La chica con pies de cristal (10 page)

Read La chica con pies de cristal Online

Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: La chica con pies de cristal
5.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

Carl había argumentado que la parábola funcionaba mejor si la ropa era la que se usaba a lo largo de todo un año, dado que la personalidad no se adquiría ni se acumulaba durante la vida, sino que se mudaba y cambiaba, se compraba y se vendía muchas veces.

Salió del ferry arrastrando su maleta traqueteante y se sentó en un salón de té diminuto con vistas al puerto, rodeado de tazas sucias y platos con migas que el personal, indolente, todavía no había retirado de las mesas.

¿Y si Crook tenía razón? Carl siempre había pensado que era un ser al que la vida había cambiado muchas veces, al que había mejorado e intercambiado por personalidades más agradables. Así como su cuerpo había reemplazado cada una de sus células, él había reemplazado y reconstruido toda su personalidad para convertirla en algo robustamente suyo que no debiera nada a Freya.

Sin embargo, en ese momento se sentía como un hombre al estilo de la parábola de Crook: un hombre cuya ropa de trabajo estaba agujereándose y revelaba la tela del pasado que se ocultaba debajo.

Generalmente, cuando pedías un taxi en la isla te hacían esperar mucho. Como en el ferry había terminado de leer
La Odisea
por enésima vez, la única manera que encontró de matar el tiempo fue tomarse una taza de té tibia (y demasiado dulce después de añadirle azúcar) y hojear un periodicucho local de dos días atrás manchado de café. Pasó media hora persiguiendo sombras que transitaban por su mente, hasta que un taxi tocó la bocina; entonces dejó la taza de té con las otras sucias y salió afuera.

Le pareció reconocer al taxista: era el mismo que lo había llevado al puerto cuando había salido de la isla. El hombre también reconoció a Carl, y por el camino le preguntó cómo le había ido el viaje. Carl desvió la conversación mediante respuestas monosilábicas. Los campos, pelados, parecían tableros de ajedrez con árboles blancos y cuervos negros. Si mirabas fijamente las nubes bajas, no sabías distinguir si la efervescencia que se veía respondía a la arenilla de tus globos oculares o a una nevada inminente.

Pararon delante de la casa. Carl descargó su maleta, pagó y se quedó un minuto de pie ante la puerta azul con su ridícula herradura de la buena suerte (regalo de Freya). Puso la palma sobre la pintura, cubierta de humedad, y movió el cuello de un lado a otro hasta hacerlo crujir satisfactoriamente. Se enderezó, echó el aliento en una mano para comprobar si olía a menta, agarró la aldaba y golpeó con fuerza la puerta, tres veces.

Ida acudió a abrirle y lo saludó con una mano apoyada en la pared y la otra en una muleta de madera. Carl reconoció esa muleta al instante: la había hecho él. La joven debía de haberla encontrado apoyada contra la pared del salón y no había tenido ningún reparo en cogerla y utilizarla.

Se le acercó para abrazarlo. El avanzó tímidamente hacia ella y notó cómo se le aferraba a los costados, como si bajo sus pies se abriera un abismo. Cuando, al marcharse de casa, con prisas, había hecho apenas un comentario sobre el bastón que utilizaba, ella le había dado una explicación imprecisa —una fractura que ya tenía casi curada—, y Carl no había tenido tiempo para sospechar nada. Pero al ver la forzosa quietud de Ida, puso en duda que estuviera siendo sincera.

Entró en la casa tras ella y vio el fregadero lleno de agua jabonosa que formaba enormes pompas. Ida apenas había empezado a fregar los platos, y de la pila todavía ascendía vapor. Había dos platos, dos cubiertos y dos tazas de café.

—Has tenido un invitado —comentó él con voz apagada, sorprendido al comprobar que esa idea lo fastidiaba.

Ella se encogió de hombros.

—Acaba de marcharse.

Carl arqueó las cejas. Ida lo golpeó con un trapo de cocina.

—Perdóname. Soy un entrometido.

—No digas tonterías, Carl. No hemos hecho nada.

Él alzó las manos y esbozó una sonrisa forzada, pero cordial.

—No, si eso no es asunto mío. ¿Es un chico de aquí?

—Sí, claro. Lo conocí en Ettinsford. Es fotógrafo.

Entonces no podía ser un hombre próspero. En aquel archipiélago no podía haber ningún fotógrafo de éxito.

—¿Y tiene nombre?

—Pues claro.

—¿Y no piensas decirme cómo se llama? —preguntó Carl sin dejar de sonreír.

Ida retorció el trapo que sujetaba.

—Bueno, no importa —dijo él.

—No, no. Tiene gracia. Me parece que lo conoces. Se llama Midas. —Carl debió pensar de inmediato que se trataba del hijo, pero en quien primero pensó fue en el padre—. Tú conocías a su padre, ¿no? En la estantería hay una fotografía suya.

—Sí.

—Pues eso.

Habían recibido sus doctorados en medio de un vendaval. El fotógrafo había tenido que repetir en varias ocasiones la fotografía, porque, cada vez que disparaba, el viento zarandeaba a Midas Crook, que se tambaleaba y salía del encuadre.

De pronto los vio a todos revueltos: Freya y Midas Crook. Ida y él. Ida cuando era pequeña. Ida y Crook. Dio un resoplido y negó con la cabeza.

—¿Qué pasa, Carl?

Jugando a ser ebanista, había hecho aquella muleta sobre la que se apoyaba Ida. Al cortar la madera, había tragado serrín. Clavó los clavos. La probó con todo su peso. Luego, cogió el coche y fue a toda velocidad al hospital donde Freya reía en urgencias con un par de costillas y una pierna rotas, a causa de un accidente de
rappel.
Freya se había recuperado apoyándose en aquella muleta. Después, una mañana de verano perfumada de flores, Carl le había abierto la puerta a un cartero que no paraba de estornudar y que llevaba un estrecho paquete. Sin otra explicación que la propia devolución del regalo y una almibarada tarjeta de Freya Maclaird, cuando hasta entonces siempre había firmado sencillamente con su nombre. Carl había retirado la muleta del envoltorio y había inhalado con fuerza deslizando la nariz por la madera, con la esperanza de percibir el olor de Freya. Pero esa mañana sólo lograba oler las flores.

—Nada —contestó—. Lo admiraba mucho. Fue una especie de mentor para mí. ¿Cómo es su hijo?

—Un poco raro —respondió Ida riendo—. Pero me resulta simpático. No se llevaba nada bien con su padre.

—No me extraña. Sólo unos pocos nos llevábamos bien con él.

Capítulo 12

De pequeño, sentado en el primer peldaño de la escalera en la casa de sus padres, a oscuras, Midas la admiraba. Creía que rezumaría o se saldría, pero brillaba y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Emigraba. A seis millones de kilómetros por hora. Y si la aislabas por completo...

Cerró las persianas y corrió las gruesas cortinas. Las fotografías de las paredes volvieron a convertirse en hojas de papel; la oscuridad las unificaba en una sola tonalidad de gris. Podría haber estado sentado en una roca en una cueva oscura. Pero entonces disparó su
flash
electrónico.

Y allí estaba, lanzándose contra las cortinas, donde destacaba el entramado de los hilos azul marino y se desvanecía con la misma espectacularidad con que había aparecido. Después del destello, todo quedaba más oscuro. Midas esperó, sobrecogido, a que tenues rastros de luz volvieran a colarse en el recibidor. Cuando la oscuridad se convirtió de nuevo en penumbra, disparó otra vez el
flash.
El mecanismo emitió un susurro.

Las fotografías de las paredes pasaron de ser simples rectángulos grises a revelar calles y figuras rígidas vestidas con traje, para luego quedar de nuevo reducidas a rectángulos grises. La marca azul de la luz en sus retinas se desvaneció, y cuando Midas se disponía a apretar de nuevo el botón del disparador del
flash,
la puerta principal se abrió de par en par y el recibidor se llenó de ruidos y colores.

Con los ojos entornados, vio entrar a su madre cojeando y con una caja de cartón en los brazos, cubiertos de pecas. Trajo consigo una ráfaga de aire caliente, y a continuación el estruendo del tráfico y el trino de un pájaro. La mujer se limpió los zapatos enérgicamente en la esterilla, y entonces dio un respingo.

—Ah, eres tú —dijo en voz baja, y se recuperó del susto—. No te había visto con lo oscuro que está.

La puerta se cerró tras ella y se restableció la penumbra. Sonrió a Midas y abrió la puerta del comedor empujándola con el trasero. Allí también estaba oscuro. Midas disparó el
flash
, y la mujer dio un chillido y casi soltó la caja. Luego la apretó más fuerte contra su pecho, acariciándola con una mano en un gesto protector.

—No me des estos sustos, hijo.

Entró cojeando en el comedor. Midas se levantó y la siguió. La madre dejó la caja sobre la mesa y dio una palmada.

—Tu padre no está en casa, ¿verdad?

El negó con la cabeza.

La madre sonrió y dio otra palmada; entonces se volvió, descorrió las cortinas del comedor y el sol entró a raudales por las ventanas. Se quitó un pasador y agitó la rizada cabellera. La luz arrancaba destellos a sus rizos y coloreaba la tela beige de su vestido. Tarareando una melodía, arrancó un trozo de cinta adhesiva del paquete. Las motas de polvo, aterradas, se arremolinaron en el haz luminoso.

El paquete estaba lleno de pequeñas piezas de poliestireno con forma de ocho que la mujer extrajo a puñados y que revolotearon por el aire convirtiendo el comedor en una especie de bola de nieve. Luego levantó una caja más pequeña que la primera. Cogió un cúter e hizo una pequeña incisión en la cinta adhesiva. Dentro había más ochos de poliestireno y una cosa envuelta en papel de seda, que hacía frufrú entre sus dedos.

Era un marco tipo caja, con cristal. Cuando le dio la vuelta para enseñárselo, Midas vio cinco insectos clavados dentro. Eran libélulas de la longitud de sus puños, todas con los ojos completamente blancos. Tenían las lechosas alas extendidas y sujetas con alfileres. Los ojos, fantasmales, sin pigmentación, eran como perlas. En el marco había una inscripción, pero no pudo leerla.

La madre de Midas cerró los ojos y se puso a temblar. Para calmarse, empezó a dar ruidosas bocanadas.

—Hijo, llévate la caja y todos estos restos de embalaje al vertedero —pidió cuando abrió los ojos—. Te daré una propina. Por el camino puedes comprarte unos caramelos.

Midas miró con recelo el sol que se proyectaba sobre el césped, de un verde horrible.

—¿Por qué no lo llevas tú? Puedes ir en coche.

—Sé bueno.

—No me apetece salir.

—Mira, tengo que... esconder todo esto. Antes de que vuelva tu padre. Él no lo entendería. Sé bueno, hijo.

Recogieron el poliestireno y volvieron a meterlo en el paquete. Entonces su madre le dio unas monedas y Midas sacó la caja de la casa a regañadientes. Pero no fue a ninguna parte, sino que volvió a entrar a hurtadillas para espiarla.

La vio pavoneándose por el pasillo con una imaginaria pareja de baile y con movimientos asimétricos, dada su cojera. Sin vacilar, Midas fue al armario donde sus padres guardaban la Polaroid y regresó de puntillas para fotografiarla; tomaba las fotos una a una, deleitándose con el zumbido que producían al salir de la cámara, todavía sin revelar. Las puso en el suelo de la cocina mientras oía a su madre tararear una melodía de baile en el vestíbulo. Las imágenes surgieron en los rectángulos blancos como exploradores que regresan de una ventisca. Estaba tan enfrascado en aquel hechizo que no se fijó en que su madre enmudecía. Lo sorprendió examinando atentamente las fotografías.

—¡Hijo! —susurró, corriendo hacia las fotografías.

Al verlas, se llevó una mano a la frente y gimoteó.

—¿Qué pasa, madre?

Se oyó un ruido en la puerta principal. La mujer, sobresaltada, se volvió hacia Midas con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¡Rápido! —murmuró, pero el ruido lo había causado el deslizamiento del periódico vespertino por la ranura del buzón. Se llevó una mano al pecho, pero enseguida volvió a alterarse—. Tengo que esconder las libélulas —dijo, dirigiéndose a su hijo aunque hablando consigo misma a la vez. Recogió las fotografías del suelo—. Y tú tienes que esconder eso. Pero, por favor, llévate la caja al vertedero como me has prometido. Hazlo por mí, te lo suplico.

Midas se encogió de hombros, salió afuera, cogió la caja y dio unos pasos por la calle hasta meterse por un callejón arbolado. El sol, abrasador, le hacía sudar bajo el jersey. Los pájaros chillaban y echaban a volar al pasar él. Una oruga negra y amarilla colgaba de un tallo, construyendo un capullo donde convertirse en otra cosa. La luz cegadora llegaba a todas partes, y echó a correr para liquidar cuanto antes el asunto del vertedero. Empezó a oler a podrido. El callejón torcía hacia la derecha y se adentraba en un anillo de contenedores y máquinas rugidoras. Unos empleados musculosos, con chaquetas fosforescentes, lo miraron frunciendo el ceño cuando lo vieron subir los escalones de uno de los contenedores y tirar la caja sobre un lecho de basura. Cuando bajó, uno de los hombres hizo un comentario sobre su corte de pelo. Midas se apresuró a volver a su casa por el sombreado callejón.

—¡Midas! —gritó alguien cuando estaba abriendo la verja del jardín.

Era su padre, que bajaba por la calle con un suéter color burdeos encima de una camisa de color crema y una corbata negra. No se le veía sudar ni un ápice. La luz destellaba en sus gafas y su calva, y se perdía en su poblado bigote. Saludó a su hijo con una cabezada.

—¿Has estado jugando en la calle?

—No. He ido... a comprar un carrete para la cámara.

Su padre negó con la cabeza y franqueó la verja.

—Deberías gastarte el dinero de tu paga en libros. En libros, Midas. ¿Es que no te lo he dicho nunca? —Hizo una pausa, sacudió los dedos y se agachó al borde del césped—. Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —Cogió un ocho de poliestireno y lo levantó como si fuera una piedra preciosa. Le dio vueltas y vueltas sin dejar de acariciarse el bigote—. Hura... Vaya, vaya.

La casa estaba de nuevo a oscuras. La madre de Midas, que había vuelto a bajar las persianas y correr las cortinas, se hallaba de pie en el pasillo, mientras el padre se limpiaba los zapatos en la esterilla y se agachaba para desabrocharse despacio los cordones.

—Buenas tardes, querida —saludó con dulzura.

—Buenas tardes. Hola, querido.

Ella se le acercó, nerviosa. Él se quitó los zapatos y se los dio a Midas, que los puso en el estante y le acercó las zapatillas. El padre se las puso sobre los calcetines de rombos. Luego le cogió una mano a su mujer, le dio la vuelta y le puso el ocho de poliestireno en la palma.

Other books

Easton's Gold by Paul Butler
Crypt of the Moaning Diamond by Jones, Rosemary
The Coffee Trader by David Liss
Murphy & Mousetrap by Sylvia Olsen
The Princess and the Duke by Allison Leigh
Rogue Wolf by Heather Long