Read La casa de Bernarda Alba Online

Authors: Federico García Lorca

Tags: #Teatro, Tragedia, Clásico

La casa de Bernarda Alba (4 page)

BOOK: La casa de Bernarda Alba
11.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

ADELA.— ¡Eso no es verdad!

LA PONCIA.— ¡No seas como los niños chicos! Deja en paz a tu hermana y si Pepe el Romano te gusta te aguantas.
(Adela llora.)
Además, ¿quién dice que no te puedas casar con él? Tu hermana Angustias es una enferma. Ésa no resiste el primer parto. Es estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra: se casará con la más joven, la más hermosa, y ésa eres tú. Alimenta esa esperanza, olvídalo. Lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios.

ADELA.— ¡Calla!

LA PONCIA.— ¡No callo!

ADELA.— Métete en tus cosas, ¡oledora! ¡pérfida!

LA PONCIA.— ¡Sombra tuya he de ser!

ADELA.— En vez de limpiar la casa y acostarte para rezar a tus muertos, buscas como una vieja marrana asuntos de hombres y mujeres para babosear en ellos.

LA PONCIA.— ¡Velo! Para que las gentes no escupan al pasar por esta puerta.

ADELA.— ¡Qué cariño tan grande te ha entrado de pronto por mi hermana!

LA PONCIA.— No os tengo ley a ninguna, pero quiero vivir en casa decente. ¡No quiero mancharme de vieja!

ADELA.— Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti, que eres una criada, por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca. ¿ Qué puedes decir de mí? Que me encierro en mi cuarto y no abro la puerta? ¿Que no duermo? ¡Soy más lista que tú! Mira a ver si puedes agarrar la liebre con tus manos.

LA PONCIA.— No me desafíes. ¡Adela, no me desafíes! Porque yo puedo dar voces, encender luces y hacer que toquen las campanas.

ADELA.— Trae cuatro mil bengalas amarillas y ponlas en las bardas del corral. Nadie podrá evitar que suceda lo que tiene que suceder.

LA PONCIA.— ¡Tanto te gusta ese hombre!

ADELA.— ¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente.

LA PONCIA.— Yo no te puedo oír.

ADELA.— ¡Pues me oirás! Te he tenido miedo. ¡Pero ya soy más fuerte que tú!

(Entra Angustias.)

ANGUSTIAS.— ¡Siempre discutiendo!

LA PONCIA.— Claro, se empeña en que, con el calor que hace, vaya a traerle no sé qué cosa de la tienda.

ANGUSTIAS.— ¿Me compraste el bote de esencia?

LA PONCIA.— El más caro. Y los polvos. En la mesa de tu cuarto los he puesto.

(Sale Angustias.)

ADELA.— ¡Y chitón!

LA PONCIA.— ¡Lo veremos!

(Entran Martirio, Amelia y Magdalena)

MAGDALENA.—
(A Adela)
¿Has visto los encajes?

AMELIA.— Los de Angustias para sus sábanas de novia son preciosos.

ADELA.—
(A Martirio, que trae unos encajes)
¿Y éstos?

MARTIRIO.— Son para mí. Para una camisa.

ADELA.—
(Con sarcasmo.)
¡Se necesita buen humor!

MARTIRIO.—
(Con intención)
Para verlos yo. No necesito lucirme ante nadie.

LA PONCIA.— Nadie la ve a una en camisa.

MARTIRIO.—
(Con intención y mirando a Adela.)
¡A veces! Pero me encanta la ropa interior. Si fuera rica la tendría de holanda. Es uno de los pocos gustos que me quedan.

LA PONCIA.— Estos encajes son preciosos para las gorras de niño, para mantehuelos de cristianar. Yo nunca pude usarlos en los míos. A ver si ahora Angustias los usa en los suyos. Como le dé por tener crías vais a estar cosiendo mañana y tarde.

MAGDALENA.— Yo no pienso dar una puntada.

AMELIA.— Y mucho menos cuidar niños ajenos. Mira tú cómo están las vecinas del callejón, sacrificadas por cuatro monigotes.

LA PONCIA.— Ésas están mejor que vosotras. ¡Siquiera allí se ríe y se oyen porrazos!

MARTIRIO.— Pues vete a servir con ellas.

LA PONCIA.— No. ¡Ya me ha tocado en suerte este convento!

(Se oyen unos campanillos lejanos, como a través de varios muros.)

MAGDALENA.— Son los hombres que vuelven al trabajo.

LA PONCIA.— Hace un minuto dieron las tres.

MARTIRIO.— ¡Con este sol!

ADELA.—
(Sentándose)
¡Ay, quién pudiera salir también a los campos!

MAGDALENA.—
(Sentándose)
¡Cada clase tiene que hacer lo suyo!

MARTIRIO.—
(Sentándose)
¡Así es!

AMELIA.—
(Sentándose)
¡Ay!

LA PONCIA.— No hay alegría como la de los campos en esta época. Ayer de mañana llegaron los segadores. Cuarenta o cincuenta buenos mozos.

MAGDALENA.— ¿De dónde son este año?

LA PONCIA.— De muy lejos. Vinieron de los montes. ¡Alegres! ¡Como árboles quemados! ¡Dando voces y arrojando piedras! Anoche llegó al pueblo una mujer vestida de lentejuelas y que bailaba con un acordeón, y quince de ellos la contrataron para llevársela al olivar. Yo los vi de lejos. El que la contrataba era un muchacho de ojos verdes, apretado como una gavilla de trigo.

AMELIA.— ¿Es eso cierto?

ADELA.— ¡Pero es posible!

LA PONCIA.— Hace años vino otra de éstas y yo misma di dinero a mi hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan estas cosas.

ADELA.— Se les perdona todo.

AMELIA.— Nacer mujer es el mayor castigo.

MAGDALENA.— Y ni nuestros ojos siquiera nos pertenecen.

(Se oye un canto lejano que se va acercando.)

LA PONCIA.— Son ellos. Traen unos cantos preciosos.

AMELIA.— Ahora salen a segar.

CORO.—

Ya salen los segadores

en busca de las espigas;

se llevan los corazones

de las muchachas que miran.

(Se oyen panderos y carrañacas. Pausa. Todas oyen en un silencio traspasado por el sol.)

AMELIA.— ¡Y no les importa el calor!

MARTIRIO.— Siegan entre llamaradas.

ADELA.— Me gustaría segar para ir y venir. Así se olvida lo que nos muerde.

MARTIRIO.— ¿Qué tienes tú que olvidar?

ADELA.— Cada una sabe sus cosas.

MARTIRIO.—
(Profunda.)
¡Cada una!

LA PONCIA.— ¡Callar! ¡Callar!

CORO.—
(Muy lejano.)

Abrir puertas y ventanas

las que vivís en el pueblo;

el segador pide rosas

para adornar su sombrero.

LA PONCIA.— ¡Qué canto!

MARTIRIO.—
(Con nostalgia.)

Abrir puertas y ventanas

las que vivís en el pueblo...

ADELA.—
(Con pasión.)

... el segador pide rosas

para adornar su sombrero.

(Se va alejando el cantar.)

LA PONCIA.— Ahora dan la vuelta a la esquina.

ADELA.— Vamos a verlos por la ventana de mi cuarto.

LA PONCIA.— Tened cuidado con no entreabrirla mucho, porque son capaces de dar un empujón para ver quién mira.

(Se van las tres. Martirio queda sentada en la silla baja con la cabeza entre las manos.)

AMELIA.—
(Acercándose.)
¿Qué te pasa?

MARTIRIO.— Me sienta mal el calor.

AMELIA.— ¿No es más que eso?

MARTIRIO.— Estoy deseando que llegue noviembre, los días de lluvia, la escarcha; todo lo que no sea este verano interminable.

AMELIA.— Ya pasará y volverá otra vez.

MARTIRIO.— ¡Claro!
(Pausa.)
¿A qué hora te dormiste anoche?

AMELIA.— No sé. Yo duermo como un tronco. ¿Por qué?

MARTIRIO.— Por nada, pero me pareció oír gente en el corral.

AMELIA.— ¿Sí?

MARTIRIO.— Muy tarde.

AMELIA.— ¿Y no tuviste miedo?

MARTIRIO.— No. Ya lo he oído otras noches.

AMELIA.— Debíamos tener cuidado. ¿No serían los gañanes?

MARTIRIO.— Los gañanes llegan a las seis.

AMELIA.— Quizá una mulilla sin desbravar.

MARTIRIO.—
(Entre dientes y llena de segunda intención.)
¡Eso, eso!, una mulilla sin desbravar.

AMELIA.— ¡Hay que prevenir!

MARTIRIO.— ¡No, no! No digas nada. Puede ser un barrunto mío.

AMELIA.— Quizá.

(Pausa. Amelia inicia el mutis.)

MARTIRIO.— Amelia.

AMELIA.—
(En la puerta.)
¿Qué?

(Pausa.)

MARTIRIO.— Nada.

(Pausa.)

AMELIA.— ¿Por qué me llamaste?

(Pausa)

MARTIRIO.— Se me escapó. Fue sin darme cuenta.

(Pausa)

AMELIA.— Acuéstate un poco.

ANGUSTIAS.—
(Entrando furiosa en escena, de modo que haya un gran contraste con los silencios anteriores.)
¿Dónde está el retrato de Pepe que tenía yo debajo de mi almohada? ¿Quién de vosotras lo tiene?

MARTIRIO.— Ninguna.

AMELIA.— Ni que Pepe fuera un San Bartolomé de plata.

ANGUSTIAS.— ¿Dónde está el retrato?

(Entran La Poncia, Magdalena y Adela.)

ADELA.— ¿Qué retrato?

ANGUSTIAS.— Una de vosotras me lo ha escondido.

MAGDALENA.— ¿Tienes la desvergüenza de decir esto?

ANGUSTIAS.— Estaba en mi cuarto y no está.

MARTIRIO.— ¿Y no se habrá escapado a medianoche al corral? A Pepe le gusta andar con la luna.

ANGUSTIAS.— ¡No me gastes bromas! Cuando venga se lo contaré.

LA PONCIA.— ¡Eso, no! ¡Porque aparecerá!
(Mirando Adela.)

ANGUSTIAS.— ¡Me gustaría saber cuál de vosotras lo tiene!

ADELA.—
(Mirando a Martirio.)
¡Alguna! ¡Todas, menos yo!

MARTIRIO.—
(Con intención.)
¡Desde luego!

BERNARDA.—
(Entrando con su bastón.)
¿Qué escándalo es éste en mi casa y con el silencio del peso del calor? Estarán las vecinas con el oído pegado a los tabiques.

ANGUSTIAS.— Me han quitado el retrato de mi novio.

BERNARDA.—
(Fiera.)
¿Quién? ¿Quién?

ANGUSTIAS.— ¡Éstas!

BERNARDA.— ¿Cuál de vosotras?
(Silencio.)
¡Contestarme!
(Silencio. A Poncia.)
Registra los cuartos, mira por las camas. Esto tiene no ataros más cortas. ¡Pero me vais a soñar!
(A Angustias.)
¿Estás segura?

ANGUSTIAS.— Sí.

BERNARDA.— ¿Lo has buscado bien?

ANGUSTIAS.— Sí, madre.

(Todas están en medio de un embarazoso silencio.)

BERNARDA.— Me hacéis al final de mi vida beber el veneno más amargo que una madre puede resistir.
(A Poncia.)
¿No lo encuentras?

LA PONCIA.—
(Saliendo.)
Aquí está.

BERNARDA.— ¿Dónde lo has encontrado?

LA PONCIA.— Estaba...

BERNARDA.— Dilo sin temor.

LA PONCIA.—
(Extrañada.)
Entre las sábanas de la cama de Martirio.

BERNARDA.—
(A Martirio.)
¿Es verdad?

MARTIRIO.— ¡Es verdad!

BERNARDA.—
(Avanzando y golpeándola con el bastón.)
¡Mala puñalada te den, mosca muerta! ¡Sembradura de vidrios!

MARTIRIO.—
(Fiera.)
¡No me pegue usted, madre!

BERNARDA.— ¡Todo lo que quiera!

MARTIRIO.— ¡Si yo la dejo! ¿Lo oye? ¡Retírese usted!

LA PONCIA.— No faltes a tu madre.

ANGUSTIAS.—
(Cogiendo a Bernarda.)
Déjela. ¡Por favor!

BERNARDA.— Ni lágrimas te quedan en esos ojos.

MARTIRIO.— No voy a llorar para darle gusto.

BERNARDA.— ¿Por qué has cogido el retrato?

MARTIRIO.— ¿Es que yo no puedo gastar una broma a mi hermana? ¿Para qué otra cosa lo iba a querer?

ADELA.—
(Saltando llena de celos.)
No ha sido broma, que tú no has gustado nunca de juegos. Ha sido otra cosa que te reventaba el pecho por querer salir. Dilo ya claramente.

MARTIRIO.— ¡Calla y no me hagas hablar, que si hablo se van a juntar las paredes unas con otras de vergüenza!

ADELA.— ¡La mala lengua no tiene fin para inventar!

BERNARDA.— ¡Adela!

MAGDALENA.— Estáis locas.

AMELIA.— Y nos apedreáis con malos pensamientos.

MARTIRIO.— Otras hacen cosas más malas.

ADELA.— Hasta que se pongan en cueros de una vez y se las lleve el río.

BERNARDA.— ¡Perversa!

ANGUSTIAS.— Yo no tengo la culpa de que Pepe el Romano se haya fijado en mí.

ADELA.— ¡Por tus dineros!

ANGUSTIAS.— ¡Madre!

BERNARDA.— ¡Silencio!

MARTIRIO.— Por tus marjales y tus arboledas.

MAGDALENA.— ¡Eso es lo justo!

BERNARDA.— ¡Silencio digo! Yo veía la tormenta venir, pero no creía que estallara tan pronto. ¡Ay, qué pedrisco de odio habéis echado sobre mi corazón! Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación. ¡Fuera de aquí!
(Salen. Bernarda se sienta desolada. La Poncia está de pie arrimada a los muros. Bernarda reacciona, da un golpe en el suelo y dice:)
¡Tendré que sentarles la mano! Bernarda, ¡acuérdate que ésta es tu obligación!

LA PONCIA.— ¿Puedo hablar?

BERNARDA.— Habla. Siento que hayas oído. Nunca está bien una extraña en el centro de la familia.

LA PONCIA.— Lo visto, visto está.

BERNARDA.— Angustias tiene que casarse en seguida.

LA PONCIA.— Hay que retirarla de aquí.

BERNARDA.— No a ella. ¡A él!

LA PONCIA.— ¡Claro, a él hay que alejarlo de aquí! Piensas bien.

BERNARDA.— No pienso. Hay cosas que no se pueden ni se deben pensar. Yo ordeno.

LA PONCIA.— ¿Y tú crees que él querrá marcharse?

BERNARDA.—
(Levantándose.)
¿Qué imagina tu cabeza?

LA PONCIA.— Él, claro, ¡se casará con Angustias!

BERNARDA.— Habla. Te conozco demasiado para saber que ya me tienes preparada la cuchilla.

LA PONCIA.— Nunca pensé que se llamara asesinato al aviso.

BERNARDA.— ¿Me tienes que prevenir algo?

LA PONCIA.— Yo no acuso, Bernarda. Yo sólo te digo: abre los ojos y verás.

BERNARDA.— ¿Y verás qué?

LA PONCIA.— Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas. Muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora estás ciega.

BERNARDA.— ¿Te refieres a Martirio?

LA PONCIA.— Bueno, a Martirio...
(Con curiosidad.)
¿Por qué habrá escondido el retrato?

BERNARDA.—
(Queriendo ocultar a su hija.)
Después de todo ella dice que ha sido una broma. ¿Qué otra cosa puede ser?

BOOK: La casa de Bernarda Alba
11.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fangs In Vain by Scott Nicholson
03 Mary Wakefield by Mazo de La Roche
Her One Desire by Kimberly Killion
The Snow Queen's Shadow by Jim C. Hines
Big Strong Bear by Terry Bolryder
Spy Mom by Beth McMullen