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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (42 page)

BOOK: La cuarta alianza
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Lucía le miró a los ojos, ofreciéndole su mano. Lorenzo la cogió y la besó cortésmente.

—Sea usted bienvenido a esta casa, don Lorenzo. Si lo desea, podemos tomar asiento cerca del fuego.

—¡Pues sí! La verdad es que hoy se agradece el calor de una chimenea. De lo soleada que ha empezado la mañana, a lo oscura y fría que se ha puesto la tarde va un mundo —respondió, mientras observaba el refinado mobiliario del salón.

—Don Lorenzo, ¿desea un café o una copa de coñac para entrar en calor? —preguntó Lucía, mientras los tres tomaban asiento frente a la lumbre.

—Pues, sin ánimo de abusar, casi le diría que las dos cosas, ¡gracias!

Don Lorenzo miraba a Fernando, dudando en preguntarle algo. Lucía mandó a Manolo que trajera café y se levantó para servirle la copa de coñac, aprovechando para llenar las suyas.

—Si les parece, podíamos tutearnos —propuso Lucía.

Todos acordaron que entre ellos ya no eran necesarios más formalismos. Don Lorenzo, tras unos segundos de silencio, preguntó educadamente por Mónica.

—Fernando, supongo que Mónica no ha podido estar hoy entre nosotros.

—Lamentablemente, no —contestó Lucía de forma inesperada—. Su ausencia sólo se debe a una falta de cortesía por mi parte al no haberla invitado junto con Fernando.

Fernando se sorprendió ante las excusas de Lucía. La verdad es que, aunque pudiera parecer raro, no habían hablado en todo el día sobre el asunto. Fernando, en buena medida, estaba agradecido de no tener a Mónica con ellos tras el fiasco del jueves.

Por su parte, don Lorenzo quiso ver en el detalle algo más que una disculpa. Su intuición le decía que esa mujer no solamente estaba ayudando a Fernando por su condición de historiadora. Allí se estaba cociendo una relación a dos bandas entre el joyero y las dos mujeres. Todavía no conocía bien a la nueva, pero debía reconocer, tras haber estado con la otra, que Mónica era mucho más guapa.

—Bueno... como dice Lucía, hoy no estará con nosotros. Mónica está en estos momentos en Madrid —intervino Fernando, sintiéndose obligado a dar alguna explicación.

—¡Lo lamento de verdad! Honradamente sigo creyendo, como lo expresé en la anterior ocasión, que es una persona de una extraordinaria capacidad, aparte de encantadora y, todo sea dicho de paso, muy bella.

—Seguro que tendremos más oportunidades de estar todos juntos —concluyó Fernando, que deseaba cambiar de tema—. ¿Cómo van tus investigaciones, Lorenzo?

—Entiendo que por buen camino. Ya verás cómo me darás la razón, cuando te informe de algunos de mis descubrimientos. Pero antes de empezar con ellos, no puedo esperar más tiempo sin saber qué habéis averiguado sobre la joya y de qué tipo de joya hablamos. —Se dirigió hacia Lucía—. Deduzco que eres la responsable de la aparición del paquete que mi abuelo mandó al padre de Fernando. ¿Estoy en lo cierto?

—¡Evidentemente! —contestó ella, sin muchas ganas de dar más explicaciones.

Lucía no acababa de confiar en él y tampoco le había gustado nada cómo la miraba.

—Se trata de un brazalete... —Fernando titubeó, dudando si era el momento de entrar de lleno a explicar todo lo que sabían, o si tenía que esperar a que empezase primero él, tal y como había convenido con Lucía. Sin decidirse por ninguno de los dos caminos, siguió hablando entre numerosas pausas—. Pues del brazalete sabemos... que es muy antiguo... —seguía con continuas pausas—, que está realizado en oro... y que pudo pertenecer a los templ...

Lucía, al ver que estaba a punto de revelar una de las conclusiones más importantes a las que habían llegado, le cortó, siguiendo ella con la frase que no le había dejado terminar.

—... los templos funerarios del alto Egipto. ¡Eso! Fernando ha querido decir que pudo ser un brazalete egipcio, encontrado seguramente en alguna excavación de un templo funerario.

Lorenzo estaba atónito ante la actitud dubitativa de Fernando. La explicación le estaba sonando muy rara, y empezó a sospechar que una vez más no eran francos con él. Se incorporo en el asiento y respiró profundamente, adoptando un semblante muy serio.

—Vamos a poner las cosas claras desde el principio. Nos hemos reunido dos expertos en historia para solucionar este enredo y entiendo que estamos todos en el mismo barco. ¿Estáis de acuerdo con ello, sí o no?

Los dos respondieron que así lo veían ellos también: embarcados juntos en la búsqueda de respuestas.

—¡Bien!... ¡De acuerdo! —Inspiró una bocanada de aire—. Entonces, ¿qué pretendéis conseguir ocultándome la información de que disponéis?

Tras disculparse, Fernando reaccionó ante la lógica posición de Lorenzo y, sin más dilaciones, comenzó a explicar todo lo que sabían sobre el brazalete. Compartió la convicción que tenían de su pertenencia a Moisés, junto con los motivos que les habían llevado a pensar eso: las sólidas coincidencias con las referencias bíblicas del Éxodo, las doce piedras semipreciosas que lo decoraban, la variedad nubia del oro con que había sido fabricado y los análisis realizados confirmando su antigüedad. También le hizo partícipe de las sospechas de su posible descubrimiento, por parte de los primeros templarios y fundadores de la orden, en los sótanos del antiguo Templo de Salomón, posiblemente cuando residían justo encima de su emplazamiento original.

—¡Excelente! ¡Os felicito por el enorme avance que habéis conseguido! —Incluyó a Lucía, tratando de ganársela. Notaba en ella cierta incomodidad por su presencia—. Lucía, entiendo que tu participación en este descubrimiento ha tenido que ser determinante, y no lo digo sólo por adularte; se nota la mano de alguien que sabe manejar técnicas de investigación histórica, como la síntesis comparativa, para llegar a una conclusión tan precisa como la presentada, partiendo de los pocos datos de que disponíais.

—Lorenzo, tienes razón al ensalzar el trabajo de Lucía. De no ser por ella, yo no hubiera llegado jamás a las conclusiones actuales. ¡Ella fue la que dio con la clave!

Ambos miraban el rostro de Lucía que, un tanto avergonzada, trataba de restarse importancia.

—Sin pecar de inmodestia, la verdad es que no me ha resultado muy complicado llegar a estas conclusiones. Aunque he de reconocer que todavía tengo muchos puntos sin corroborar de una forma científica. Entiendo, incluso, que con algunos va a ser prácticamente imposible, debido a la falta de pruebas documentales.

Lucía parecía que estaba empezando a alejarse de su relativa frialdad inicial. Fijó la vista en Lorenzo, mientras le expresaba sus dudas.

—Llegado a este punto, tanto a Fernando como a mí, nos resultaría vital conocer cuál es tu criterio, y lo avanzadas que están tus investigaciones. Necesitamos entender qué tipo de conexiones pudo existir entre los templarios y tus antepasados en la Edad Media y, segundo, cómo y por qué vuestros antepasados más cercanos intervienen en un momento determinado, enviándose el brazalete.

—De acuerdo. Os voy a contar las conclusiones a las que he llegado. Me alegra ver que vamos por buen camino. Veréis, durante nuestra charla en Jerez de los Caballeros, comenté, sin entrar en detalle, que había descubierto unas peculiares relaciones entre mis antepasados y los monjes templarios que dirigían la encomienda, durante los siglos XIII y XIV. Es necesario interpretar esas primeras relaciones como las propias de dos vecinos que mantienen frecuentes conflictos por los límites entre sus respectivas propiedades. Esa particular circunstancia produjo una abundante correspondencia sobre asuntos de interés mutuo, o de disputas otras veces. A título de ejemplo, en unos se hacía referencia al reparto de los horarios de riego con el agua de las acequias que compartían. En otros escritos trataban de alcanzar acuerdos acerca de los límites entre una y otra parte de sus dominios. He podido ver, también, reclamaciones sobre la pertenencia de los animales que habrían pasado de una finca a la otra. Bueno, e infinitos temas más. Todos esos documentos estaban guardados en el archivo de mi abuelo, que he tratado de ir recuperando. Primero he ido clasificándolos por fechas, y luego por asuntos. Entre ellos, y después de vernos, encontré uno, fechado el 22 de abril de 1312, firmado por el responsable de la encomienda de Jerez de los Caballeros, que nada más verlo me pareció francamente extraño. Estaba dirigido a un antepasado mío, de nombre Gonzalo Ramírez. En él se hacía referencia a la entrega de un objeto, que éste le habría hecho llegar a mi antepasado, con una clara consigna. —Sacó un papel doblado de un bolsillo de la americana y unas gafas de leer—. «Débase su señor de guardarse en protegerlo, frente a otros que lo demandasen como suyo en el futuro, permaneciéndolo consigo, hasta que se lo tornase a solicitar el que subscribe, y sólo a su propia persona.» Dobló el papel y lo guardó nuevamente en el bolsillo.

—En el escrito no constaba de qué objeto se trataba.

—La fecha del documento ¿no coincide con la bula de supresión del Temple por Clemente V en el concilio de Vienne? —intervino ella.

—Tienes buena memoria, Lucía —respondió don Lorenzo—, pero no exactamente. La bula
Vox in excelso
fue firmada un mes antes, el 22 de marzo, aunque fue el 3 de abril cuando se dio a conocer en el plenario del concilio. De cualquier manera, en esas fechas, su comendador ya debía conocer lo que se estaba cociendo contra la orden, en Francia y en el resto de Europa. Se pudo imaginar que aquello iba a terminar mal y que los bienes de la encomienda corrían el peligro de ser traspasados a otra orden religiosa, tal y como ordenó el Papa.

—Y piensas que, entregándoselo a tu familiar, se evitaba que el objeto pudiera caer en manos de otras órdenes, siempre que éste guardase la suficiente discreción —dedujo Fernando.

—¡Con toda seguridad! —respondió don Lorenzo sin vacilar—. Es más, estoy seguro de que el brazalete es el objeto a que hace referencia el documento. Inicialmente no caí en ello, pues no me dijisteis lo que contenía el paquete. Por mi lado y de todos modos, he tratado de investigar qué pudo ocurrir con el comendador templario. Pero no he logrado saber nada de él, salvo que era muy mayor. No sé... Posiblemente murió sin haber vuelto a demandar el brazalete, y de esta manera fue pasando de generación en generación hasta llegar a mi abuelo.

Lorenzo tomó su copa de coñac y, en ese instante, recordó un detalle.

—¡Ah, se me olvidaba! He querido averiguar el significado de unas extrañas siglas que aparecen en bastantes escritos, aunque no en todos, siempre al final, y detrás del nombre del comendador y en aquellos en los que aparecía mi antepasado Gonzalo. Pero aún no sé qué significado pueden tener. Sólo que se trata siempre de las mismas letras, «F.L.». Sirva de ejemplo el documento de cesión del objeto al que antes me he referido.

A Lucía se le abrieron los ojos de golpe ante lo que acababa de escuchar. Empujada como por un resorte, le interrumpió, mostrando una completa seguridad sobre lo que iba a decir.

—¡«F.L.» son las iniciales d
e filii lucis!

—¿Hijos de la luz? —tradujo rápidamente Lorenzo—. ¡Nunca lo había oído antes! Pero veo que vosotros sabéis algo al respecto. ¿Qué creéis que puede significar esa adscripción?

—¡Pues que ese comendador templario y tu antepasado eran esenios! —respondió Fernando.

—¿Cómo esenios...? ¿Esenios, como los que vivieron en el mar Muerto en tiempos de Cristo? —Les miró lleno de escepticismo, ante lo que a todas luces parecía una peregrina relación entre dos hombres del siglo XIII con una secta judía, desaparecida un montón de siglos antes.

Lucía contó todo lo que había averiguado en Segovia sobre las andanzas del comendador templario de Zamarramala, Gastón de Esquivez. Le resumió las investigaciones realizadas en torno a su vida y le expuso cómo, gracias a ellas, había descubierto unos comportamientos anormales, incluido el asesinato, y su pertenencia a un grupo secreto formado por doce templarios.

Terminó compartiendo con Lorenzo su proceso de deducción, que le había llevado a establecer sólidos paralelismos entre ese grupo de sacerdotes de la primera mitad del siglo XIII con los originarios fundadores esenios, desertores del templo de Jerusalén. Desarrolló su teoría sobre el peculiar valor simbólico de los números que acompañaba —desde cualquier criterio que se quisiese abordar— a la misteriosa iglesia de la Vera Cruz y a ese grupo secreto. Doce eran sus miembros, como doce los primeros fundadores del emplazamiento esenio de Qumram. Se organizaban en torno a una iglesia, la de la Vera Cruz, dodecagonal y en una orografía de notables similitudes con la de los monasterios de las montañas del desierto próximo al mar Muerto.

Lucía hizo también una mención a la existencia y sobre todo al uso de cámaras secretas como posibles emplazamientos para alcanzar la ascesis, al igual que los esenios. Y, por último, la definitiva presencia de las dos iniciales «F.L.», «hijos de la luz», que también ella había encontrado en los escritos del comendador Esquivez y detrás de los once restantes nombres del grupo secreto.

Lorenzo había minusvalorado a esa mujer. Tenía frente a él a una profesional de la historia con una capacidad deductiva sobresaliente, que mantenía siempre un esquema dialéctico bien estructurado sin por ello abandonar el uso de un esmerado vocabulario. Lucía era una mujer verdaderamente brillante.

—Excelente, Lucía. No puedo decir otra cosa, sino aceptar de buen grado que acabas de darme una auténtica lección de investigación. —La había visto intuitiva y rigurosa, ágil y a la vez sensata—. En definitiva, que realmente estoy encantado oyéndote.

Lucía estaba poniéndose colorada ante tanto elogio. Él, sin darle tiempo a manifestarse, siguió hablando:

—¿Recordarías ahora los nombres de los templarios con quienes se comunicaba tu querido Esquivez? Lo pregunto por si alguno de ellos fuera de la encomienda de Jerez de los Caballeros y así pudiésemos atar más cabos.

—¡Pues trataré de hacerlo, aunque no es tarea fácil! Sólo los vi una vez. —Miró a Fernando, pidiéndole ayuda para que los fuera anotando en un papel—. Eran seis franceses; Philippe Juvert, François Tomplasier y Charles du Lipont. Otro era... ¡ya! Guillaume Medier y Richard Depulé, y el último no lo voy a conseguir... ¡Sí!, Philippe Mareé.

—¡Eres increíble, Lucía! Pero ¿cómo puedes acordarte de todos los nombres? —Fernando estaba completamente entregado ante la inteligencia de esa mujer.

—Simplemente creo que tengo buena memoria. Pero, volviendo al tema, me había quedado con los franceses. También había dos nombres ingleses, uno italiano y los españoles. ¡Sigo por estos últimos, que son los más fáciles! Tenemos a un tal Juan de Atareche, navarro, al propio Gastón de Esquívez y por último, a un catalán... Joan Pinaret. Los ingles...

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