—No. En realidad todo el mundo cree saber lo que hacen los demás...
—Ya, no es lo mismo. Carl no sabía por dónde empezar a buscar, desde luego.
Aquel tal Carl estaba en lo cierto. La isla tenía algo de endogàmico. Midas conocía a tres Carls, y confiaba en que el amigo de Ida no fuera ninguno de ellos.
—¿A qué se dedica Carl?
—Es profesor de clásicas.
Midas torció el gesto. Su padre también lo había sido.
—Pero no es nada acartonado, no creas. Es más práctico que teórico. Trabaja con arqueólogos en sus investigaciones, viaja mucho. Yo colaboré en uno de sus proyectos cuando era adolescente, cuando mis padres quisieron librarse de mí un par de semanas. Practiqué submarinismo, ésa era mi especialidad. Últimamente él ha estado haciendo no sé qué en el acueducto de Lomdendol. Supongo que allí habrán tenido que bucear mucho.
Midas archivó la descripción del personaje. Tenía algo que le resultaba preocupantemente familiar, pero las conversaciones eran como maratones y había que seguir adelante pasara lo que pasara. Sobre todo cuando fluían como aquélla, lo cual no era nada común.
—¿Te gusta bucear?
—De pequeña gané muchas medallas. De hecho... Ahora que lo pienso, me da un poco de vergüenza, pero... He traído otra fotografía para enseñártela.
Abrió su bolso y sacó una foto en color, arrugada, en la que aparecía con su traje de submarinismo, con ambos pulgares hacia arriba y sonriendo tras unas gafas de buceo rosa fosforescente. Al fondo se veía un océano de un azul ultramar increíble. Midas jamás había visto un mar así, pues las aguas de aquel archipiélago permanecían herméticas, opacas y grises incluso en verano.
—Es el Mediterráneo. En España.
—Ah. —Ida no le gustaba tanto cuando la imaginaba así, bronceada por el abrasador sol español, dejando huellas en la dorada arena, riendo con su débil risa, sin más ropa que un biquini rosa fosforescente. Trató de concentrarse en el presente, en su recatado atuendo, en la elegancia de su monocromático cutis—. Supongo que ahora no podrás bucear. Por ese problema de los pies.
Ella negó con la cabeza. En la barra, el televisor perdió la señal y produjo un chasquido parecido a un latigazo. Era evidente que Ida no deseaba hablar de aquel tema, pero eso era lo único que a Midas se le ocurría para mantener viva la conversación. Sin querer, hizo ruido al sorber el café y se sofocó. El televisor recuperó la señal. Un presentador de noticiarios leía un informe financiero sobre la subida de las acciones de las empresas de Hector Stallows, a quien en Saint Hauda apodaban el Perfumista, dado que había amasado su fortuna gracias a los perfumes.
—Verás —continuó Ida, removiendo los cubitos de hielo con la pajita—, ese hombre al que busco... Su padre era japonés. No puede haber muchos apellidos japoneses en la isla. Se llama Henry Fuwa.
Midas miró su rostro entusiasta y fascinante, y deseó convertirse en ola para derramarse y huir.
—¿Qué, has oído hablar de él? Pelo negro y una poblada barba negra. Larguirucho. Lleva unas gafas que hacen que sus ojos parezcan enormes.
El agachó la cabeza. En el noticiario pasaron al pronóstico meteorológico. En el canal de televisión de las islas, de servicio limitado, todavía colgaban recortes de cartón que representaban nubes en un mapa-póster. Cerró los ojos y recordó a Henry Fuwa en la televisión local, en algún programa visto una tarde lluviosa, años atrás. Henry Fuwa, en cuclillas a la orilla de un río, con una camisa a cuadros y un viejo sombrero de ala ancha. Iba vestido y sucio como un buscador de oro, y se movía como un ratón de campo. Miraba con ojos de loco a la cámara, y su nombre aparecía en la parte inferior de la pantalla. Entonces recordó la escritura japonesa en la tarjeta de un ramo de flores. Un pedido de orquídeas blancas para entregar a domicilio. Recordó su asombro y el temblor de sus manos mientras sostenía la tarjeta con la izquierda y la dirección de la entrega solicitada por Fuwa con la derecha.
Había que entregar el ramo a la madre de Midas.
—¿Qué, has oído hablar de él o no?
Midas se apresuró a negar con la cabeza.
—No me sorprende. Nadie ha oído hablar de él. Lo conocí en Gurmton, pero me dijo que no vivía allí. Como en Gurmton no tuve suerte, se me ocurrió probar en Ettinsford.
—No creo que viva aquí.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó ella, suspirando.
—Quizá en el campo.
—Pero ¡si todo esto es campo!
El trató de recomponerse y levantó la cabeza.
—Para alguien del continente quizá parezca el campo, pero yo jamás... jamás he pensado así de Ettinsford. Es una ciudad. En el campo hay cientos de rincones con casitas aisladas.
—Pero entonces tendría que visitar esas casas una por una...
—Ni siquiera las encontrarías todas en el mapa.
—Genial. —Tamborileó sobre la mesa—. No cuento con ninguna pista. Sólo tengo su nombre y su olor. —Él no le pidió que se explicara, pero ella lo hizo de todas formas—: A turba.
Midas movió las aletas de la nariz y evocó el olor a turba. Lila lo dijo con ligereza, pero consiguió hacerle recordar el olor que salía de unos paquetes cuando él era niño. «Ha llegado el momento de terminarte el café y no volver a ver a esta chica nunca», pensó.
—Bueno —dijo ella con un resoplido—, esta investigación no avanza. Háblame de ti. Tu familia y tú debéis de estar muy unidos.
—No lo creas. —Se enjugó la frente y se alegró del cambio de tema—. ¿Por qué? ¿Por qué lo preguntas?
—Porque, si has vivido siempre en Ettinsford, debes de tener fuertes raíces aquí.
—Bueno... —Algunas noches se quedaba tumbado en la cama preguntándose por qué nunca se había marchado de allí. La mayoría de las veces llegaba a la conclusión de que era un cobarde: se parecía demasiado a su padre. Pero en alguna ocasión creía que marcharse de la isla habría sido un acto de cobardía mayor aún. Podría haberse marchado tras la muerte de Catherine, o tras la de su padre. Pero seguía teniendo lazos allí. Estaban Gustav y Denver. Y su madre... —Parpadeó, y el ramo de Henry Fuwa lo esperaba como una fotografía en sus retinas—. Supongo —dijo midiendo sus palabras— que sí tengo raíces.
—¿Familia?
—Mi madre vive cerca de Martyr's Pitfall. No está muy lejos. Pero nunca nos vemos.
Ida arqueó las cejas.
Midas bebió un sorbo de café.
—Las cejas arqueadas significan «continúa».
—Ah, lo siento. Bueno, no es muy complicado: yo no le importo mucho, y ella tampoco a mí. Lo mejor es no implicarse demasiado.
—Qué horror. ¿Cómo puedes decirlo con tanta franqueza?
—Estoy siendo sincero. Antes había algo más entre nosotros... Pero ahora ella vive en su propio mundo. Si la vieras... tendrías la impresión de estar viendo a un animal a través de un cristal, en un zoo. A veces se queda mirándote con gesto inexpresivo. Otras veces se pasea por la habitación, o se queda sentada en su dichoso sillón.
A Midas lo horrorizaba imaginar qué pensaría su madre cuando se quedaba allí sentada. Se notaba, por su mirada ausente y por cómo movía los labios en silencio, que estaba recreando su vida.
—¿Y tu padre? —preguntó Ida.
Midas soltó una carcajada.
—Vamos. ¿Qué hay de tu padre? ¿Os veis? ¿Se ven tu madre y él?
El negó con la cabeza.
—Entonces, ¿dónde está?
Pese al desasosiego que le había producido recordar el ramo, Midas sonrió, deleitándose con lo que iba a decir. En realidad no creía en el más allá, pero cuando pensaba en su padre le gustaba imaginar que sí había algo después.
—En un sitio donde nunca se acostumbrará al calor.
En una hamaca de musgo del tamaño de una palma ahuecada, colgada de dos ramitas verdes, dormía un toro con alas de palomilla. Había plegado sus finas alas para sumirse en el sueño sobre las frías y húmedas hebras de su improvisado lecho. Alrededor, la ciénaga se extendía en todas las direcciones hasta el horizonte, una mancha de turba húmeda, hierba ocre y árboles cuyos inclinados troncos formaban pasadizos. A la sombra de los árboles había sapos, solos o montados unos encima de otros, cuyo cuello se hinchaba hasta formar un gran globo rosa. El sol del invierno no calentaba nada. El calor provenía de la tierra, cargada de agua, y del esporádico reventón de una burbuja de gas pestilente.
Un sapo croó y se zambulló en una laguna opaca. El toro despertó al oír el chapoteo, levantó la cabeza y probó las alas (un folioscopio de láminas de Rorschach), y entonces echó a volar. Fue rozando un árbol tras otro, esquivando el tráfico de moscardas zumbadoras y mosquitos planeadores.
Siguió volando un rato así, hasta que los chillidos de las gaviotas se impusieron sobre el zumbido de los insectos de la laguna. Unas resbaladizas piedras cubiertas de algas, similares a cascos de barca, salpicaban el paisaje y convertían la ciénaga en un reino de lagunas pedregosas y riachuelos babeantes. El toro alado se detuvo en una de esas crestas de granito, abrió las alas en abanico y abrevó en la hendidura de una roca. Luego siguió volando. El olor a agua salada se mezclaba con el olor a gas. Un poco más allá, el terreno descendía abruptamente y el mar se estrellaba contra él. Un hombre con pantalones impermeables y botas de goma volvía a casa caminando por lo alto del acantilado.
A veces se presentaba como señor Fuwa, pues así lo llamaban en Japón, pero si saludaba a alguien por primera vez era más fácil presentarse sencillamente como Henry; no obstante, era tan raro que hablara con algún desconocido que el asunto de los nombres resultaba superfluo. También consideraba innecesarios las hojas y la espuma de afeitar, los cepillos de pelo, las planchas para la ropa y el desodorante. Aunque eso no significaba que fuera un chiflado, ni excesivamente despistado. Siempre llevaba las gafas inmaculadas, porque su trabajo requería una observación meticulosa de detalles diminutos. En las raras ocasiones en que trababa conversación con alguna presona, el rostro de ésta quedaba grabado en su mente durante meses.
El toro alado pasó volando por su lado.
Al principio no podía creerlo. Llevándose las manos a la cabeza, lo vio revolotear.
—¿Qué haces aquí? —gritó, y tendió instintivamente una palma.
El toro se posó sobre la misma, ligero como la madera de balsa, y se quedó mirándolo, impasible; luego estiró las alas y las plegó sobre una diminuta marca azul que tenía en el lomo.
Últimamente escapaban cada dos por tres del cobertizo, pese a que él comprobaba los cierres por la mañana y por la noche. Salían en cuanto el fortísimo viento de la ciénaga arrancaba una teja de la techumbre o soltaba un pedacito de argamasa, creando las pequeñas aberturas que a ellos les bastaba para escapar. Cada vez volaban hasta más lejos y se exponían a mayor peligro, que acechaba en forma de medusas solitarias en el mar y de curiosos sapos, víboras o murciélagos en la ciénaga.
La casita de Henry Fuwa estaba cerca de allí, sobre un llano rocoso en plena ciénaga. Tenía una especie de jardín, un pequeño rectángulo pantanoso bordeado por una valla, donde las flores de unas plantas rastreras abrían sus corolas de pétalos blancos. Al fondo del jardín había un viejo cobertizo de tejado de pizarra donde guardaba su ganado.
Si miraba a lo lejos, alcanzaba a ver el alto peñón de Lomdendol, en el extremo occidental de Lomdendol Island. Los geólogos afirmaban que en la prehistoria había sido un volcán y que su lava había formado las islas: el fuego se había transformado en tierra.
Esa metamorfosis se apreciaba en la piedra de aquel archipiélago. En las canteras, las rocas desprendidas mostraban sus entrañas, que se convertían en cuarzo o revelaban prisioneros fosilizados. El mar erosionaba la costa, cambiándola anualmente. Y en los rincones y las grietas se producían transformaciones insólitas...
Henry corrió por el sendero de piedra del jardín que servía de pista cuando la lluvia arreciaba. Abrió la puerta, cerrada con llave, y descorrió el cerrojo, pero no empujó el batiente enseguida. El toro alado lo había seguido, y el hombre volvió a tenderle la palma de la mano, mientras emitía ruiditos guturales para tranquilizarlo. La criatura se posó con indiferencia, y Henry lo tapó ahuecando la otra mano; notaba el batir de sus alas contra las palmas. Se metió en el cobertizo y cerró con el pie.
Allí dentro olía mal a causa del mejunje con que se alimentaban las reses. Una segunda puerta daba a una improvisada cámara estanca. Henry la franqueó y entró en el cobertizo propiamente dicho; en un rincón, una lámpara a pilas iluminaba las numerosas jaulas de pájaro amontonadas con— tra las paredes o colgadas del techo como móviles. Las reses las utilizaban a modo de perchas y camas, aunque en ese momento estaban vacías, porque todo el rebaño se hallaba volando.
Daban vueltas y vueltas como un remolino de hojas secas en pleno vendaval. Sesenta cuerpecitos marrones, grisáceos y de color crema volaban en círculos gracias a sus brillantes y opalinas alas. Henry lanzó el toro al aire para que se uniera a los demás. El animal, con un zumbido de alas, voló hacia la puerta y se golpeó una y otra vez contra la madera. Henry siempre se sonreía cuando las reses requerían su ayuda. Con una mano, guió al toro recién incorporado hacia el rebaño, hasta que echó a volar hacia arriba y se confundió con los otros. Entonces el hombre se sentó en un taburete de tres patas que crujió bajo su peso. Un rebaño de toros alados podía permanecer horas posado en el suelo, con la docilidad del ganado corriente que pasta en un prado; sin embargo, una vez en el aire, las reses se deleitaban con sus dotes voladoras, y su movimiento adquiría cierto carácter calidoscópico. Empezabas a ver dibujos, y al poco quedabas hipnotizado mientras tus pensamientos revoloteaban alrededor. Te parecía llevar años admirando el ganado, indicio de que habías pasado demasiado rato allí.
Se quitó las gafas, las plegó sobre el regazo y se apoyó contra la pared del cobertizo; suspiró hondo, cerró los ojos y escuchó el rumor de las alas del ganado.
Sólo confiaba en una persona lo suficiente para revelarle el secreto de los toros alados, pero recordaba muy bien la cara de la chica que los había descubierto por casualidad. Ida Maclaird.
Ida lo había pillado desprevenido el día del incidente con el ciclista y se había empeñado en llevarlo al Barnacle. A veces pensaba con preocupación en aquella chica, temiendo que se lo hubiese contado a alguien. Lamentaba no haberse largado rápidamente del Barnacle. Probablemente ella andaría por ahí relatando a sus amigos anécdotas sobre el pirado al que había conocido durante las vacaciones. Pero, si Ida hubiera creído en los toros alados, habría sido la primera pirada, por lo que quizá no contara nada a nadie. Henry rezaba a menudo para que la joven guardara silencio, para que experimentara la revelación, dondequiera que estuviese, de que aquel frágil ganado era real, para que así siguiera sin ser descubierto.