¿Y la cuchara?
Que se apañe sin cuchara.
El chico cogió la lata y se la pasó al viejo. Tome, susurró.
El viejo alzó los ojos y miró al chico. El chico le indicó que cogiera la lata. Parecía alguien tratando de dar de comer a un buitre tirado en la carretera. No le pasará nada, dijo.
El viejo bajó la mano que tenía sobre la cabeza. Parpadeó. Ojos azul gris medio sepultados en las finas arrugas fuliginosas de su piel.
Cójala, dijo el chico.
Alargó una de sus manos como garras y la cogió y la sostuvo a la altura del pecho.
Coma, dijo el chico. Está rico. Hizo gestos de llevarse la lata a la boca. El viejo se la quedó mirando. Luego asió mejor la lata y se la acercó a la nariz y olió. Finalmente la inclinó para beber. El jugo resbaló por su barba mugrienta. Bajó la lata masticando con dificultad. Sacudió la cabeza al tragar. Mira, papá, susurró el chico.
Ya veo, dijo el hombre.
El chico se volvió para mirarlo.
Sé cuál es la pregunta, dijo el hombre. La respuesta es no.
¿Cuál es la pregunta?
Si podemos llevarlo con nosotros. No podemos.
Ya lo sé.
Lo sabes.
Sí.
Muy bien.
¿Podemos darle algo más?
Veamos qué tal le va con eso.
Lo vieron comer. Cuando hubo terminado se quedó con la lata vacía en la mano y mirando en su interior como si pudiera aparecer algo más.
¿Qué quieres darle?
¿Tú qué crees que le podríamos dar?
Yo no creo que haya que darle nada. ¿Qué quieres darle tú?
Podríamos cocinar algo en el hornillo. Podría comer con nosotros.
Hablas de parar aquí. A pasar la noche.
Sí.
Miró al viejo y luego miró la carretera. De acuerdo, dijo. Pero mañana seguimos nuestro camino.
El chico no respondió.
No vas a sacar nada mejor.
Vale.
Vale significa vale. No que mañana sigamos negociando.
¿Qué es negociar?
Quiere decir hablarlo un poco más y llegar a otro acuerdo. No habrá otro acuerdo. Esto es lo que hay.
Vale.
Vale.
Ayudaron al viejo a levantarse y le dieron su bastón. Pesaba poco más de cuarenta kilos. Se quedó allí mirando indeciso a su alrededor. El hombre le cogió la lata y la lanzó al bosque. El viejo intentó pasarle el bastón pero él se lo apartó. ¿Desde cuándo no comía?, dijo.
No lo sé.
No se acuerda.
Acabo de comer.
¿Quiere comer con nosotros?
No sé.
¿No sabe?
¿Comer qué?
Un poco de estofado. Con galletas saladas. Y café.
¿Qué tengo que hacer?
Decirnos adónde se ha ido el mundo.
¿Cómo?
No tiene que hacer nada. ¿Puede andar bien?
Puedo andar.
Miró al chico. ¿Eres un niño?, dijo.
El chico miró a su padre.
¿Qué le parece que es?, dijo su padre.
No lo sé. No veo muy bien.
¿Me ve a mí?
Sé que ahí hay alguien.
Bien. Tenemos que ponernos en marcha. Miró al chico. No le cojas la mano, dijo.
Es que no ve.
No le cojas la mano. En marcha.
¿Adónde vamos?, dijo el viejo.
Vamos a comer.
Asintió con la cabeza y alargó el brazo del bastón y tanteó la carretera.
¿Cuántos años tiene?
Noventa.
No es verdad.
Bueno.
¿Es eso lo que le dice a la gente?
¿A qué gente?
A quien sea.
Sí. Supongo.
¿Para que no le hagan daño?
Sí.
¿Y funciona?
No.
¿Qué lleva en el morral?
Nada. Puede mirar.
Ya sé que puedo. ¿Qué hay dentro?
Nada. Cosas.
Nada comestible.
No.
¿Cómo se llama?
Ely.
Ely qué más.
¿Qué pasa con Ely?
Nada. Vamos.
Vivaquearon en el bosque demasiado cerca de la carretera para su gusto. Tuvo que arrastrar el carrito mientras el chico lo guiaba desde atrás y encendieron fuego para que el viejo se calentara aunque eso tampoco le gustó demasiado. Comieron y el viejo se quedó allí sentado envuelto en su solitaria colcha y asiendo la cuchara como un niño. Solo tenían dos tazas y se bebió el café en el mismo tazón que había usado para comer, los pulgares montados sobre el borde. Sentado como un buda famélico y roñoso, la mirada fija en las brasas.
No puede venir con nosotros, ¿sabe?, dijo el hombre.
El viejo asintió.
¿Cuánto tiempo ha estado en la carretera?
Siempre estuve en la carretera. No te puedes quedar en un solo sitio.
¿Y cómo vive?
Voy tirando. Sabía que esto iba a pasar.
¿Sabía que iba a pasar?
Sí. Esto o algo parecido. Siempre creí en ello.
¿Intentó prepararse?
No. ¿Qué se podía hacer?
No lo sé.
La gente siempre se afanaba para el día de mañana. Yo no creía en eso. Al mañana le traía sin cuidado. Ni siquiera sabía que la gente estaba ahí.
Imagino que no.
Aunque supieras qué hacer luego no sabrías qué hacer. No sabrías si querías hacerlo o no. ¿Y si no quedaba nadie más que tú? ¿Y si te hacías eso a ti mismo?
¿Usted desearía morir?
No. Pero quizá desearía haber muerto entonces. Cuando estás vivo siempre tienes la muerte ahí delante.
O quizá desearía no haber nacido nunca.
Bueno. Un mendigo no puede elegir.
Piensa que eso sería pedir demasiado.
Lo hecho hecho está. Además, es estúpido pedir lujos en tiempos como estos.
Tiene razón.
Nadie quiere estar aquí y nadie quiere marcharse. Levantó la cabeza y miró al chico que estaba al otro lado del fuego. Luego miró al hombre. A la luz de la lumbre el hombre vio que sus ojillos le observaban. Sabe Dios qué vieron aquellos ojos. Se levantó para echar más leña al fuego y apartó los rescoldos de las hojas secas. Las chispas ascendieron en roja sacudida y murieron más arriba en la negrura. El viejo apuró su café y dejó el tazón delante de él y se inclinó con las palmas de las manos hacia el calor. El hombre le observó. ¿Cómo lo sabría si fuese el último hombre sobre la Tierra?, dijo.
No creo que pudiera saberlo. Lo sería y ya está.
Nadie lo sabría.
Eso no tendría ninguna importancia. Cuando mueres es como si todo el mundo se muriera también.
Supongo que Dios sí lo sabría, ¿no?
Dios no existe.
¿No?
Dios no existe y nosotros somos sus profetas.
No comprendo cómo sigue usted con vida. ¿Cómo se alimenta?
No lo sé.
¿Que no lo sabe?
La gente te da cosas.
La gente le da cosas.
Sí.
Para comer.
Sí. Para comer.
No es verdad.
Vosotros lo habéis hecho.
Yo no. Ha sido el chico.
Hay otras personas en la carretera. No sois los únicos.
¿Está solo?
El hombre le miró con cautela. ¿A qué se refiere?, dijo.
¿Hay otras personas con usted?
¿Qué personas?
Las que sean.
No hay nadie más. ¿De qué me habla?
Hablo de usted. De lo que podría estar tramando.
El viejo no respondió.
Me figuro que quiere seguir con nosotros.
Seguir.
Sí.
No me vais a llevar con vosotros.
Usted no quiere ir.
Ni siquiera habría venido hasta aquí pero estaba hambriento.
La gente que le daba comida, ¿dónde está?
No hay tal gente. Me lo he inventado.
¿Qué más se ha inventado?
Estoy en la carretera igual que vosotros. No hay diferencia.
¿De verdad se llama Ely?
No.
No quiere decir cómo se llama.
No. No quiero.
¿Por qué?
Porque no me fío de lo que pueda hacer con eso. No quiero que nadie hable de mí. Que diga dónde estuve o lo que dije cuando estaba allí. Sí, podría hablar de mí quizá, pero nadie podría decir que era yo. Podría ser cualquiera. Yo creo que en tiempos como estos cuanto menos se diga mejor. Si hubiera pasado algo y nosotros fuéramos los supervivientes y nos encontráramos en la carretera entonces tendríamos algo de que hablar. Pero no lo somos. Así que no tenemos.
Puede que no.
Pero no quiere decirlo delante del chico.
¿No es un señuelo para una pandilla de bandidos?
Yo no soy nada. Si quiere que me marche me iré. Puedo encontrar la carretera.
No hace falta que se marche.
No había visto un fuego en mucho tiempo, eso es todo. Vivo como un animal. Ni le cuento las cosas que he llegado a comer. Cuando vi al chico creí que me había muerto.
¿Pensó que era un ángel?
No sabía qué era. Pensaba que nunca volvería a ver un niño. No sabía qué iba a pasar.
¿Y si le dijera que es un dios?
El viejo sacudió la cabeza. Yo ya he superado todo eso. Hace muchos años. Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor. Es preferible estar solo. O sea que espero que no sea verdad eso que ha dicho porque coincidir en la carretera con el último dios sería terrible y por eso confío en que no sea verdad. Las cosas mejorarán cuando todo el mundo haya desaparecido.
¿Desaparecerán todos?
Seguro que sí.
¿Mejor para quién?
Para todos.
Todos.
Claro. Así estaremos mejor. Podremos respirar más libremente.
Eso no vendría mal.
Desde luego. Cuando todos hayamos desaparecido entonces al menos no quedará nadie aquí salvo la muerte y sus días también estarán contados. En medio de la carretera sin nada que hacer y nadie a quien hacérselo. Dirá la muerte: ¿Adónde se han ido todos? Y así es como será. ¿Qué hay de malo?
Por la mañana en la carretera él y el chico discutieron sobre qué darle al viejo. Al final no obtuvo gran cosa. Unas latas de verduras y de fruta. Finalmente el chico fue hasta al borde de la calzada y se sentó en las cenizas. El viejo metió las latas en su mochila y apretó las correas. Debería darle las gracias al chico, ¿sabe?, dijo el hombre. Yo no le habría dado nada.
Quizá debería y quizá no.
¿Por qué no?
Yo no le hubiera dado nada mío.
¿No le importa que eso hiera sus sentimientos?
¿Herirá sus sentimientos?
No. No es por eso por lo que lo ha hecho.
¿Por qué lo ha hecho?
Miró hacia donde estaba el chico y luego miró al viejo. No lo entendería, dijo. Yo mismo no estoy seguro de entenderlo.
Quizá el chico cree en Dios.
No sé en qué cree.
Lo superará.
No. No lo superará.
El viejo no respondió. Echó un vistazo al día.
Tampoco nos deseará suerte, ¿verdad?, dijo el hombre.
No sé qué significado tendría eso. Qué pinta tendría la suerte. ¿Quién podría saber una cosa así?
Siguieron todos su camino. Cuando miró atrás el viejo había echado a andar, tanteando el camino con su bastón, menguando lentamente en la carretera como un vendedor ambulante de tiempos remotos, oscuro y encorvado y fino como una araña para esfumarse pronto para siempre. El chico no volvió la vista atrás en ningún momento.
A primera hora de la tarde extendieron la lona en la carretera y se sentaron a comer un almuerzo frío. El hombre le observó. ¿Hablas?, dijo.
Sí.
Pero no estás contento.
Estoy bien.
Cuando nos quedemos sin comida tendrás más tiempo para pensar en ello.
El chico no dijo nada. Siguieron comiendo. Miró hacia la carretera. Al cabo de un rato dijo: Ya. Pero no lo recordaré igual que lo recuerdas tú.
Es probable.
No he dicho que no tuvieras razón.
Aunque lo pensaras.
No pasa nada.
Ya, dijo el hombre. Bueno. En la carretera no abundan las buenas noticias. En tiempos como estos…
No deberías burlarte de él.
De acuerdo.
Se va a morir.
Lo sé.
¿Podemos irnos ahora?
Sí, dijo el hombre. Podemos.
Se despertó tosiendo por la noche en la fría oscuridad y tosió hasta sentir el pecho en carne viva. Se inclinó hacia la lumbre y sopló en los rescoldos y puso más leña y se levantó y se alejó del campamento hasta donde alcanzaba la luz. Arrodillado en las hojas y la ceniza secas con la manta sobre los hombros al cabo de un rato la tos empezó a amainar. Pensó en el viejo solo en alguna parte. Miró hacia el campamento a través de la negra empalizada de los árboles. Confiaba en que el chico se hubiera vuelto a dormir. Permaneció arrodillado respirando como un asmático, la manos en las rodillas. Me voy a morir, dijo. Dime cómo tengo que hacerlo.
Al día siguiente caminaron casi hasta que se hizo de noche. No encontraba un sitio seguro donde encender fuego. Al sacar la bombona del carrito le pareció que pesaba poco. Se sentó y giró la válvula pero la válvula ya estaba abierta. Giró el pequeño mando del quemador. Nada. Pegó la oreja y escuchó. Probó de nuevo las dos válvulas y sus combinaciones. La bombona estaba vacía. Se quedó en cuclillas con las manos juntas contra la frente, cerrados los ojos. Al rato levantó la cabeza y se quedó allí contemplando sin más el frío bosque que se oscurecía.
Cenaron torta de maíz y alubias y frankfurts de una lata, todo frío. El chico le preguntó cómo era que la bombona se había vaciado tan pronto pero él dijo que esas cosas pasaban.
Dijiste que duraría varias semanas.
Ya.
Pero solo ha durado unos días.
Me equivoqué.
Comieron en silencio. Al cabo de un rato el chico dijo: Me olvidé yo de cerrar la válvula, ¿no?
No es culpa tuya. Debería haberlo comprobado.
El chico dejó su plato encima de la lona y apartó la vista.
No es culpa tuya. Hay que cerrar las dos válvulas. Las roscas tenían que haber estado selladas con teflón para que no perdiera gas y yo no lo hice. La culpa es mía. Por no decirte nada.
De todas formas no teníamos teflón, ¿verdad?
No es culpa tuya.
Siguieron avanzando a marchas forzadas, esqueléticos e inmundos como adictos callejeros. Cubiertos con las mantas contra el frío y echando un aliento humoso, abriéndose paso por los negros y sedosos montones de nieve. Estaban atravesando la amplia llanura costera donde los vientos seculares los empujaban entre aullantes nubes de ceniza a buscar refugio donde pudieran. En casas o graneros o metidos en una zanja al borde de la carretera con las mantas por encima de la cabeza y el cielo a mediodía negro como las bodegas del infierno. Abrazó al chico contra su pecho, helado hasta los huesos. No te desanimes, dijo. Saldremos de esta.