La ciudad y la ciudad (5 page)

Read La ciudad y la ciudad Online

Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

BOOK: La ciudad y la ciudad
13.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Habéis terminado con las huellas? —pregunté.

Los técnicos asintieron y se pusieron a trabajar a mi alrededor.

—No estaba cerrada —dijo Yaszek.

Abrí la puerta. Hurgué en la tapicería descosida. Sobre el salpicadero había una baratija: un santo de plástico bailando el hula-hula. Abrí la guantera y encontré mugre y un ajado mapa de carreteras. Extendí las páginas del mapa, pero no había nada dentro: era la clásica ayuda al conductor besźelí, aunque una edición lo suficientemente antigua como para que fuera en blanco y negro.

—¿Y cómo sabemos que es esta la que buscamos?

Yaszek me llevó a la parte trasera y la abrió. Dentro vi que había más mugre, un olor a fría aunque no vomitiva humedad, óxido y moho a partes iguales, una cuerda de nailon y una pila de basura.

—¿Qué es todo esto?

Lo toqué. Unos pedazos. Un pequeño motor de algo, bamboleante; una televisión rota; restos de piezas sin identificar y desechos en forma de hélice sobre una capa de paños y polvo. Capas de herrumbre y costras de óxido.

—¿Ve eso? —Yaszek señaló las manchas del suelo. Si no me hubiera fijado bien habría dicho que era aceite—. Un par de personas de la oficina informan de ella por teléfono, una furgoneta abandonada. Los policías ven que tiene las puertas abiertas. No sé si escuchan las peticiones por radio o es que son meticulosos a la hora de revisar hallazgos poco habituales, pero sea como sea hemos tenido suerte. —Uno de los mensajes que se habrían enviado a las patrullas besźelíes les habría pedido que investigaran e informaran sobre cualquier vehículo gris y que notificaran a la BCV. Teníamos suerte de que esos agentes no hubieran avisado solo a los del depósito municipal—. De todos modos, vieron algo de sangre en el suelo y lo han llevado a analizar. Lo estamos comprobando, pero parece que es el tipo sanguíneo de Fulana, y pronto sabremos si coincide.

Tendido en el suelo como un topo debajo de un montón de desperdicios, me agaché para mirar debajo de los restos. Los moví con cuidado, inclinando los trastos. Al sacarla, mi mano estaba roja. Miré pieza por pieza, toqué cada una para calcular su peso. El objeto que se parecía a un motor podía girarse con un tubo que formaba parte de él: la mayor parte de su base era pesada y podía romper aquello contra lo que fuera blandida. Pero no había marcas de rozaduras, ni de sangre o restos de cabellos. Como arma del crimen no me convencía.

—¿No habéis sacado nada de aquí?

—No, ninguna documentación, nada de nada. No había nada dentro. Nada salvo eso de ahí. Tendremos los resultados en uno o dos días.

—Hay un montón de mierda ahí dentro —dije. Corwi acababa de llegar. Algunos transeúntes vacilaban en cada extremo del callejón, al ver trabajar a los técnicos—. El problema no será que hay pocos indicios; van a ser demasiados.

—Bueno. Vamos a suponer por un minuto. Esa basura de ahí dentro está toda cubierta de óxido. Ella ha estado ahí tumbada. —Tenía manchas en la cara y en el cuerpo, no concentradas en las manos: la mujer no había tratado de apartar la basura que la rodeaba ni de proteger su cabeza. En la furgoneta estaba ya inconsciente o muerta mientras recibía los golpes de los trastos.

—¿Por qué iban por ahí conduciendo con toda esta mierda? —preguntó Corwi.

Esa misma tarde tuvimos el nombre y la dirección del propietario de la furgoneta y a la mañana siguiente, la confirmación de que la sangre era de nuestra señorita de Tal.

El hombre se llamaba Mikyael Khurusch. Era el tercer propietario que había tenido la furgoneta, al menos oficialmente. Tenía antecedentes; había estado en la cárcel por dos denuncias de agresiones, por robo, la última vez hace cuatro años. Y:

—Mira —dijo Corwi.

Había cumplido condena por contratación de servicios sexuales porque se había acercado a una policía secreta que estaba en una zona de prostitución.

—Así que sabemos que es un putero.

Había estado desaparecido desde entonces pero, según el informe, era un comerciante que vendía piezas diversas en los muchos mercados de la ciudad, y tres veces a la semana, las de una tienda en Mashlin, en la parte oeste de Besźel.

Pudimos conectarlo con la furgoneta, y a la furgoneta con Fulana: un vínculo directo es lo que estábamos buscando. Volví a mi oficina y comprobé mis mensajes. Algún trabajo inútil del caso Styelim, una actualización sobre la distribución de los carteles y dos llamadas sin contestar. Hacía ya dos años que nos habían prometido que mejorarían la centralita para que tuviéramos un identificador de llamadas.

Habían llamado varias personas para decir que habían reconocido a Fulana, cómo no, pero hasta ahora solo unos pocos (el personal encargado de coger esas llamadas sabía cómo filtrar a los ilusos y los malintencionados, y eran sorprendentemente precisos en sus juicios) valían la pena como para seguir su rastro. Uno decía que era una asistente jurídica en una pequeña clínica en el término municipal de Gyedar a la que hacía días que no veían y otra, como insistía una voz anónima, que era «una puta llamada Rosyn “La Morritos” y no pienso decir nada más». Los policías estaban comprobándolo.

Le dije al
commissar
Gadlem que quería ir a hablar con Khurusch a su casa, conseguir que me diera sus huellas de forma voluntaria, y muestras de saliva; conseguir que cooperara. Ver cómo reaccionaba. Si decía que no, hacerlo con una citación judicial y mantenerlo bajo vigilancia.

—Está bien —dijo Gadlem—. Pero no perdamos el tiempo. Si no colabora ponlo en
seqyestre
, tráelo aquí.

Mi intención era evitarlo, aunque la ley besźelí nos garantizaba ese derecho.
Seqyestre
, media detención, significaba que podíamos retener a un testigo involuntario o parte relacionada durante seis horas para un interrogatorio preliminar. No podíamos tomar pruebas físicas ni, oficialmente, sacar conclusiones de la falta de cooperación o el silencio. El uso tradicional que se hacía de esto era conseguir confesiones de los sospechosos contra los cuales no había suficientes pruebas como para arrestarlos. Era, además, una útil táctica dilatoria contra los casos que considerábamos que comportaban un posible riesgo de fuga. Pero los jurados y los juristas se estaban oponiendo a esa táctica, pues un medio detenido que no confesaba solía reforzarse más aún en su posición, ya que nosotros nos mostrábamos demasiado impacientes. A Gadlem, que estaba chapado a la antigua, eso no le importaba y yo ya tenía mis órdenes.

Khurusch trabajaba en una línea de negocios semiactiva, en una zona económicamente mediocre. Llegamos en una operación apresurada. Los agentes locales que habían acudido con una tapadera improvisada habían asegurado que el sospechoso estaba allí.

Le hicimos salir de la oficina, una habitación polvorienta y calurosa encima de la tienda con calendarios industriales y manchas descoloridas en las paredes que quedaban entre los archivadores. Su ayudante lo miró todo con fija estupidez, mientras recogía y volvía a dejar cosas de su escritorio, mientras nos llevamos a Khurusch.

Sabía quién era yo antes de que Corwi o los demás policías de uniforme aparecieran en la puerta. Tenía la suficiente experiencia, o la había tenido, como para saber que, a pesar de nuestras maneras, no lo íbamos a arrestar y que, por lo tanto, podía haberse negado a acompañarnos y yo me habría visto obligado a obedecer a Gadlem. Al vernos aparecer, después de un momento (durante el cual se puso tenso y pensó si escapar o no, aunque ¿adónde?), bajó con nosotros las tambaleantes escaleras de hierro que había en el exterior del edificio, la única entrada. En un susurro, les di la orden por radio a los agentes armados para que se retiraran. No llegamos a verlos.

Khurusch era un hombre de cuerpo graso aunque musculado; llevaba una camisa de cuadros tan descolorida y polvorienta como las paredes de su oficina. Me miraba desde el otro lado de la mesa en la sala de interrogatorios. Yaszek estaba sentada; Corwi de pie, con instrucciones de permanecer callada, de limitarse a mirar. Yo caminaba. No estábamos grabando. Esto no era un interrogatorio; técnicamente no.

—¿Sabes por qué estás aquí, Mikyael?

—Ni idea.

—¿Sabes dónde está tu furgoneta?

Alzó una mirada severa y me miró fijamente. Cambió el tono de su voz, se tornó esperanzada de repente.

—¿De eso va todo esto? —dijo al fin—. ¿De la furgoneta? —Soltó un «ja» y se reclinó un poco en su asiento. Alerta aún, pero relajándose—. ¿La habéis encontrado? ¿Es eso?

—¿Encontrado?

—Me la robaron. Hace tres días. ¿Sí? ¿La habéis encontrado? Jesús. ¿Y qué…? ¿La tenéis vosotros? ¿Me la vais a devolver? ¿Qué ha ocurrido?

Miré a Yaszek. Estaba de pie, me susurró algo, se volvió a sentar y miró a Khurusch.

—Sí, de eso va todo esto, Mikyael —le dije—. ¿De qué creías que iba? La verdad es que no, no me señales a mí, Mikyael, y cierra el pico hasta que yo te diga; no quiero saberlo. Esta es la cuestión. Un hombre como tú, un repartidor, necesita una furgoneta. No has dado parte de su desaparición. —Bajé la mirada durante un segundo hacia Yaszek:
¿de verdad lo sabemos?
Ella asintió—. No has dado parte de que la hubieran robado. Ahora entiendo que perder ese pedazo de mierda, y de verdad digo pedazo de mierda, no te haya afectado demasiado, no en el plano humano. Sin embargo, yo me pregunto: si te la robaron, no entiendo qué te impedía avisarnos, y a tu seguro, claro. ¿Cómo puedes hacer tu trabajo sin ella?

Khurusch se encogió de hombros.

—No caí en ello. Iba a hacerlo. Estaba liado…

—Ya sabemos lo liado que estás, Mik, y me sigo preguntando: ¿por qué no diste parte de su desaparición?

—No caí en ello. Joder, no hay nada sospechoso en…

—¿Durante tres días?

—¿La tenéis? ¿Qué ha ocurrido? La han usado para algo, ¿verdad? ¿Para qué la han usado?

—¿Conoces a esta mujer? ¿Dónde estuviste el martes por la noche, Mik?

Se quedó mirando la fotografía.

—Jesús. —Se puso pálido, sí—. ¿Han matado a alguien? Jesús. ¿La atropellaron? ¿La atropellaron y se dieron a la fuga? Jesús. —Sacó una agenda electrónica abollada y después levantó la mirada, sin haberla encendido—. ¿El martes? Estaba en una reunión. Por el amor de Dios, estaba en una reunión. —Emitió un ruido nervioso—. Esa fue la noche que me robaron la puñetera furgoneta. Estaba en una reunión y hay gente que te dirá lo mismo.

—¿Qué reunión? ¿Dónde?

—En Vyevus.

—¿Y cómo llegaste ahí sin furgoneta?

—¡En mi coche, joder! Eso no me lo ha robado nadie. Estaba en Jugadores Anónimos. —Clavé mi mirada en él—. Hostia puta, voy allí todas las semanas. Desde los últimos cuatro años.

—Desde que saliste de la cárcel.

—Sí, desde que salí de la puta cárcel. Jesús, ¿por qué pensáis que estuve allí?

—Agresión.

—Sí, me rompí mi puta nariz de jugador porque yo estaba detrás y él me estaba amenazando. ¿Qué más os da? Estuve en una habitación llena de gente el martes por la noche, joder.

—Durante, ¿qué?, un par de horas como mucho…

—Y después, a las nueve, nos fuimos al bar, es Jugadores Anónimos, no Alcohólicos Anónimos, y estuve allí hasta medianoche, y no me fui solo a casa. En mi grupo hay una mujer… Te lo contarán todos.

Con eso se equivocaba. De los dieciocho que componían el grupo de JA, once no querían ver comprometido su anonimato. El coordinador, un hombre enjuto y nervudo con el pelo largo recogido en una coleta al que llamaban Zyet,
Bean
, no quería darnos los nombres. Tenía derecho a no dárnoslos. Podríamos haberle obligado, pero ¿por qué íbamos a hacerlo? Los otros siete que accedieron a hablar con nosotros confirmaron la historia de Khurusch.

Ninguno de ellos era la mujer con la que decía que se había ido a casa, pero varios afirmaron que existía. Podríamos haberlo averiguado, pero, de nuevo, ¿para qué? Los técnicos se entusiasmaron cuando encontramos el ADN de Khurusch en Fulana, pero solo eran unos pocos pelos del brazo en su piel: teniendo en cuenta la frecuencia con la que transportaba cosas en el vehículo, eso no probaba nada.

—Y bien, ¿por qué no le dijiste a nadie que estaba desaparecida?

—Lo hizo —precisó Yaszek—. Solo que no a nosotros. Pero he hablado con la secretaria, Ljela Kitsov. Se ha pasado dos días cabreado y quejándose de eso.

—Pero ¿no tuvo tiempo de decírnoslo? ¿Y qué narices hace sin ella?

—Kitsov dice que solo lleva cosas sin importancia a un lado y otro del río. Alguna importación ocasional, a muy pequeña escala. Se planta en el extranjero y recoge cosas para revenderlas: ropa barata, algunos CD dudosos.

—¿Dónde en el extranjero?

—Varna, Bucarest. A veces Turquía. Ul Qoma, claro.

—¿Así que es demasiado indeciso como para no denunciar el robo?

—A veces pasa, jefe.

Por supuesto, y para su frustración (a pesar de que no hubiera informado del robo, de repente se sentía ansioso por recuperarla), no le íbamos a devolver la furgoneta. Pero sí lo llevamos al depósito para confirmar que era la suya.

—Sí, es la mía. —Esperé a que se quejara de lo mal que la habían tratado, pero resultó obvio que ese era su color original—. ¿Por qué no pueden devolvérmela? La necesito.

—Como no dejo de repetir, esto es la escena de un crimen. La tendrás cuando yo haya acabado. ¿Para qué es todo esto?

Khurusch estaba refunfuñando y rezongando, pero miró en la parte trasera del vehículo. Le contuve para que no tocara nada.

—¿Esta mierda? No tengo ni puta idea.

—Me refiero a esto.

La cuerda rasgada, las piezas de chatarra.

—Ya. No sé lo que es. Yo no lo puse ahí. No me mires así, ¿por qué iba yo a cargar esa basura?

Una vez que estuvimos en mi oficina le dije a Corwi:

—Haz el favor de interrumpirme si tienes alguna idea, Lizbyet. Porque veo a una chica que puede o no ser una prostituta, a la que nadie conoce, tirada a plena vista, en una furgoneta robada en la que habían cargado cuidadosamente un montón de mierda, sin ningún motivo. Y nada de eso es el arma del crimen, ya lo sabes, eso está bastante claro.

Toqué con un dedo el informe encima de mi mesa que lo confirmaba.

—Hay mucha basura por ese barrio —dijo—. Hay basura por toda Besźel; podría haberla recogido en cualquier parte. Él… Ellos, a lo mejor.

—Recogido, ocultado, tirado, y la furgoneta también.

Corwi se sentó muy rígida, esperando a que dijera algo. Lo único que había hecho la basura era rodar encima de la muerta y cubrirla de óxido como si también ella fuera hierro viejo.

Other books

Mind Games by Hilary Norman
Daddy's Little Angel by Shani Petroff
Red Sea by Diane Tullson
The Edge of the Light by Elizabeth George
The Split Second by John Hulme
Someone to Watch Over Me by Lisa Kleypas
Chaos Theory by Graham Masterton
A Sprig of Blossomed Thorn by Patrice Greenwood