Buenaventura contempló una vez más el crucifijo sobre el altar. Lo había exaltado a único objeto de culto en ese recinto enorme y sobrecogedor. Tenía que llegar al final. Y su sermón no pudo ser más vehemente.
"Ésta es una peregrinación. Debemos entonces preguntarnos qué es una peregrinación. ¿Cuál es su alta significación cristiana? Abraham peregrinó a la Tierra Prometida abandonando las riquezas de Ur y a su padre, que se aferraba a ellas. Los cristianos también marchamos hacia la Tierra Prometida. Abraham prefiguró nuestra marcha, abandonando a Ur, a sus riquezas y a quienes nos obligan a conservarlas. Moisés hizo peregrinar a su pueblo cuarenta años por el desierto para limpiarlo de su mentalidad esclavista y transformarlo en un pueblo nuevo, apto para un inédito rol histórico. Peregrinar es prescindir de la propiedad, de nuestros intereses egoístas, de nuestro apego a la riqueza. Quien se desplaza de un lugar a otro piensa en Dios y en sus semejantes, olvidándose de sus tesoros."
El Obispo le contempló con ojos desorbitados. Su cara era una tormenta. Pálido como los muros de la iglesia, trataba con disimulados gestos de influir sobre el enloquecido párroco. Buscaba una comunicación telekinética para ordenarle moderar su discurso. Pero Buenaventura no lo miraba.
"Muchos peregrinos nacieron aquí. Vienen con frecuencia para controlar sus propiedades. Y hoy vienen a este santuario. Hoy no deben pensar en sus propiedades, sino en los hermanos que se quedaron en esta Villa para hacerlas producir. Hoy no deben preguntar cómo van los cultivos sino cómo crecen los niños de sus peones. Así como aquí repartimos el Cuerpo de Cristo sin que nadie quede olvidado, así en el mundo, que es el Gran Templo del Señor, a nadie le puede faltar el pan ni quedar postergado."
Agustín Buenaventura entornó los ojos para no mirar más esa fantasmagórica mancha del piso que le reproducía cada instante del día. El Obispo se fue sin saludarlo. Jamás comprenderá el sentido que lo movió a cambiar la pompa del santuario por algunas mejoras imprescindibles en el villorrio. Se fue brutalmente herido.
El cura recogió sus pesados miembros, se incorporó y avanzó lentamente hacia el altar.
No le importaban mis moretones, ni los coágulos de las cicatrices, ni mis ojos hinchados, ni las rayas que tatuó el látigo de esa bestia... Estaba furioso... Su furia empezó con mi arresto y aumentó a medida que se achicaba su fajo de dinero... Juan, Juan, no tengo la culpa, le dije sin que salieran lágrimas de mis ojos secos y cansados... Pero no quería oírme, no quería perdonarme, sólo pretendía librarse de su rabia de muchos días, desde que me prendieron en la Arboleda una noche horrible que le dicen blanca... Violaron la puerta, revolvieron los dormitorios, los cajones, los libros deslomados y hasta la cocina...
Me sacaron a patadas, junto con varios estudiantes, como si fuéramos bolsas de desperdicios... A Juan siempre le reventó que fuera a ese barrio, porque dice que los estudiantes en el fondo son unos aprovechadores hijos de mamá.
Así que en vez de consolarme, me aporreó sin lástima... Sin importarle que en la cárcel me dejaron casi loca... que ese monstruo de Pérez me encerró para torturarme a gusto... para que confesara no se qué cosas o simplemente para hacerme sufrir, porque a lo último vomité y, como estaba acostada boca arriba, con cada contracción de mi estómago saltaba un chorro inmundo y ácido que se desparramaba por mi cara y mis ojos y mi nariz y, volviendo a la boca, estimulaba mi última capacidad de asco, aunque ya estaba más ciega y despavorida que en la muerte.
Después me encontré en una jaula llena de mujeres que se molestaban unas a otras día y noche hasta que apareció el curita que estuvo en mi barrio, pero no pude acercarme a él porque me sentía muy débil para abrirme camino a través de esa marabunta que se aplasta contra las rejas y lo insultaba y lo insultaba... No me acuerdo bien porque estaba confundida, dolorida, aterrada, perdida, y al cabo de no sé cuánto tiempo me agarraron de un brazo y esperé otra patada, pero no llegó y con varias mujeres —no todas: las que permanecieron tras las rejas nos gritaron putas, desvergonzadas, aunque eran más putas que una; quién lo puede comprobar— y también algunos hombres a quienes decían comunistas porque a todos los que meten en la cárcel los acusan de lo mismo, nos empujaron a la calle... El aire limpio olía a lavanda, recién me daba cuenta, después de tantos años... La calle era como un chorro de agua fresca... como lavanda, mucha lavanda, parecida a la que tiene Víctor en el estante de su baño... A pesar de los dolores que aumentaban al caminar —caminaba, lentamente y con la inseguridad de una borracha—, creo que sonreía a ese sol o esos pájaros, a las bocinas que parecían recibirme y abrazarme... Pero en casa ya no fue lo mismo: mamá me saludó de lejos, con un reproche que no podía guardarse para más tarde, Santos Inoc eructó por la boca y por el culo, ruidosamente, asquerosamente, indiferentemente; Jacinto torció su jeta con un espasmo despreciativo y se fue... Enseguida supe adonde, porque llegó Juan... Le abrí los brazos a mi hombre, a mi consuelo, a mi esperanza, a mi protector... Juan me cruzó una cachetada... Aturdida, llevé mis dedos a la cara, donde sentía el relieve de las tumefacciones, como pidiéndole disculpas, como narrándole los horribles padecimientos que acababa de sufrir... Pero Juan arrancó mi mano y de un terrible tirón me hizo levantar... Con algunos sacudones más, como si aferrara una rienda, me arrastró a la calle... El aire ya había perdido su fragancia... Me llevó a su grasiento cuchitril, cerró la puerta y me empujó hacia su cama... La cama donde aprendí a quererlo en todas las formas... Entonces tuve otra vez miedo; parecía que allí, en vez de mi amor, estaba ese coronel salvaje... Mi espanto encendió su rabia, como si confirmara sus monstruosas sospechas... Me insultó bajamente... Me golpeó con los puños y las rodillas... en forma humillante... muy humillante... hasta que dolor y sumisión y amor eran como ese barro maloliente que sale y que entra, ensuciando, impregnando, como otro vómito, doloroso, inmundo... placentero.
RUTH
Papá tiene una calidad en el trato que lo hace superior a cualquiera de sus camaradas, por altas que sean las posiciones que hayan alcanzado en el Partido. Su educación, sus modales... ¡qué sé yo! le otorgan una dignidad como la que tal vez lucían los senadores romanos en el apogeo de la República. Tiene una mirada especial cuando escucha aunque su pensamiento vague lejos, que magnetiza al interlocutor. Habla encadenando una frase tras otra con la misma fluidez que Juan Sebastián Bach encadenaba los sonidos de una fuga. Tiene el defecto —se lo reproché— de repetir demasiado, aunque recurra a ingeniosas variaciones. Es como si se enamorara de sus propias ideas y no las quisiera abandonar. Su cultura es tan vasta que le permite opinar sobre cualquier tema con aire de infalibilidad. Lástima que esto lo desmerece: me disgustan los propietarios de verdades absolutas. Ese, sin embargo, es un defecto que tienen muchos camaradas de mi padre. Y también Alejandro, el hijo de Joaquín Sáenz de la Mallorca, que ni siquiera le alcanza a las rodillas.
Un día Alejandro fue a buscarme al club. Estaba jugando al tenis y se sentó en un banco a contemplar el partido. Cuando terminé, me invitó a tomar algo. Fuimos al bar. Opinó sobre mi manera de empuñar la raqueta y me dio algunos consejos. Lo escuché con interés, porque Alejandro también practica deportes. Le gustaba saltar de un tema a otro, citar un apotegma, evocar dos o tres nombres célebres, mencionar una fecha. Era una manera de granjearse la admiración, sin comprometerse con profundizaciones engorrosas. Me llevó hacia El Capital, de Marx.
—Hace poco lo terminé de leer —comenté.
—Lo conozco casi de memoria —dijo con orgullo—. Tendrás que releerlo varias veces para captarlo.
—¿Cuántas veces lo leíste tú?
—Eh... La verdad que lo hice por primera vez a los doce años. Después cada dos o tres años le daba una repasada. Se descubren cosas nuevas.
—Has empezado precozmente —mi voz ya dejaba traslucir la ironía.
—No quise perder tiempo con lecturas vanas —respondió categóricamente.
—Los "vanos" Emilio Salgari, Mark Twain, Arthur Conan Doyle, Julio Verne... —enumeré a propósito, porque en un tiempo fueron mis favoritos.
—No. Julio Verne es una excepción. En la Unión Soviética lo leen mucho. Tiene libros proféticos.
—¿No hacen perder el tiempo?
—¡Hay obras fundamentales y obras que no lo son, Olga!
—¿Cómo lo sabes antes de conocerlas?
—Pues... —me miró con superioridad—. Yo tengo cierta intuición.
—A veces la ayudas con modas soviéticas... —hice aparecer mis hoyuelos.
—Hay que estar actualizado.
—¿Y si en la Unión Soviética se descubriera que las obras de Verne son un narcótico burgués?
—Tontita... —quiso pellizcarme la mejilla condescendientemente, como si fuera una colegiala. Me aparté.
En otra ocasión discutimos sobre las revueltas estudiantiles que agitaron Europa, y particularmente Francia, en el año 1968. Las calificó de trotskistas y denigró sin cortapisas. Después recordó que el Partido Comunista no las había apoyado. Alejandro no padecía ningún conflicto: se limitaba a pensar y argüir de acuerdo a la línea. Quienes se oponían a ella marchaban por el error: eran ignorantes o reaccionarios. De ese modo pasó sin angustia de una postura a otra, como si jamás hubiera quebrado una recta impecable y gloriosa.
Cuando Fidel Castro luchaba en Sierra Maestra no le resultó simpático, luego lo hizo su ídolo y finalmente lo dejó en la sala de espera. Respecto a la Argentina, opinó que Perón era un fascista y últimamente dice que es un revolucionario. Checoslovaquia fue invadida para evitar la implantación de un régimen burgués. Los árabes se defienden del "imperialismo" sionista. China está dominada por una pandilla chauvinista irresponsable. Todo tiene su explicación y es adecuadamente rotulado. Puesto el rótulo, se ve con claridad. Los rótulos son variados, pero elocuentes: trotskista, revisionista, anarquista, sionista, maoísta, nacionalista, fascista, revanchista. Las cosas son simples, blancas o negras, aunque lo que antes fue blanco después se torna negro o viceversa.
No me he molestado en demostrarle su falta de criterio personal. Me resulta pedante y aburrido. ¡Pensar que antes me gustaba porque era apuesto e incluso lo veía parecido a papá! Sus ideas aparentan la arrogancia de su físico. Es una personalidad almidonada que algún día una buena lluvia la ablandará, quitándole su fatuo marfil. Mi admiración por papá le dio chance a Alejandro, pero fracasó. A papá, si se le lava a fondo, le queda siempre una estructura de hormigón. De Alejandro, en cambio, sólo quedarían ruinas lastimosas. Salvadas las distancias de edad, Alejandro me permitió hacer una apreciación más justa de papá.
Torres recibió el paquete y le extendió un billete a la mujer.
—Gracias, padre, gracias —exclamó efectuando zalemas, como si ese dinero, por venir de un cura, tuviera más valor.
Cerró la puerta. Sentía aún en su mano el roce de la piel áspera de la lavandera. Depositó el pequeño bulto sobre la mesa y lo abrió.
Se llama Magdalena —siguió recordando—. Magdalena a secas... o Magdalena de Jesús... Magdalena de la resurrección... María Magdalena.
Contó las prendas, abrió la deslustrada puerta del desvencijado ropero y las acomodó una a una dentro de los estantes torcidos.
Magdalena en busca del amor... El amor de su presunto novio, que le exige dinero; el amor de los estudiantes, que le retribuyen con cierta camaradería; el amor de sus clientes, que desean abandonarla apenas eyaculan; el amor de su madre, que la detesta; el amor de su hermano, que es un idiota... El amor que es compañía, protección, motivación, bálsamo, entrega y que huye de sus manos como un pájaro inasible...
Sentose en el borde de la cama, con las manos colgando entre sus piernas.
Buscaba mi consejo... buscaba mi amor... —esbozó una sonrisa triste y burlona— ¿Qué sé del sexo?... Que ella es una ramera, una pecadora... ¡Reza! ¡Apártate del Mal! —extendió su índice contra la luna del ropero—. ¡Reza, Magdalena! ¡Cien padrenuestros! ¡Quinientas avemarías! ¡Recorre de rodillas siete iglesias, hasta que se te pelen las rótulas!
Torres se miraba en el espejo. Su cara se enrojeció levemente. Su dedo amenazaba como una lanza de varios metros.
¡No forniques con Juan! ¡No forniques con nadie! ¡Sé casta, casta, casta! —dejó caer el brazo pesadamente; su cabeza también se dobló, como si fuera de trapo.
Ella busca el amor a su manera, desesperadamente e infructuosamente.... como yo. No lo encuentro en la soledad, lejos de la carne, y ella tampoco puede alcanzarlo revolcándose en la carne... Está sola, nadando entre genitales y está sola... como yo estoy solo.
Esta soledad que aprieta el cuello, que muerde el estómago, que llena de arenilla las venas.... Sin amigos, sin familia. Sólo con Dios, que tiene oídos enormes, pero no habla... Ella ni siquiera con Dios o... ¡quién sabe!... Ahora acaricia a un cliente, tal vez a su novio... Busca amor, un amor concreto, físico, real, que se sienta en el músculo cardíaco... Yo sólo puedo acariciar el crucifijo, pellizcar el rosario, contemplar imágenes... pedir fuerzas para olvidarme de mi cuerpo, que quiere ser protegido... ¡Solo! ¡Solo en este cuarto! ¡Solo en esta iglesia! ¡Solo en la parroquia! ¡Solo en el mundo! Solo en medio de hermanos que no me pueden transfundir su afecto.
Movió su cabeza, vencida por ideas contradictorias que rodaban confusamente, mezclando su angustia con recuerdos de las evasiones masturbatorias que en el Seminario se reprimían con ferocidad lindante en la vesania, con ilusiones de plenitud, con misticismo, con sublimación, con pesadilla.
El sexo no es del hombre, sino del diablo... Sin embargo, a través del sexo el hombre suele alcanzar su máxima expresión de amor... Puede también, merced al sexo, caricaturizar y deformar al amor, rebajarlo a un brebaje pestilente... cuando hay soledad, como le ocurre a Magdalena, como me ocurre a mí... La soledad descompone al amor del cuerpo... y descompone todo amor... Hablo de un amor que no tengo... que no sé dar ni recibir... Tengo la ilusión del amor... y Magdalena buscó mi consejo sobre el amor. ¡Qué burla más cruel!
Pasó su mano sobre la descolorida colcha. La acarició como si fuera la cabellera rebelde de un niño. Queda bien que un cura acaricie las cabelleras de los niños... Dejad que los niños vengan a mí... Por algo le dicen "padre..." ¡Qué ridículo!... Niños que se alborotan a su alrededor, cuando les reparte golosinas o les enseña algún juego o les narra un cuento de maravillas... Niños que no son suyos, que los siente separados de él, circunstanciales, que como afecto son apenas una mezquina limosna. Porque no es un hombre como los otros, está condenado a vivir solo —otra burla cruel— y ofrecer al mundo una imagen triunfal de su soledad desgarradora.