El pobre Cristo ha sido usado para tantas cosas, que usarlo también para esto no podrá molestarle mucho... si es que después de dos mil años aún le queda paciencia. Ha comandado guerras, asesinatos y conversiones forzosas. Ha bendecido ejércitos enemigos, ha cerrado un ojo ante la opulencia de sus ministros, ha aceptado templos fastuosos. ¿Por qué no dar una manita a estos muchachos dogmáticos que estudian a Marx como si fuera el catecismo?
A Olga le molesta que yo sea tan blasfemo, aunque ella aún dice no ser creyente. Prefiero que en vez de blasfemo me diga "escéptico"... Eso es: escéptico. Rebelde sin causa. Suena más elegante, casi como de película.
Magdalena oprimió el timbre, golpeó con los nudillos, dio ligeros puntapiés. La taquicardia cronometraba su impaciencia. Empezó a oír unos pasos. Se amplificaron lentamente hasta llegar a la puerta. La mirilla hizo un ruido metálico y enseguida giró el picaporte.
Ella permaneció inmóvil un rato, tratando de controlar su agitación.
El padre Buenaventura la invitó a pasar. Ésta era la iglesia de la Encarnación sobre la que tantas veces había oído hablar en casa de Víctor.
—¿Qué ocurre, hija? —preguntó con desconfianza, al ver su desconsolado aspecto.
—Acaban... de arrestar... a Néstor Fuentes.
—¿Néstor Fuentes? No lo conozco —Buenaventura pensó que esta inoportuna mujer le traía un drama pasional.
—Es... un dirigente estudiantil... Aquí... lo deben conocer.
—¿Un estudiante? Venga, tiene que contarnos —cambió súbitamente de voz. La sostuvo de un brazo y llevó por un breve corredor. Abrió una puerta y entraron en la iglesia, profusamente iluminada. La sorprendió el bullicio: decenas de muchachos y chicas hablaban a la vez, corrían los bancos, extendían mantas en el piso. Buenaventura la hizo sentar y avanzó hacia el centro de la nave. Magdalena miraba hacia todas partes, confundida. De iglesia sólo quedaba el recuerdo y algunos objetos de culto. Ésa era una enorme sala, parecida a la de un extraño club. Buenaventura regresó enseguida, acompañado por Torres.
—El padre Torres —lo presentó.
—¡Padrecito! —lo reconoció Magdalena y le extendió ambas manos. Era el mismo que había ido a su casa, que le escuchó sus confesiones y que había hecho tanto para su miserable barrio de San José.
Carlos Samuel la recordó enseguida. Magdalena del amor, de la carne, del dolor, depravación, resurrección... María Magdalena y su horrible soledad. Tenía la cara, las manos y su chillón vestido manchados con polvo, el pelo transpirado y los ojos levemente enrojecidos por ese polvo de la calle o de su sangre. Magdalena narró excitadamente lo que acababa de vivir. Cómo llegó Néstor, malherido, agotado. Cómo la policía lo arrancó del lecho y arrastró igual que a un animal muerto. Ella lo quiso retener, pero fue golpeada brutalmente.
—Se lo llevaron. Yo corrí... Ese chico vino a pedirme ayuda y se la tenía que dar... Corrí muchas cuadras. Pero el vehículo desapareció tras una nube de tierra... Entonces vine aquí, porque me dijeron que es el mejor centro de estudiantes. Ustedes lo podrán rescatar.
Ambos curas movieron sus cabezas, contritos e impotentes.
—¡Hay que salvarlo! —gritó ella—. ¡Caerá en manos de ese coronel Pérez!
—Son muchos los que deberíamos salvar —lamentó Buenaventura, con voz tan ronca que pareció un largo y triste gruñido.
Olga se acercó corriendo, pálida, con los cabellos flotando tras su nuca.
—¡Suban al campanario! ¡Nos rodean!
—¿Qué dice?
Torres se incorporó de golpe y salió como un torpedo. La noticia se expandió rápidamente por la iglesia. Estupor.
—¡Yo sé quién es Pérez! ¡Hagan algo! —sobresalió el grito de Magdalena sobre el murmullo de perplejidad.
Buenaventura titubeó. Se puso de pie, miró hacia la derecha e izquierda y también se alejó hacia el campanario.
Magdalena se acercó al centro de la nave con el rostro desencajado y obsesionada por una idea.
—¡Ese bestia de Pérez lo va a despedazar!
Algunos estudiantes se aproximaron, sin dejar de mirar hacia la puerta que conduce al campanario. Cierto grado de ansiedad empezó a invadirlos como una molesta ráfaga. Un súbito presentimiento agorero blanqueó sus caras. Durante algunos minutos gobernó la indecisión. Entonces alguien trepó a un banco.
—¡¡No desesperen, compañeros!! —extendió sus manos como alas protectoras—. ¡Estamos en el interior de una iglesia! ¡No se atreverán a ultrajarla! ¡Confiemos con valentía!
Torres volvió deprisa. Se abrió camino entre los jóvenes apiñados. Subió al mismo banco, junto al improvisado orador.
—No perdamos la serenidad —lo apoyó—. Nos han rodeado, es cierto. Pero eso no significa que entrarán. Es un bloqueo y dependerá de quien sepa resistir mejor. Nos organizaremos. Racionaremos los alimentos. Estoy seguro que de algún modo nos llegarán provisiones. Alcancé a telefonear a la prensa. Cortaron las líneas cuando terminó mi mensaje. Aún podemos ganar la batalla.
—¡Yo sé quién es Pérez! —Magdalena le interrumpió con un aullido—. A él no le detiene ni Cristo.
La mujer se arrojó al suelo, presa de un ataque histérico.
Sonó una especie de cañonazo. Automáticamente algunos retrocedieron, como si el impacto hubiese dado en ellos. El estampido se repitió. ¡Forzaban el pórtico con un barreno!
Centenares de ojos desorbitados por la sorpresa apuntaron hacia la entrada de la nave.
A Magdalena la habían separado del grupo, porque se la acusaba de mantener vinculaciones estrechas con estudiantes extremistas. A empujones la llevaron hasta otro vehículo. En el camino aprovecharon para manosearla sin escrúpulo, defecando obscenidades. Fue descendida en la Jefatura de Policía. Pasó nuevamente por interrogativos y malos tratos. No recordaba si estaba viviendo en el pasado o si el presente se repetía. Los mismos golpes, las mismas preguntas, idénticos abusos que ayer, que antes de ayer, que hace tantos días.
Sus declaraciones —porque lo que se buscaba, en medio de esa confusión de palabrotas y pellizcos era poner en claro la vinculación de algunas prostitutas con dirigentes comunistas— no satisfacían.
Magdalena era ignorante e ingenua. Primero se defendió rechazando con golpes y mordiscos a las manos impúdicas que se querían hundir en su cuerpo. Después replicó a las afrentas con las reservas más hediondas de su vocabulario. Por último, sangrante y agotada, respondió en forma contradictoria. Decidieron informar al Jefe y éste la hizo traer.
Magdalena quedó a solas con el coronel Pérez, en su despacho herméticamente clausurado. Él se aproximó, apoyó las manos sobre el pecho de Magdalena y de un solo tirón le desgarró la blusa.
—¿Hablarás?
Magdalena temblaba de miedo, con sólo contemplar la faz desencajada del coronel, mezcla de crueldad y de alegría, tan encendida como una fogata.
—¿Hablarás? —gritó el coronel, pellizcando sus pezones con explosiva brutalidad.
Magdalena cayó desvanecida. Él no se perturbó, como si fuera una reacción prevista en su plan. La depositó en el sofá de cuero. Extrajo de su escritorio un ovillo de cuerda trenzada y la ató prolijamente.
Cuando volvió en sí, tardó un rato en comprender que estaba totalmente desnuda, con sus miembros abiertos y sólidamente fijados. El coronel, sentado a su vera, la miraba con inmensa satisfacción, como un ser hambriento que contempla un manjar pronto a devorar. Le hizo algunas preguntas, que ella, con el miedo estrangulándole la garganta contestó automáticamente, tartamudeando, sin pensar en lo que decía, ni hilvanar las frases, ni darles sentido.
El oficial ensanchó su sonrisa, gozoso. Palpó en sus bolsillos y extrajo un paquete de cigarrillos. Encendió uno. Aspiró hondamente hasta que la brasa de la punta refulgió como un mortífero rubí. Tomó el cigarrillo entre sus dedos pulgar e índice. Rió con la boca cerrada, inflándose como un batracio, y pasó su cigarrillo a lo largo del cuerpo de Magdalena, a sólo escasos centímetros de la piel. Ella aulló y se retorció horrorizada. Pérez no dejaba de reírse: le resultaba maravillosa esa desesperada contorsión...
Acomodó mejor el cigarrillo entre sus dedos, tomándolo con la delicadeza de un cirujano, como si se tratara de un platinado estilete, y lo aproximó a las nalgas de la víctima. Ella trataba de huir y su desesperada e impotente defensa excitaba más al coronel. No deseando concluir aún el juego previo, desplazó lentamente la brasa hacia otras partes. Magdalena seguía la encendida brasa con sus ojos desorbitados, rogando que se agotara el cigarrillo, que creciera su ceniza, como si con ello concluyera su tortura. Pérez se regodeaba con su amenaza, apuntando al vientre, a los pechos, a la cara, a los muslos y al sexo de la muchacha. Más que el dolor que podría producirle la quemadura, le deleitaba ese pánico animal. Sentía que una placentera corriente eléctrica le cosquilleaba su cuerpo encendiéndolo como a su cigarrillo. Su goce aumentaba segundo a segundo, con cada gesto y movimiento de ella. Su boca se había puesto seca y dura, como le ocurría antes del orgasmo. Arrojó el cigarrillo lejos y saltó hacia el escritorio. Magdalena giró la cabeza, parpadeando para quitarse las lágrimas y los goterones de transpiración que empapaban sus ojos: casi no veía a través de ese salino lago. Pérez extrajo una fusta y la hizo silbar en el aire. Se aflojó el cinturón y dejó que cayera su ropa. Su cuerpo estaba ardiendo. Insultándola, descargó su primer golpe. Luego otro. Ella se agitó como un pescado recién extraído del agua.
Y él le dio más fuerte, más seguido, por todas partes, mezclándose el salvaje gañido de la fusta con sus gritos obscenos, en un ritmo creciente, brutal, incontenible, hasta que se desplomó en el suelo, retorciéndose de placer, apretando en su puño la fusta con tal vigor que la partía, sacudiéndose en su orgasmo solitario.
EPÍSTOLA
64Carlos Samuel:
No puedo llamarte "querido sobrino". Tres veces te he invitado para ir juntos a las sierras, retirarnos a esos collados impolutos donde se manifestó tu vocación sacerdotal, para hacer un balance equilibrado, sereno y limpio de tus teorías y actividades. Tres veces te has negado, agregando falta de tiempo. ¿De quién huyes? ¿De mí, de ti o de Dios?
MACABEOS
Era una carrera contra los segundos. A golpes de martillo, con serruchos, con los pies, rompían los bancos para improvisar escudos, lanzas y garrotes. El pórtico cedía. Con otra embestida, el barreno lo partiría.
Una oleada de policías, como un chorro de petróleo, invadió súbitamente la iglesia. Cayeron vidrios, se desplomaron las contrapuertas. Los primeros invasores tropezaron con una hilera de bancos —primera línea de defensa— y cayeron de bruces sobre los mosaicos. Los estudiantes les arrojaron una lluvia de tablas. Inmediatamente, esquivando los cuerpos caídos, penetró con ímpetu la retaguardia. Desde el coro les lanzaron más proyectiles. Esta distracción dio oportunidad para que una columna de estudiantes, mezclando sus gritos, se abalanzara contra ellos para expulsarlos del recinto. Un agente desenfundó su revólver y disparó al techo. Ese estampido se reprodujo con un eco grandilocuente e interminable, al tiempo que un ancho trozo de revoque se desplomaba sobre el centro de la nave. Un nuevo refuerzo policial penetró en la iglesia.
El padre Buenaventura arremangó su sotana, empuñó con ambas manos un tablón de metro y medio y empezó a girar como un trompo, demoliendo cuanto se pusiera a su alcance. Los policías no pudieron avanzar. Muchos yacían tendidos. Silbatos y órdenes desde fuera se mezclaban con ensordecedores gritos desde adentro, repeliéndose con la misma fuerza que los cuerpos.
Desde la puerta un oficial arrojó una bomba de gases lacrimógenos. Estalló junto a un estudiante y le quemó el rostro. Su aguda exclamación, lejos de alebronar, enardeció a sus compañeros. Una fila de policías puso rodilla en tierra y disparó sus armas. Algunos jóvenes cayeron escupiendo sangre. Aumentaba la confusión. Nuevas y más espesas nubes de gas hacían imposible proseguir la resistencia. Penetraron agentes enmascarados. Los muchachos y chicas, tosiendo, cubriéndose los ojos con los brazos, lanzaban ciegamente sus proyectiles. El padre Torres encendió una fogata con los restos de algunos bancos para combatir el efecto de los gases. Pero la fuerza de represión se imponía.
Olga fue aquietada con un bastonazo en la nuca y Magdalena arrastrada de los pelos hasta la calle.
Varios camiones blindados aguardaban y a medida que se los llenaba de gente, eran despachados. El tránsito fue oportunamente interrumpido, lo mismo que el acceso de curiosos y de periodistas. La acción fue rápida. Entre el comienzo del bloqueo y la evacuación del último camión blindado, no pasó más de una hora. El último camión se detuvo a poco de iniciar su marcha. Entreabrió una portezuela, apenas lo suficiente como para que pasara un hombre. Por allí fue expelido el padre Torres. Cayó sobre el pavimento. Le sangraban el rostro y las manos. Un policía le ayudó a incorporarse y condujo de nuevo a la iglesia. Trastabillando, alcanzó a apoyarse en una columna. Los gases aún flotaban y empezó a toser. Buenaventura le tomó por los hombros y condujo hacia las habitaciones contiguas.
—¡Cualquier día iban a complicarme en conciliábulos!
Apretó un botón del tablero.
—Habla el suboficial Higueras —contestó desde el aparato una voz ronca.
—¿Detuvieron a todos?
—Sí, excepto los curas.
—Bien, bien. Inicien los interrogatorios, nomás. Después seleccionaré los casos difíciles —sonrió.
—A la orden, mi coronel.
Levantó el cigarrillo del cenicero y se reclinó en su sillón. Estaba satisfecho. Había procedido con técnica impecable, con rapidez y eficacia. Destruyó la gigantesca manifestación de la tarde con la estrategia de un acabado militar. Estudió el terreno, las calles, las plazas, los pasajes comerciales, los bares, todos los vericuetos e irregularidades que podían incidir en el curso de la batalla. Bloqueó las avenidas y los corredores que conducían a ellas hasta que los encerró como miserables ratas. Circunscribió el campo de las acciones. Y cuando los tuvo rodeados, comprimidos, lanzó sus unidades motorizadas. Golpeó con desproporcionada rudeza, paralizándolos en escasos minutos. Luego empezó la caza, un verdadero festín para sus agentes, a quienes dio piedra libre para que se cobrasen todas las vejaciones que desde hacía años venían recibiendo de los estudiantes. Garrotazos. Balazos. Movimientos acelerados, acciones categóricas. Nada de apaciguamiento. El grueso de la ciudad permaneció ajena, porque el cordón que limitaba al campo bélico tenía instrucciones precisas de no abrirse por ninguna causa. Los periodistas fueron mantenidos lejos, sin excepción. Todos los manifestantes que se lograron prender (heridos, muertos y vivos) fueron conducidos velozmente hasta la cárcel central. Los pocos que huyeron —sin contar ínfimas excepciones— se concentraron en la iglesia de la Encarnación.