La carretera (19 page)

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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

BOOK: La carretera
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Llevó la caja de herramientas y un frasco de gasolina a la cocina y fue a hacer un último recorrido por los camarotes. Luego se puso a mirar en los pequeños armarios del salón, examinando carpetas y papeles en cajas de plástico en busca del cuaderno de bitácora. Encontró un juego de porcelana empaquetado y sin usar en una caja de madera rellena de virutas. La mayor parte del juego roto. Servicio para ocho personas, con el nombre del barco grabado. Un regalo, pensó. Sacó una taza de té y la giró en la palma de su mano y la devolvió a su sitio. Lo último que encontró fue una cajita cuadrada de roble con esquinas a cola de milano y un troquel de latón en la tapa. Creyó que podía ser un humidificador pero no tenía la forma adecuada y al cogerla y sopesarla supo qué era. Soltó los pestillos medio corroídos y la abrió. Dentro había un sextante de latón, posiblemente de un siglo de antigüedad. Lo sacó de su cajita hecha a medida y lo sostuvo en la mano. Asombrado de su belleza. El latón había perdido brillo y unas manchas de verdín dibujaban la forma de otra mano que en tiempos había empuñado el sextante, pero por lo demás estaba perfecto. Limpió el verdín del troquel que llevaba en la base. Hezzaninth, Londres. Se lo llevó al ojo e hizo girar el tambor. Era la primera cosa en mucho tiempo que le emocionaba ver. Lo sostuvo en la mano y después volvió a depositarlo en el paño azul de la cajita y cerró la tapa y ajustó los pestillos y lo metió otra vez en el armario y cerró la puerta.

Cuando salió nuevamente a cubierta para vigilar al chico el chico no estaba. Un momento de pánico hasta que lo vio alejarse por la playa con la pistola colgando de la mano, la cabeza gacha. Estando allí de pie notó que el casco del barco se elevaba y se deslizaba. Casi imperceptiblemente. La marea que subía. Lamiendo las rocas del espigón allá abajo. Dio media vuelta y entró de nuevo en el camarote.

Había cogido los dos rollos de cuerda y midió el diámetro de los mismos con la palma abierta e hizo cálculos y luego contó el número de rollos que había. Unos quince metros de cuerda. Los dejó colgados de una cornamusa en la cubierta de teca gris y volvió a meterse en la cabina. Lo reunió todo y lo apiló apoyándolo en la mesa. Había unas jarras de plástico en el armarito contiguo a la cocina pero estaban todas vacías menos una que contenía agua. Cogió una de las vacías y vio que el plástico se había agrietado dejando escapar el agua y supuso que se habrían helado en alguna de las muchas travesías sin rumbo del barco. Probablemente más de una vez. Cogió la que estaba medio llena y la puso encima de la mesa y desenroscó el tapón y olfateó el agua y luego levantó el envase con ambas manos y bebió. Después volvió a beber.

No parecía que las latas que había en el suelo de la cocina se pudieran salvar e incluso en el armario había algunas más que estaban muy oxidadas y otras siniestramente hinchadas. A todas les faltaba la etiqueta y el contenido estaba escrito en español directamente sobre el metal con rotulador negro. Las estuvo tocando, agitando, apretándolas con la mano. Finalmente las puso encima de la pequeña nevera de la cocina. Pensó que debía de haber cajas de comestibles guardadas en alguna parte de la bodega pero no creía que hubiera nada que se pudiera comer. Y en todo caso la capacidad del carrito era limitada. Se le ocurrió que estaba tomando este inesperado hallazgo de un modo peligrosamente cercano a cosa hecha pero aún así dijo lo que había dicho antes. Que la buena suerte podía no ser tal cosa. Pocas noches tumbado en la oscuridad no envidiaba a los muertos.

Encontró una lata de aceite de oliva y varias de leche. Té en un bote oxidado. Un envase de plástico con un tipo de comida que no supo identificar. Media lata de café. Revisó a conciencia los estantes, separando lo que se iba a llevar de lo que no. Cuando hubo llevado todo al salón y lo tuvo apilado contra la escalera de cámara volvió a la cocina y abrió la caja de herramientas y se puso a desmontar uno de los fogones del hornillo cardaneado. Desconectó el cordón trenzado y retiró las juntas de aluminio de los fogones y se metió una en el bolsillo de la chaqueta. Aflojó las guarniciones de latón con una llave de tuercas y aflojó los fogones. Luego los desacopló y aseguró la manguera al tubo de empalme y ajustó el otro extremo de manguera a la botella de gasolina y la llevó al salón. Por último hizo un fardo con un plástico metiendo dentro algunas latas de zumo y latas de fruta y de verduras y lo ató con un cordel y luego se quitó la ropa y la amontonó entre las cosas que había reunido y subió a cubierta desnudo y se deslizó hasta la barandilla con el plástico y pasó por encima y se dejó caer al mar gris y helado.

Alcanzó la playa con la última luz del día y se descolgó la lona y se quitó a palmetazos el agua de los brazos y el pecho y fue a buscar su ropa. El chico le siguió. No paraba de preguntarle por su hombro, azul y descolorido de los golpes que había dado para abrir la puerta de la escotilla. Estoy bien, dijo el hombre. No me duele. Tenemos un montón de cosas. Espera y verás.

Se apresuraron para aprovechar la poca luz que quedaba. ¿Y si el agua se lleva el barco?, dijo el chico.

No se lo llevará.

Pero podría.

No. Vamos. ¿Tienes hambre?

Sí.

Esta noche comeremos bien. Pero tenemos que darnos prisa.

Ya lo hago, papá.

Y puede que llueva.

¿Cómo lo sabes?

Lo huelo.

¿Cómo huele la lluvia?

A ceniza mojada. Vamos.

Entonces se detuvo. ¿Dónde está la pistola?, dijo.

El chico se quedó quieto de golpe. Parecía aterrorizado.

Mierda, dijo el hombre. Volvió la vista atrás. El barco estaba ya fuera de la vista. Miró al chico. El chico se había puesto las manos encima de la cabeza, a punto de llorar. Lo siento, dijo. Lo siento mucho.

Dejó la lona con las latas en el suelo. Tenemos que dar media vuelta.

Perdona, papá.

No pasa nada. Todavía estará allí.

El chico se quedó de pie con los hombros vencidos. Estaba empezando a sollozar. El hombre se puso de rodillas y lo abrazó. Tranquilo, dijo. Soy yo quien debe asegurarse de que tenemos la pistola y no lo he hecho. Se me ha olvidado.

Lo siento, papá.

Vamos. No pasa nada. Todo va bien.

La pistola estaba en la arena donde él la había dejado. El hombre la cogió y la sacudió y luego se sentó y tiró del pasador del cilindro y se lo dio al chico. Sostén esto, dijo.

¿Está bien, papá?

Claro que está bien.

Hizo rodar el tambor contra la palma de su mano y sopló para quitarle la arena y se lo pasó al chico y sopló por el cañón y limpió de arena el bastidor y luego le cogió las piezas al chico y lo armó todo de nuevo y montó el martillo y bajó el percutor y la amartilló de nuevo. Alineó el cilindro de modo que el cartucho de verdad quedara listo para el disparo e hizo retroceder el percutor y se guardó la pistola en la parka y se puso de pie. Todo bien, dijo. Vamos.

¿Nos va a pillar la noche?

No lo sé.

Sí. ¿Verdad que sí?

Vamos. Nos daremos prisa.

La noche los pilló. Cuando por fin llegaron al camino del farallón ya estaba demasiado oscuro para ver nada. Se quedaron parados con el viento que soplaba del mar silbando a su alrededor, el chico aferrado a su mano. Tenemos que seguir andando, dijo el hombre. Vamos.

No veo nada.

Ya lo sé. Iremos pasito a pasito.

Vale.

No te sueltes.

Vale.

Pase lo que pase.

Pase lo que pase.

Siguieron adelante en la más absoluta oscuridad, tan invidentes como los ciegos. Llevaba una mano extendida al frente pese a que no había contra qué chocar en aquel páramo salado. Las olas sonaban más distantes pero se orientaba también por el viento y después de caminar a trancas y barrancas durante casi una hora salieron de la hierba y la avena de mar y se detuvieron en el arenal seco de la parte alta. El viento era ahora más frío. Acababa de mover al chico de manera que le tapara el viento cuando de pronto la playa apareció ante ellos temblando en la negrura y se desvaneció otra vez.

¿Qué ha sido eso, papá?

Tranquilo. Un relámpago. Vamos.

Se echó al hombro la lona con las cosas del barco y cogió la mano del chico y continuaron, pisando en la arena como caballos de desfile para no tropezar con algún madero o resto de naufragio arrastrado por el mar. La extraña luz gris alumbró de nuevo la playa. A lo lejos un rumor tenue de truenos amortiguados en las tinieblas. Creo que he visto nuestras huellas, dijo.

Entonces vamos por el buen camino.

Sí. El buen camino.

Estoy helado, papá.

Lo sé. Reza para que relampaguee.

Siguieron adelante. Cuando la luz volvió a estallar sobre la playa vio que el chico estaba doblado por la cintura susurrando para sí. Buscó las huellas que ascendían por la playa pero no pudo encontrarlas. El viento había arreciado todavía más y esperaba ya los primeros salpicones de agua. Si les pillaba un chubasco en mitad de la playa y de noche estarían en un buen aprieto. Apartaron la cara del viento, sujetándose con las manos las capuchas puestas. La arena les ametrallaba las piernas saliendo disparada en la oscuridad y los truenos sonaban a escasa distancia mar adentro. Comenzó a llover a ráfagas sesgadas que les martilleaban la cara y el hombre atrajo al chico hacia sí.

En pie bajo el aguacero. ¿Cuánto trecha habían recorrido? Esperó más relámpagos pero iban quedando atrás y cuando llegó el siguiente y luego otro supo que la tormenta había borrado sus huellas. Siguieron caminando pesadamente por la arena del borde superior de la playa, confiando en ver el gran tronco donde habían estado acampados. Pronto no hubo más que algún relámpago esporádico. Un cambio en la dirección del viento le permitió oír un débil golpeteo en la distancia. Se detuvo. Escucha, dijo.

¿Qué?

Escucha.

No oigo nada.

Vamos.

¿Qué es, papá?

Es la lona. La lluvia cayendo sobre la lona.

Siguieron adelante tambaleándose por la arena entre los desperdicios dejados por la marea. Llegaron a la lona casi enseguida y el hombre se arrodilló y dejó caer el fardo y buscó a tientas las piedras con que había apuntalado el plástico y las apartó. Levantó el plástico y se metieron debajo y luego afianzó los bordes por dentro con las piedras. Hizo que el chico se quitara la ropa mojada y se cubrieron con las mantas, la lluvia martilleando en ellas a través del plástico. Se despojó de su parka y abrazó al chico y al poco rato se habían dormido.

Por la noche dejó de llover y se despertó y se quedó escuchando. El rumor potente y sordo de las olas después de que el viento hubiera cesado. Con la primera luz se levantó y caminó por la playa. La tormenta había dejado desperdicios en la orilla y siguió la marca de marea buscando algo de utilidad. En los bajíos pasada la escollera un cadáver antiguo meciéndose entre la madera de deriva. Deseó ocultarlo de la vista del chico pero el chico llevaba razón. ¿Qué había que ocultar? Cuando regresó estaba despierto y sentado en la arena, mirándole. Estaba envuelto en las mantas y había extendido las dos chaquetas mojadas a secar sobre la maleza muerta. Fue a sentarse a su lado y se quedaron contemplando el mar plomizo que subía y bajaba más allá de las rompientes.

Pasaron la mayor parte de la mañana descargando el barco. Había encendido un fuego y volvía del agua desnudo y tiritando y soltaba la sirga y se calentaba frente a la lumbre mientras el chico remolcaba la bolsa impermeabilizada por las olas calmosas hasta la playa. Vaciaron la bolsa y extendieron mantas y ropa sobre la arena caliente al lado del fuego. Había más cosas en el barco de las que podían transportar y pensaba que estaría bien quedarse unos días en la playa y comer todo lo posible pero era peligroso. Aquella noche durmieron en la arena con el fuego encendido para mitigar el frío y rodeados por la mercancía traída del barco. Despertó tosiendo y se levantó y bebió un poco de agua y llevó más leña a la lumbre, troncos gruesos que produjeron una gran cascada de chispas. La leña salada ardía naranja y azul en el núcleo de la hoguera y se quedó allí mirándola un buen rato. Más tarde echó a andar por la playa precedido por su larga sombra que hacía eses en la arena al mover el viento las llamas. Tosiendo. Tosiendo. Se dobló, las manos apoyadas en las rodillas. Sabor a sangre. Las olas lentas reptaban y bullían en la oscuridad y pensó en su vida pero no había vida en la que pensar y al cabo de un rato regresó. Sacó una lata de melocotones y la abrió y se sentó frente al luego y se comió uno a uno los melocotones con una cuchara mientras el chico dormía. El fuego llameaba con el viento y las chispas se escabullían por la arena. Colocó la lata vacía entre sus pies. Cada día es una mentira, dijo. Pero tú te estás muriendo. Eso no es mentira.

Transportaron sus nuevas posesiones envueltas en lonas o mantas a lo largo de la playa y lo cargaron todo en el carrito. El chico intentó llevar demasiadas cosas y cuando se detenían para descansar el hombre le cogía parte de la carga y la juntaba con la suya propia. El barco se había movido ligeramente de sitio con la tormenta. Se lo quedó mirando. El chico le observó. ¿Vas a volver allí?, dijo.

Creo que sí. Un último vistazo.

Tengo un poco de miedo.

No pasa nada. Tú estate atento.

Si ya tenemos demasiadas cosas…

Lo sé. Solo quiero echar otro vistazo.

Vale.

Recorrió el barco de proa a popa una vez más. Para. Piensa. Se sentó en el suelo del salón con los pies en sus botas de goma apuntalados en el pedestal de la mesa. Ya empezaba a oscurecer. Intentó recordarlo que sabía de barcos. Se levantó y salió otra vez a cubierta. El chico estaba sentado junto al fuego. Bajó a la bañera y se sentó en el banco con la espalda apoyada en el mamparo y los pies en la cubierta casi a la altura de los ojos. Solo llevaba puesto el jersey y encima el sueter pero le calentaba muy poco y no dejaba de tiritar. Cuando se disponía a levantarse cayó en la cuenta de que había estado mirando las sujeciones del mamparo del fondo. Había cuatro. De acero inoxidable. En tiempos los bancos habían estado cubiertos por cojines y pudo ver los lazos en la esquina allí donde se habían desgarrado. En la parte baja del mamparo justo encima del asiento asomaba una correa de nailon, el extremo de la misma doblado y bordado en punto de cruz. Volvió a mirar las sujeciones. Eran fallebas giratorias con alas para la yema del pulgar. Se levantó y se arrodilló encima del banco y giró ambas fallebas hacia la izquierda. Funcionaban por resorte y cuando las hubo aflojado agarró la correa que asomaba del fondo y tiró y el tablero quedó suelto. Dentro, debajo de la cubierta, había un espacio que contenía unas cuantas velas enrolladas y lo que parecía ser una balsa de goma para dos personas enrollada y atada con pulpos. Un par de pequeños remos de plástico. Una caja de bengalas. Y detrás de eso una caja de herramientas, la tapa sellada mediante cinta aislante de electricista. La sacó de allí y encontró el extremo de la cinta y la arrancó alrededor de la abertura y descorrió los broches cromados y levantó la tapa. Dentro había una linterna amarilla, un faro estroboscópico alimentado por pila seca, un botiquín de primeros auxilios. Una radiobaliza de plástico amarillo. Y un estuche negro de plástico del tamaño de un libro. Lo sacó de la caja y soltó los pasadores y lo abrió. Encajada dentro había una vieja pistola de señales de 37 milímetros. La sacó con ambas manos y se la quedó mirando. Presionó la palanca para abrirla. La recámara estaba vacía pero en un receptáculo de plástico había ocho cartuchos de bengala, cortos y chatos y por su aspecto nuevos. Volvió a encajar la pistola en el estuche y cerró la tapa corriendo los pasadores.

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