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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Teatro, Tragedia, Clásico

La casa de Bernarda Alba (6 page)

BOOK: La casa de Bernarda Alba
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ANGUSTIAS.— Debía estar contenta y no lo estoy.

BERNARDA.— Eso es lo mismo.

ANGUSTIAS.— Muchas veces miro a Pepe con mucha fijeza y se me borra a través de los hierros, como si lo tapara una nube de polvo de las que levantan los rebaños.

BERNARDA.— Eso son cosas de debilidad.

ANGUSTIAS.— ¡Ojalá!

BERNARDA.— ¿Viene esta noche?

ANGUSTIAS.— No. Fue con su madre a la capital.

BERNARDA.— Así nos acostaremos antes. ¡Magdalena!

ANGUSTIAS.— Está dormida.

(Entran Adela, Martirio y Amelia.)

AMELIA.— ¡Qué noche más oscura!

ADELA.— No se ve a dos pasos de distancia.

MARTIRIO.— Una buena noche para ladrones, para el que necesite escondrijo.

ADELA.— El caballo garañón estaba en el centro del corral. ¡Blanco! Doble de grande, llenando todo lo oscuro.

AMELIA.— Es verdad. Daba miedo. ¡Parecía una aparición!

ADELA.— Tiene el cielo unas estrellas como puños.

MARTIRIO.— Ésta se puso a mirarlas de modo que se iba a tronchar el cuello.

ADELA.— ¿Es que no te gustan a ti?

MARTIRIO.— A mí las cosas de tejas arriba no me importan nada. Con lo que pasa dentro de las habitaciones tengo bastante.

ADELA.— Así te va a ti.

BERNARDA.— A ella le va en lo suyo como a ti en lo tuyo.

ANGUSTIAS.— Buenas noches.

ADELA.— ¿Ya te acuestas?

ANGUSTIAS.— Sí, esta noche no viene Pepe.
(Sale.)

ADELA.— Madre, ¿por qué cuando se corre una estrella o luce un relámpago se dice:

Santa Bárbara bendita,

que en el cielo estás escrita

con papel y agua bendita?

BERNARDA.— Los antiguos sabían muchas cosas que hemos olvidado.

AMELIA.— Yo cierro los ojos para no verlas.

ADELA.— Yo no. A mí me gusta ver correr lleno de lumbre lo que está quieto y quieto años enteros.

MARTIRIO.— Pero estas cosas nada tienen que ver con nosotros.

BERNARDA.— Y es mejor no pensar en ellas.

ADELA.— ¡Qué noche más hermosa! Me gustaría quedarme hasta muy tarde para disfrutar el fresco del campo.

BERNARDA.— Pero hay que acostarse. ¡Magdalena!

AMELIA.— Está en el primer sueño.

BERNARDA.— ¡Magdalena!

MAGDALENA.—
(Disgustada.)
¡Dejarme en paz!

BERNARDA.— ¡A la cama!

MAGDALENA.—
(Levantándose malhumorada.)
¡No la dejáis a una tranquila!
(Se va refunfuñando.)

AMELIA.— Buenas noches.
(Se va.)

BERNARDA.— Andar vosotras también.

MARTIRIO.— ¿Cómo es que esta noche no viene el novio de Angustias?

BERNARDA.— Fue de viaje.

MARTIRIO.—
(Mirando a Adela.)
¡Ah!

ADELA.— Hasta mañana.
(Sale.)

(Martirio bebe agua y sale lentamente mirando hacia la puerta del corral. Sale La Poncia.)

LA PONCIA.— ¿Estás todavía aquí?

BERNARDA.— Disfrutando este silencio y sin lograr ver por parte alguna « la cosa tan grande» que aquí pasa, según tú.

LA PONCIA.— Bernarda, dejemos esa conversación.

BERNARDA.— En esta casa no hay un sí ni un no. Mi vigilancia lo puede todo.

LA PONCIA.— No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y viven como metidas en alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos.

BERNARDA.— Mis hijas tienen la respiración tranquila.

LA PONCIA.— Eso te importa a ti, que eres su madre. A mí, con servir tu casa tengo bastante.

BERNARDA.— Ahora te has vuelto callada.

LA PONCIA.— Me estoy en mi sitio, y en paz.

BERNARDA.— Lo que pasa es que no tienes nada que decir. Si en esta casa hubiera hierbas, ya te encargarías de traer a pastar las ovejas del vecindario.

LA PONCIA.— Yo tapo más de lo que te figuras.

BERNARDA.— ¿Sigue tu hijo viendo a Pepe a las cuatro de la mañana? ¿Siguen diciendo todavía la mala letanía de esta casa?

LA PONCIA.— No dicen nada.

BERNARDA.— Porque no pueden. Porque no hay carne donde morder. ¡A la vigilia de mis ojos se debe esto!

LA PONCIA.— Bernarda, yo no quiero hablar porque temo tus intenciones. Pero no estés segura.

BERNARDA.— ¡Segurísima!

LA PONCIA.— ¡A lo mejor, de pronto, cae un rayo! ¡A lo mejor, de pronto, un golpe de sangre te para el corazón!

BERNARDA.— Aquí no pasará nada. Ya estoy alerta contra tus suposiciones.

LA PONCIA.— Pues mejor para ti.

BERNARDA.— ¡No faltaba más!

CRIADA.—
(Entrando.)
Ya terminé de fregar los platos. ¿Manda usted algo, Bernarda?

BERNARDA.—
(Levantándose.)
Nada. Yo voy a descansar.

LA PONCIA.— ¿A qué hora quiere que la llame?

BERNARDA.— A ninguna. Esta noche voy a dormir bien.
(Se va.)

LA PONCIA.— Cuando una no puede con el mar lo más fácil es volver las espaldas para no verlo.

CRIADA.— Es tan orgullosa que ella misma se pone una venda en los ojos.

LA PONCIA.— Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado. ¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a todas. Yo he dicho lo que tenía que decir.

CRIADA.— Bernarda cree que nadie puede con ella y no sabe la fuerza que tiene un hombre entre mujeres solas.

LA PONCIA.— No es toda la culpa de Pepe el Romano. Es verdad que el año pasado anduvo detrás de Adela, y ésta estaba loca por él, pero ella debió estarse en su sitio y no provocarlo. Un hombre es un hombre.

CRIADA.— Hay quien cree que habló muchas noches con Adela.

LA PONCIA.— Es verdad.
(En voz baja)
Y otras cosas.

CRIADA.— No sé lo que va a pasar aquí.

LA PONCIA.— A mí me gustaría cruzar el mar y dejar esta casa de guerra..

CRIADA.— Bernarda está aligerando la boda y es posible que nada pase.

LA PONCIA.— Las cosas se han puesto ya demasiado maduras. Adela está decidida a lo que sea, y las demás vigilan sin descanso.

CRIADA.— ¿Y Martirio también?

LA PONCIA.— Ésa es la peor. Es un pozo de veneno. Ve que el Romano no es para ella y hundiría el mundo si estuviera en su mano.

CRIADA.— ¡Es que son malas!

LA PONCIA.— Son mujeres sin hombre, nada más. En estas cuestiones se olvida hasta la sangre. ¡Chisssssss!
(Escucha.)

CRIADA.— ¿Qué pasa?

LA PONCIA.—
(Se levanta.)
Están ladrando los perros.

CRIADA.— Debe haber pasado alguien por el portón.

(Sale Adela en enaguas blancas y corpiño.)

LA PONCIA.— ¿No te habías acostado?

ADELA.— Voy a beber agua.
(Bebe en un vaso de la mesa.)

LA PONCIA.— Yo te suponía dormida.

ADELA.— Me despertó la sed. Y vosotras, ¿no descansáis?

CRIADA.— Ahora.

(Sale Adela.)

LA PONCIA.— Vámonos.

CRIADA.— Ganado tenemos el sueño. Bernarda no me deja descansar en todo el día.

LA PONCIA.— Llévate la luz.

CRIADA.— Los perros están como locos.

LA PONCIA.— No nos van a dejar dormir.

(Salen. La escena queda casi a oscuras. Sale María Josefa con una oveja en los brazos.)

MARÍA JOSEFA.—

Ovejita, niño mío,

vámonos a la orilla del mar.

La hormiguita estará en su puerta,

yo te daré la teta y el pan.

Bernarda,

cara de leoparda.

Magdalena,

cara de hiena.

¡Ovejita!

Meee, meee.

Vamos a los ramos del portal de Belén.

Ni tú ni yo queremos dormir.

La puerta sola se abrirá

y en la playa nos meteremos

en una choza de coral.

Bernarda,

cara de leoparda.

Magdalena,

cara de hiena.

¡Ovejita!

Meee, meee.

Vamos a los ramos del portal de Belén!

(Se va cantando. Entra Adela. Mira a un lado y otro con sigilo, y desaparece por la puerta del corral. Sale Martirio por otra puerta y queda en angustioso acecho en el centro de la escena. También va en enaguas. Se cubre con un pequeño mantón negro de talle. Sale por enfrente de ella María Josefa.)

MARTIRIO.— Abuela, ¿dónde va usted?

MARÍA JOSEFA.— ¿Vas a abrirme la puerta? ¿Quién eres tú?

MARTIRIO.— ¿Cómo está aquí?

MARÍA JOSEFA.— Me escapé. ¿Tú quién eres?

MARTIRIO.— Vaya a acostarse.

MARÍA JOSEFA.— Tú eres Martirio, ya te veo. Martirio, cara de martirio. ¿Y cuándo vas a tener un niño? Yo he tenido éste.

MARTIRIO.— ¿Dónde cogió esa oveja?

MARÍA JOSEFA.— Ya sé que es una oveja. Pero, ¿por qué una oveja no va a ser un niño? Mejor es tener una oveja que no tener nada. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena.

MARTIRIO.— No dé voces.

MARÍA JOSEFA.— Es verdad. Está todo muy oscuro. Como tengo el pelo blanco crees que no puedo tener crías, y sí, crías y crías y crías. Este niño tendrá el pelo blanco y tendrá otro niño, y éste otro, y todos con el pelo de nieve, seremos como las olas, una y otra y otra. Luego nos sentaremos todos, y todos tendremos el cabello blanco y seremos espuma. ¿Por qué aquí no hay espuma? Aquí no hay más que mantos de luto.

MARTIRIO.— Calle, calle.

MARÍA JOSEFA.— Cuando mi vecina tenía un niño yo le llevaba chocolate y luego ella me lo traía a mí, y así siempre, siempre, siempre. Tú tendrás el pelo blanco, pero no vendrán las vecinas. Yo tengo que marcharme, pero tengo miedo de que los perros me muerdan. ¿Me acompañarás tú a salir del campo? Yo quiero campo. Yo quiero casas, pero casas abiertas, y las vecinas acostadas en sus camas con sus niños chiquitos, y los hombres fuera, sentados en sus sillas. Pepe el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, porque vosotras sois granos de trigo. No granos de trigo, no. ¡Ranas sin lengua!

MARTIRIO.—
(Enérgica.)
Vamos, váyase a la cama.
(La empuja.)

MARÍA JOSEFA.— Sí, pero luego tú me abrirás, ¿verdad?

MARTIRIO.— De seguro.

MARÍA JOSEFA.—
(Llorando.)

Ovejita, niño mío,

vámonos a la orilla del mar.

La hormiguita estará en su puerta,

yo te daré la teta y el pan.

(Sale. Martirio cierra la puerta por donde ha salido María Josefa y se dirige a la puerta del corral. Allí vacila, pero avanza dos pasos más.)

MARTIRIO.—
(En voz baja.)
Adela.
(Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.)
¡Adela!

(Aparece Adela. Viene un poco despeinada.)

ADELA.— ¿Por qué me buscas?

MARTIRIO.— ¡Deja a ese hombre!

ADELA.— ¿Quién eres tú para decírmelo?

MARTIRIO.— No es ése el sitio de una mujer honrada.

ADELA.— ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!

MARTIRIO.—
(En voz alta.)
Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir así.

ADELA.— Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía.

MARTIRIO.— Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado.

ADELA.— Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí.

MARTIRIO.— Yo no permitiré que lo arrebates. El se casará con Angustias.

ADELA.— Sabes mejor que yo que no la quiere.

MARTIRIO.— Lo sé.

ADELA.— Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí.

MARTIRIO.—
(Desesperada.)
Sí.

ADELA.—
(Acercándose.)
Me quiere a mí, me quiere a mí.

MARTIRIO.— Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más.

ADELA.— Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere. A mí, tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias. Pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también, ¡lo quieres!

MARTIRIO.—
(Dramática.)
¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Le quiero!

ADELA.—
(En un arranque, y abrazándola.)
Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa.

MARTIRIO.— ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya más que como mujer.
(La rechaza.)

ADELA.— Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla.

MARTIRIO.— ¡No será!

ADELA.— Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado.

MARTIRIO.— ¡Calla!

ADELA.— Sí, sí.
(En voz baja.)
Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias. Ya no me importa. Pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana.

MARTIRIO.— Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo.

ADELA.— No a ti, que eres débil: a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique.

MARTIRIO.— No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga.

ADELA.— Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca.

(Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante.)

MARTIRIO.— ¿Dónde vas?

ADELA.— ¡Quítate de la puerta!

MARTIRIO.— ¡Pasa si puedes!

ADELA.— ¡Aparta!
(Lucha.)

MARTIRIO.—
(A voces.)
¡Madre, madre!

ADELA.— ¡Déjame!

(Aparece Bernarda. Sale en enaguas con un mantón negro.)

BERNARDA.— Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos!

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