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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Teatro, Tragedia, Clásico

La casa de Bernarda Alba (3 page)

BOOK: La casa de Bernarda Alba
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MARTIRIO.— No hables así. La suerte viene a quien menos la aguarda.

AMELIA.— ¡Después de todo dice la verdad! Angustias tiene el dinero de su padre, es la única rica de la casa y por eso ahora, que nuestro padre ha muerto y ya se harán particiones, vienen por ella!

MAGDALENA.— Pepe el Romano tiene veinticinco años y es el mejor tipo de todos estos contornos. Lo natural sería que te pretendiera a ti, Amelia, o a nuestra Adela, que tiene veinte años, pero no que venga a buscar lo más oscuro de esta casa, a una mujer que, como su padre habla con la nariz.

MARTIRIO.— ¡Puede que a él le guste!

MAGDALENA.— ¡Nunca he podido resistir tu hipocresía!

MARTIRIO.— ¡Dios nos valga!

(Entra Adela.)

MAGDALENA.— ¿Te han visto ya las gallinas?

ADELA.— ¿Y qué querías que hiciera?

AMELIA.— ¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo!

ADELA.— Tenía mucha ilusión con el vestido. Pensaba ponérmelo el día que vamos a comer sandías a la noria. No hubiera habido otro igual.

MARTIRIO.— ¡Es un vestido precioso!

ADELA.— Y me está muy bien. Es lo que mejor ha cortado Magdalena.

MAGDALENA.— ¿Y las gallinas qué te han dicho?

ADELA.— Regalarme unas cuantas pulgas que me han acribillado las piernas.
(Ríen)

MARTIRIO.— Lo que puedes hacer es teñirlo de negro.

MAGDALENA.— Lo mejor que puedes hacer es regalárselo a Angustias para la boda con Pepe el Romano.

ADELA.—
(Con emoción contenida.)
¡Pero Pepe el Romano...!

AMELIA.— ¿No lo has oído decir?

ADELA.— No.

MAGDALENA.— ¡Pues ya lo sabes!

ADELA.— ¡Pero si no puede ser!

MAGDALENA.— ¡El dinero lo puede todo!

ADELA.— ¿Por eso ha salido detrás del duelo y estuvo mirando por el portón?
(Pausa)
Y ese hombre es capaz de...

MAGDALENA.— Es capaz de todo.

(Pausa)

MARTIRIO.— ¿Qué piensas, Adela?

ADELA.— Pienso que este luto me ha cogido en la peor época de mi vida para pasarlo.

MAGDALENA.— Ya te acostumbrarás.

ADELA.—
(Rompiendo a llorar con ira)
¡No , no me acostumbraré! Yo no quiero estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras. ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones! ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir!

(Entra la Criada.)

MAGDALENA.—
(Autoritaria.)
¡Adela!

CRIADA.— ¡La pobre! ¡Cuánto ha sentido a su padre!
(Sale)

MARTIRIO.— ¡Calla!

AMELIA.— Lo que sea de una será de todas.

(Adela se calma.)

MAGDALENA.— Ha estado a punto de oírte la criada.

CRIADA.—
(Apareciendo.)
Pepe el Romano viene por lo alto de la calle.

(Amelia, Martirio y Magdalena corren presurosas.)

MAGDALENA.— ¡Vamos a verlo!

(Salen rápidas.)

CRIADA.—
(A Adela.)
¿Tú no vas?

ADELA.— No me importa.

CRIADA.— Como dará la vuelta a la esquina, desde la ventana de tu cuarto se verá mejor.
(Sale la Criada.)

(Adela queda en escena dudando. Después de un instante se va también rápida hacia su habitación. Salen Bernarda y la Poncia.)

BERNARDA.— ¡Malditas particiones!

LA PONCIA.— ¡Cuánto dinero le queda a Angustias!

BERNARDA.— Sí.

LA PONCIA.— Y a las otras, bastante menos.

BERNARDA.— Ya me lo has dicho tres veces y no te he querido replicar. Bastante menos, mucho menos. No me lo recuerdes más.

(Sale Angustias muy compuesta de cara.)

BERNARDA.— ¡Angustias!

ANGUSTIAS.— Madre.

BERNARDA.— ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has tenido valor de lavarte la cara el día de la misa de tu padre?

ANGUSTIAS.— No era mi padre. El mío murió hace tiempo. ¿Es que ya no lo recuerda usted?

BERNARDA.— ¡Más debes a este hombre, padre de tus hermanas, que al tuyo! Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna.

ANGUSTIAS.— ¡Eso lo teníamos que ver!

BERNARDA.— ¡Aunque fuera por decencia! ¡Por respeto!

ANGUSTIAS.— Madre, déjeme usted salir.

BERNARDA.— ¿Salir? Después que te hayas quitado esos polvos de la cara. ¡Suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías!
(Le quita violentamente con su pañuelo los polvos)
¡Ahora vete!

LA PONCIA.— ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva!

BERNARDA.— Aunque mi madre esté loca yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago.

(Entran todas.)

MAGDALENA.— ¿Qué pasa?

BERNARDA.— No pasa nada.

MAGDALENA.—
(A Angustias.)
Si es que discutís por las particiones, tú, que eres la más rica, te puedes quedar con todo.

ANGUSTIAS.— ¡Guárdate la lengua en la madriguera!

BERNARDA.—
(Golpeando con el bastón en el suelo.)
¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo. ¡Hasta que salga de esta casa con los pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro!

(Se oyen unas voces y entra en escena María Josefa, la madre de Bernarda, viejísima, ataviada con flores en la cabeza y en el pecho.)

MARÍA JOSEFA.— Bernarda, ¿dónde está mi mantilla? Nada de lo que tengo quiero que sea para vosotras, ni mis anillos, ni mi traje negro de moaré, porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna! ¡Bernarda, dame mi gargantilla de perlas!

BERNARDA.—
(A la Criada.)
¿Por qué la habéis dejado entrar?

CRIADA.—
(Temblando.)
¡Se me escapó!

MARÍA JOSEFA.— Me escapé porque me quiero casar, porque quiero casarme con un varón hermoso de la orilla del mar, ya que aquí los hombres huyen de las mujeres.

BERNARDA.— ¡Calle usted, madre!

MARÍA JOSEFA.— No, no callo. No quiero ver a estas mujeres solteras, rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón, y yo me quiero ir a mi pueblo. ¡Bernarda, yo quiero un varón para casarme y tener alegría!

BERNARDA.— ¡Encerradla!

MARÍA JOSEFA.— ¡Déjame salir, Bernarda!

(La Criada coge a María Josefa.)

BERNARDA.— ¡Ayudarla vosotras!

(Todas arrastran a la vieja.)

MARÍA JOSEFA.— ¡Quiero irme de aquí! ¡Bernarda! ¡A casarme a la orilla del mar, a la orilla del mar!

Telón

ACTO SEGUNDO

Habitación blanca del interior de la casa de Bernarda. Las puertas de la izquierda dan a los dormitorios. Las hijas de Bernarda están sentadas en sillas bajas, cosiendo. Magdalena borda. Con ellas está la Poncia.

ANGUSTIAS.— Ya he cortado la tercer sábana.

MARTIRIO.— Le corresponde a Amelia.

MAGDALENA.— Angustias, ¿pongo también las iniciales de Pepe?

ANGUSTIAS.—
(Seca.)
No.

MAGDALENA.—
(A voces.)
Adela, ¿no vienes?

AMELIA.— Estará echada en la cama.

LA PONCIA.— Ésa tiene algo. La encuentro sin sosiego, temblona, asustada, como si tuviera una lagartija entre los pechos.

MARTIRIO.— No tiene ni más ni menos que lo que tenemos todas.

MAGDALENA.— Todas, menos Angustias.

ANGUSTIAS.— Yo me encuentro bien, y al que le duela que reviente.

MAGDALENA.— Desde luego hay que reconocer que lo mejor que has tenido siempre ha sido el talle y la delicadeza.

ANGUSTIAS.— Afortunadamente pronto voy a salir de este infierno.

MAGDALENA.— ¡A lo mejor no sales!

MARTIRIO.— ¡Dejar esa conversación!

ANGUSTIAS.— Y, además, ¡mas vale onza en el arca que ojos negros en la cara!

MAGDALENA.— Por un oído me entra y por otro me sale.

AMELIA.—
(A la Poncia.)
Abre la puerta del patio a ver si nos entra un poco el fresco.

(La Poncia lo hace.)

MARTIRIO.— Esta noche pasada no me podía quedar dormida del calor.

AMELIA.— ¡Yo tampoco!

MAGDALENA.— Yo me levanté a refrescarme. Había un nublo negro de tormenta y hasta cayeron algunas gotas.

LA PONCIA.— Era la una de la madrugada y salía fuego de la tierra. También me levanté yo. Todavía estaba Angustias con Pepe en la ventana.

MAGDALENA.—
(Con ironía.)
¿Tan tarde? ¿A qué hora se fue?

ANGUSTIAS.— Magdalena, ¿a qué preguntas, si lo viste?

AMELIA.— Se iría a eso de la una y media.

ANGUSTIAS.— Sí. ¿Tú por qué lo sabes?

AMELIA.— Lo sentí toser y oí los pasos de su jaca.

LA PONCIA.— ¡Pero si yo lo sentí marchar a eso de las cuatro!

ANGUSTIAS.— ¡No sería él!

LA PONCIA.— ¡Estoy segura!

AMELIA.— A mí también me pareció...

MAGDALENA.— ¡Qué cosa más rara!
(Pausa.)

LA PONCIA.— Oye, Angustias, ¿qué fue lo que te dijo la primera vez que se acercó a tu ventana?

ANGUSTIAS.— Nada. ¡Qué me iba a decir? Cosas de conversación.

MARTIRIO.— Verdaderamente es raro que dos personas que no se conocen se vean de pronto en una reja y ya novios.

ANGUSTIAS.— Pues a mí no me chocó.

AMELIA.— A mí me daría no sé qué.

ANGUSTIAS.— No, porque cuando un hombre se acerca a una reja ya sabe por los que van y vienen, llevan y traen, que se le va a decir que sí.

MARTIRIO.— Bueno, pero él te lo tendría que decir.

ANGUSTIAS.— ¡Claro!

AMELIA.—
(Curiosa.)
¿Y cómo te lo dijo?

ANGUSTIAS.— Pues, nada: "Ya sabes que ando detrás de ti, necesito una mujer buena, modosa, y ésa eres tú, si me das la conformidad."

AMELIA.— ¡A mí me da vergüenza de estas cosas!

ANGUSTIAS.— Y a mí, ¡pero hay que pasarlas!

LA PONCIA.— ¿Y habló más?

ANGUSTIAS.— Sí, siempre habló él.

MARTIRIO.— ¿Y tú?

ANGUSTIAS.— Yo no hubiera podido. Casi se me salía el corazón por la boca. Era la primera vez que estaba sola de noche con un hombre.

MAGDALENA.— Y un hombre tan guapo.

ANGUSTIAS.— No tiene mal tipo.

LA PONCIA.— Esas cosas pasan entre personas ya un poco instruidas, que hablan y dicen y mueven la mano... La primera vez que mi marido Evaristo el Colorín vino a mi ventana... ¡Ja, ja, ja!

AMELIA.— ¿Qué pasó?

LA PONCIA.— Era muy oscuro. Lo vi acercarse y, al llegar, me dijo: "Buenas noches." "Buenas noches", le dije yo, y nos quedamos callados más de media hora. Me corría el sudor por todo el cuerpo. Entonces Evaristo se acercó, se acercó que se quería meter por los hierros, y dijo con voz muy baja: "¡Ven que te tiente!"

(Ríen todas. Amelia se levanta corriendo y espía por una puerta.)

AMELIA.— ¡Ay! Creí que llegaba nuestra madre.

MAGDALENA.— ¡Buenas nos hubiera puesto!
(Siguen riendo.)

AMELIA.— Chisst... ¡Que nos va a oír!

LA PONCIA.— Luego se portó bien. En vez de darle por otra cosa, le dio por criar colorines hasta que murió. A vosotras, que sois solteras, os conviene saber de todos modos que el hombre a los quince días de boda deja la cama por la mesa, y luego la mesa por la tabernilla. Y la que no se conforma se pudre llorando en un rincón.

AMELIA.— Tú te conformaste.

LA PONCIA.— ¡Yo pude con él!

MARTIRIO.— ¿Es verdad que le pegaste algunas veces?

LA PONCIA.— Sí, y por poco lo dejo tuerto.

MAGDALENA.— ¡Así debían ser todas las mujeres!

LA PONCIA.— Yo tengo la escuela de tu madre. Un día me dijo no sé qué cosa y le maté todos los colorines con la mano del almirez.
(Ríen)

MAGDALENA.— Adela, niña, no te pierdas esto.

AMELIA.— Adela.
(Pausa.)

MAGDALENA.— ¡Voy a ver!
(Entra.)

LA PONCIA.— ¡Esa niña está mala!

MARTIRIO.— Claro, ¡no duerme apenas!

LA PONCIA.— Pues, ¿qué hace?

MARTIRIO.— ¡Yo qué sé lo que hace!

LA PONCIA.— Mejor lo sabrás tú que yo, que duermes pared por medio.

ANGUSTIAS.— La envidia la come.

AMELIA.— No exageres.

ANGUSTIAS.— Se lo noto en los ojos. Se le está poniendo mirar de loca.

MARTIRIO.— No habléis de locos. Aquí es el único sitio donde no se puede pronunciar esta palabra.

(Sale Magdalena con Adela.)

MAGDALENA.— Pues, ¿no estabas dormida?

ADELA.— Tengo mal cuerpo.

MARTIRIO.—
(Con intención.)
¿Es que no has dormido bien esta noche?

ADELA.— Sí.

MARTIRIO.— ¿Entonces?

ADELA.—
(Fuerte.)
¡Déjame ya! ¡Durmiendo o velando, no tienes por qué meterte en lo mío! ¡Yo hago con mi cuerpo lo que me parece!

MARTIRIO.— ¡Sólo es interés por ti!

ADELA.— Interés o inquisición. ¿No estabais cosiendo? Pues seguir. ¡Quisiera ser invisible, pasar por las habitaciones sin que me preguntarais dónde voy!

CRIADA.—
(Entra.)
Bernarda os llama. Está el hombre de los encajes.
(Salen.)

(Al salir, Martirio mira fijamente a Adela.)

ADELA.— ¡No me mires más! Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes, pero vuelve la cabeza cuando yo pase.

(Se va Martirio.)

LA PONCIA.— ¡Adela, que es tu hermana, y además la que más te quiere!

ADELA.— Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver si duermo. No me deja respirar. Y siempre: "¡Qué lástima de cara! ¡Qué lástima de cuerpo, que no va a ser para nadie!" ¡Y eso no! Mi cuerpo será de quien yo quiera!

LA PONCIA.—
(Con intención y en voz baja.)
De Pepe el Romano, ¿no es eso?

ADELA.—
(Sobrecogida.)
¿Qué dices?

LA PONCIA.— ¡Lo que digo, Adela!

ADELA.— ¡Calla!

LA PONCIA.—
(Alto.)
¿Crees que no me he fijado?

ADELA.— ¡Baja la voz!

LA PONCIA.— ¡Mata esos pensamientos!

ADELA.— ¿Qué sabes tú?

LA PONCIA.— Las viejas vemos a través de las paredes. ¿Dónde vas de noche cuando te levantas?

ADELA.— ¡Ciega debías estar!

LA PONCIA.— Con la cabeza y las manos llenas de ojos cuando se trata de lo que se trata. Por mucho que pienso no sé lo que te propones. ¿Por qué te pusiste casi desnuda con la luz encendida y la ventana abierta al pasar Pepe el segundo día que vino a hablar con tu hermana?

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