En poco tiempo el salón se llenó de gente. Eurídice estaba excusada de seguir las conversaciones que sostenían las mujeres mayores y se dedicó a acechar el arribo de la mamá de Jorge.
Una salva de aplausos recibió al huésped de honor, el padre Agustín Buenaventura, párroco de la iglesia de la Encarnación.
En ese momento Eurídice pellizcó el brazo de su madre; era la señal convenida. La señora de Fuentes movió sus ojos con la celeridad del águila y atrapó a la señora de Silva Morales en el preciso momento que ingresaba en el salón. Corrió una silla hacia adelante, se desplazó rápidamente, empujó una mesa hacia atrás, hizo señas con una mano, recurrió a toda su voluntad para no gritar, porque eso era ordinario, y felizmente ganó la carrera por tres cuerpos a las mujeres de la Comisión Directiva. Se abalanzó sobre la señora de Silva Morales, la abrazó, rozó su mejilla e invitó a ubicarse en el lugar que le estaba guardando. Los miembros de la Comisión Directiva saludaron de lejos a la recién llegada, mientras la señora de Fuentes la arrastraba aceleradamente hacia Eurídice, temiendo que se le escapara la presa.
La joven sonreía con el más seráfico candor, besó a la señora de Silva Morales y le preguntó por sus hijas, por su marido y, recién al final, venciendo su innata discreción, por Jorge.
La señora de Fuentes refirió que su hijo Néstor concurría a la iglesia de la Encarnación, donde se realizaban importantes reuniones estudiantiles de catequesis y esclarecimiento.
—Es una gran obra la que realizan estos sacerdotes —afirmó—. Llenan un vacío. Muchos jóvenes no saben dónde ir ni cómo encaminar sus vidas. Allí se les orienta. No deja de ser una tranquilidad para las madres que justamente la Iglesia complete la formación de sus hijos.
—¿Es usted muy religiosa?
—¡Sí; somos muy católicos!
—Estos actos de beneficencia son simpáticos. Trato de concurrir siempre.
—Yo también —frunció sus labios, emocionada por encontrar tantos puntos comunes con la señora de Silva Morales...—. Es la mejor manera de ayudar a los necesitados.
—Y mantenerlos tranquilos... —agregó con sorprendente honestidad.
La señora de Fuentes no captó su ironía.
—La Liga de Madres Católicas ha prestado su ayuda a muchísimas obras. Las tengo bien presentes. Por eso la invité a venir: imaginaba que lo haría con gusto.
—¡Ya lo creo! Además tenía curiosidad por conocer al padre Buenaventura. Últimamente empezaron a circular ciertas anécdotas muy coloridas.
—¿Ah, sí?
—De las buenas y de las malas...
—¡No me diga! ¿Oyes, Eurídice?
—¡Bah, son rumores! —trató de quitarle importancia—. Parece que hubo un enfrentamiento con monseñor Constanzo. Cuando murió, fue trasladado a la iglesia de la Encarnación. Antes lo trasladaban de una selva a otra, de una montaña a otra. Vivió de mudanza permanente —alzó con delicadeza una masa y se la llevó a la boca—. Tengo muchos deseos de escucharlo, realmente.
La señora de García Colodrero, Presidenta de la entidad organizadora, se puso de pie y acomodó el micrófono, produciendo fuertes raspones sonoros.
Las damas callaron, algunas bebieron rápidamente los últimos sorbos de té y otras corrieron ligeramente sus sillas para ver mejor.
En pocos minutos la Presidenta justificó el destino que se daba a las recaudaciones de esa tarde, explicando las ventajas de crear un centro para el estudiantado católico de la ciudad. Luego reveló algunas facetas legendarias de ese cura con un poco de sangre india que había enfrentado las trampas de la naturaleza salvaje y convivido con hombres ignorantes de Dios, empuñando un crucifijo y enseñando el Evangelio.
El viejo y obeso sacerdote parecía abstraído en la contemplación del mantel mientras esa buena cristiana refería las anécdotas que él mismo le contó días antes, cuando fue a entrevistarlo para anotar sus antecedentes biográficos.
Se puso de pie, estrechó efusivamente la mano de la señora que acababa de hacerle tan laudatorio introito y, aproximándose al micrófono, articuló su voz grave y espumosa como el mar golpeando a los acantilados:
—Hijas mías: os habéis reunido para apoyar la obra de una iglesia. La señora de García Colodrero acaba de elogiarme porque soy parte de esa iglesia. Mi obra, vuestra obra, la obra mentada o anónima deja huellas, porque jamás escapa al conocimiento de Dios. Y la mayor obra que nos encomendó el Creador es justamente ayudar al prójimo.
Extendió histriónicamente sus brazos en cruz y añadió:
—Así me presentaba yo ante las "temibles" criaturas que no me conocían: sin armas, sin escudo ni defensas. Mi cuerpo abierto en cruz quería decirles: vengo para abrazarlos fraternalmente. Entonces se hizo claro que no eran tan temibles. ¿Cuánta distancia puede haber entre el peor de los hombres y yo, comparada con la distancia que existe entre el Creador del Universo y uno de nosotros? ¿No resultará grotesco al Señor que algún hermano se sienta más digno o importante que otro? Es como si un insecto quisiera convencernos de ello. Yo me presentaba como hermano, actuaba como hermano, ayudaba, reprendía como hermano. Pronto ellos me reconocieron como tal.
Entonces empezó a relatar la vida en los extramuros de la civilización, sus dificultades, su aislamiento, su heroicidad. Asoció los recuerdos sin ordenamiento cronológico, con mala sintaxis pero auténtica emotividad. Su discurso conmovió.
Habló media hora. El tenso auditorio femenino lo aplaudió frenéticamente. Algunas mujeres se sonaron la nariz para eliminar lágrimas que buscan ese atajo y que no malogra el maquillaje palpebral.
Agustín Buenaventura se sentó y con ambas manos se restregó las abultadas mejillas. Había logrado romper los cerrojos de la indiferencia. Esta multitud tenía que apoyar con dinero a su iglesia.
La Presidenta de la Liga aguardó unos minutos y se aproximó al micrófono:
—Nuestro corazón de madres católicas tiene ahora un solo vehículo de expresión: la caridad, la limosna. Las palabras no alcanzan para reflejar nuestro fervor. Al padre Buenaventura tenemos que agradecerle con hechos. En este té de beneficencia no recurriremos a las rifas ni a una vulgar colecta. Cada una de nosotras dirá su aporte y luego lo efectivizará. Yo soy la primera.
La imitaron varias mujeres. Sus brazos se levantaron como bastones sobre sus cabezas.
La señora de García Colodrero recordó algunas anécdotas recién contadas por el sacerdote y las esgrimió como ejemplos para exigir mayor fuego de amor cristiano.
La señora de Fuentes contempló de soslayo a su vecina, que aún no había hablado. Con tantos Bancos, seguramente donará una cantidad notable... Su pecho empezó a agitarse. Ésta era la ocasión para demostrar que los Fuentes también tienen dinero y lo saben ofrecer a las buenas causas. Levantó su mano. Eurídice la contempló. La Presidenta quedó un instante con la boca abierta, porque no esperaba una cifra tan elevada. Su rostro se llenó de luz. Miró a Buenaventura y ambos aplaudieron.
—¡Muy bien! —exclamaron varias voces.
La señora de Fuentes se había sonrosado. Quería simular una tranquilidad que ya había perdido. A veces dar dinero produce tanta satisfacción como ganarlo, aunque parezca increíble.
—La felicito —dijo la señora de Silva Morales.
—He cumplido con mi conciencia —respondió exultante—. Por algo somos católicos. La iglesia de la Encarnación lo merece. ¿Cómo no regalar cuando se puede?
La Presidenta de la Liga elogió al desprendimiento de la señora de Fuentes y estimuló a imitarla.
Eurídice contempló a su madre, que hacía esfuerzos por contener una risa de satisfacción. Ojalá que la señora de Silva Morales se lo cuente a Jorge, pensaron al unísono.
Cualquier cura tiene una mezcla de feminidad y soberbia que enerva. Algo menos en el padre Torres, pero... tiene. El gordo Buenaventura —¡le acertaron con el apellido!— es rudo, campechano, hasta podría decir ordinario. Sí, ésa es la palabra: ordinario. Por eso me gusta un poquito más. Tienen de bueno que no andan rastreando pecados y no se meten con la vida de uno si uno no se lo pide. Tienen de malo —eso es incurable— ser frailes. Por más que se muestren humildes fingiendo o no, hay algo que los distingue, que los pone por encima de los demás. Cuando ellos hablan, los otros callan. Eso porque son curas. Si estuvieran realmente en el llano, como dicen, o por lo menos pretenden, no ocurriría así. Son dirigentes aunque no lo manifieste nadie. Y yo aborrezco a los dirigentes.
Olga me puso en contacto con estos dos frailes que han transformado la tradicional iglesia de la Encarnación en un foco de agitación estudiantil. Ella se ha entusiasmado mucho porque dice encontrarles una pureza de intenciones y una integridad humana que siempre se la inculcaron pero nunca vio practicar. Claro que ella no está harta de cirios y de hostias como yo. ¿Será psicológico? Una vez me llevaron al médico porque tenía fiebre y me prescribió un antibiótico. Saqué a relucir mi cinismo rogándole que salvara mi estómago de una inminente catástrofe por el atosigamiento de hostias a que lo sometía obligatoriamente mi madre. Desde entonces comulgué menos... La teofagia no fue inventada para mí. El médico no supo si reír o salir disparado.
Discutí mucho con Olga acerca de las innovaciones que propugna Torres, al igual que centenares de curas en distintas partes de Latinoamérica. A mi entender, esos cambios empezaron como revolución interna de la Iglesia. El Concilio Ecuménico que convocó Juan XXIII pretendió satisfacer una serie de inquietudes que se manifestaban tímidamente y produjeron una apertura. Esa apertura fue como un boquete en un muro de contención: la fuerza acumulada hizo estallar todas las compuertas y lo que hace pocos años eran simples cambios de forma, se ha transformado en un proceso vertiginoso y radical que amenaza con demoler todo el vetusto e imponente edificio de la milenaria Iglesia. La Iglesia era como una cápsula espacial en el mar. Mientras se mantenía herméticamente cerrada, continuaba flotando con vida en su interior, a pesar de las tempestades que embravecían al oleaje. Pero la Iglesia, necesitando oxígeno, abrió las escotillas y perdió su inmunidad.
Torres y Buenaventura son etapas intermedias, están entre la Iglesia y el mundo. A medida que se comprometan y avancen, estarán más en el mundo y menos en la Iglesia. Cuando estén fuera de la Iglesia se asemejarán a cualquier mortal y no asombrarán a nadie. Ellos juegan el papel del Rey que se viste de Mendigo. Como es algo insólito, el pueblo lanza exclamaciones de perplejidad y admiración. Algunos reprueban, muchos aplauden, todos comentan. Pero el día que ese Rey pierda definitivamente su corona, no valdrá más que el último plebeyo del reino y ya nadie se interesará por él.
Por eso no creo posible la constitución de una "Iglesia de los pobres" que sea fuerte. Una cosa es la palabra del Cardenal, del Nuncio o del Arzobispo en representación de un clero oficialista y enriquecido, que oyen los gobiernos, publican los diarios, aplauden los diplomáticos. Otra muy distinta es la palabra de sacerdotes que se manifiestan abiertamente contra las estructuras vigentes, aunque irradien esa curiosa aleación de feminidad, simpatía y soberbia como Buenaventura y Torres. Estos sacerdotes no tendrán la audiencia del Presidente y serán arrastrados a la cárcel. Su conducta puede obtener resultados favorables al comienzo, pues conquistará al pueblo e incluso a algunos oligarcas sentimentales. Pero cuando no sean manifestaciones aisladas, sino un movimiento con posibilidades de lograr en la práctica lo que sólo parecían declamaciones utópicas, entonces la plutocracia recurrirá a toda su fuerza de represión y no distinguirá entre un sacerdote y un delincuente. Los medios de difusión identificarán a estos curas con los comunistas y el pueblo dejará de ver en ellos al Rey bueno que se vistió de Mendigo.
El pueblo llegará a creer que se trata directamente de un mendigo que no es Rey, que el Rey es la otra Iglesia, la que lo educó de otra manera, en base a otros principios y que se expresa con otra liturgia. Entonces el pueblo dará la espalda a ese Mendigo, ese simple Mendigo que lo quiso confundir, que no tiene poder, que es tan pueblo como él mismo. El verdadero Rey nunca es Mendigo del todo y así se lo demostrarán el Cardenal y el Nuncio, que desde sus tronos y palcos repartirán bendiciones, denunciarán vehementemente las injusticias y dirigirán procesiones para rogar que el Señor —"y solamente el Señor"— derrame su gracia sobre los desheredados.
Los cambios no se logran con bondad ni persuasión. El más grande fracasado es el mismo Jesús, cuya bondad lo llevó a juicio y cuya prédica lo condujo al Gólgota.
Quisiera ver quién es capaz de persuadir a mis padres para que repartan sus bienes entre los pobres y vuelvan a su primitiva pensión en el barrio español. Si el Arzobispo en persona lo exigiera desde el ambón catedralicio, lo único que lograría es que dejen de asistir a misa. Porque entre Dios y el dinero, sólo los idiotas elegirían a Dios.
Encendió el motor. Su ronroneo suave empezó a sedarlo. De todos modos, estaba mucho más tranquilo que al venir. Ojalá que este padre Fermín Saldaño consiga algo.
Puso la primera y empezó a andar. Acarició el volante con sus dos manos. ¿Cuántas veces se lo había ofrecido a Olga? ¿Por qué algunos jóvenes se desviven por un magnífico super-sport como éste y a su hija ya dejó de interesarle después de la primera vuelta? ¿Qué es lo que tiene esta chica? ¿Se puede reducir todo a decir que es un conflicto generacional? ¡Vaya tontería!
Dobló en la esquina y se deslizó velozmente, como una bola de billar por la aterciopelada superficie.
Tengo suficientes referencias sobre el nuevo jefe de Policía. Con este sujeto no se juega. Le circula algo especial en la sangre que el Gobierno ha sabido descubrir. Anunció escalofriantes represiones. Ese cura Torres es un irresponsable. ¡Menos mal que se me ocurrió hablar con su tío! Tiene fama de ultrarreaccionario. Pero no es estúpido el hombre... No es estúpido. Claro: nos separa un Himalaya pero se deja hablar, entiende... razona. ¿Qué beneficio reportará a la sociedad otra manifestación si no está integrada en un plan de lucha coherente? ¿Qué consecuencias puede lograr la insurrección sin conspiración? Intentar conmover a un régimen sin haber planeado qué construir después, es inoperante y pueril: el mismo régimen volverá a controlar el poder porque tiene sus cuadros, sus técnicas y un campo conocido de maniobras. La insurrección es un arte, como la apotegmatizó Marx. El pueblo necesita una dirección inteligente, orgánica y eficaz. No bastan las buenas intenciones ni la audacia. Ya pasó la época de las barricadas. Latinoamérica no es París ni sus fuerzas de represión la blanda caballería de Luis Felipe...