El coronel meneó la cabeza: ¡Pobres tontuelos! Me sirvieron en bandeja ese foco subversivo. No podían haberme ofrecido mejor oportunidad. Decidí invadirla de inmediato. Mis decisiones tenían la puntería del genio. Pero algunos suboficiales, tímidamente (¡maricas!), objetaron que eran católicos, que se trataba de una iglesia en fin de cuentas, que el derecho de asilo (¡todavía pensando en derecho de asilo!), que deberíamos pedir la aprobación del Obispo, que una cosa, que otra cosa. Me hicieron perder casi cuatro horas. No quería obligarlos a realizar algo en contra de sus convicciones —aunque me sobra autoridad— para que en sus podridas vísceras no le empiecen a dar retortijones los cargos de conciencia.
Tuve que darles mis razones. Si no extirpábamos el foco de la subversión, todas las demás acciones contra los estudiantes, incluida la de esa tarde, perderían valor.
No faltó el suboficial negociador. Pero lo disuadí. Había que tomar esa iglesia y expulsar a los que la profanaban convirtiéndola en comité político. Di mis instrucciones, repitiendo el mismo esquema. Circunscripción de las acciones, bloqueo de las vías de escape y asalto con la máxima brutalidad. En cuanto a los curas, que no se los arreste; en eso les daría con el gusto a los chupacirios.
Salieron los vehículos cargados de hombres. Cuando rodearon la iglesia, desde el campanario observaron nuestro despliegue. Trabaron las puertas y telefonearon a la prensa. Aún pensaban ganarme. Pero no les di tiempo. Apenas me informaron sobre esa maniobra, ordené implacablemente que atacaran. ¡¡Ataquen, maricas!! ¡No les regalen una ocasión para conquistar a los llorones! ¡¡Ataquen!!
Aplastó la colilla del cigarrillo en el cenicero. Se frotó los dedos para sacarse un resto de ceniza que se le había pegado.
Ahora debo darle el toque final a esta obra de arte —cerró los ojos gozoso. Pensó en las palabras adecuadas y escogió un botón del tablero.
—Operador —respondió.
—Comuníqueme con el señor Obispo. Dígale que debo pasarle un informe urgente.
Apretaron sus espaldas contra la corteza del árbol. Ya se los veía llegar. El farol de la esquina los iluminaba con fuerza. Ella se apoyaba en su brazo y con la izquierda acompañaba vagamente la conversación. Caminaban muy lentamente.
Cruzaron el círculo focal de la luz y sus sombras empezaron a alargarse hacia adelante.
—¡Dame un paquete! —susurró Donato.
—Toma. ¡Ah, qué asco!
—No te hagas el marica ahora.
—Shh... ¡Que te pueden oír!
Las sombras se estiraban. Los pasos de la pareja se percibían con mayor claridad.
Donato miró por centésima vez el sendero que atravesaba al baldío, por donde huirían una vez cumplido su plan. Estrujó su dorso contra el árbol y giró la cabeza. Ya están lo suficientemente cerca. Con ambas manos sostenía el paquete que haría explotar contra sus cuerpos. Nadie podrá superar el castigo que infligiría al Director y su mujer.
A diez metros de distancia, cerca del farol de la esquina, aunque con suficiente sombra, permanecía apostado Hormiguita. Donato no confiaba mucho en Hormiguita, pero éste se empeñó en demostrarle que era digno de integrar su pandilla. No hubiera accedido, aunque se le arrastrara como serpiente: le reventaban los tipos llorones. Pero Hormiguita padeció mucho las humillaciones que le impuso el Diré; eso le impulsaría a no fallar, le inyectaría el coraje que nunca tiene.
Un silbido extraño, como producido por una ave, cruzó la calle. Era la señal. Hormiguita ya había quedado detrás de la pareja. Extrajo su caja de fósforos y encendió velozmente el petardo. Donato le observó todos los pasos. No falló en nada: con el primer raspón encendió la cerilla y casi en el mismo instante prendía el cabo del explosivo. Una parábola breve, de cometa, lo llevó un metro detrás de la pareja que estaba cruzando junto a Donato. El estruendo y el grito de la mujer se mezclaron.
Donato afirmó en su derecha el paquete y sosteniéndose con su izquierda del árbol como si fuera un eje, giró con fuerza hasta impactar el paquete en plena cara del hombre. Su esposa pretendió huir cuando el compañero de Donato aplastó otro paquete en la cara de ella. Sus gritos se entrecortaron con burbujas y salivazos y expresiones de asco.
El Diré daba manotazos ciegos y enloquecidos en el aire.
Los tres muchachos ganaron el baldío. La puerta de escape estaba libre, era grande y segura. Donato, con voz falseada, lanzó todo su asqueroso vocabulario, mientras la mujer y el hombre se arrancaban con los pañuelos, las mangas y el vestido las inmundas heces, con desesperación rayana en la locura.
Apenas entreabrieron la puerta, Sáenz de la Mallorca se abalanzó al interior del departamento.
—¡Arturo! —exclamó casi a la carrera.
El doctor Bello estaba sentado junto a un aparato de radio.
—¡Sssiitt! —cruzó sus labios con el índice—. Transmiten el informativo.
El recién llegado se dispuso a escuchar también.
—"Para el lavado de sus ollas, use..."
—Escúchame, Arturo —quiso aprovechar los segundos destinados a la publicidad.
—¡Calla!
—"La iglesia de la Encarnación fue limpiada de agitadores —comunicó gravemente el locutor—. La policía pudo restablecer la normalidad. Hay muchos detenidos, se estima que exceden del centenar. Con esta acción la policía pudo extirpar el último foco subversivo, iniciado con la manifestación estudiantil de la tarde."
—Arturo, mi hijo acaba de llegar a casa. Está herido —explicó Sáenz de la Mallorca.
—¿Se refugió en la iglesia? ¡Cuéntame!
—No. Participó en la manifestación. Lo golpearon y se escondió en el interior de un kiosco donde permaneció encogido, en cuclillas, más de tres horas. Al anochecer pudo escabullirse.
—De Olga no sé nada... Fue herida o arrestada o se refugió en esa maldita iglesia de la Encarnación. ¡No quiero pensar! —escondió su cabeza entre las manos.
—Tenemos que hacer algo.
—¿Qué? ¿Me puedes decir qué? Pero... confiésame... ¿está grave Alejandro?
—Enseguida vino el médico. Parece que no. Le ha prescrito un sedante. No para de hablar.
—¿Qué dice? ¿Qué dice? —Bello se incorporó, ansioso.
—Repite sucesos de la tarde. Está muy impresionado.
—Me imagino. Ha ocurrido lo que preveía. Se han hecho castigar en vano. ¡Si se lo habré prevenido a Olga! ¡Pobre Olga!
Bello se puso el saco.
—¡Vamos! —tomó del brazo al amigo.
—¿Adonde?
—¿No dices que tenemos que hacer algo? Ya no aguanto estar encerrado aquí. ¡Si supiera dónde está Olga!
—Mi hijo actuó bien en la Asamblea —murmuró Sáenz de la Mallorca, como si hablara para sí mismo—. Defendió la moderación, explicó que aún no habían madurado las circunstancias propicias. Dijo lo que pensábamos tú, yo y el Comité Central. Pero fue desbordado por los demagogos, que aprovecharon la excitación de los jóvenes, y la Asamblea decidió llevar adelante la manifestación programada.
—El padre Torres pudo haberla frenado —reprochó Bello.
—¡Quién sabe! Los estudiantes vitorean cuando se los apoya. Seguramente lo hubieran abucheado si pedía suspender la protesta.
El ascensor se detuvo. Bello corrió la doble puerta y salieron.
—Tengo mi auto a la vuelta —explicó Sáenz de la Mallorca—. Tomo precauciones.
—¿Quién empezó la agresión? ¿Lo contó Alejandro?
—Se lo escuché dos veces: salieron de la Asamblea en grupos y se instalaron en varias esquinas del centro, con el propósito de confluir en la gran columna que marcharía por la avenida de la República. Confeccionaron cartelones que exigían la libertad de los estudiantes presos. Avanzaron con disciplina, respetando la consigna del silencio. Pronto aparecieron efectivos policiales seguidos por carros de asalto. Los estudiantes, varios millares, confluyeron en la avenida de la República. La policía no intervino como si deseara ver concluida la concentración. Entonces aparecieron numerosos efectivos que cerraron el paso. La columna se detuvo. Los muchachos parecían tener lacrados sus labios: ni un grito, ni un insulto, ni una orden. Sólo hablaban los carteles. Algunos se sentaron y el resto les imitó. Era una protesta firme y pacífica.
Se instalaron en el automóvil.
—Vamos al Colegio de Abogados —indicó Bello.
—¿Colegio de Abogados? —dudó Sáenz de la Mallorca.
—Necesito su respaldo. Deberán actuar. En cualquier momento seré arrestado también. No es tiempo lo que sobra. Sígueme contando, por favor.
—La policía los bloqueó y comprimió. Se apostaron numerosos camiones blindados y les exigieron subir. Ningún estudiante se movió: cada uno era un Buda en el asfalto. La policía no tenía paciencia y largó una autobomba a lo largo de la avenida. Mi hijo tuvo que apartarse en el último momento porque el vehículo no demostró intención de esquivarlo. Los potentes chorros de agua hicieron rodar a los estudiantes por la calzada. Algunos fueron arrastrados hacia los camiones. Entonces empezaron las resistencias, los puntapiés y los gritos. Desde las viviendas los testigos insultaron a la policía. Los estudiantes empezaron a defenderse con lo que encontraban a mano, invadieron los comercios, sacaron sillas y tablones de escaparates. Con las mesas de un bar armaron rápidamente una barricada y lanzaron sus proyectiles contra los policías. Éstos, rodilla en tierra, hicieron fuego. La confusión se hizo paroxística. Empezaron a caer apresuradamente las cortinas metálicas. Los estudiantes se dispersaron en diferentes grupos. Pero no pudieron alejarse del limitado cordón con que los habían cercado. Cambiando con rapidez de posiciones, desbandaron la acción policial y lograron detener el avance represivo. De todos modos, fue una masacre.
—La radio no dijo nada de eso.
—Lógico. "Los disturbios fueron iniciados por los estudiantes." La policía usó bastones, revólveres, pistolas, lanzagases y ametralladoras. Estaba apurada por dominar la situación. Los estudiantes se defendieron con armas improvisadas.
El doctor Arturo Bello pasó su pañuelo por la frente.
—Después empezó la caza de estudiantes a través de los pasajes comerciales, escalinatas de los edificios e incluso terrazas. Largaron los perros. Alejandro corrió con un grupo hacia un ómnibus. Tropezó, llegó tarde y alcanzó a colgarse de una ventanilla. El vehículo intentó perforar el bloqueo. Viró bruscamente y Alejandro cayó a la calzada. Corrió hacia un kiosco y se refugió en su interior bajo una montaña de diarios y revistas. Cree que el ómnibus logró huir, aunque lo persiguieron a balazos. Dice que la operación fue concluida en poco tiempo.
—Una operación cruenta y exagerada... —añadió Bello.
—Cuando Alejandro abandonó el kiosco casi ni se veían policías. El informativo que oímos fue verídico en eso: las calles volvieron a la normalidad.
—Me opuse a esta manifestación —recordó Bello, con un velo de mesticia—. Dije que sería un clamor en el desierto.
—Pero nuestros hijos participaron en ella, aunque de mala gana.
—Olga no lo hizo de mala gana —corrigió Bello—. El Partido se ha opuesto a muchas de estas refriegas inoperantes, aisladas, anárquicas. Pero después las defendió... como llegando tarde a la cita. Los estudiantes han expresado su protesta. Actuaron con valentía. Su grito se oye desde lejos. Sólo un reaccionario se dedicaría a pergeñar reproches en vez de brindarles ayuda. El Partido no condenará esta manifestación, estoy seguro, aunque no la haya gestionado ni estimulado.
—¿Y si ocurre lo contrario?
—¡No ocurrirá! Estos muchachos merecen nuestro apoyo. Luchan contra las injusticias de esta sociedad. Son limpios. Quieren un mundo mejor sin saber cómo lograrlo. Exigiré al Colegio de Abogados que se lance una acción desde varios frentes para lograr su excarcelación inmediata... —bajó los ojos y añadió con súbita debilidad—, aunque sea en vano.
—¿Cómo podremos ubicar a Olga? —Sáenz de la Mallorca volvía a la grave incógnita.
—Lo estuve pensando mientras me contabas.
—Dime, pues.
—Telefonearé al padre Fermín Saldaño. Es un cura conservador, tío del padre Torres, con quien está muy disgustado. En estos momentos debe ser bien visto por las autoridades militares.
—¿Intercederá?
—Creo que sí.
Sáenz de la Mallorca hizo una mueca escéptica y siguió conduciendo en silencio.
Carlos Samuel buscó la mano gruesa y áspera de Agustín Buenaventura. La comprimió brevemente para infundirle valor. Estaba decidido a aprovechar esa Asamblea Extraordinaria convocada por su Obispo para plantear verdades, decir lo que se había acumulado en su corazón. Estaba dispuesto a derramarlo todo, hasta que se nivelaran las presiones. Dios lo ayudaría. Él encendería su verbo. Ésta era una reunión de ministros, de hombres al servicio de Cristo y por ende del hombre. Tendrán que oírle y reconocer en el Evangelio un mensaje vivo, actual, comprometedor, tendencioso, intransigente. La Iglesia debe servir para construir el reino de Dios, o no sirve para nada. El reino de Dios no se construye apoyando el
statu quo
que institucionaliza el pecado de la explotación humana y de la postergación de las mayorías. En su ayuda vienen todos los libros bíblicos, como ejércitos poderosos, incontenibles.
El Obispo empezó a hablar. Decenas de canónigos, presbíteros y diáconos se encerraron en respetuoso silencio. Sus ojos apuntaron hacia el digno prelado, abstrayéndose un momento del foco de la discordia, esquinado en las últimas filas del salón: Torres y Buenaventura.
—Conocéis los graves acontecimientos que han sacudido nuestra diócesis —la voz de monseñor Tardini era grave y controlada aún.
Carlos Samuel cruzó sus brazos sobre el pecho, su respiración se había acelerado y eso le perturbó. Buenaventura transpiraba.
—En mi corazón he guardado los sinsabores con que dos de mis hijos me han retribuido. Los he perdonado. Y para alejarlos de la temeraria pendiente por la que caminaban, los he trasladado a una de las iglesias más veneradas de esta ciudad. La he confiado a sus manos. Pero ¿qué han hecho para conservar la dignidad de ese templo? —su voz se partió. Bajó la cabeza esperando poder tranquilizarse. Con su pañuelo se cubrió los ojos. Su congoja se transmitió como a través de un cable de alta tensión.
La Asamblea estaba paralizada, contraída.
Carlos Samuel respiraba por la nariz y por la boca. Trataba de rehilvanar su discurso de otra manera, para adecuarla a la nueva situación inesperada, desarmante. Nunca imaginó en su Obispo otra actitud que la de fría admonición. Esperaba palabras duras, acusaciones severas y hasta sanciones inmediatas. Pero no entraba en sus cálculos el llanto.