La carretera (21 page)

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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

BOOK: La carretera
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¿Cuántos son, papá?

No lo sé. Quizá solo uno.

¿Vamos a matarlos, papá?

No lo sé.

Siguieron adelante. Transcurrió otra hora y era casi de noche cuando por fin alcanzaron al ladrón, doblado sobre el carrito, caminando con esfuerzo por la carretera. Cuando miró hacia atrás y los vio trató de correr con el carrito pero era inútil y finalmente se detuvo y se situó detrás del carrito empuñando un cuchillo de carnicero. Al ver la pistola retrocedió unos pasos pero sin soltar el cuchillo.

Apártate del carrito, dijo el hombre.

Los miró. Miró al chico. Era un desterrado de una de las comunas y le habían cortado los dedos de la mano derecha. Intentó esconderla detrás de su espalda. Una especie de espátula carnosa. El carrito estaba cargado hasta arriba. Se lo había llevado todo.

Apártate del carrito y suelta el cuchillo.

Miró a su alrededor. Como si pudiera encontrar ayuda en alguna parte. Escuálido, macilento, barbudo, asqueroso. Su vieja chaqueta de plástico remendada con cinta adhesiva. La pistola era de doble acción pero el hombre la amartilló igualmente. Dos sonoros clics. Por lo demás solo se les oía respirar en el silencio de la marisma. Les llegó el olor pestilente de sus harapos. Si no sueltas el cuchillo y te apartas del carro, dijo el hombre, te vuelo la tapa de los sesos. El ladrón miró al niño y lo que vio pareció tranquilizarlo mucho. Dejó el cuchillo encima de las mantas y retrocedió y se quedó quieto.

Más atrás.

Retrocedió otra vez.

Papá, dijo el chico.

Quédate callado.

La mirada fija en el ladrón. Maldito seas, dijo.

Papá, por favor, no le mates.

Los ojos del ladrón giraron exorbitadamente. El chico estaba llorando.

Vamos, tío. Yo he hecho lo que me decías. Haz tú caso del chico.

Quítate la ropa.

¿Qué?

Que te la quites. Hasta el último botón.

Venga. No me hagas eso.

Te pego un tiro aquí mismo.

No me hagas eso, tío.

No te lo diré dos veces.

Está bien. Está bien. Cálmate, hombre.

Se desnudó lentamente y amontonó sus asquerosos harapos en la calzada.

Los zapatos también.

Vamos, tío.

Los zapatos.

El ladrón miró al chico. El chico había vuelto la cabeza y se había tapado los oídos con las manos. Vale, dijo. Vale. Se sentó desnudo en la carretera y empezó a desatar los podridos pedazos de cuero que llevaba atados a los pies. Luego se incorporó, sosteniéndolos con una mano.

Mételos en el carrito.

Avanzó unos pasos y puso los zapatos encima de las mantas y volvió atrás. Se quedó allí de pie en cueros, asqueroso, famélico. Cubriéndose con la mano. Estaba empezando a tiritar.

Mete también la ropa.

Se agachó para recoger los harapos y fue a ponerlos encima de los zapatos. Luego permaneció allí sujetándose los brazos. No me hagas esto, tío.

Tú no has tenido manías para hacérnoslo a nosotros.

Te lo suplico.

Papá, dijo el chico.

Vamos. Haz caso del chico.

Has intentado matarnos.

Estoy que me muero de hambre, tío. Tú habrías hecho lo mismo.

Te lo llevabas todo.

Venga, hombre. Me voy a morir.

Te dejo igual que tú nos has dejado a nosotros.

Vamos. Te lo estoy rogando.

Tiró del carrito y le dio la vuelta y puso la pistola en lo alto y miró al chico. Vámonos, dijo. Y echaron a andar rumbo al sur por la carretera con el chico llorando y mirando hacia atrás a aquel hombre desnudo y flaco como un listón plantado en medio de la carretera aterido y dándose palmadas para entrar en calor. Oh, papá, sollozó el chico.

Basta.

No puedo.

¿Qué crees que habría pasado si no llegamos a alcanzarlo? Basta de lloros.

Ya lo intento.

Cuando llegaron a la curva el hombre seguía allí de pie. No tenía adonde ir. El chico no dejaba de volver la cabeza y cuando ya no pudo verle más se detuvo y simplemente se sentó en la calzada sollozando otra vez. El hombre paró y se lo quedó mirando. Sacó del carrito los zapatos de los dos y se sentó y empezó a desenvolverle los pies al chico. Tienes que dejar de llorar, dijo.

No puedo.

Le puso los zapatos y se calzó él también y luego retrocedió por la carretera pero no pudo ver al ladrón. Volvió y se detuvo junto al chico. Se ha ido. Vamos.

No se ha ido, dijo el chico. Levantó los ojos. La cara con churretes de hollín. No se ha ido.

¿Qué quieres hacer?

Pues ayudarle, papá. Solo ayudarle.

El hombre volvió a mirar carretera allá.

Solo tenía hambre, papá. Se va a morir.

Se morirá igualmente.

Está muy asustado.

El hombre se puso en cuclillas y le miró. Yo también estoy asustado, dijo. ¿Entiendes? Estoy asustado.

El chico no replicó. Se quedó sentado con la cabeza gacha, sollozando.

Tú no eres el que ha de preocuparse por todo.

El chico dijo algo pero no pudo entenderlo. ¿Qué?, dijo.

Levantó la cara, húmeda y tiznada. Sí que lo soy, dijo.

Desandaron el camino empujando el carrito que se tambaleaba y se detuvieron en el frío crepúsculo y dieron voces pero nadie acudió.

Tiene miedo de contestar, papá.

¿Es aquí donde habíamos parado?

No lo sé. Creo.

Siguieron adelante dando voces en la creciente y vacía oscuridad, voces que se perdían al llegar a las dunas. Se detuvieron e hicieron bocina con las manos llamando estúpidamente en medio de la nada. Finalmente cogió las prendas del hombre y las depositó en la carretera. Con una piedra encima. Tenemos que irnos, dijo. Tenemos que irnos.

Acamparon en seco sin lumbre. Escogió unas latas para cenar y las calentó en el hornillo de gas y comieron y el chico no dijo nada. El hombre intentaba verle la cara a la luz azulada del fogón. No pensaba matarle, dijo. Pero el chico guardó silencio. Se arrebujaron en las mantas y se acostaron a oscuras. Le pareció que oía el mar pero quizá solo era el viento. Notó que el chico estaba despierto por su manera de respirar y al cabo de un rato el chico dijo: Pero le hemos matado.

Por la mañana comieron y se pusieron en camino. El carrito iba tan cargado que costaba de empujar y una de las ruedas se estaba doblando. La carretera seguía la línea de la costa, gavillas secas de grama salada sobresaliendo del pavimento. El mar color de plomo moviéndose en la lejanía. El silencio. Aquella noche lo despertó la mortecina luz de carbono de la luna detrás de la negrura haciendo casi visibles las formas de los árboles y se dio la vuelta tosiendo. Olor a lluvia. El chico estaba despierto. Tienes que hablarme, dijo.

Lo intento.

Perdona que te haya despertado.

No pasa nada.

Se levantó y fue andando hasta la carretera. Su mancha negra corriendo de lo oscuro a lo oscuro. Luego un retumbo en la distancia. No un trueno. Se notaba bajo los pies. Un sonido sin análogo y por tanto sin descripción posible. Algo imponderable que se movía allí en la oscuridad. La tierra misma contrayéndose de frío. No se repitió. ¿Qué época era del año? ¿Qué edad tenía el niño? Se quedó de pie en la carretera. Silencio. El salitre secándose de la tierra. Las formas lodosas de ciudades inundadas quemadas hasta la marca de nivel del agua. En una intersección unos dólmenes dispuestos en el suelo donde los huesos-oráculo iban convirtiéndose en polvo. El viento como único sonido. ¿Qué dirás? ¿Que un hombre, un hombre vivo, pronunció estas frases? ¿Que afiló una péñola con su navaja para garabatear estas cosas usando endrina o negro de humo? ¿En algún momento conmutable y tabulable? Viene a robarme los ojos. A sellarme la boca con tierra.

Volvió a revisar las latas una por una, sosteniéndolas en la mano y apretándolas como quien comprueba si la fruta está madura en un puesto del mercado. Separó dos que le parecieron sospechosas y guardó las demás y cargó el carrito y volvieron a ponerse en camino. Al cabo de tres días llegaron a una pequeña población portuaria y escondieron el carrito en un garaje detrás de una casa y lo cubrieron de cajas viejas y después se sentaron dentro de la casa para ver si aparecía alguien. No llegó nadie. Miró en los armarios pero no había nada. Necesitaba vitamina D para el chico o se volvería raquítico. De pie junto al fregadero miró hacia el camino particular. La luz color de agua de colada congelándose en los sucios cristales. El chico estaba sentado a la mesa con la cabeza entre los brazos.

Caminaron por el pueblo y bajaron hasta el muelle. No vieron a nadie. Llevaba el revólver en el bolsillo de la chaqueta y la pistola de señales en la mano. Caminaron por el malecón, las tablas sin desbastar oscuras de brea y aseguradas a los maderos de debajo mediante clavos largos. Norays de madera. Un ligero olor a sal y creosota procedente de la bahía. En el otro extremo una hilera de tinglados y el perfil de un buque cisterna rojo de óxido. Una grúa alta y desgarbada recortándose contra el cielo hosco. Aquí no hay nadie, dijo. El chico guardó silencio.

Se desviaron de la calle principal con el carrito y cruzaron la vía del tren y retomaron la calle al otro extremo del pueblo. A la altura de los últimos y tristes edificios de madera algo pasó silbando junto a su cabeza y rebotó en la calle y fue a dar contra la pared del edificio de bloques de la otra acera. Agarró al chico y se lanzó al suelo y tiró del carrito hacia ellos. El carrito volcó desparramando lona y mantas por el pavimento. En una ventana superior de la casa pudo ver a un hombre tensando un arco y agachó la cabeza del chico e intentó cubrirlo con su cuerpo. Oyó el chasquido seco de la cuerda del arco y al momento sintió un dolor atroz en la pierna. Qué cabrón, dijo. Qué cabrón. Apartó las mantas hacia un lado y consiguió alcanzar la pistola de señales y la amartilló y apoyó el brazo en el costado del carrito. El chico estaba aferrado a él. Cuando el hombre apareció enmarcado en la ventana para tirar otra vez con el arco él hizo fuego. La bengala salió disparada hacia la ventana describiendo un arco de blancura y luego oyeron gritar al hombre. Agarró al chico y lo empujó contra el suelo y lo cubrió con una punta de las mantas. No te muevas, dijo. No te muevas y no mires. Tiró de las mantas sobre la calzada buscando el estuche de la pistola. Finalmente salió resbalando del carrito y lo atrapó y lo abrió y sacó los casquillos y volvió a cargar la pistola y cerró la recámara y se guardó el resto de las cargas en el bolsillo. Quédate tal como estás, susurró. Dio unas palmadas al chico a través de las mantas y se puso de pie y cruzó la calle corriendo a la pata coja.

Entró por la puerta trasera apuntando con la pistola de señales desde la cintura. De la casa no quedaba más que el entramado de las paredes. Cruzó el salón y se quedó quieto en el rellano de la escalera, pendiente de algún posible movimiento en las habitaciones de arriba. Miró por la ventana que daba a la calle y vio el carrito y subió las escaleras.

Había una mujer sentada en el rincón abrazando al hombre. Se había quitado la chaqueta para cubrirlo. Tan pronto le vio empezó a maldecirlo. La bengala se había extinguido en el suelo dejando un trecho de ceniza blanca y olía ligeramente a madera quemada. Cruzó la habitación y se asomó a la ventana. La mujer lo siguió con la mirada. Demacrada, el pelo lacio y gris. ¿Quién más hay aquí arriba?

Ella no respondió. Pasó por su lado y miró en las habitaciones. La pierna le sangraba profusamente. Notó que el pantalón se le pegaba a la piel. Regresó a la habitación de delante. ¿Dónde está el arco?, dijo.

Yo no lo tengo.

¿Dónde está?

No lo sé.

Os han abandonado aquí, ¿no es cierto?

Yo me abandono sola.

Dio media vuelta y bajó la escalera cojeando y abrió la puerta que daba a la calle y salió caminando hacia atrás para vigilar la casa. Cuando llegó al carrito lo puso derecho y volvió a meter las cosas dentro. No te apartes de mí, dijo. No te apartes.

Pararon al llegar a una tienda al final del pueblo. Entró con el carrito hasta una habitación de la parte posterior y cerró la puerta y puso el carrito de lado para atrancarla. Sacó el hornillo y la bombona y encendió el fogón y lo puso en el suelo y luego se quitó el cinturón y los pantalones manchados de sangre. El chico le observó. La flecha le había abierto un boquete de unos siete centímetros de largo por encima de la rodilla. Todavía sangraba y todo el muslo estaba descolorido y pudo ver que el corte era profundo. Punta ancha de fabricación casera hecha con fleje de hierro, una cuchara vieja, a saber qué. Miró al chico. Mira a ver si encuentras el botiquín, dijo.

El chico no se movió.

Maldita sea, busca el botiquín. No te quedes ahí sentado.

Se levantó de un salto y fue hasta la puerta y empezó a buscar bajo la lona y las mantas apiladas en el carrito. Volvió con el botiquín y se lo dio al hombre y el hombre lo cogió sin hacer comentarios y lo puso en el suelo de cemento e hizo saltar los cierres y abrió la tapa. Alargó el brazo y subió la intensidad del fogón para tener luz. Tráeme la botella de agua, dijo. El chico fue a por ella y el hombre desenroscó la tapa y vertió agua sobre la herida manteniéndola cerrada con los dedos mientras la limpiaba de sangre. Aplicó desinfectante a la herida y abrió con los dientes un sobre de plástico y sacó una pequeña aguja curva de sutura y un carrete de hilo de seda y puso el hilo a la luz para enhebrar la aguja. Sacó unas pinzas del botiquín y sostuvo la aguja apretando los brazos de las pinzas y empezó a coser la herida. Lo hizo deprisa y sin poner mucho esmero. El chico estaba agachado en el suelo. Le miró y continuó con la sutura. Si no quieres no mires, dijo.

¿No te importa?

No. No me importa.

¿Duele?

Sí.

Deslizó el nudo hasta el extremo del hilo de seda y lo tensó y cortó el hilo con las tijeras del botiquín y miró al chico. El chico estaba contemplando lo que había hecho.

Siento haberte gritado.

El chico levantó la vista. No pasa nada, papá.

Pongámonos en marcha.

Vale.

Por la mañana llovía y un viento recio hacía traquetear los cristales de la parte trasera del edificio. Se quedó mirando afuera. En la bahía un almacén de depósito medio derrumbado y sumergido. Las timoneras de barcos de pesca hundidos sobresaliendo de las agitadas aguas grises. Ni el menor movimiento. Todo lo que podía moverse había sido arrastrado tiempo atrás por el viento. La pierna le latía y procedió a retirar el vendaje y desinfectó la herida y la examinó. La carne hinchada y descolorida en el entramado de pespuntes negros. La vendó de nuevo y su puso el pantalón tieso de sangre.

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