Mordió con rabia al mondadientes y lo quebró. Lo sacó de su boca, separó sus dos extremos, arrojó el mojado y se puso el extremo seco. Sentía que una imprevista lucidez despejaba su cabeza y le aceleraba el corazón. Ese estudiante le habría regalado alguna basura a Magdalena y la tiene en su puño. ¿Qué regalo nos hizo a nosotros para meterse en nuestra casa? ¿Con qué derecho atraerá a la policía y me hará destruir los muebles y hasta enredarme en sumarios y otros inmundos trámites? Tengo que echarlo enseguida. Sacarlo a patadas. Eso es: sacarlo a patadas. ¡Que se vaya a su casa! ¡Que se vaya a la mierda!
Jacinto se incorporó. Estaba irritado, impaciente, como un perro acosado por adelante y atrás. Apoyó su mano sobre la puerta, decidido a abrirla de un violento empujón. Pero lo detuvo un súbito pensamiento. Quedó inmóvil en esa posición intermedia, como si no captara plenamente la sorpresiva idea. Giró y apoyó suavemente su espalda contra la pared. Metió las manos en los bolsillos y miró hacia el cielo buscando estrellas. Por sus ojos cruzó un destello de optimismo. Sonrió levemente. Le pareció temeraria la ocurrencia, casi imposible. Después se reprochó por no haberla imaginado antes. Sacó sus manos y se las restregó. Chasqueó los dedos y empezó a caminar vacilantemente y luego con más decisión.
Avanzó calle arriba, hacia el centro. No en vano se decía que al toro hay que tomarlo por las astas. Se acordó de muchas otras frases sabias. "El que pega primero, pega dos veces." Tenía que apurarse, llegar en el momento de la mayor efervescencia, cuando la pesca de los cabecillas era apasionante, decisiva. Si ese idiota... ¿cómo se llamaba?... no fuera un cabecilla, no tendría por qué esconderse en otra casa. El asunto es clarito como agua de vertiente. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Néstor Fuentes. "Al que madruga Dios le ayuda." Pediré hablar directamente con el comisario. Hay que recurrir a la cabeza y no perder tiempo con las colas. "Traigo una denuncia importantísima. Secreto absoluto."
Lo harán pasar de largo por varias oficinas. Le acompañarán dos policías, uno a la izquierda y uno a la derecha, sin siquiera rozarle los brazos: actuarán como escolta, cuidándose muy bien de ofenderlo. Iba a entrevistarse con el comisario, era un personaje de importancia. "Pase usted" le saludará el jefe poniéndose de pie. Pediré que nos dejen solos, porque traigo un mensaje gravísimo. Cuando se cierre la puerta, me invitará tomar asiento. Sacará un paquete de cigarrillos y me lo extenderá.
Jacinto palpó sus bolsillos y se percató de que no tenía fósforos. No importa: hará el mismo gesto y el comisario se adelantará, extendiéndole fuego con su encendedor. Me recuerda una película. Es realmente de película —volvió a frotarse las manos—. Este Néstor Fuentes no podía haber caído en mejor momento. El comisario me hará acompañar hasta otra oficina donde me entregarán 20 billetes de mil. No, cincuenta. Papeles nuevitos, crujientes. Gracias, me negaré. Es demasiado. Yo sólo cumplí con mi deber... Pero el empleado insistirá en hacerme cobrar la recompensa. No, gracias, no acepto. El empleado me meterá los billetes en el bolsillo, me palmeará la espalda.
No, no, palmearme no, porque significaría confianza: me estrechará la mano, cálidamente, respetuosamente, con admiración. Un grupo de policías aplaudirá a mis espaldas.
¿Qué haré con los cincuenta mil? Le compraré ropa a Isabel, un trajecito a Inoc, para que en el barrio reconozcan mis buenos sentimientos. Iré al almacén y elegiré cajones de vino y cerveza y fiambres surtidos. Mostraré las puntas de los billetes, haciéndolos asomar de mi bolsillo sólo un poquito, provocativamente. El almacenero, como buen gringo, se arrastrará para que le compre más, se olvidará como por arte de magia de que no me quería fiar ni pan, que me sacaba a empujones cuando le pedía vino. Dirá "don Jacinto por aquí", "don Jacinto por allá". Me hará probar una mermelada nueva, un fiambre especial. ¡Sin cargo, don Jacinto! ¡Con confianza, es una atención para usted! ¡Don Jacinto! ¡Don! ¡Don!
Cuando vio la Jefatura, repasó las palabras que pronunciaría ante el comisario. Le demostrará que es un ciudadano digno y consciente de sus obligaciones.
—¿Qué busca? —le detuvo ásperamente el policía que guardaba el acceso.
—Tengo que hablar con el comisario —respondió con arrogancia.
—El comisario está ocupado. ¿Para qué lo quiere?
—Se trata de un asunto muy importante. Es una denuncia. Debo guardar el secreto y confiárselo sólo a él.
—¡Hum!... —le miró de abajo arriba—. Entre en la primera oficina. A la derecha.
Jacinto sonrió triunfal. Había vencido el primer obstáculo. Adelante.
—¿Qué denuncia? —preguntó el agente, tras una máquina de escribir.
—Insisto en que es secreto. Debo hablar con el comisario.
—El comisario no lo recibirá si no sabe concretamente de qué se trata. A él no le vamos a ir con una denuncia sobre el robo de una gallina.
—Se trata de un estudiante... —largó hábilmente la punta del asunto, como provocará con los billetes al gringo del almacén.
—¿Tiene que ver con la manifestación de hoy?
—Sí.
—¡Siéntese! —ordenó en seco y empezó a hacer pasar una hoja por el rodillo de la máquina.
—¿Cómo se llama usted? ¿Dónde vive? —le interrogó con aspereza.
Jacinto tragó saliva. Demoró las respuestas, pero no podía negarse.
Empezó a responder.
—¿Podré ver al comisario? —insistió tímidamente.
—Espere que termine. ¿Cómo dijo que se llamaba el estudiante?
—Néstor Fuentes.
—Muy bien. Puede retirarse.
—Que... que...
—Sí, que se vaya —hizo señas a otro policía que aguardaba en el pasillo para que se acercara y luego, con un gesto muy expresivo, le indicó que lo hiciera desaparecer.
—Pe... pero yo... vine a hablar con el comisario... —insistió zurumbáticamente.
—Ya me dijo lo que tenía que decir. Adiós.
Jacinto se resistió a levantarse de la silla. El agente le zangoloteó con fuerza. Jacinto se había inflamado. Quería llorar, gritar. Todo junto.
Otros policías entraron en la oficina. Sintió que lo levantaron en vilo, que rápidamente salía de esa habitación, que las paredes del pasillo corrían raudamente hacia atrás y era arrojado hacia la negra boca de la calle.
Se arregló la ropa y gesticuló en silencio. Dio pasos en redondo frente a Jefatura, sin decidirse a abandonarla. Esos hijos de puta le habían cerrado el paso hacia el comisario. ¡Si se asomase a la puerta! Pero allí no se movía nadie, ni siquiera el agente que hacía guardia con una ametralladora en la mano y no le quitaba los ojos de encima. Se inclinó para alzar un guijarro. Lo apretó en su mano dispuesto a incrustárselo en la jeta. El policía se puso ligeramente tenso. Jacinto dio otros pasos en ese círculo invisible que trazó sobre la calle, deslizó la piedra en su bolsillo y emprendió la retirada.
Si yo no fuera pobre, si en vez de estas zapatillas rotosas, calzara zapatos de terciopelo, me habrían hecho pasar al despacho del comisario. Se habrían cuadrado en mi presencia. Pero así, con estos pantalones remendados y esta camisa sucia, no valgo nada. Se vale por el estuche. ¡Si lo sabrá el almacenero, que vende cada porquería porque está envasada en una lata de color! Se puede ser el mejor y más digno hombre del mundo, pero si uno no se presenta empaquetado con seda, es igual a un cuzco piojoso. Les traje en bandeja a un cabecilla de la revuelta estudiantil... ¿qué importaba? Les podría haber traído el paradero de todas las pandillas del mundo y no me habrían atendido mejor. Hasta para delatar hay que ser rico... A uno no le creen aunque jure de rodillas. Mierda. Mundo de mierda. La única que estará contenta es Magdalena. Podrá esconder y curar a su estudiante... Pero ya se las verá con Juan... ¡Ah, varón! Por lo menos él le da las zurras que merece, que le quisiera dar yo.
Abrió la puerta de su casa y encontró a Isabel sentada sobre un banquito, encogida como un caracol, la cabeza escondida entre sus brazos.
Le pareció que algo había pasado.
—¿Y el estudiante? —preguntó.
—Recién lo vino a buscar la policía. Alguien lo delató. La estúpida de Magdalena salió corriendo tras el auto policial. A lo mejor la arrestaron también.
Jacinto cerró la puerta tras de sí, caminó hasta su lecho y empezó a desvestirse con cierto alivio, casi reconciliado con la vida.
—¿Y?
—¡Mal!
Torres se desplomó en un sillón. Buenaventura le extendió la frutera llena de manzanas, que el joven sacerdote contempló vacilante y por fin la rechazó. Buenaventura eligió una, la lustró en su sotana, apreció su nuevo brillo y la mordió con apetito.
—¿Te reconoció? —preguntó con la boca llena.
—Sí.
—¿Entonces?
—Ésa es la desgracia: ¡me reconoció! —se puso de pie y empezó a marchar nerviosamente alrededor de la mesa—. El coronel Pérez es un sádico y tiene la manía del gesto viril. Sólo oye a los obsecuentes o a sus superiores.
—¿No sabes tratar a los sádicos?
—Desgraciadamente, no... —hizo una pausa y empezó a recordar—. Pérez, en la escuela, vivía planificando "castigos ejemplares" contra el mundo entero. Hacerle una broma o responderle con indiferencia implicaba poner en movimiento a una máquina de venganzas sin fin.
Buenaventura se estiró la almidonada golilla para poder girar mejor su cabeza, ya que su interlocutor no cesaba de caminar.
—Cultivaba el machismo, la pedantería y la fabulación. Su fantasía era insuperable. Los muchachos le hacíamos rueda (me incluyo) para escuchar sus hazañas, que casi siempre se reducían a crueles violaciones.
—¡Es un enfermo sexual!
—Esas versiones que circulan sobre sus festines con prostitutas detenidas, deben de ser auténticas. Antes de ser Jefe de Policía pagaba muy bien para que alguna ramera aceptara sus perversiones. Ahora ya se puede ahorrar ese dinero.
Buenaventura le volvió a ofrecer las manzanas y Torres las desechó con la mano. Buenaventura insistió, porque una manzana en la boca lo haría sentar. Ya empezaban a marearle tantas vueltas.
Carlos Samuel descubrió la intención del viejo, hizo una mueca de aprobación y mordió la fruta. Buenaventura le señaló la silla de enfrente.
—¿Qué haremos? —preguntó.
—He fracasado con el Obispo. He fracasado con Pérez —enumeró Torres—. ¿Quedan muchos otros caminos?
Buenaventura arrojó a un cesto el resto de su manzana. Contempló el frutero y extrajo otra.
—Presiento que la manifestación no conseguirá nada.
—Tendremos que apoyarla —replicó Carlos Samuel—. Mi conciencia ordena no quedarme de brazos cruzados.
—Monseñor Tardini me advirtió la última vez: "Cristo es un cordero, no una pantera".
—Cristo expulsó con violencia a los mercaderes del Templo.
—Lo sé... El problema está en que una violencia de masas no se puede controlar ni prever dónde termina. —Buenaventura frotó vigorosamente la manzana contra su pecho.
—Nada se hace contra la violencia de Pérez. Su tristemente célebre "noche blanca" es el comienzo de una ola de terror policial.
—Temo que la manifestación no sea pacífica —el trozo de fruta agitaba su mejilla derecha.
—La dirigirán nuestros muchachos.
—Sí, sí —Buenaventura no estaba satisfecho—. Afirmaron que será una marcha silenciosa y ordenada. Pero cualquiera lanzará un cascote contra una vidriera y... ¡adiós disciplina!
—¿Podemos negarle nuestro apoyo? —Torres también dudaba.
—No... Su causa es justa. Evidentemente, es justa.
Parece inevitable
la manifestación. La mayoría estudiantil la apoya con entusiasmo. Yo concurriré como observador, por simple curiosidad, como lo hago a la iglesia de la Encarnación. No sé si es por lo que cuenta don Ignacio con gestos melodramáticos acerca de cómo mataron a Udaondo en la puerta de su bar o porque tenga alguna secreta intuición (de esas que siempre saca a relucir mi madre cuando se cumple su mal presentimiento), algo me dice que se producirá un intemperado choque con las fuerzas de seguridad. Y los corifeos de la Encarnación, que esperan anotarse un triunfo, justificarán el ajuste represivo que el Gobierno ansia impacientemente. Porque eso de "marcha del silencio" o "presión no violenta" o "denuncia cristiana" o como quieran llamarla, son denominaciones que expresan anhelos y no
precisan actitudes. En la Asamblea, algunos católicos revolucionarios hablaron como abortitos de Hitler, haciendo tiritar los parlantes, sin el menor rastro de la evangélica y ovina mansedumbre que pretenden acaparar. Los comunistas, en cambio
—
¡oh sorpresa!
—,
se opusieron a la manifestación. Les gritaron cabrones y se explicaron
—
hablando mucho, siempre hablan mucho
—
que esa manifestación no tendrá suficiente fuerza, que no integra un plan de rebelión orgánico y que puede fracasar. Propusieron organizar un frente. ¡Cabrones, cabrones! Les asaetearon por delante y por atrás. Al final aceptaron obedecer a la mayoría.
Cuando se votó también lo hice por la manifestación, para hacer sufrir a esos comunistas disciplinados, rígidos y algo boludos. Si queremos destruir a esta sociedad burguesa, ¿por qué no destruir también a su engendro? Olga tiene razón cuando critica esa maríscala severidad que lucen en los debates, como si en el pecho les colgaran medallas con el Premio Stalin. Olga los critica porque quiere al "hombre nuevo", como Torres, como el Che Guevara. Yo pienso que eso es utopía. Después de la demolición, no sé qué saldrá: si un hombre nuevo o un gorila viejo o una muía cansada o un loro blanco. En todo caso, nunca saldrá algo parecido a esos comunistas que se sienten los pilares del templo. Por tipos así, no vale la pena mover un dedo.
Mamá parece que teme algo
—
ah, la intuición materna... que yo heredé
—
pero no tanto como para impedirme asistir a la manifestación y divertirme cuando la marcha del silencio se transforme en un desbande fenomenal. ¿Qué harán después Buenaventura y Torres? ¿Una misa de acción de gracias?... Pero no apresurarme... no apresurarme. En una de ésas consiguen lo que quieren y... En fin: si consiguen lo que quieren, seguro que los comunistas les birlarán el triunfo. Después de esta manifestación vendrá otra y otra y otra y el Comité Central las apoyará con toda el alma (perdón, ellos no aceptan el alma, eso es clerical
—
reaccionario
— demodé
)
y
tal vez junto a la hoz y el martillo pongan la imagen de Cristo porque
—
siempre hay una explicación
—
la barbita de Cristo y de Lenin son idénticas. Si conviene, la próxima biografía oficial de Vladimir Ilich dirá que ordenó a su barbero un corte al estilo Jesús, claro que solamente para la barba, porque ya no tenía cabellos. Entonces Cristo será la hoz y Lenin el martillo, con una secuencia maravillosa de simbolismo, porque la hoz representará la vieja historia del campesinado oprimido y el martillo la reciente historia del proletariado industrial; la hoz recordará las parábolas vegetales de Cristo y el martillo el golpe de Estado de Lenin. Cristo y Lenin, hoz y martillo, campesinos y proletarios, creyentes y ateos, todos unidos por la gran revolución que la ganará... ¿Quién dudaría? ¿Los frailes reaccionarios
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chupacirios-tragahostias-genuflexos
—
morfinómanos?... ¡Patada en el traste y al calabozo! Ya prestaron su utilidad, dirán los comunistas. No hace falta más opio... Torres y Buenaventura tendrán su ración de pan y agua en el pringoso ergástulo.