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Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

La ciudad y la ciudad (3 page)

BOOK: La ciudad y la ciudad
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Estas zonas cerca del río son intrincadas, muchos edificios tienen un siglo o más. El tranvía continuó su trayecto por callejuelas donde Besźel, o al menos la mitad de los sitios por los que pasó, parecía inclinarse amenazadoramente sobre nosotros. El bamboleante convoy ralentizó la marcha detrás de coches a uno y otro lado, y llegó a una intersección donde los edificios de Besźel resultaron ser tiendas de antigüedades. Ese tipo de negocio había prosperado mucho, igual que había mejorado todo en la ciudad durante algunos años, con el pulir y el abrillantar de los objetos recibidos en herencia, pues la gente vaciaba sus pisos de reliquias a cambio de un puñado de marcos besźelíes.

Algunos editorialistas transmitían optimismo. Mientras sus líderes se rugían unos a otros en el ayuntamiento implacables como nunca, la mayor parte de las nuevas generaciones de todos los partidos estaba trabajando codo con codo para que los intereses de Besźel fueran lo primero. Cada gota de inversión extranjera (y, para sorpresa de todos, había gotas) era merecedora de grandes encomios. Incluso dos empresas de alta tecnología acababan de instalarse aquí, por difícil que fuera de creer, como respuesta a la fatua descripción que Besźel había hecho recientemente de sí misma como el «Estuario del silicio».

Me bajé en la parada de la estatua del rey Val. El centro estaba muy animado: tuve que detenerme y volver a andar con frecuencia, pidiéndole perdón a los ciudadanos y a los turistas, desviendo a otros con cuidado, hasta que llegué al bloque de cemento donde estaba la sede del BCV. Grupos de turistas iban detrás de los guías de Besźel. Yo me quedé en los escalones y bajé la mirada hacia UropaStrász. Necesité varios intentos para conseguir cobertura.

—¿Corwi?

—¿Jefe?

—Tú conoces esa zona: ¿hay alguna posibilidad de que se trate de una brecha?

Hubo unos segundos de silencio.

—No parece probable. Esa zona es casi íntegra. Y Pocost Village, todo ese proyecto, claramente lo es.

—Pero parte de GunterStrász…

—Sí, ya. Pero el entramado más cercano está a cientos de metros de ahí. No podrían haber… —El asesino o asesinos se habrían expuesto a un considerable riesgo—. Me parece que podemos suponer… —añadió.

—Está bien. Hazme saber cómo lo llevas. Me pondré en contacto contigo pronto.

Tenía papeleo de otros casos que me dediqué a abrir y a colocar en un compás de espera, como un avión que vuela en círculos antes de aterrizar. Una mujer muerta a causa de una paliza de su novio, quien por ahora había conseguido esquivarnos a pesar de que los indicios nos llevaran a encontrar su nombre y sus huellas en el aeropuerto. Styelim era un anciano que había sorprendido a un drogadicto entrando en su apartamento y quien le había asestado un golpe mortal con la llave inglesa que él mismo había empuñado antes. Ese caso no se cerraría. Un joven llamado Avid Avid, al que habían dejado morir con una herida sangrante en la cabeza después de que un racista le hubiera hecho besar el bordillo, con las palabras «escoria
ébru
» escritas en la pared encima de él. Para eso me estaba coordinando con un colega de la División Especial, Shenvoi, que llevaba un tiempo, antes del asesinato de Avid, infiltrado en la extrema derecha de Besźel.

Ramira Yaszek llamó mientras comía en mi mesa.

—Ya he terminado de interrogar a los chicos, señor.

—¿Y?

—Deberías agradecer que no conozcan mejor sus derechos, porque si lo hicieran ya habrían demandado a Naustin.

Me froté los ojos y tragué la comida que tenía en la boca.

—¿De qué?

—Sergev, el colega de Barichi, es un contestón, así que Naustin lo interrogó directamente con los puños y le dijo que era el principal sospechoso. —Maldije—. No lo golpeó muy fuerte, y al menos me lo puso más fácil para
gudcopear
. —Habíamos robado
gudcop
y
badcop
del inglés y los habíamos convertido en verbos.

Naustin era uno de esos que se calentaba con mucha facilidad en los interrogatorios. Ese procedimiento funciona con algunos sospechosos a los que les hace falta caerse de las escaleras durante un interrogatorio, pero un adolescente enfurruñado que masca droga no es uno de ellos.

—Bueno, no pasó nada —dijo Yaszek—. Sus historias coinciden. Estaban todos, los cuatro, entre los árboles. Haciendo cositas malas, seguramente. Estuvieron allí durante un par de horas por lo menos. En algún momento, y no preguntes nada más concreto porque no vas a conseguir nada aparte de «todavía estaba oscuro», una de las chicas ve que la furgoneta aparece sobre la hierba y avanza hacia la pista de
skate
. No le da mucha importancia porque la gente va y viene por allí a todas horas, por la mañana y por la noche, para hacer negocios, para tirar cosas, lo que sea. Da una vuelta, sube por la pista y vuelve. Después de un rato se marcha a toda velocidad.

—¿A toda velocidad?

Anoté algunas cosas rápidamente en mi libreta mientras con la otra mano intentaba abrir mi correo en el ordenador. La conexión se cayó en más de una ocasión. Los adjuntos pesaban demasiado para aquel sistema insuficiente.

—Sí. Llevaba prisa y salió a toda mecha, jodiéndose la suspensión. Eso es lo que a ella le pareció.

—¿Descripción?

—«Gris». La chica no está muy puesta en furgonetas.

—Enséñale algunas fotografías, a ver si podemos identificar la marca.

—Ya estamos en ello. Te contaré lo que averigüemos. Más tarde aparecen dos coches más, o furgonetas, por la razón que sea; negocios, según Barichi.

—Eso podría complicar la búsqueda de las huellas de las ruedas.

—Después de una hora o así de magrearse, la chica le cuenta a los demás lo de la furgoneta y van todos a mirar, por si han tirado algo. Dice que a veces se consiguen estéreos viejos, zapatos, libros… tiran todo tipo de mierdas.

—Y encuentran a la chica.

Algunos de los mensajes habían conseguido descargarse. Tenía uno de los fotógrafos forenses, lo abrí y empecé a desplazarme por las imágenes.

—La encuentran.

El
commissar
Gadlem me mandó llamar. Su teatral forma de hablar en voz baja y su afectada amabilidad no tenían nada de sutiles, pero siempre me dejaba trabajar a mi aire. Esperé sentado mientras él tecleaba y maldecía frente al ordenador. Me fijé en lo que debían de ser contraseñas de la base de datos escritas en trozos de papel pegados a un lado de la pantalla.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿El barrio?

—Sí.

—¿Dónde está?

—Al sur, en el extrarradio. Una mujer joven, heridas de arma blanca. Shukman está con ella.

—¿Prostituta?

—Podría ser.

—Podría ser —repitió, poniendo su mano en forma de vaso pegada a la oreja—, pero no. Como si lo oyera. Bueno, adelante, sigue tu olfato. Si lo tienes a bien, comparte conmigo los porqués de ese «pero», ¿quieres? ¿A quién tienes contigo?

—A Naustin. Y también me está ayudando una poli de patrulla. Corwi. Oficial. Conoce la zona.

—¿Esa es su zona?

Asentí. Tampoco estaban lejos.

—¿Con qué más estás?

—¿Sobre mi mesa? —le pregunté. El
commissar
asintió. Incluso con todo lo demás, me dejó mucho margen para seguir a Fulana de Tal.

—¿Así que ya has visto todo el asunto?

Eran casi las diez de la noche, habían pasado ya más de cuarenta horas desde que encontraran a la víctima. Corwi conducía, sin molestarse en esconder el uniforme a pesar de que íbamos en un coche sin distintivos, por los alrededores de GunterStrász. La noche anterior no había llegado a casa hasta horas intempestivas y, después de caminar durante la mañana yo solo por esas mismas calles, me dirigía allí de nuevo.

Había lugares de entramado en las calles más amplias y unos pocos en otros lados, pero en este lugar apartado la zona era íntegra casi en su totalidad. Quedaban algunas huellas del antiguo estilo besźelí, unos pocos tejados inclinados o ventanas de muchos cristales: eran fábricas abandonadas y almacenes. Contaban con muchos siglos de antigüedad, tenían a menudo los cristales rotos y, si estuvieran abiertas, funcionarían a la mitad de su capacidad. Las fachadas estaban cubiertas de tablones. Las tiendas de comestibles tenían alambres extendidos en la parte delantera. Quedaban algunos frontispicios, ya en ruinas, con el estilo característico de la ciudad. Varias casas habían sido colonizadas para convertirlas en capillas y casas de drogas, algunas de ellas consumidas por el fuego y convertidas en versiones de carbón crudo de sí mismas.

La zona no estaba abarrotada, pero distaba mucho de estar vacía. Los que quedaban fuera parecían formar parte del paisaje, como si siempre hubieran estado ahí. Aquella mañana había habido menos gente, pero no se notaba mucho la diferencia.

—¿Viste a Shukman trabajando con el cuerpo?

—No. —Me iba fijando en los sitios que dejábamos atrás—. Llegué cuando ya había terminado.

—¿Aprensivo? —preguntó ella.

—No.

—Claro… —Corwi sonrió y giró el coche—. Dirías eso aunque lo fueras.

—Cierto —contesté, aunque no lo era.

Corwi señaló lo que parecían sitios de interés. No le dije que ya había estado a primera hora del día en Kordvenna para rastrear esos lugares. Corwi no trató de ocultar su uniforme para que así, el que nos viera, que de otra forma podría pensar que estábamos allí para tenderles una trampa, supiera que ese no era el caso; y el hecho de que no fuéramos en un «morado», como llamábamos a los coches de policía, de color negro y azul, les decía que tampoco estábamos allí para acosarlos. ¡Qué acuerdos más enrevesados!

La mayor parte de los que andaban por allí se encontraban en Besźel, así que los vimos. La pobreza le quitaba gracia a la ya de por sí sobria, de colores y cortes sosos, ropa besźelí, a la que habían bautizado como la moda que no estaba de moda en la ciudad. Había excepciones (y nos dimos cuenta de que algunas de esas excepciones estaban en otra parte, por lo que tuvimos que desverlas) pues los jóvenes besźelíes vestían de una forma más colorida, con prendas más vistosas que las de sus padres.

La mayor parte de los hombres y mujeres de Besźel (¿acaso es necesario que lo diga?) no hacía más que ir de un sitio a otro, terminaban el turno de tarde en el trabajo, iban de una a otra casa o de una tienda a otra. Aun así, la forma en la que veíamos lo que íbamos dejando atrás hacía que pareciera una geografía amenazante, en la que sucedían las suficientes acciones furtivas como para que no pensáramos que nos dejábamos llevar por la más absoluta paranoia.

—Esta mañana me encontré con la gente de aquí con la que solía hablar —dijo Corwi—. Pregunté si habían oído algo. —Conducía por una zona donde la balanza del entramado se desequilibraba y nos quedamos en silencio hasta que las farolas que nos rodeaban volvieron a ser altas y con los angulosos adornos que nos resultaban familiares. Bajo aquellas luces (la calle en la que nos encontrábamos era visible desde una perspectiva curva que se alejaba de nosotros), las mujeres estaban apoyadas contra la pared ofreciendo sexo. Observaban nuestro acercamiento con recelo—. No tuve mucha suerte —dijo Corwi.

En su primera expedición ni siquiera había tenido una fotografía. A esa temprana hora del día todos los contactos habían sido legales: dependientes de tiendas de licorerías; los sacerdotes de las achaparradas iglesias de la zona, algunos de ellos eran los últimos de los sacerdotes obreros que quedaban, viejos valientes con la hoz y el crucifijo tatuados en los bíceps y los antebrazos y traducciones en besź de Gutiérrez, Rauschenbusch y Canaan Banana expuestos en las estanterías que tenían a sus espaldas. Sus contactos no habían sido más que aquellos que pasan el tiempo sentados en las escaleras frente a la puerta de sus casas. Lo único que Corwi había podido hacer era preguntar si sabían algo de lo que había ocurrido en Pocost Village. Habían oído hablar del asesinato, pero no sabían nada.

Ya teníamos una fotografía. Me la había dado Shukman. La blandí en cuanto salimos del coche: la blandí en el verdadero sentido de la palabra para que así las mujeres vieran que les llevaba algo, que ese era el propósito de nuestra visita y no arrestar a nadie.

Corwi conocía a algunas de ellas. Fumaban y nos miraban. Hacía frío y, como a todos los que las veían, me maravillaban sus piernas con medias hasta el muslo. Estábamos interfiriendo claramente en su negocio: los vecinos que pasaban por allí levantaban la mirada y la apartaban después. Vi que un morado ralentizaba el tráfico al pasar a nuestro lado (debían de haber visto un arresto fácil), pero el conductor y su acompañante vieron el uniforme de Corwi y aceleraron de nuevo con un saludo oficial. Yo se lo devolví a las luces traseras.

—¿Qué queréis? —preguntó una mujer. Llevaba unas botas altas y baratas. Le enseñé la fotografía.

Le habían arreglado la cara a Fulana de Tal. Aún quedaban marcas: los arañazos eran visibles debajo del maquillaje. Podían haberlos eliminado completamente de la fotografía, pero el impacto que producían esas heridas resultaba muy útil en los interrogatorios. La habían fotografiado antes de que le raparan la cabeza. No parecía estar en paz. Parecía impaciente.

—No la conozco.

—No la conozco.

No me pareció que quisieran ocultar que la habían reconocido. Se apiñaron bajo la luz grisácea de la farola (para consternación de los clientes que merodeaban en la oscuridad cercana), se pasaron la fotografía de mano en mano, algunas emitieron un murmullo de compasión y otras no, pero ninguna conocía a Fulana.

—¿Qué le ha pasado?

Le di mi tarjeta a la mujer que había preguntado. Tenía la piel oscura, era semita o de origen turco. Hablaba un besź sin acento.

—Es lo que tratamos de averiguar.

—¿Tenemos que preocuparnos?

—Creo…

Corwi habló aprovechando mi pausa:

—Si creemos que tienes que hacerlo te lo diremos, Sayra.

Nos acercamos a un grupo de chicos que bebían algún tipo de vino fuerte en la puerta de una sala de billar. Corwi aguantó algunas de sus obscenidades y luego les pasó la fotografía.

—¿Por qué hemos venido aquí?

La mía fue una pregunta calmada.

—Algunos de esos son aprendices de gánsteres, jefe —me contestó—. Mira cómo reaccionan.

Sobre si sabían algo de ella no dijeron nada. Nos devolvieron la fotografía y cogieron mi tarjeta con un gesto impasible.

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