La cruz invertida (20 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: La cruz invertida
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En Olga han incidido varios factores: por un lado

quizá me equivoque en este punto

Carlos Samuel Torres, a pesar de su atrofia sexual por falta de uso, irradia un atractivo personal indiscutible. En él no sólo se ven las ideas, sino algo más. Por otro lado, el hecho de que estos curas no tienen nada, les permite ser más consecuentes con su ideario que al Dr. Bello o sus amigos comunistas que han hecho fortuna y tienen un séquito de empleados, llevan una vida paradigmáticamente burguesa y justifican su dualidad teórico-práctica porque integran una sociedad capitalista a la que "destruyen" por dos frentes: combatiéndola (mediante la acción del Partido) y gozándola (o sea agudizando sus contradicciones).

He asistido a varias reuniones, pero no me dejo arrastrar. Soy un simple observador... Intentan organizar a los estudiantes, convertirlos en una fuerza consciente y eficaz. Quisieron enrolarme pero fue en vano: aborrezco las cosas demasiado organizadas; me sentiría como un minúsculo vellocino en una enorme bolsa de lana. Esos movimientos con consignas, distribuciones de tareas, planos elaborados, decisiones inapelables, me asfixian. Otros son felices. Tienen un placer morboso en dejarse llevar, sacrificarse, hacer méritos por una palmada gratificante, sentirse rodeados de camaradas que comprimen los hombres. Eso les da fuerza y contenido a sus vidas. En la soledad se sienten vacíos, inoperantes, abúlicos. A Olga no sé dónde ubicarla, porque le gusta organizar y compartir tareas, pero tiene criterio independiente y una notable fertilidad de iniciativa.

Mis padres se alegraron de que yo concurra a la iglesia de la Encarnación. No la sitúan con claridad. Piensan que por tratarse de una iglesia es inexpugnable a cualquiera de los males que acechan por doquier a los jóvenes de buenas familias. Buenaventura es un viejo gordo inflado de anécdotas pintorescas sobre legendarias acciones evangelizadoras. Torres, un sacerdote "de mundo", hecho a la moda europea, coronado por rutilantes títulos de ultramar. ¿Qué otras garantías podían exigir? Allí me podía encontrar con un mar de estudiantes católicos que "van a la Universidad para aprender" y no para "quemar su tiempo con política".

Yo escuchaba esas firmes opiniones de mamá, practicando una nueva forma de sonreír sin mover los labios, que inventé. La pobre vieja, ocupada ahora con el noviazgo de Eurídice, creía que la Encarnación venía en su ayuda, ocupándose de la vigilancia que debía ejercer sobre mí. Era un alivio, porque no le alcanzaba el día para atender el caudal de problemas que involucraba cada reunión donde asistía Jorge Silva Morales, sus estilizadas hermanas o sus hartantes padres. De modo que cuando yo decía "me voy a la iglesia", se esfumaban las dificultades y anulaban las preguntas. Cuando se anunciaba un acto importante en la Encarnación al que yo, naturalmente, no podría faltar, mamá dejaba sobre mi lecho una muda completa. A veces me hacia el distraído y otras, para no producirle disgustos con esas pequeñas cosas, me emperifollaba de lo lindo. La satisfacción la tenía allí, en la iglesia, donde la mayoría estaba en mangas de camisa o
sweater
y yo daba la nota individual, con traje oscuro, camisa de seda, auténtico diamante en el broche de la corbata y un aroma de extracto francés que se expandía con la fuerza del incienso.

57

JONÁS

Carlos Samuel empujó la alta puerta de madera. Gimieron sus goznes. El recinto era de una oscuridad compacta. Una catacumba. La catacumba de la Encarnación.

Palpó el revoque áspero hasta descubrir la pequeña llave: encendió la luz. Mesas desvencijadas, escritorios deslustrados, anaqueles hundidos por las irregulares pilas de hojas blancas, grises, verdes, máquinas de escribir, libros, revistas atadas con hilo sisal. Una catacumba del siglo XX donde se trabajaba con pasión, con riesgo y con desinterés por el reino de los cielos, como en aquellas otras, junto a la Vía Apia, que los romanos conocían algo, controlaban algo, toleraban algo y luego persiguieron mucho... hasta que fueron convertidos. Paseó lentamente por el laberinto que configuraban los usados muebles. El silencio era denso y pesado, como en el fondo de los mares. Se acercó al viejo mimeógrafo que Buenaventura adquirió en una casa de compra-venta por un precio ínfimo. Acarició sus costados, palpando la caprichosa orografía de pintura saltada y su palanca bruñida por el roce de la mano que la impulsaba a girar y girar, vomitando un impreso con cada vuelta. Olga Bello lo trataba como un juguete, limpiándolo de ese empaste negro que sedimentaba la tinta, antes de abandonarlo al final de la productiva jornada. Un instrumento, un juguete... Digo bien: un juguete. La divierte. Quizá para ella esto es un juego. Juego Peligroso, pero juego al fin. Los juegos siempre se toman en serio; de lo contrario, aburren. Jugar es, por ejemplo, jugarse la vida. Hay pasión. Los niños montan caballos de madera como si fueran corceles del Mío Cid; los ajedrecistas libran batallas apocalípticas sobre el damero. El cerebro, la sangre, todo hierve con el juego, con el mimeógrafo que es un juguete que juega el juego del cristianismo, del marxismo, del revisionismo, del hombre nuevo, del mundo. Pero también el juego es el campo de francotiradores de la trampa y el adulterio. Olga lo sabe. Por eso me dijo que no todos saben jugar: porque no son flexibles, no valoran a sus contrincantes, ni le encuentran a la vida, a los cambios, a todo, esa imponderabilidad, ubicuidad, azar que aceptaba Heráclito, que no negó Marx y que, desde siempre, está insita en el espíritu bíblico de la libertad. Esta muchacha concentra una motivación peculiar, extraña. Se me ocurre que en algo se parece a esas patricias romanas que apoyaron la nueva fe sin entenderla del todo, pero intuyendo que algo original y grande, promisorio y limpio, palpitaba en el mensaje de los andrajosos apóstoles. Quizá sea más grata a Dios esa adhesión espontánea e inexplicable, juguetona, honesta, incrédula (¿incrédula?) de Olga Bello, que la fe erudita, farisaica e interesada de los devotos sin iniciativa, ni travesuras, ni imaginación.

Muchos jóvenes como ella, que desean un mundo mejor, se han acercado a Cristo cuando la Iglesia ha vuelto a presentarlo sin enfatizar sus atributos de poder. Les atrae la imagen transparente y sencilla de Jesús, sus valores humanos inmarcesibles, su bienintencionada rebeldía contra las estructuras opresoras, sea en economía, sea en religión. Identificarse con ese Cristo, pensar que el verdadero Cristo es ése y no otro, ha escandalizado a muchos "buenos" católicos. Y estos "buenos" católicos ¿qué dicen de mí? Dicen que soy un instrumento de Satán —¡nada menos!—, un brazo del Anticristo socavando febrilmente los basamentos de la Iglesia... La acusación es terrible. Confieso que me ha llegado hondo, porque soy cura. A los laicos no debe afectarles en la misma medida. Y me ha hecho dudar. Muchas veces. Pero Jesús también dudó. Su duda fue tremenda, porque al fin de su martirio reprochó vehementemente a Dios por haberlo abandonado. En cambio, creo que aún a mí no me abandona. Será porque aún me falta un trecho para recorrer. Una minoría, los adictos a esta iglesia en particular, sostienen que marcho por la buena senda. Son los menos. Los menos que serán los más como aquellos primeros cristianos —oscura y microscópica recta que predicaba en los puertos y se guarecía en las cuevas—, que deseaban transformar al mundo... y lo consiguieron.

Buenaventura dice que en mis sermones tiendo a comparar demasiado nuestro tiempo con el de Jesús y a cada hombre —yo incluido— con Cristo: ¿Sacrilegio? Al contrario, ése es el milagro vivo de Cristo: encontrarlo a cada paso, poder identificarnos siempre con Él, estar en Él, como si Él estuviera en nosotros, manteniendo eternamente el estado de Encarnación. Digo que dudo: Cristo dudó. Digo que soy criticado y calumniado por mis pares y por los de arriba: Cristo fue criticado también. Digo que sólo me oye y me sigue una minoría: a Cristo le ocurrió igual. Yo y Cristo. Cristo y yo y cada uno de nosotros. Desde que holló la Tierra, no deja de manifestarse,
Imitado Christi.
Vivir como Él, proceder como Él, ser como Él, disolverse en Él. Cristo fue un rabino, un sacerdote, como yo soy un sacerdote. Cristo habló directamente con el Padre y yo intento hablar directamente con Él. Cristo desenmascaró a la jerarquía del Templo y sus acólitos que procedían como apéndices de Herodes y de Roma, y así deberé actuar yo. Cristo terminó en la Cruz, porque su conducta lleva inexorablemente a la represión y yo deberé prepararme para mi Cruz, aunque no sea grato, aunque me haga estremecer un poco.

Esa identificación con Cristo es buscada por esta muchacha, hija de un distinguido y acaudalado jurisconsulto comunista —le doy la dignidad que a él le gusta lucir—, que se educó en un ambiente iconoclasta —para lo que no fuera marxista— y que adquirió una sólida cultura sin contaminación religiosa. Como ella, muchos se acercan a esta iglesia, aunque con desconfianza. En el fondo buscan a Cristo, a ese Cristo que simboliza al hombre sano, íntegro, amoroso, optimista, alegre y que, después de dos mil años, recién se le llama el "hombre nuevo".

Carlos Samuel sentose brevemente en el ángulo de un escritorio. A su lado, silenciosa, le contemplaba una máquina de escribir. Tocó sus teclas frías, que se hundieron fácilmente, como encogiéndose por el inesperado contacto. Su tío Fermín no creía en el hombre nuevo. El hombre para él es siempre el mismo —eso sí: católico o no católico—. No le preocupa identificarse con Cristo a la manera indicada por San Pablo. Más bien se identifica con algunos de los grandes jefes de la Iglesia: Constantino, Inocencio III, Urbano II, Julio X, Pío XII. Su conciencia navega en paz por las ondas del deber cumplido, tal como la señala la ley. Tío bueno, tío viejo, tío honesto, tío testarudo, tío ingenuo... Dices ser para mí la voz de la conciencia. ¿Qué conciencia? ¿Esa que flota por las letanías? ¿La conciencia de San Ignacio de Loyola? ¿O de mi padre? ¿O las de mis tatarabuelos? ¿O la del Presidente de la República? ¿O la de la
United Fruit
? ¿Su conciencia arropada con disciplina, obediencia y
statu quo
?

Es sí, la voz de la vieja Iglesia —Iglesia sanhedrinizada—, llena de buenas intenciones, de estereotipado pietismo, de depósitos calcáreos, de lenguaje florido y bivalente, de refinamiento diplomático. Es bondadoso como seguramente lo fue Caifás, que practicaba la limosna y cumplía con los preceptos del Señor. Como él, si hubiera tenido que juzgar a un hombre sin títulos, que daba más importancia a un enfermo que al Sábado, es decir que anteponía al hombre —así, con minúscula— a la Institución Religiosa, no habría sido clemente.

Los grandes sacerdotes son los hombres viejos y Cristo el hombre nuevo. Y para ser como Cristo no se debe adoptar el grado del juez. —Él no juzgó: fue juzgado—, ni la del soldado —Él no mató: fue matado—, ni la del propietario —Él no tuvo ni una casa donde nacer.

Fuiste tú, tío Fermín, quien me ayudó a ingresar en el Seminario. Creo que lo decidí cuando correteábamos por la sierra (entonces eras mucho más joven...). Hablabas de mi "vocación de servicio". Me gustó esa denominación. Preguntaste si yo la entendía claramente. Dije: es una vocación que no cuadra, por ejemplo, a Donato. ¿Quién es Donato? Un compañero de escuela. No juzgues, me advertiste. No juzgo, tío, simplemente trato de explicarme, repuse.

Vocación de servicio... En el Seminario dejé de entender por completo su significado. Hasta pensé que en realidad era la vocación de un Donato. ¿El rector tenía vocación de servicio? ¿El padre espiritual o José Tardini, que recibía agradecido sus sobras? ¿Pilato o Herodes?

Carlos Samuel se incorporó. En realidad, apenas se había apoyado. Los pensamientos superan la velocidad de la luz.

Echó una última ojeada a ese cuarto, como lo hacía todas las noches, y se fue a dormir.

58

Caminó largas cuadras arrastrando un hombro sobre las paredes, arrojándose de árbol en árbol, cruzando las calzadas con la precipitación previa a la caída.

Algunos peatones se apartaron creyendo que estaba ebrio.

Con esa intuición que brinda sus favores sólo en los momentos críticos, Néstor llegó hasta la casa de Magdalena. No lo había planeado. Huía de los bastonazos y de las balas que repartió la policía. No quería ir a su propia casa por nada del mundo; en su confusión, tenía clara la idea de que su madre caería fulminada si lo veía entrar en ese estado.

Con un pañuelo se apretaba la herida en su cabeza. El pañuelo estaba empapado con sangre seguramente, pero no la veía. Hasta sus labios resbalaban los hilos de una fría transpiración...

Se pegó a la puerta, jadeando. Golpeó con un puño.

Cuando la puerta se abrió, cayó hacia adentro. Alguien lo sostuvo.

—¡Eh! ¡Qué es esto! —exclamó Jacinto, tambaleándose con el peso del muchacho.

—Magdalena... Por... favor... Magda...lena —balbuceó Néstor, enceguecido por la luz de las bujías.

—¡Está herido! —chilló horrorizada Isabel.

Jacinto lo miró con asombro y quitó sus manos, asustado.

El joven se apoyó sobre la mesa y arrastró sus pies hasta una silla.

Magdalena corrió una cortina y entro precipitadamente. Asió entre sus dos manos la cabeza del estudiante y lo miró con ansiedad.

—Soy... Néstor Fuentes... ¿Me recuerdas?

—¡Qué haces aquí!

—Vengo... de la manifestación... La policía reprimió... fuerte.

—¡Hay que acostarlo! —miró a su madre y añadió—: ¡Calienta agua!

Néstor dejó hacer. Lo arrastraron hasta el lecho de Magdalena y le alivianaron las ropas.

Con un trapo embebido en agua tibia le lavaron las escoriaciones e improvisaron un vendaje compresivo para su cabeza.

—Tendrás que ir a un hospital.

—No... no... La policía me prenderá... Vi cuando cargaron a Víctor y Horacio.

—¿Los llevaron? ¡¡Hijos de perra!! —gritó Magdalena.

—Está herido —protestó su madre—. No puede quedarse aquí.

Jacinto, apoyado en un horcón, contemplaba la escena.

—Nos complicará a todos —añadió mirando a Jacinto; éste asintió brevemente con la cabeza.

Magdalena les arrojó una mirada flamígera, mordiéndose los labios para no decir las palabras que se le amontonaron en la garganta.

Jacinto se sacó el mondadientes y lo contempló contra la luz: la punta no se había quebrado, estaba algo más roma y oscura que el resto. Lo hizo girar entre sus dedos y lo acomodó otra vez en su boca, como un cigarrillo. Con fingida displicencia salió. La noche estaba realmente oscura. No se veían estrellas. Una brisa fresca le enfrió la nariz y las orejas. Se sentó en una piedra, junto al umbral, y apoyó espalda y cabeza contra el revoque de la pared. Ese estudiante traerá complicaciones, su mujer tenía razón. El primer lío sobrevendrá con Juan, que pedirá explicaciones por esa extraña amistad entre Magdalena y el herido. La segunda complicación, la más brava, se producirá cuando se difunda por el vecindario que encubrimos a un cabecilla estudiantil y esto llegue a oídos de la policía. Entonces vendrán a buscarlo, romperán la puerta y los muebles y lo arrastrarán a la calle en medio de los gritos de las mujeres. Yo tendré que simular rabia por el atropello. Entonces será posible que me lleven también o que simplemente me hagan callar con un bastonazo. Quedaré en ridículo. Daré pie a nuevas burlas. Mejor que no me meta. Mejor que permanezca calladito en un rincón, inmóvil, ausente... Puede ser que me interrogarán, que preguntarán por qué lo recibimos y cuidamos. Yo soy el hombre de la casa, al fin y al cabo. Magdalena podrá emperrarse en defenderlo y meternos en un bodrio infernal. Yo tendré que pagar los platos rotos... ¡Mierda! Está fea la cosa. ¿Por qué carajo ha tenido que venir aquí? ¡Con la suerte que tenemos!

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