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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (47 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Lo dejé esperando tras haberle ofrecido un cigarrillo y me ocupé de la correspondencia. Al cabo de un rato, se cansó y dijo que no podía esperar más. Por lo demás, sólo había venido para contar a Guido que ciertas acciones con el extraño nombre de Río Tinto y que él había aconsejado comprar a Guido el día anterior —sí, exactamente veinticuatro horas antes— habían subido ese día cerca del diez por ciento. Se echó a reír con ganas.

—Mientras nosotros hablamos aquí, es decir, mientras yo espero, la Bolsa habrá hecho lo demás. Si el señor Speier quisiera comprar ahora esas acciones, quién sabe a qué precio tendría que pagarlas. —Se interrumpió para preguntarme—: ¿Quién cree usted que instruye mejor: la Universidad o la Bolsa?

Su mandíbula cayó un poco más y el agujero de la ironía se agrandó.

—Evidentemente, ¡la Bolsa! —dije yo con convicción. Eso me valió un apretón de mano afectuoso, cuando me dejó.

Conque, ¡Guido jugaba a la Bolsa! Si yo hubiera estado más atento, debería haberlo adivinado antes, porque cuando le había presentado una cuenta exacta de las cantidades no insignificantes que habíamos ganado con nuestros últimos negocios, él la había mirado sonriendo, pero con cierto desprecio. Le parecía que habíamos debido trabajar demasiado para ganar aquel dinero. ¡Y nótese que con algunas decenas de aquellos negocios habríamos podido cubrir la pérdida que habíamos sufrido el año anterior! ¿Qué debía yo hacer ahora, yo que pocos días antes había escrito elogios sobre él?

Poco después Guido vino a la oficina y yo le referí con fidelidad las palabras de Nilini. Escuchó con tanta ansiedad, que ni siquiera advirtió que así había sabido yo que él jugaba, y se marchó corriendo.

Por la noche hablé de ello con Augusta, que consideró debíamos dejar en paz a Ada y avisar, en cambio, a la señora Malfenti de los peligros a que se exponía Guido. Me pidió que también yo hiciera todo lo posible para impedirle cometer algún disparate.

Pasé largo rato preparando las palabras que debía decirle. Por fin ponía en práctica mis propósitos de bondad activa y mantenía la promesa que había hecho a Ada. Sabía cómo debía abordar a Guido para inducirlo a obedecerme. Todo el mundo comete alguna imprudencia —le explicaría— jugando a la Bolsa, pero más que nadie un comerciante que tenga tras sí un balance semejante.

El día siguiente empecé muy bien:

—Conque, ¡ahora juegas a la Bolsa! ¿Quieres acabar en la cárcel? —le pregunté con severidad. Estaba preparado para una escena y tenía también en reserva la declaración de que, puesto que él actuaba de un modo que comprometía la empresa, yo abandonaría sin más la oficina.

Guido supo desarmarme al instante. Había mantenido el secreto hasta entonces, pero ahora, con actitud de buen muchacho, me contó con todo detalle sus asuntos. Trabajaba con valores mineros de no recuerdo qué país, que ya le habían dado un beneficio que casi bastaría para cubrir la pérdida de nuestro balance. Ahora habían desaparecido los riesgos y podía contármelo todo. Cuando tuviera la mala suerte de perder lo que había ganado, sencillamente dejaría de jugar. En cambio, si la fortuna seguía ayudándolo, se apresuraría a poner en regla mis libros, cuya amenaza no dejaba de sentir ni por un momento.

Vi que no había motivo para enfadarse y que, al contrario, había que congratularse con él. En cuanto a las cuestiones de contabilidad, le dije que ahora podía estar tranquilo, porque donde había dinero contante disponible era facilísimo regular la contabilidad más fastidiosa. Cuando se hubiera reintegrado en nuestros libros la cuenta de Ada y hubiésemos disminuido al menos la que yo llamaba el abismo de nuestra empresa, es decir, la cuenta de Guido, nuestra contabilidad estaría perfecta.

Después le propuse al instante hacer esa regulación y poner en la cuenta de la empresa las operaciones de Bolsa. Por fortuna, no aceptó, porque, si no, yo me habría convertido en el contable del jugador y habría cargado con una responsabilidad mayor. En cambio, así las cosas siguieron como si yo no existiera. Él rechazó mi propuesta con razones que me parecieron válidas. Era de mal agüero pagar así en seguida las deudas y en todas las mesas de juego está muy divulgada la superstición de que el dinero ajeno da suerte. Yo no creo en eso, pero cuando juego no dejo de tomar alguna preocupación, a mi vez.

Por un tiempo me reproché a mí mismo haber acogido las declaraciones de Guido sin protestar. Pero cuando vi comportarse del mismo modo a la señora Malfenti, quien me contó que su marido había sabido ganar grandes sumas en la Bolsa, y también a Ada, a quien oí decir que el juego era un género de comercio como cualquier otro, comprendí que a ese respecto nadie podría reprocharme nada. Para detener a Guido en aquella pendiente no bastaría mi protesta, que no tendría la menor eficacia, si no iba apoyada por todos los miembros de la familia.

Así, Guido siguió jugando y toda su familia con él. Yo también formaba parte de la comitiva, hasta el punto de que entré en una relación de amistad bastante curiosa con Nilini. No hay duda de que yo no podía soportarlo porque sabía que era ignorante y presuntuoso, pero parece que, por el bien de Guido, que esperaba buenos consejos de él, supe ocultar mis sentimientos y él acabó creyendo que tenía en mí a un amigo fiel. No niego que tal vez mi amabilidad con él se debiera también al deseo de evitar el malestar que me había producido su enemistad, tan fuerte a causa del rictus de ironía que llevaba en su fea cara. Pero no tuve con él otra amabilidad que la de tenderle la mano y despedirlo, cuando venía y se iba. En cambio, él estuvo amabilísimo conmigo y yo no pude dejar de aceptar sus cortesías con gratitud, lo que es en verdad la máxima amabilidad que se puede tener con alguien en este mundo. Me conseguía cigarrillos de contrabando y me los cobraba al precio que le costaban, es decir, muy baratos. Si me hubiera caído más simpático, habría podido inducirme a utilizarlo de intermediario en el juego; no lo hice nunca, sólo para no verlo con mayor frecuencia.

¡Lo veía demasiado incluso! Pasaba horas en nuestra oficina, pese a que —como era fácil de advertir— no estaba enamorado de Carmen. Venía a hacerme compañía precisamente a mí. Al parecer, se había propuesto instruirme en la política, que conocía muy bien a causa de la Bolsa. Me presentaba a las grandes potencias un día estrechándose la mano y el siguiente dándose de bofetadas. No sé si adivinaba el futuro, porque yo, por antipatía, nunca lo escuchaba. Conservaba una sonrisa imbécil, estereotipada. Desde luego, nuestro malentendido debió de depender de una interpretación equivocada de mi sonrisa que debió parecerle de admiración. Yo no tengo la culpa.

Sólo sé las cosas que repetía cada día. Pude advertir que era un italiano de color dudoso, porque le parecía que era mejor que Trieste siguiera siendo austríaca. Adoraba a Alemania y sobre todo los ferrocarriles alemanes que llegaban con tanta puntualidad. Era socialista a su modo y le habría gustado prohibir que una persona sola poseyera más de cien mil coronas. No me reí un día que, hablando con Guido, confesó poseer precisamente cien mil coronas y ni un céntimo más. No me reí y ni siquiera le pregunté si modificaría su teoría, en caso de ganar más dinero. Nuestra relación era en verdad extraña. Yo no podía reír ni con él ni de él.

Cuando había soltado alguna de sus sentencias, se erguía tanto en su butaca, que sus ojos miraban al techo, mientras que a mí me dirigía el agujero que yo llamaba mandibular. ¡Y veía con aquel agujero! Yo intentaba aprovechar su posición para pensar en otra cosa, pero él reclamaba mi atención preguntándome al instante:

—¿Me escuchas?

Después de esa simpática efusión, Guido pasó mucho tiempo sin hablarme de sus asuntos. Al principio, me contaba algo Nilini, pero después también él se volvió reservado. Por la propia Ada supe que Guido seguía ganando.

Cuando ella regresó, la encontré de nuevo bastante afeada. Más que gorda, estaba fofa. Sus mejillas, que habían vuelto a aumentar, también esa vez estaban fuera de su lugar y le daban forma casi cuadrada a la cara. En los ojos se había acentuado la deformación de las órbitas. Mi sorpresa fue grande, porque por Guido y otros que habían ido a verla había oído decir que cada día que pasaba le aportaba nuevas fuerzas y salud. Pero la salud de la mujer es en primer lugar su belleza.

Con Ada tuve también otras sorpresas. Me saludó con afecto, pero no de modo distinto a como habría saludado a Augusta. Entre nosotros ya no había ningún secreto y, desde luego, ya no recordaba haber llorado ante el recuerdo de haberme hecho sufrir. ¡Tanto mejor! Por último, ¡olvidaba sus derechos sobre mí! Yo era su buen cuñado y me amaba sólo porque volvía a ver las mismas relaciones afectuosas entre mi mujer y yo, que seguían constituyendo la admiración de los Malfenti.

Un día hice un descubrimiento que sorprendió bastante. ¡Ada se creía aún bella! Allí lejos, al borde del lago, le habían hecho la corte y era evidente que gozaba con sus éxitos. Probablemente los exageraba porque me parecía excesivo pretender que había tenido que abandonar el veraneo para librarse de las persecuciones de un enamorado. Admito que algo de cierto pueda haber habido, porque probablemente podía parecer menos fea a quien no la hubiera conocido antes. Pero ya no mucho, ¡con aquellos ojos, aquel color y la forma de aquella cara! A nosotros nos parecía más fea porque, al recordar cómo había sido, veíamos más evidentes las devastaciones realizadas por la enfermedad.

Una noche invitamos a Guido y a ella a nuestra casa. Fue una reunión agradable, de familia. Parecía la continuación del noviazgo de los cuatro. Pero la melena de Ada ya no estaba iluminada por luz alguna.

En el momento de separarnos, me quedé un instante a solas con ella, para ayudarla a ponerse el abrigo. Tuve al instante una sensación algo diferente de nuestras relaciones. Nos habían dejado solos y tal vez podíamos decirnos lo que delante de otros no queríamos. Mientras la ayudaba, reflexioné y acabé encontrando lo que debía decirle:

—¿Sabes que ahora juega? —le dije con voz seria. A veces tengo la sospecha de que con esas palabras quería evocar de nuevo nuestro último encuentro, pues no me resignaba a que hubiera quedado tan olvidado.

—Sí —dijo ella sonriendo— y hace muy bien. Según dicen, ha aprendido mucho.

Me reí con ella, a carcajadas. Me sentí libre de cualquier responsabilidad. Al marcharme, murmuró:

—¿Esa Carmen sigue en vuestra oficina? No llegué a responder porque se marchó corriendo. Entre nosotros ya no se interponía nuestro pasado, pero sí sus celos. Estaban vivos como en nuestro último encuentro.

Ahora, al volver a pensarlo, me parece que debería haber advertido, mucho antes de que me lo anunciaran expresamente, que Guido había empezado a perder en la Bolsa. Desapareció de su cara el aire de triunfo que la había iluminado y manifestó de nuevo su gran ansiedad por el balance, cerrado de aquel modo.

—¿Por qué te preocupas —le pregunté yo, con mi inocencia—, cuando tienes ya en el bolsillo lo necesario para hacer del todo reales esos asientos? Teniendo tanto dinero no se va a la cárcel. —Entonces, como supe más adelante, ya no le quedaba nada en el bolsillo.

Creí con tanta firmeza que tenía la fortuna de su parte, que no tuve en cuenta los numerosos indicios que habrían podido convencerme de lo contrario.

Una noche de agosto me convenció para que lo acompañara a pescar. A la luz deslumbrante de una luna casi llena había poca probabilidad de pescar nada. Pero insistió diciendo que en el mar encontraríamos algún alivio para el calor. En efecto, no encontramos otra cosa. Tras un solo intento, no volvimos a cebar siquiera los anzuelos y dejamos los sedales colgando de la barquita, que Luciano dirigió hacia alta mar. Cierto es que los rayos de la luna llegaban hasta el fondo del mar, con lo que permitían a los peces grandes afinar la vista y advertir la insidia y también a los pequeños capaces de roer el cebo, pero no de llegar con la boquita al anzuelo. Nuestros cebos no eran sino regalos para los pececillos.

Guido se tumbó a popa y yo a proa. Poco después murmuró:

—¡Qué tristeza toda esta luz!

Probablemente lo dijera porque la luz le impedía dormir y yo asentí para complacerlo y también para no turbar concuna discusión tonta la solemne quietud en que nos movíamos lentamente. Pero Luciano protestó diciendo que a él aquella luz le gustaba muchísimo. En vista de que Guido no respondía, quise hacerle callar diciéndole que la luz era sin duda algo triste, porque se veían las cosas de este mundo. Y, además, impedía la pesca. Luciano se rió y calló.

Permanecimos en silencio largo rato. Yo bostecé varias veces mirando a la luna. Lamentaba haberme dejado convencer de subir a aquella barquita.

De improviso Guido me preguntó:

—Tú que eres químico, ¿sabrías decirme si es más eficaz el veronal puro o el veronal al sodio?

La verdad es que yo no sabía siquiera que existiese un veronal al sodio. No se puede pretender, ni mucho menos, que un químico sepa todo de memoria. Yo de química sé lo suficiente como para poder encontrar al instante en mis libros cualquier información y además, poder hablar —como se vio en aquel caso— hasta de las cosas que ignoro.

¿Al sodio? Pero si todo el mundo sabía que las combinaciones al sodio eran las que se asimilaban con mayor facilidad. Más aún, a propósito del sodio recordé —y reproduje con mayor o menor exactitud— un himno a ese elemento entonado por un profesor mío en la única clase suya a la que había yo asistido. El sodio era un vehículo sobre el que se montaban los elementos para moverse con mayor rapidez. Y el profesor había recordado que el cloruro de sodio pasaba de organismo a organismo y que iba acumulándose por efecto exclusivo de la gravedad en el agujero más profundo de la tierra, el mar. No sé si reproduje con exactitud el pensamiento de mi profesor, pero en aquel momento, ante aquella enorme extensión de cloruro de sodio, hablé del sodio con un respeto infinito.

Tras una vacilación, Guido me preguntó también:

—Así, pues, ¿quién quiera matarse debe tomar veronal al sodio?

—Sí —respondí.

Después, recordando que hay casos en que se puede querer simular un suicidio y sin advertir al instante que estaba rememorando a Guido un episodio desagradable de su vida, añadí:

—Y quien no quiera morir debe tomar veronal puro.

Los estudios de Guido sobre el veronal habrían podido darme que pensar. Sin embargo, no comprendí nada, preocupado como estaba por el sodio. Los días siguientes estuve en condiciones de aportar a Guido nuevas pruebas de las cualidades que yo había atribuido al sodio: también para acelerar las mezclas, que no son sino abrazos intensos entre dos cuerpos, abrazos que sustituyen a la combinación o la asimilación, se añadía sodio al mercurio. Éste era el intermedio entre el oro y el mercurio. Pero a Guido ya no le importaba el veronal, y yo ahora pienso que en cualquier momento las cosas debían de irle mejor en la Bolsa.

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