La chica con pies de cristal (2 page)

Read La chica con pies de cristal Online

Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: La chica con pies de cristal
6.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Antes vestía ropa de colores llamativos: azafrán, escarlata... Y estaba bronceada. Hay que ver.

Midas hizo una mueca.

—Bueno, no me extraña que te gusten los inviernos en blanco y negro. Eres fotógrafo. —Se inclinó hacia él y le dio un empujoncito juguetón; Midas habría chillado si no se hubiera quedado tan sorprendido—. Como el hombre lobo.

—Hum...

—Ves en blanco y negro, igual que los perros. A mí, en cambio, me gustan los inviernos coloridos. Estoy deseando que vuelvan. Antes no eran tan deprimentes. —Mantenía los pies muy quietos; no los movía ni hurgaba en la tierra como Midas acostumbraba hacer—. Y si no eres fotógrafo profesional, ¿qué haces?

El recordó de pronto las advertencias de su padre sobre que no debía hablar con desconocidos.

—Trabajo para un amigo mío —dijo tras un carraspeo—. Es florista. La tienda se llama Catherine's.

—Qué divertido.

—Me regala trozos de papel. Del que se usa para hacer los ramos.

—Una floristería debe de ser una pesadilla para un fotógrafo que trabaja en blanco y negro.

El carnero hurgó en la tierra fangosa con una pezuña.

Midas tragó saliva. Había hablado más de lo que solía hablar en varias semanas. Se le estaba secando la boca.

—¿Y tú?

—¿Yo? Supongo que podríamos decir que no soy apta para el trabajo.

—¿Por qué? ¿Estás enferma?

Ida se encogió de hombros. Una gota de lluvia cayó en la roca. Ida se caló más el sombrero. Otra gota dio en una de sus botas, formando un punto reflectante a la altura de los dedos del pie.

—No lo sé —dijo tras un suspiro—. Será mejor que vuelva —añadió, mirando al cielo. Cogió su bastón y, con cuidado, se puso en pie.

Midas contempló la pendiente por la que había descendido a la carrera.

—¿Adonde? —preguntó.

Ella señaló con el bastón: junto a la orilla del río discurría una senda serpenteante.

—A casa de un amigo.

—Ah. Bueno, yo también tengo que irme.

—Encantada de conocerte.

—Igualmente. Y... que te mejores.

Ida le dijo adiós con una mano vacilante, se dio la vuelta y echó a andar por el sendero. Caminaba a paso de tortuga, apoyando con cuidado el bastón antes de cada paso, como si aprendiera de nuevo a andar tras una larga temporada postrada en cama. Al verla marchar, Midas sintió que algo tiraba de él. Quería hacer una fotografía; esta vez deseaba fotografiarla a ella, no la luz. Titubeó un momento y le disparó por detrás: su figura arrastrando los pies con el telón de fondo del agua y el prado gris del carnero.

Capítulo 2

Había desarrollado una forma determinada de caminar, adaptada a su estado. «Paso, pausa, paso», en lugar de «paso, paso, paso». Necesitaba ese instante de pausa para plantar bien el pie. Como los pasos de apertura de un baile. Las botas que llevaba eran gruesas y acolchadas, pero suponía que una caída accidental o un tropezón inoportuno podían causarle un daño irreparable que acabaría con ella. Y entonces todo habría terminado.

¿Y qué sentía cuando caminaba sobre hueso y músculo, sobre talones y planta de los pies? Ya no se acordaba. Para ella, andar era como levitar: iba siempre un par de centímetros por encima del suelo.

El río fluía tranquilo; aquí chapaleteaba al formar una pequeña cascada, allí acariciaba una roca cubierta de hierbajos similar a una cabeza con melena verde. Ella seguía renqueando; de vez en cuando, una gota de lluvia se disolvía en su abrigo o mojaba su gorro de lana. Ese era otro problema de esa estúpida forma de moverse: nunca podía ir lo bastante rápido para entrar en calor. Se tapó la barbilla y la helada nariz con la bufanda.

Unos matorrales de acebo mojaban sus ramas en el río. Una palomilla se posó en un racimo de bayas de color intenso. Ida se detuvo mientras la mariposa nocturna agitaba las alas, de un marron sucio y con motitas de un verde exuberante.

—Hola —la saludó.

El insecto se alejó.

Ida siguió su camino.

Quería que la palomilla volviera. A veces, cuando cerraba los ojos, veía más colores de los que podía ver en todo un día en Saint Hauda con los ojos abiertos.

Siempre le había gustado bailar envuelta en el remolino de vivos colores de vestidos y camisas, rodeada de caderas, hombros y traseros que entrechocaban con los suyos. Había vencido el sueño mediante el placer de la compañía, ya fuera acurrucada en una fría tienda de campaña y abrigada con un grueso jersey, o intercambiando historias mientras jugaba a las cartas en el piso de alguna amiga hasta el amanecer. Pero en aquellas islas no podía hacer nada de eso.

Tenía la gastada guía del archipiélago de Saint Hauda que había comprado en su estancia allí el verano anterior. Cuando la había abierto —ya en invierno, por primera vez desde aquel primer viaje—, cayeron unos granos de arena.

Las islas le habían gustado más en verano. Había leído, compadeciendo a los isleños, acerca de los barcos de pesca industrial que, bamboleándose, llegaban practicando la pesca de arrastre desde la costa continental y penetraban en las aguas del archipiélago; sacaban del agua grupos enteros de ballenas arponeadas, que quedaban reducidas a esperma de ballena y líquido de desecho rojo en sus cubiertas-mataderos. Había leído sobre pescadores de ballenas lugareños que se adentraban más y más en el mar en los mismos barquitos con que habían pescado sus padres y abuelos. Algunos no regresaban, porque los sorprendía una tormenta o porque esas añosas embarcaciones fallaban. Había leído cómo, mientras ellos volvían con una pobre captura, el mercado ya estaba saturado de carne proveniente del continente. Las familias de balleneros empezaron a emigrar y se llevaron a los jóvenes. La guía de Ida trataba de hacer hincapié en ello, pero el resultado parecía contraproducente, pues los turistas nunca se sentirían atraídos, como confiaban los autores, por la sosa arquitectura del paseo marítimo de Glamsgallow, ni por los sobrios muros de piedra de la iglesia de Ettinsford. Tampoco por los frescos del techo de la cofradía de pescadores de Gurmton, donde marineros y criaturas marinas se hallaban representados sin especial destreza con los apagados colores del océano, y que se comparaban, con optimismo exagerado, con los de la Capilla Sixtina.

Confiar en el paisaje era un error, pese a que a veces fuera imponente. Otras islas tenían una costa más espectacular que la de Saint Hauda, que exhibía, sobre todo, un mar insidioso. Ida no sabía cuándo se había bosquejado el mapa de aquella guía, porque en él aparecían playas que ya habían quedado sumergidas bajo el agua. Una impresionante torre de roca natural, Grem Forst (los lugareños la habían bautizado como Faro del Gigante), se describía con una prosa florida como la principal atracción. El mar leñador había hecho su trabajo, y había tallado la roca con su azuela de olas, de modo que una noche, sin presencia de testigos, el faro se derrumbó. Quedó reducido a una hilera de rocas que asomaban sus mansas caras por encima de la marea.

Tierra adentro, lo único que aquel archipiélago podía ofrecer a los veraneantes eran ciénagas hediondas y bosques escuálidos. Ida dudaba que las islas pudieran estar a la altura de las exigencias del turismo. En todo caso, la guía debería haber pregonado la única cosa que evitaba mencionar.

La soledad. En el archipiélago de Saint Hauda no podías comprar compañía.

El chico de la cámara constituía una excepción. Qué físico tan peculiar: la piel muy pálida y tirante sobre el esqueleto; tímidamente encorvado; no feo, pero tampoco guapo; con un porte que revelaba el deseo de no causar problemas, de pasar inadvertido.

Lo cual tenía sentido: se supone que los fotógrafos quieren que uno se muestre con normalidad, como si no tuviera cámaras delante.

Le había caído bien.

Vaciló antes de dar el siguiente paso por el sendero del río. Había cosas más urgentes que un isleño diferente. Como encontrar a Henry Fuwa, su primer isleño diferente.

Henry Fuwa. Era el tipo de hombre del que te burlas o te compadeces. De esas personas con quienes nadie se sienta aunque a su lado esté el único asiento libre en un autobús atestado. El hombre por quien ella había vuelto desde tan lejos, por quien había arrostrado el cabeceo del ferry y la ausencia de color. De todas las personas que había conocido desde que empezó a pasarle lo que estaba pasándole, sólo Henry le había ofrecido alguna pista sobre la extraña transformación que tenía lugar bajo sus botas y sus varias capas de calcetines, aunque Ida ni siquiera supo que era una pista cuando él se la dio, porque entonces, en aquel viaje veraniego, aún podía mover los dedos de los pies y quitarse la arena que se pegaba en ellos.

El viento agitaba las ramas de los abetos. El recuerdo de la pista que le había dado Henry era como un grifo que gotea en plena noche. En cuanto borrabas el goteo de tu mente, te dabas cuenta de que lo habías conseguido, y eso hacía que volvieras a oírlo.

Henry lo había dicho en el Barnacle, ese pub pequeño y feo de Gurmton, seis meses atrás, cuando la tierra estaba seca y amarillenta y el mar, de color aguamarina.

—¿Me creerías si te dijera —había dicho (y ella no le había creído)— que aquí hay cuerpos de cristal, ocultos en las lagunas de las ciénagas?

La noche se apoderaba de los bosques. Las sombras se alargaban sobre el sendero, y ella apenas veía dónde acababa el camino y empezaban las raíces. La luna creciente parecía disolverse en las nubes. Un pájaro trinó. Las hojas susurraban entre los troncos con forma de gusano. Algo hizo temblar las ramas.

Siguió renqueando a oscuras, ansiosa por llegar a la casa, donde se sentiría a salvo y podría recuperar los colores. Al día siguiente volvería a buscar a Henry Fuwa. Pero ¿cómo encontrar a un solitario en un páramo de solitarios?

Capítulo 3

Después de su encuentro con Ida, Midas regresó sin prisa a su coche; por el camino fue pasando por el visor las fotografías recién tomadas. Las de los rayos de luz habían salido preciosas, pero ya no le interesaban. Las dos de Ida, en cambio, eran espantosas. En la primera, la de la roca, había quedado demasiado oscura; en la segunda, tomada cuando caminaba con cuidado por el sendero, tenía un aire vulgar, y sus botas parecían bastas. Cuando llegó a su casa, en Ettinsford, ya había borrado las dos fotografías de aquella chica.

Ettinsford era una de las pocas poblaciones del archipiélago cuya población estaba disminuyendo poco a poco en lugar de caer en picado. Los lugareños siempre se habían dedicado a la pesca ballenera, desde que (según contaban) un fatigado Saint Hauda hundió su bastón en el agua, en Longhem, y obtuvo como recompensa el voluminoso cadáver de una cría de narval, cuya carne carbonizada al fuego había impedido que los miembros de su misión murieran de hambre. La prohibición de pescar ballenas, impuesta diez años atrás, había acabado con aquello, y al perder a las familias balleneras, los pueblos costeros estaban quedándose vacíos. Las calles de Ettinsford, construida en una ladera que descendía de los bosques, conducían en fuerte pendiente hasta una gran masa de agua cuyas orillas habían sido designadas zona verde a causa de las frecuentes inundaciones, más que por la necesidad de conservarlas. Al otro lado del río, otra frondosa ladera ascendía abruptamente. Todos los intentos de construir sobre ella habían fracasado, pues el terreno, infestado de raíces, cedía bajo el peso de las casas, de modo que los ladrillos y la argamasa, se derrumbaban y rodaban por la pendiente hasta caer al agua.

En el pueblo había una tienda de comestibles, una pescadería y un puñado de negocios especializados con un horario variable, pues en Ettinsford el comercio tenía lugar casi únicamente los días de mercado. También había dos iglesias; una, la casucha encalada que tanto apreciaba la madre de Midas antes de irse a vivir a Martyr's Pitfall, en Lomdendol Island; la otra, una antigua capilla de piedra, la iglesia de Saint Hauda.

Midas abrió la verja del jardín y subió por el sendero que conducía hasta la puerta de su casa, una estrecha construcción de pizarra. El invierno había acabado con casi todas las malas hierbas, pero apartó de una patada una ortiga que crecía en el sendero, mientras se palpaba los bolsillos en busca de las llaves. Fue derecho a la cocina, encendió el hervidor y se dejó caer en una silla. En la mesa, blanca, había cercos de café. Bajo el tablero tenía enganchadas unas bolitas de masilla adhesiva, como chicles bajo un pupitre escolar, que resultaban muy útiles cuando necesitaba colgar una fotografía. Le habría gustado tener una foto perfecta de Ida.

Las paredes de la cocina eran un seto vivo de fotografías en blanco y negro: paisajes, personas, seres queridos. Un hombre que trataba de montar en una bicicleta sin neumáticos; un gato callejero que amamantaba a un cachorro de pit bull; un barco en llamas; un
streaker
en una corrida de toros. En la única fotografía en que aparecía él, Midas llevaba el pelo de punta, como un ala de cuervo al viento, mientras ayudaba a su madre a subir por una ladera helada. Había otrade su madre, colgada junto a la única imagen de su padre. Una vez había unido las dos con un programa de ordenador para que pareciera que eran felices, pero el resultado no era convincente.

El hervidor silbó y se apagó con un chasquido. Midas se levantó, cogió la cafetera y enjuagó su taza, blanca y desportillada. Luego se agachó junto a la nevera para sacar el café.

Denver había puesto uno de sus dibujos de narvales en la puerta de la nevera. Cerró los ojos y respiró hondo. Le había pedido que no pegara cosas en la nevera, pero ella no le hacía caso. Era difícil enfadarse con aquella niña que acababa de cumplir siete años, pues se había tomado la molestia de dibujarle un narval muy bonito. Sin embargo, a veces Midas sospechaba que la vida era una película con mensajes subliminales. Todo discurría con un grado aceptable de normalidad, y de pronto se veía interrumpido por algún horrible recuerdo infantil. Estaba en la cocina. Había localizado la cafetera. Se agachaba junto a la nevera para coger el café. Y entonces, de repente, encontraba la nota de suicidio de su padre en la puerta de otra nevera, diez o doce años atrás.

Quitó con cuidado el dibujo de Denver. La niña debía de haber ido a visitarlo y, al no encontrarlo, había entrado. Ojalá le hubiera ido bien en el colegio. Ojalá las otras niñas no hubieran sido crueles con ella ese día.

Sacó el café, echó unas cucharadas en la cafetera y añadió el agua.

Other books

El enigma de Copérnico by Jeam-Pierre Luminet
Island Girls by Nancy Thayer
Mr. Justice by Scott Douglas Gerber