Al caer la noche, en lo más recóndito de los recovecos de palacio tocaron una campana de bronce para llamarnos a cenar. Los muchachos dejaron de jugar y salieron al vestíbulo a trompicones. El complejo palatino parecía una conejera: estaba lleno de corredores serpenteantes en los que de repente surgían cuartos interiores. Estuve a punto de tropezarme con los pies de quienes tenía delante de mí, temeroso de rezagarme y extraviarme.
El comedor era un salón situado en la parte delantera de palacio y sus ventanas tenían vistas al pie del monte Otris. Era lo bastante grande como para que cupiéramos todos varias veces. Peleo era un monarca que gustosamente acogía y entretenía a sus invitados. Nos dirigimos a los bancos de roble y nos sentamos a unas mesas llenas de rayones y arañazos tras soportar el traqueteo de platos durante varios años. La cena era sencilla pero abundante: pescado en salazón y gruesas rebanadas de pan servido con queso aromatizado con hierbas. No sirvieron carne ni de cabra ni de toro, reservada para la realeza o los días festivos. Atisbé al otro lado de la habitación el destello de unos cabellos rubios a la luz de las lámparas. Era Aquiles. Tomó asiento entre un grupo de muchachos que reían a mandíbula batiente de algo que había dicho o hecho uno de ellos. «Así es como debería ser un hijo». Bajé la mirada y mantuve los ojos fijos en el pan cuyos bastos granos acaricié entre los dedos.
Se nos permitía obrar a nuestro antojo después de la cena. Algunos chicos se pusieron a jugar en un corrillo cerca de una esquina.
—¿Te apetece jugar? —preguntó uno de ellos, a quien el pelo todavía se le ensortijaba en rizos muy infantiles. Era más joven que yo.
—¿Jugar…?
—A los dados. —Abrió la mano para mostrármelos. Estaban tallados en hueso y moteados con garabatos negros.
—No —contesté, tal vez más alto de la cuenta, mientras retrocedía sobresaltado.
Él pestañeó, sorprendido.
—Vale —dijo; se encogió de hombros y se marchó.
Esa noche soñé con el chico muerto cuya cabeza se había abierto como un huevo al chocar contra el suelo. «Me ha seguido», concluí. La sangre se extendía, oscura como el vino derramado. Abrió los ojos y empezó a mover los labios. Me llevé las manos a los oídos para no oírle, pues se rumorea que las voces de los muertos tienen el poder de enloquecer a los vivos. «No debo escucharle», dije para mis adentros.
Me desperté aterrado con la esperanza de no haber chillado. No había más luz que el titileo de las estrellas al otro lado de las ventanas; hasta donde yo podía ver, no lucía la luna. Mi respiración sonaba áspera en medio de tanto silencio y el jergón de juncos crujía suavemente bajo el peso de mi cuerpo, mientras me frotaba la espalda con los finos dedos de sus tallos. La presencia de los otros chicos no me aportaba consuelo alguno: nuestros muertos acuden en pos de su venganza sin considerar la presencia de testigos.
En el firmamento cobraron forma las estrellas y la luna ocupó su sitio. Cuando los párpados se me cerraron, él me seguía esperando, cubierto de sangre y blanco como la cal, claro que sí. Nadie desea acabar en la negrura sin fin del averno antes de tiempo. Mi exilio podría aplacar la ira de los vivos, pero no la de los difuntos.
Me desperté con ojos enrojecidos y los miembros pesados y abotargados. El resto de mis compañeros se levantaba a mi alrededor, ávidos por afrontar el nuevo día. Se había corrido enseguida la voz de que yo era rarito y el chico de ojos negros no volvió a acercarse a mí ni con dados ni con cualquier otra cosa. Durante el desayuno, me llevé el pan a la boca e hice un esfuerzo para tragarlo. Me sirvieron leche y la bebí.
Después nos llevaron a los soleados y polvorientos campos de entrenamiento para las prácticas de jabalina y espada. Ahí fue donde me percaté de la razón auténtica de tanta amabilidad por parte de Peleo. Bien adiestrados y en deuda con él, un día nos convertiríamos en un ejército estupendo.
Me entregaron una lanza. Una mano callosa me corrigió el modo de aferrar el astil, y luego otra vez. Lancé el venablo y apenas rocé el objetivo, un roble. El instructor soltó un bufido y me pasó otra jabalina. Mi mirada revoloteó sobre mis compañeros mientras buscaba al hijo de Peleo, pero no estaba allí. Luego, fijé la vista de nuevo en el árbol, cuyo tronco picado por los numerosos lanzazos estaba lleno de marcas y hendiduras por las que supuraba savia. Entonces, efectué mi lanzamiento.
El sol trepó a lo alto del cielo, y luego subió más aún. Tenía la garganta seca, irritada y en carne viva por culpa del polvo caliente en suspensión. Cuando los instructores nos liberaron de nuestras obligaciones, la mayoría de los chicos corrió a la playa, donde aún soplaba una suave brisa. Allí jugaron a los dados y corrieron, contando chistes a grito pelado en varios dialectos norteños, con un acento áspero muy marcado.
Los ojos me pesaban como si fueran de plomo y el brazo me dolía tras una mañana de prácticas. Me senté a la sombra de un olivo achaparrado para contemplar la ondulación de las olas. Nadie me dirigió la palabra y yo era alguien fácil de ignorar. Aquello se asemejaba muchísimo a la situación vivida en mi casa, sin duda.
La jornada siguiente discurrió igual: una mañana de prácticas extenuantes seguida de una tarde de soledad. Por la noche, el gajo de la luna se empequeñeció más y más, pero yo seguí mirándola incluso cuando se me entornaron los párpados para sentir el brillo azafranado de su figura sobre los párpados. Confiaba en que tal vez así fuera posible mantener a raya las visiones del chico. La diosa de la luna tiene dones y poder sobre los muertos, y es capaz de hacer desvanecer los sueños si así lo desea.
Pero no lo hizo y el muchacho muerto siguió viniendo una noche tras otra con su mirada fija y la cabeza partida. Algunas veces se daba la vuelta para mostrarme el agujero del cráneo, donde la suave masa de sus sesos colgaba suelta. Otras alargaba los brazos hacia mí, pero yo despertaba, asfixiado a causa del pánico, y miraba fijamente el firmamento hasta la llegada del alba.
L
as comidas en el comedor abovedado eran mi único alivio, pues aquellos muros no me agobiaban, el polvo del patio no se me pegaba a la garganta y el zumbido constante de las conversaciones aminoraba de forma notable cuando todos tenían la boca llena. Podía sentarme a solas con mi comida y respirar de nuevo.
Era el único momento del día en que veía a Aquiles, cuyas jornadas principescas eran diferentes a las nuestras y estaban llenas de obligaciones en la que no teníamos arte ni parte, pero él acudía a comer con nosotros y caminaba entre las mesas. Su hermosura refulgía en el enorme salón como una llama, vívida y deslumbrante, y atraía mi mirada en contra de mi voluntad. Su boca era un arco carnoso y su nariz, una flecha de rectitud aristocrática. Sus miembros no se torcían como los míos cuando tomaba asiento, sino que adoptaban una forma de gracia perfecta, como si los hubiera cincelado un escultor. Tal vez lo más señero de todo era su naturalidad. No andaba pavoneándose ni haciendo mohínes como otros chicos. Lo cierto es que parecía no ser consciente del efecto causado en los jóvenes de su alrededor, aunque ni siquiera podía imaginar cómo era en realidad, pues todos se congregaban a su alrededor como chuchos ávidos con la lengua fuera.
Yo contemplaba todo aquello desde mi puesto en un rincón de la mesa, apretando la miga del pan en un puño. Mi envidia tenía tan poco filo como un pedernal, era una chispa lejos del fuego.
Uno de esos días se sentó más cerca de mí de lo habitual, a una sola mesa de distancia. Mientras comía, golpeteaba las losas de piedra con los pies, que, a diferencia de los míos, no estaban llenos de callosidades, sino que debajo del polvo de las pistas eran rosados y de un suave bronceado. «Es un príncipe», me dije con desdén en mi fuero interno.
Aquiles se volvió hacia mí como si me hubiera oído. Nuestros ojos se encontraron durante unos instantes y yo me estremecí de los pies a la cabeza. Desvié bruscamente la mirada y me concentré concienzudamente en mi plato. Cuando por fin reuní valor para alzar la vista otra vez, Aquiles había regresado a su mesa y estaba charlando con otros comensales.
A partir de ese instante, me mostré más cuidadoso a la hora de observar durante las comidas, mantuve la cabeza gacha y siempre andaba listo para desviar la mirada enseguida, pero él me aventajaba y en cada comida se daba la vuelta al menos en una ocasión y me pillaba mirándole antes de que pudiera fingir indiferencia. Esas milésimas de segundo donde se encontraban la línea de nuestras miradas eran el único momento de mi jornada en que yo sentía algo: el súbito vuelco en el estómago, el flujo de la ira. Era como un pez mirando desde el anzuelo.
Al entrar en el comedor un día de la cuarta semana de mi exilio, me lo encontré en mi mesa de siempre. Había llegado a considerarla mía, dado que muy pocos elegían compartirla conmigo, pero ahora, a causa de su presencia, los bancos estaban atestados de chicos que se empujaban unos a otros. Me quedé helado, dividido entre el deseo de huir y la ira. Al final, gano esta. Era mi sitio y no podía echarme de allí, daba igual en compañía de cuántos chicos viniera.
Me senté en el último sitio libre con los hombros tensos, como si me preparara para una pelea. En el otro extremo de la mesa los chicos hacían posturitas y cotorreaban sobre una jabalina, un pájaro hallado muerto en la playa y las carreras de primavera. No les presté atención. La presencia de Aquiles era como una china en el zapato, imposible de pasar por alto. Tenía la piel del color del aceite de oliva recién prensado y era suave como la madera pulida, sin las cicatrices y magulladuras de que estábamos cubiertos los demás.
Se llevaron los platos a la conclusión de la comida. La esfera completa y anaranjada de la luna de Cosecha
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pendía en la penumbra de la noche, más allá de las ventanas del comedor, y aun así, Aquiles se demoró. Se apartó de los ojos la melena, que le había crecido durante mi estancia en Ftía. Alargó la mano hacia un cuenco lleno de brevas y tomó unas cuantas en las manos.
Hizo un giro de muñeca y lanzó un higo al aire, y otro, y un tercero, y se puso a hacer malabares con ellos con suma delicadeza a fin de no estropear las pieles de los frutos. Luego, añadió un cuarto y hasta un quinto. Los muchachos rompieron a reír y aplaudieron.
—¡Más, más!
Los frutos se convirtieron en un borrón de color, volaban tan deprisa que daba la impresión de que no llegaba a tocarlos con las manos y evitaba así que rompieran la cadencia de vuelo. Los malabarismos eran un truco de mimos y mendigos, pero él lo había convertido en algo más, era un diseño vivo pintado en el aire, tan hermoso de contemplar que ni siquiera yo fui capaz de simular desinterés.
Aquiles había tenido la mirada fija en el círculo de higos, así que no tuve tiempo para mirar hacia otro lado cuando me miró y dijo en voz baja y con claridad:
—¡Cógelo!
Y un higo abandonó aquel patrón para salir disparado hacia mí. Cayó en la palma de mis manos con suavidad; estaba un poco caliente. Fui consciente de los vítores de los muchachos.
Aquiles cogió las brevas restantes una tras otra y las depositó en la mesa con un floreo de artista, todas salvo la última, la que se comió. La carne oscura del fruto se partió y derramó semillas debajo de los dientes. El fruto ya había madurado, así que desbordaba jugo. No me lo pensé dos veces y me llevé a la boca el higo que me había lanzado. Un estallido de dulzor granuloso me inundó el paladar mientras la piel de la lengua se volvía sedosa. Antaño me habían gustado mucho los higos.
Los chicos se despidieron a coro cuando el príncipe se puso en pie. Se me ocurrió que tal vez volviera a mirarme, pero se limitó a darse la vuelta y desaparecer hacia su dormitorio, situado en otra ala del palacio.
Al día siguiente Peleo regresó a palacio y fui llamado para presentarme ante él en el salón del trono, un lugar saturado por el humo punzante de la madera de fresno. Me arrodillé ante él como era debido, fui objeto de su sonrisa caritativa tan celebrada y cuando me preguntó mi nombre se lo dije.
—Patroclo.
Había empezado a acostumbrarme a la desnudez de mi nombre, a no acompañarlo del de mi progenitor. Peleo asintió. Me pareció viejo y encorvado a pesar de no tener más de cincuenta años, la edad de mi padre. No tenía el aspecto de ser el hombre que había conquistado a una diosa o había engendrado un hijo como Aquiles.
—Estás aquí por haber matado a otro chico, ¿entiendes eso?
Así era la crueldad de los adultos. «¿Lo entiendes?».
—Sí —respondí. Podía haberle dicho más cosas, podía haberle hablado de los sueños que me dejaban los ojos nublados de lágrimas e inyectados en sangre y también de los gritos que me laceraban la garganta cada vez que me los tragaba. Igualmente, podía haberle descrito cómo giraban más y más las estrellas en la bóveda celeste ante mis ojos desvelados una noche tras otra.
—Aquí eres bienvenido. Aún puedes ser un buen hombre.
Pronunció esas palabras con ánimo de consolarme.
Los muchachos conocieron la razón de mi exilio al cabo de pocas horas, ya fuera porque el rey lo dijera o porque lo hubiera oído algún criado. Debí haberlo esperado, pues les había escuchado chismorrear muy a menudo. Los rumores eran la única moneda de trueque que tenían los chicos. Aun así, me tomó por sorpresa ver el súbito cambio operado en ellos: el miedo y la fascinación germinaban en sus rostros al verme pasar. Ahora, incluso el más fanfarrón de la pandilla susurraba si nos rozábamos. La mala suerte podía ser contagiosa y las Erinias
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, nuestras sibilantes diosas de la venganza, no siempre actuaban contra alguien en concreto. Me contemplaban desde una distancia segura con embeleso y comentaban cosas como:
—¿Tú que crees? ¿Se beberán su sangre las Euménides?
Todos esos susurros me asfixiaban: apenas era capaz de tragar y al oírles la comida me sabía a cenizas. Aparté mi escudilla y salí en busca de rincones y salones donde pudiera sentarme sin ser molestado, salvo por algún que otro criado al pasar. Mi estrecho mundo había encogido un poco más hasta reducirse a las grietas del suelo y las volutas talladas en los muros de piedra. Raspaban un poco cuando las recorría con las yemas de los dedos.
—He oído que estabas aquí —dijo una voz clara como los arroyos alimentados por el deshielo.
Levanté la cabeza con brusquedad. Me hallaba en un almacén con las rodillas apretadas contra el pecho, encajado entre jarras de aceite de oliva. Había estado soñando que era un pez cuyas escamas doraba el sol cada vez que saltaba y salía de entre las aguas del mar. Las olas desaparecieron para convertirse otra vez en ánforas y sacos de granos.