Esto no lo entiende mi hija. Quizá sí lo entienda Torres. Es muy posible. Pero en su cabeza bailan otras intenciones: popularidad, demagogia, hacerse el mártir. Eso es: coronarse con un limbo. Acordaría con su mentalidad. ¡Imbécil! ¡Mil veces imbécil!
Se detuvo ante el semáforo.
Saldaño está más enfadado con su sobrino que yo con mi hija. Sin embargo, prometió hablarle. Entre curas deben entenderse mejor. Le deseo éxito. Olga no me oirá. Ya lo intenté demasiadas veces. Pasa por años de crisis: llegará el día de la recapacitación.
Luz verde. Arrancó.
No le diré nada a mi mujer. Mejor que no lo sepa nadie. Tampoco Saldaño lo difundirá. Ni él ni yo nos beneficiaremos comentando la entrevista... Jeh... He transpirado antes de decidirme... No estoy arrepentido; era lo único que podía hacer. ¿Quién sino él puede influir sobre Torres? Si fuera cristiano, creería que la Divina Providencia me hizo salir a tiempo de la cárcel para evitar una catástrofe... ¿Por qué me libraron a mí antes que a tantos otros? Olga dijo... (¡se ha vuelto ofensiva esta mocosa!) que soy un comunista inoperante y reaccionario, que ya no causo temor a nadie... ¿Qué pretende? ¿Que salga a la calle a matar policías? ¿Qué otra cosa hace su padrecito Torres? Yo, por lo menos, integro un Partido, una organización, una fuerza de verdad, con respaldo ideológico, político e incluso internacional. ¿Y su padrecito Torres? ¡Ah claro, lo respalda el ángel de la guarda!... Ojalá que Saldaño lo consiga persuadir para que busque la libertad de los estudiantes presos con otros métodos y olvide (o por lo menos posponga) su manifestación de protesta. Que emita una declaración, que reúna firmas, que lo haga gestionar al Obispo. Pero que no conduzca a esos jóvenes inexpertos hacia un fracaso seguro. ¡Ya quisiéramos tener nosotros las redes de la Iglesia! ¿Por qué no las emplea en vez de hacerse el aventurero?
Esta vez exigiría. No se trataba simplemente de informar y cubrirse el rostro. Era necesario realmente que su pedido prosperara; tenía que plantear debidamente el problema, sin temor a las críticas. Sobre la alfombra caía desde la ventana un angosto cilindro de luz. Faltaba aire: espeso cortinado sobre las aberturas, cuadros con anchos marcos labrados, viejas adargas de cuero oscuro, una araña que pendía sobre el escritorio y cuyos caireles serían rutilantes si se encendiera.
—Entre los detenidos hay muchos jóvenes de dignas familias católicas, monseñor... Tendríamos que interceder por ellos.
El Obispo acarició la piel de su mandíbula, pensativo.
—Si han cometido algunas faltas —insistió Torres—, la lección ya es suficiente. No deberíamos permitir que se prolongue su encierro.
—¿Dónde fueron arrestados?
—Bueno... —titubeó Torres—. Fue hace tres noches ¿recuerda? "La noche blanca", como la calificaron algunos periódicos.
—¡Ah!
—Arrestaron centenares de personas. La ciudad fue rayada por las luces de los patrulleros y autos celulares. En algunos barrios se oyeron silbatos y gritos. Sonaron timbres, aldabonazos. En fin, creo que despertó la ciudad entera.
—La noche blanca... —repitió Tardini.
—Muchos hogares fueron violados, monseñor.
—¿Los de dignas familias católicas?
—No podría detallarlo. Mis medios de información son limitados. Pero los hubo.
—La noche blanca... —volvió a murmurar. Se acomodó los anteojos e inclinándose un poco hacia adelante, agregó— ¿La llaman así porque se despertó a la gente, porque las luces de los vehículos policiales iluminaban mucho o porque se limpió a la ciudad de sus oscuras costras?
Carlos Samuel retrocedió en su asiento. Apoyó el extremo de sus dedos sobre el borde del escritorio. Sus posibilidades de éxito quedaron reducidas a menos de la mitad.
—Tal vez haya un poco de todo eso, monseñor.
—Razona bien, Torres —sonrió satisfecho—. Razona bien.
Carlos Samuel sentía que lo estaba bloqueando. Decidió arremeter.
—Pero fue tan grande la razzia, que han caído injustamente muchos inocentes.
—¿Cuántos inocentes?
—No sé. Los jóvenes en su mayoría son inocentes.
—Es curioso —se apoltronó tranquilamente—. Su pedido me trae a la memoria un pasaje bíblico que nada tiene que ver con usted, por cierto. Abraham pidió a Dios que perdonara a Sodoma y Gomorra insistiendo que había inocentes. ¿Se parece usted a Abraham?
Largó una breve carcajada, mirando de reojo la faz izquierda y derecha del cura.
Carlos Samuel tuvo que forzar una sonrisa. Aguardó un instante y volvió al tema.
—¡Los jóvenes son limpios! Si cometen errores, casi siempre es por ignorancia.
—Puede ser. Pero entonces hay que sacarlos de la ignorancia. Deben conocer cuáles son los malos caminos, para evitarlos. Y una manera —¡no la mejor por cierto!... Tampoco la propicia, ¡válgame Dios!— una manera es ésta: la empleada por el poder secular.
—Monseñor... yo...
El Obispo apoyó sus codos sobre el cristal del escritorio, cruzó los dedos de sus manos y adelantó su busto, dispuesto a oír la frase decisiva.
—Yo... vine a solicitarle que interceda ante las autoridades para...
—¡No siga! —le interrumpió.
Carlos Samuel quedó cortado, con la boca abierta y una palabra a medio salir.
—A quien tengo que dirigirme no es a otras autoridades, sino a usted para encarrilar su propia autoridad en la iglesia de la Encarnación.
El curso de la entrevista viró bruscamente hacia un agudo enfrentamiento. El Obispo perdió su bonhomía, había penetrado en un asunto que le quitaba el sueño. Extendió su índice hacia el entrecejo de Carlos Samuel.
—Usted es el culpable de que muchos jóvenes católicos hayan sido arrestados porque los condujo hacia una peligrosa alineación marxista.
—¡Monseñor!
—¡No me interrumpa! —se aclaró la voz y, moderándola, prosiguió—: Usted ha transformado una de las más veneradas y dignas iglesias de nuestra ciudad en un foco de agitación estudiantil. A mi no me confunden los títulos: "catequesis universitaria", "diálogos humanos", "rescate del Evangelio", son, en el fondo, mítines políticos. Eso no es imprescindible para el correcto desempeño de su ministerio. Con esos mítines usted aglomera multitud de jóvenes, satisface las inclinaciones izquierdizantes de algunos grupos pero ¿en qué los cristianiza más profundamente? Los que asisten a los debates sobre subdesarrollo, economía política, socialismo e incluso historia sagrada ¿van a confesarse? ¿Cuántos siquiera oran?
—Monseñor... —Carlos Samuel quiso explicarse respetuosamente.
—¿Olvida que la confesión es un sacramento? Usted no la estimula: casi diría que la ignora. Sé que muchos jóvenes concurren a su misa dominical sólo porque les interesa el sermón. Es una blasfemia para el Santo Sacrificio. A mí no me confunde la cantidad. Preferiría menos gente y más devoción.
La entrevista retomó el aspecto de tantas otras. El Obispo reprendía a Carlos Samuel y éste, con humildad, con estoicismo, bajaba la cabeza para recibir los azotes. Pero esa situación no se resolvía. Marchaban por una meseta en la cual ninguno de los dos podía bajar o ascender sobre el otro. Ambos sabían que tras esa descarga —útil para tranquilizar la conciencia honestamente torturada del Obispo— Carlos Samuel volvería a su iglesia y proseguiría actuando como si nada hubiese ocurrido.
Monseñor Tardini no se atrevía a tomar decisiones más severas porque los nuevos vientos le helaban el corazón.
—Estuve en la cárcel, monseñor —dijo Carlos Samuel al abrigo de una pausa.
El Obispo se sorprendió un poco, pero simuló no interesarse.
—Han mezclado prostitutas con comunistas, con ladrones y con estudiantes —exageró adrede.
Tardini se contempló las uñas. Carlos Samuel esperó su reacción en silencio. Al cabo de un rato le miró a los ojos.
—¿Eso es lo que más le preocupa?
—¿No debería preocuparme, monseñor?
—La noche blanca... —volvió a apoltronarse—. Los cargos deben ser severos —reflexionó lentamente—. Para la policía son todos delincuentes. Hay diferencias, por cierto... Pero —se detuvo en seco y volcó bruscamente su cuerpo hacia adelante—: ¿De qué jóvenes católicos dignos me habla usted?
—Puedo proporcionarle una lista.
—¡Cuántos son! ¿Ciento?, ¿noventa?, ¿ochenta?
—¿Si fueran cincuenta no merecerían su merced?
—Por cincuenta intercederé.
Carlos Samuel tragó saliva. Debía corregirse rápidamente.
—¿Si sólo se trata de treinta? No recuerdo con exactitud la cantidad.
—También lo haré por treinta... Esto es cómicamente parecido a Sodoma y Gomorra.
—¿No lo haría también por los estudiantes no católicos? —Carlos Samuel se puso tenso, jugaba su última carta.
—Mándeme la lista que me prometió y acabemos aquí —Tardini se puso de pie.
El cura bajó los ojos. Se incorporó lentamente. Presentía otro fracaso.
El secretario del Obispo abrió la puerta. Carlos Samuel salió al bruñido corredor. Arrastró lentamente sus pies cansinos.
En la calle, el sol se posó caliente sobre su cara hosca. Contrajo los ojos, rechazándolo.
EPÍSTOLA
52Querido sobrino:
Estoy preocupado. Hasta mí llegan las versiones más encontradas sobre tus actividades. Caminas sobre un terreno cenagoso, donde puedes hundirte con facilidad. Sabes que he confiado en ti, en tu vocación y en tu inteligencia. Pero no eres más que un hombre, sujeto a humanas limitaciones y pasible de ser encandilado por una falsa estrella. No dudo que el móvil que impulsa tu labor es el amor al prójimo. Pero ello no basta para evitar el error.
El Concilio Vaticano II permitió que nuevos vientos soplaran en la Iglesia. Pero entre esos vientos auténticamente cristianos se mezclaron otros largamente repudiados por las autoridades eclesiásticas, que sólo pueden provocar anarquía, confusión y perjuicios.
Es necesario ser honesto y preciso en las interpretaciones que se hacen sobre sus resoluciones, apartándose de las corrientes que pretenden desviar a la Iglesia —o por lo menos a una parte de su clero— hacia actitudes extremistas reñidas con las tradiciones de la civilización occidental. Ten siempre presente que ninguna autoridad católica ha negado el derecho natural de la propiedad privada. Por lo tanto, es un delito ir contra ella. Los cambios sociales que lleven a un mejoramiento social o a una más justa distribución de la riqueza no pueden alterar ese derecho. Se pecaría contra los Mandamientos de Dios. Los cambios sociales no deben pretender igualar a los hombres porque, además de ser una utopía, ataca un hecho que proviene de la voluntad del Señor. El "famoso" diálogo con los comunistas debe ser cauto y armado. No olvides las directrices palabras de León XIII en su Encíclica Quod apostolici que definía a la doctrina socialista como "mortal pestilencia que se infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana y la pone en peligro de muerte".
Los comunistas, tras su falso humanismo, conducen en la práctica a un descarnado totalitarismo ateo, que esclaviza al cuerpo y ahoga el alma. No descartan ningún medio, por reñido que esté con sus concepciones más profundas, incluso alianzas con la Iglesia, a la que siempre mancillaron, si ello puede acercarlos a sus ambiciosos objetivos. Pactar con los comunistas es como pactar con el demonio, porque es infinitamente mayor la probabilidad de que ellos nos controlen a que nosotros los convirtamos.
Recuerda, además, que los materialistas no aceptan que la autoridad proviene de Dios. Por lo tanto, no se sienten obligados a respetarla.
Esa falta de reverencia por la autoridad no sólo daña al cuerpo social, sino a la jerarquía religiosa e incluso a la estructura de la familia. El cristianismo debe mantener viva su cosmovisión vertical, desde Dios hacia abajo. Romper uno de los peldaños de esa escalinata vertical, es dañar en algo la escalinata del Señor. Ésta es una diferencia fundamental con el marxismo.
Por eso la Iglesia está empeñada en una lucha contra el comunismo, no en su favor. La Rérum Novárum fue lanzada para combatir al Manifiesto Comunista, no para respaldarlo. El aggiornamento promovido por Juan XXIII busca pertrechar a la Iglesia con armas modernas que le permitan competir en igualdad de condiciones. Se busca la fortaleza, no el contubernio. Tras cada Pastoral, Encíclica, Conferencia Episcopal o Congreso Eucarístico existe una intención práctica que apunta hacia una vigorización de la Iglesia y la sociedad que la nutre. En otras palabras, vigorizar el santo ministerio y su eficaz jerarquía, establecidas por el mismo Cristo, vigorizar el sentido auténtico de la autoridad y vigorizar el derecho natural, sano y sabio de la propiedad privada.
He sido tu mentor espiritual. Yo te conduje casi de la mano al sacerdocio. Va, pues, mi consejo: Cristo nos quiere en el mundo y no del mundo. Debemos mezclarnos con nuestra grey para conocerla y ayudarla mejor, pero no debemos adoptar sus costumbres y defectos. Los instrumentos de que nos proveyó el Concilio no deben conducir a la liquidación del ministerio. Si los sacerdotes no nos diferenciamos de los laicos, no habrá sacerdocio. La búsqueda de la originalidad a destajo se llama "modernismo". Como la originalidad no es tanta, se cae en lo prohibido, ridículo o grotesco. Nuevos caminos anunciados con trompetas son apenas estrechos y muy sinuosos senderos. ¿No es un signo de alienación escoger a éstos y abandonar las anchas avenidas que durante siglos trazó la Iglesia? Esto, sin embargo, es lo que intentan los tristemente apodados "curas de vanguardia".
Vuélvete, querido Carlos Samuel. Retrocede sobre tus pasos. Nuestra misión es edificante y bella. No perturbes su dignidad ni mancilles su albura con temerarias experiencias. Apártate de esos pantanos donde flota el vaho de la tentación. Nada de lo que actualmente exalta a la juventud y a las masas llevará hacia la salvación. Es un espejismo, es un truco del Demonio. Sólo la Iglesia inspirada por Cristo no pierde el rumbo.
—¡Dame, viejo!
—¡Falta una moneda!
—¡No seas mezquino, viejo! Te la doy otro día.
—¡Falta una moneda, te digo!
—Bueno, toma. ¡Y piérdetela en el culo! —Donato se la arrojó a pleno rostro.
—¡Insolente! Para eso estudian, para aprovecharse de la gente grande.
—¡Raja, viejo!
El vendedor de golosinas empuñó su bastón y se alejó cojeando.
—Éste merece una lección —sentenció Donato. Si tuviera mi guardia, lo metería a ese viejo roñoso en la sala de torturas y allí aprendería a respetarme.