La chica con pies de cristal (7 page)

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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: La chica con pies de cristal
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—Qué tarde tan bonita... —comentó ella mirando el cielo.

—Sí —coincidió él, y decidió no hacer ningún comentario sobre el cambio de bastón a muleta.

—Pareces congelado. Perdona el retraso.

—No hay ningún retraso.

—Sí lo hay —repuso Ida, mirando el reloj—. Lo siento, de verdad. Todavía no me acostumbro a calcular el tiempo teniendo en cuenta esto —explicó, señalando sus botas—. Temía que creyeras que no iba a venir. ¿No tienes frío? ¡Tu abrigo tiene un agujero, Midas!

—Me he puesto dos jerséis.

—Pero ¿no tienes frío?

—Un poco.

—Vale. Pues vamos a comer.

El asintió con la cabeza y caminaron despacio a través del parque, para luego cruzar la calle hasta el
fish and
chips.

Sobre la puerta del establecimiento colgaba un pez de madera. La pintura, azul, estaba cuarteada y manchada de excrementos de pájaro. El olor a grasa y rebozado llegaba hasta la acera. Dentro, el olor era más intenso: hacía mucho calor y las paredes azules estaban alicatadas, como las de una piscina, y decoradas con murales de tiburones y pulpos. Los empleados, con los rostros colorados y tocados con gorras blancas, metían paladas de patatas fritas en bandejas de plástico y sumergían filetes de pescado en las chisporroteantes freidoras.

Midas señaló una fotografía en tono verdoso de una croqueta de pescado y patata, la especialidad de la casa. Cuando Ida le había preguntado por qué era tan bueno aquel establecimiento, él había mencionado aquellas croquetas. Justo entonces, un sonriente cliente se apartó del mostrador con una bandeja de croquetas y patatas fritas; el vinagre había empapado el rebozado. Un individuo delgado, con chaqueta de piel y jersey de cuello alto negro, se acercó al mostrador y apoyó el paraguas en él. Le guiñó un ojo a la camarera, que sonrió.

—Doble de croquetas y patatas —pidió con voz nasal.

—¿Sal y vinagre?

—Con mucha sal.

La camarera roció las patatas fritas con sal. Midas se volvió hacia Ida y, abochornado de pronto por el local que había escogido, comentó que no sería extraño que, pasados seis años, las croquetas de pescado ya no fueran tan buenas. Pero Ida parecía de verdad encantada, y le dijo que le pidiera croquetas mientras ella esperaba sentada a una mesita junto a la ventana.

—¿Cuánto rato crees que aguantarían calientes? —preguntó cuando Midas llegó con dos envoltorios de papel encerado.

—Pues están recién sacadas de la freidora.

—Perfecto. ¿Nos las llevamos a mi casa? —propuso ella sonriendo.

—Hum...

Ida se levantó con cuidado y le dio unos golpecitos en el pecho. El contacto de su dedo le provocó una especie de gargarismo y no pudo replicar, aunque creyó que debía rechazar educadamente el ofrecimiento de Ida. «Madre mía», pensó, pues apenas la conocía.

—¿Puedes conducir? —inquirió ella, que no se rendía.

Midas contempló su rostro expectante e hizo la prueba del padre, que consistía en preguntarse qué habría hecho él en esa situación y hacer exactamente lo contrario.

Salieron a la calle. Hacía frío. El vagabundo del parque estaba acurrucado en la entrada de un callejón, con su bolsa de botellas; Midas oyó sus dientes al castañetear. Guió a Ida hacia su coche, y entonces reparó en que lo había aparcado sobre un charco. Ida subió con cuidado por el lado del pasajero. Estaba anocheciendo deprisa. Al poco rato ya estaban en el campo, avanzando por una carretera nada transitada.

—Estas patatas fritas huelen muy bien.

—Hum.

—Eres muy tímido, ¿no? —Sonrió.

—Supongo —contestó él, y se sonrojó.

Junto a la ventanilla pasaban ramas oscuras. Empezó a llover. El coche dio una sacudida al pasar por un bache; Ida hizo una mueca y se agarró las rodillas. Midas puso más atención en la conducción. Las coníferas se agitaban, azotadas por el viento y la lluvia.

—A lo mejor es porque piensas demasiado en qué palabras vas a emplear y en cómo hacer que tu boca las pronuncie.

El frunció el ceño. Tal vez ella soltaba muy libremente todo lo que le pasaba por la cabeza.

—Quizá —dijo.

Tras unos instantes en silencio, Ida señaló un estrecho camino. Midas lo tomó y los faros del coche iluminaron una casita con tejado de pizarra.

Los árboles se azotaban unos a otros en la oscuridad. Una lluvia fría, casi aguanieve, repiqueteó sobre sus cabezas y hombros cuando se apearon.

Ida respiró hondo.

—Bueno, ésta es la casa.

En la puerta pintada de azul había una herradura clavada. En los alféizares había plantas secas en tiestos resquebrajados. Una gota helada le dio a Midas en un ojo. Ida caminó hacia la entrada, sujetando la llave pero sin hacer ademán de meterla en la cerradura. Se quedó mirando la sosa fachada.

—Me temo que la decoración no es muy original. A Carl no le interesa demasiado. Recuerda que es un académico maduro.

Midas pensó en su padre. Ella abrió la puerta y accionó un interruptor.

Un pasillo ancho conducía a una escalera de madera y dos puertas, que daban a una cocina y un salón con un sofá cama donde era evidente que Ida había dormido. Él se preguntó por qué no dormiría arriba, en el dormitorio, y si aquel sofá cama convertía el salón en su dormitorio. Si era así, se encontraba en la habitación de Ida, idea que lo agobió: no estaba preparado para algo así.

En una estantería se amontonaban algunas fotos enmarcadas y libros con nombres que Midas recordaba vagamente haber visto en el estudio de su padre: Virgilio, Plinio, Ovidio. Parecían las palabras de un conjuro de magia negra, así que les dio la espalda. En un rincón había pesas de gimnasio y un par de viejos guantes de boxeo azules; en la pared opuesta a la ventana colgaba una pequeña reproducción de un autorretrato de Van Gogh con la oreja vendada. El sofá cama estaba cubierto con una colcha estampada, azul marino con topos plateados.

Ida se sentó en el sofá cama y empezó a desabrocharse los cordones de las botas. Midas procuró disimular su curiosidad. Ella se quitó las botas y las dejó a su lado en la alfombra. Llevaba varios pares de gruesos calcetines.

—Debía de ser difícil —comentó Midas mirándole los acolchados pies—. Bajo el agua.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella frunciendo el entrecejo.

—El submarinismo que dijiste que practicabas con Carl Maulsen.

—No, no. Cuando trabajaba para Carl todavía no tenía... esto.

—Ah. ¿Es reciente?

Ida asintió y ambos se quedaron mirándose el regazo.

—Midas...

—¿Sí?

—No quiero hablar de ello.

—Lo siento.

Ida se encogió de hombros. Luego dio una palmada y dijo:

—Bueno, ataquemos esas famosas croquetas.

Midas fue a la cocina y buscó la vajilla. Sacó las grasientas croquetas de los envoltorios, las puso en los platos y los llevó al salón. Se sentó en un sillón de muelles.

Ida había abierto una ventana para que no oliera tanto a grasa. Mientras comían, oyeron ulular entre los árboles.

—Ahí fuera hay búhos —comentó Midas.

—Sí. Los oí la otra noche cuando no podía dormir.

—Podríamos salir a buscar uno.

—¿De veras? —preguntó Ida, sorprendida.

—Sí, ¿por qué no?

Ella masticó con esmero, y una vez que hubo terminado se limpió los labios.

—Cuando era pequeña, bajaba a la playa y buscaba delfines a la luz de la luna. Creo que nunca he salido a buscar búhos. Pero ahora... me cuesta andar en la oscuridad.

—No iremos lejos.

—No, mejor no. —Se ruborizó—. Lo siento, Midas. Me da mucho miedo tropezar.

Él no esperaba esa reacción. Aquella chica mostraba mucha más seguridad que él respecto a todo, y esa repentina inversión de los papeles la hizo parecer, por un instante, más joven, casi una niña.

Empezaba a hacer frío. Ida cerró la ventana, subió la calefacción y pidió a Midas que cogiera de la nevera una botella de vino blanco. La botella tenía el cuello húmedo por efecto de la condensación.

—Tienes toda una bodega en la nevera —observó él.

—Son de Carl —explicó ella sonriendo—. Pero me dijo que podía coger lo que quisiera, así que... —Puso la botella y dos copas en una repisa junto al sofá cama; luego cogió un sacacorchos que blandió como si fuera un cuchillo—. Siempre se ha portado muy bien conmigo. Ha sido una especie de tío para mí.

—¿Sois parientes?

—No. Mi madre y él se conocían desde hacía mucho tiempo. —Clavó el sacacorchos en el tapón y empezó a girarlo, distraída—. Mira, es ese de ahí. El del recorte enmarcado.

Al final del estante de libros había una amarillenta columna de periódico enmarcada. Midas se levantó y la cogió. El titular rezaba «Dos investigadores de Saint Hauda reciben una beca Honoris Causa», y al pie del artículo había una fotografía con mucho grano. De los dos hombres que aparecían, con traje recién planchado, el primero —fornido, de sonrisa seductora y cabello plateado— era sin duda Maulsen.

—¡Joder! —exclamó Midas apretando el marco.

Ida levantó la cabeza, desconcertada. El tapón se partió, se coló dentro de la botella y quedó flotando en el vino.

El joven fue tambaleándose hasta el sillón y se dejó caer en él.

—¿Qué pasa, Midas?

Él negó con la cabeza y miró a Ida, que entornó los ojos. Pensó en que le había ocultado lo que sabía sobre HenryFuwa, pero que no podía esconderle también aquello. Le tendió el marco.

—Lee los nombres —pidió.

Ida leyó el artículo por encima y luego escudriñó la fotografía.

—¿Este eres tú?

—Mi padre.

—¿Os llamáis igual?

—Sí.

Ida apartó el marco.

—No lo sabías, ¿verdad?

Midas negó con la cabeza y dijo:

—Bueno, sabía lo de la beca, pero no lo de Carl Maulsen.

—¡Pues es una buena noticia! Dijiste que no sabías gran cosa sobre tu padre. Quizá Carl pueda ayudarte.

—No quiero saber nada sobre mi padre. Y ver una fotografía suya después de tantos años...

Ida se preguntó si alguien del continente, como ella, podía llegar a entender los embrollos de la vida en las islas. Las cadenas de cotilleos, más poderosas que los culebrones de la televisión. Los vecinos fisgones, capaces de detectar los secretos como los cuervos la carroña. Y casi peor que eso (porque a la gente siempre podías no hacerle caso): el lugar regurgitaba detalles indeseados. Midas quería pensar que la muerte había transformado a su padre en polvo, como el sacerdote había prometido en el funeral. Pero quizá en el archipiélago de Saint Hauda la tierra fuera demasiado fina.

—¡Por el amor de Dios! —saltó—. ¡En estas islas todo el mundo se conoce!

—¿Por qué no te vas a vivir a otro sitio? —preguntó Ida con ternura, como si pensara en voz alta.

—Porque... porque así no conseguiría borrar lo que pasó. Tengo que... superarlo.

—¿Y qué pasó exactamente? —preguntó ella, asintiendo lentamente con la cabeza.

—Si fueras a los archivos del
Echo
quizá encontrarías dos o tres incidentes destacables de los diez últimos años —respondió él señalando el recorte—. La vida aquí está tan aletargada... Cuando ocurre algo trágico, las consecuencias se acrecientan. No puedes pasear por la calle sin que la gente te reconozca como el desgraciado del periódico. Y no sólo eso: como sólo hay una cosa de que hablar, las miradas que te lanzan son desagradables. Distorsionadas.

—Ocurrió una desgracia, ¿verdad? —aventuró Ida escogiendo con cuidado las palabras—. ¿A quién? ¿A ti?

—Una amiga mía se ahogó. Antes de eso, mi padre se había suicidado. Y han pasado otras cosas...

—Vaya. Lo siento.

—No te preocupes —repuso él, tratando de sonreír—. Lo único que todavía me duele es lo primero.

—Quería decir que siento haber estado dándote la lata sobre que aquí todos saben todo de todos. —Miró la botella color esmeralda que sujetaba—. Y también siento haber estropeado el vino.

—No importa. Podemos colarlo —propuso él sonriendo.

Y buscó un colador de té en la cocina (en la cocina del amigo de su padre). El vino se filtró por el colador.

—Salud —brindó Ida mirando con dulzura a Midas al levantar su copa.

Capítulo 9

Una apacible noche de verano, el padre de Midas cayó de la silla y se quedó tirado en el suelo de su estudio. Su mujer lo encontró y llamó a una ambulancia, que llegó poco después y lo llevó al hospital, donde pasó tres días. Los exámenes revelaron un bulto anómalo bajo el corazón. No había ninguna posibilidad de cura.

—Podría encontrarse perfectamente durante varias semanas, o incluso meses —explicó el médico con voz cansina mientras apretaba una y otra vez el botón de un bolígrafo—. Hasta que un día, con toda probabilidad, sufrirá un ataque parecido al de esta vez, o quizá peor. Llegará un momento en que su cuerpo no podrá restablecer el control por completo. Perderá sensibilidad y función motora en las partes del cuerpo afectadas. La única esperanza es que eso ocurra principalmente en las extremidades, pero, como comprenderán, si se extiende a una arteria principal o al sistema digestivo, no podremos hacer gran cosa.

El médico hizo girar el bolígrafo entre los dedos; luego se lo acercó a los labios y se dio unos golpecitos en la barbilla.

—Si luchara... —dijo la madre de Midas al cabo de un rato con las manos muy apretadas—. Si luchara el tiempo suficiente. Si aguantara...

El doctor mordisqueó el bolígrafo.

Un día (el día que su padre enganchó la nota en la nevera) Midas se escapó del colegio. Era un colegio grande, al que a diario llevaban a los niños de Saint Hauda en autobús, y sin embargo, Midas ni se integraba en él ni conseguía pasar inadvertido. Mientras otros alumnos se acostaban juntos o fumaban cannabis en un rincón del patio, él se quedaba en la biblioteca estudiando voluminosos libros de fotografía. Los profesores le habían prohibido llevar su cámara para prevenir un posible robo, pero ese día, a la hora del recreo, él soñaba con el nuevo teleobjetivo que le había regalado su tía. Todavía lo tenía guardado en su reluciente caja, en casa. Aún olía a poliestireno. Se moría de ganas de contárselo a alguien, pero no había nadie dispuesto a escucharlo. Empezó a llover; la lluvia repiqueteaba con fuerza en los tejados y obligó a entrar a los otros niños. Y por eso Freddy Clare se presentó en la biblioteca.

—Hola, Rarito —dijo al sentarse en la silla de enfrente de Midas. Tenía el cabello empapado, pegado al cuello.

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