y al final me pregunta si estoy dispuesto a irme con ella.
Eso me dejó embelesado.
—¿Adónde?
—A las cavernas que hay bajo el mar. —Allí era donde vivían las ninfas del mar, lo bastante profundo para que no penetrara el sol.
—¿E irás?
Aquiles negó con la cabeza.
—Mi padre dice que no debería acudir. Ningún mortal vuelve igual después de haberlas visto.
Hice una señal para alejar la mala suerte en cuanto se dio la vuelta. «No lo quieran los dioses», dije para mis adentros. Me asustó oírle hablar con tanta calma de algo así. Los encuentros de dioses y mortales nunca habían sido muy felices en nuestras historias, pero me conforté a mí mismo diciendo que Tetis era su madre y Aquiles, un semidiós.
Con el tiempo, las visitas de la nereida a su hijo fueron otra extrañeza de mi amigo a la que acabé por acostumbrarme, al igual que la rapidez de sus pies o la destreza inhumana de sus dedos. Cuando le oía regresar al alba trepando por la pared hasta la ventana, solía farfullar desde la cama:
—¿Está bien tu madre?
—Sí —me contestaba, aunque en alguna ocasión solía añadir—: Hoy pican peces gordos. —Y también—: Las aguas de la bahía están cálidas como las de un baño.
Y luego seguíamos durmiendo.
Una mañana de mi segunda primavera en Ftía, regresó de la visita a su madre más tarde de lo habitual. La circunferencia del sol casi había salido del agua y en las colinas podía oírse el campanilleo de las esquilas de las cabras.
—¿Está bien?
—Sí. Quiere conocerte.
Sentí una oleada de pánico, pero la controlé.
—¿Debo ir? ¿Tú qué crees? No se me ocurre qué puede querer de mí y conozco su reputación: odia a los mortales.
Aquiles no me miró a los ojos y se puso a dar más y más vueltas a una piedra que había encontrado.
—No vas a sufrir daño alguno. «Mañana por la noche», me ha dicho. —Entonces me di cuenta de que era una orden. Los dioses no hacen peticiones. Le conocía lo bastante bien para saber que estaba avergonzado. Jamás se había mostrado tan seco conmigo.
—¿Mañana?
Asintió.
No deseaba mostrar mi pánico, aunque normalmente nunca ocultábamos nada al otro.
—¿Debo llevarle algún regalo…? No sé, vino aromatizado con miel, por ejemplo… —Lo vertíamos en los altares de las deidades durante los festivos. Era una de nuestras ofrendas de mayor valor.
Aquiles meneó la cabeza.
—A mi madre no le gusta.
A la noche siguiente salí por nuestra ventana cuando todos dormían en palacio. El gajo de la media luna brillaba lo bastante como para permitirme seguir mi camino entre las rocas sin el concurso de una tea. Aquiles me había dicho que solo debía buscar los rompientes y ella aparecería. También me había explicado que no necesitaba identificarme, ella me conocería.
Las olas venían cálidas y cargadas de arena. Me moví por la orilla mientras veía corretear entre la resaca a los cangrejitos blancos. Permanecía atento, pensando que tal vez oyera el chapoteo de sus pies cuando acudiera Tetis. Una agradable brisa recorrió la playa y yo, agradecido, cerré los párpados. Me encontré con la ninfa en cuanto los abrí.
Era más alta que yo, aventajaba en estatura a cualquier mujer que hubiera visto en mi vida. Llevaba la melena negra suelta a la espalda y su piel brillaba con una luminosidad blanca imposible, como si hubiera capturado ese blancor a la luz de la luna. Tetis se hallaba tan cerca de mí que podía oler su aroma a agua del mar entremezclado con el de la miel oscura. Contuve la respiración. No me atrevía a inspirar.
—Tú eres Patroclo.
Di un respingo al oír la voz de Tetis, áspera y ronca. Había esperado que se pareciera a un campanilleo, no al resonar de las olas contra las rocas.
—Sí, señora.
El desdén presidió el semblante de Tetis, cuyos ojos no guardaban parecido alguno con el de una humana. Eran negros en el centro y el resto destellaba como si fueran de oro. Intenté en vano obligarme a sostenerle la mirada.
—Va a ser un dios —afirmó la ninfa. No sabía qué decir, así que no dije nada. Ella se inclinó hacia delante y por un momento casi pensé que iba a tocarme, aunque no lo hizo, por supuesto—. ¿Lo entiendes?
Sentí en la mejilla su aliento; no era cálido, antes al contrario, era tan helado como las profundidades abisales del mar. «¿Lo entiendes?». Aquiles me había dicho que odiaba tener que esperar.
—Sí.
La ninfa marina se inclinó aún más sobre mí. Su boca era una suerte de cuchillada bermeja, como el vientre abierto de un sacrificio, ensangrentado y listo para la lectura de un augurio. Detrás, refulgían unos dientes puntiagudos y blancos como el hueso.
—Bien. —Luego, casi como si hablara para sí misma, añadió con despreocupación—: Y tú estarás muerto a no mucho tardar.
Se dio media vuelta y se lanzó al mar, en cuya superficie no dejó ni una sola ondulación a su paso.
No regresé de inmediato a palacio. No podía. En vez de eso me dirigí al olivar, donde me senté entre los árboles de tronco retorcido y frutos caídos. Estaba lejos del mar, pues en ese preciso momento no me apetecía oler el salitre.
«Y tú estarás muerto a no mucho tardar», había dicho con frialdad, lo daba por hecho. La nereida no me deseaba como compañero de su hijo, pero a su entender no valía la pena matarme. A juicio de una diosa, unas pocas décadas de vida humana apenas si suponían un inconveniente.
Tetis deseaba que su hijo fuera un dios. Lo había dicho con absoluta claridad, como si fuera algo obvio. Un dios. No podía imaginármelo de esa manera. Las deidades eran frías y distantes, tanto como la luna. Eso no tenía nada que ver con el brillo de los ojos de Aquiles ni la cálida picardía de sus sonrisas.
La ninfa picaba muy alto: era muy difícil convertir a un semidiós en inmortal. Había ocurrido con anterioridad, cierto. Estaban los casos de Heracles, Orfeo y Orión, ahora en el firmamento, y lo presidían como constelación, y festejaban con los dioses, y brindaban con ambrosía. Pero esos hombres habían sido hijos de Zeus, el dios de dioses, y por sus venas corría el más puro icor. Tetis era una diosa menor entre las diosas menores, una ninfa marina, y nada más. Según nuestras historias, estas divinidades estaban obligadas a halagar y engatusar para granjearse el favor de divinidades más fuertes. Por sí mismas no podían hacer mucho más, excepto vivir para siempre.
—¿En qué piensas?
Era Aquiles, venía a mi encuentro. Su voz sonó muy alta en la silenciosa arboleda, pero no me sobresalté. En parte, esperaba que acudiera. Yo quería que lo hiciera.
—En nada —contesté. No era cierto, claro, supongo que esa respuesta nunca lo es.
Se sentó a mi lado con los pies desnudos cubiertos de polvo.
—¿Te dijo que ibas a morir pronto?
Me giré para mirarle, sorprendido.
—Sí.
—Lo siento.
Se levantó una racha de viento que agitó las hojas grises de las ramas y oí el suave golpeteo de una oliva al caer.
—Tu madre pretende que seas un dios —le informé.
—Lo sé.
La vergüenza alteró el semblante de Aquiles y eso aligeró mi corazón. Era la reacción propia de un muchacho, algo muy humano. Los padres eran padres en todas partes. Pero la pregunta había quedado ahí y yo no iba a hacer nada hasta que supiera la respuesta.
—¿Y tú quieres serlo…? —Hice un esfuerzo para no seguir, a pesar de que me había prometido a mí mismo formular toda la pregunta. Había estado sentado mucho rato en el olivar, ensayando ese interrogante, mientras esperaba a que él me encontrara.
A la media luz de la alborada sus ojos eran oscuros y yo no era capaz de apreciar el destello dorado de sus pupilas verdes.
—No lo sé —contestó al cabo de un rato—. No sé lo que eso significa ni cómo ocurre. —Se agarró las rodillas con las manos y bajó los ojos—. No quiero irme de aquí. ¿Cuándo va a suceder eso? ¿Pronto? —Estaba completamente perdido. No sabía nada de cómo se hacía un dios. Solo era un mortal. Crispó el gesto y continuó en voz más alta—. ¿Existe de verdad un lugar como el Olimpo? Mi madre tampoco sabe cómo será. Lo finge, pero no lo sabe. Piensa que si alcanzo la suficiente celebridad… —Se le fue apagando la voz.