Authors: James Ellroy
Enfilamos por Vermont hasta Slauson y luego fuimos hacia el este, pasando por delante de fachadas de iglesias y salones de peluquería, solares vacíos y tiendas de licores que no tenían nombre, sólo carteles de neón que se encendían y se apagaban a la una de la tarde, y decían: L-I-C-O-R-E-S. Giramos por la derecha para entrar en Hoover. Entonces, Lee condujo el coche más despacio y empezó a examinar los portales. Pasamos ante un grupo de tres negros y un blanco más viejo que ellos, sentados en los peldaños de una casa que tenía un aspecto singularmente mugriento; me di cuenta de que los cuatro nos identificaban en seguida como polis.
—Drogados —murmuró Lee—. Se supone que a Nash le gusta mezclarse con ellos, así que vamos a echarles una mirada. Si no están limpios, les apretaremos las clavijas un poco para que nos den su dirección.
Asentí. Lee detuvo el coche en mitad de la calle. Salimos de él y nos acercamos a los escalones, los cuatro tipos metieron las manos en los bolsillos y movieron los pies, la rutina de baile que tienen los tipos nacidos en los suburbios, sea donde sea.
—Policía —dije yo—. Besad la pared despacio y con mucho cariño.
Se colocaron en posición de ser registrados, las manos por encima de sus cabezas, las palmas de éstas pegadas a la pared del edificio, los pies hacia atrás y las piernas separadas.
Lee se ocupó de los dos de la derecha.
—¿Qué... Blanchard? —murmuró el blanco.
—Cállate, so mierda —dijo Lee y empezó a cachearle.
Yo escogí el negro del centro en primer lugar, le pasé las manos a lo largo de las mangas de su abrigo y luego se las metí en los bolsillos. Mi mano izquierda sacó un paquete de Lucky y un encendedor Zippo; mi derecha, unos cuantos cigarrillos de marihuana.
—Drogas —dije, y lo solté todo en el suelo, mirando luego rápidamente a Lee de soslayo. El negro con cazadora que estaba junto a él se llevó la mano al cinturón; cuando la retiró, la luz arrancó destellos al metal—. ¡Socio! —grité yo, y saqué mi 38.
El blanco giró sobre sí mismo; Lee le disparó dos veces en el rostro, a quemarropa. El de la cazadora acababa de abrir su navaja cuando le apunté. Hice fuego, él dejó caer la navaja, se agarró el cuello y cayó contra la pared. Me di la vuelta, y vi que el tipo del extremo hurgaba en la parte delantera de sus pantalones, entonces le disparé tres veces. Cayó hacia atrás; oí un grito: «¡Bucky, agáchate!». Cuando golpeaba el cemento vi la imagen de Lee y el último negro a menos de un metro de distancia el uno del otro. Los tres disparos de Lee lo derribaron justo cuando el negro lograba apuntar una pequeña Derringer. Cayó muerto al instante, con medio cráneo reventado.
Me puse en pie, miré los cuatro cuerpos y la acera cubierta de sangre, anduve con pasos inseguros hacia la calzada y vomité en la alcantarilla hasta que me dolió el pecho. Oí sirenas que se acercaban, me puse la placa en la solapa de la chaqueta y me volví. Lee registraba los bolsillos de los fiambres, arrojando navajas y porros sobre la acera, lejos de los charcos de sangre. Vino hacia mí y yo tuve la esperanza de que sabría decirme algo, cualquier broma que me calmara. No lo hizo; estaba llorando igual que una criatura.
Necesitamos todo el resto de la tarde para poner diez segundos en el papel.
Escribimos nuestros informes en la comisaría de la calle Setenta y Siete y fuimos interrogados por un equipo de homicidios que investigaba todos los tiroteos en que estuvieran mezclados policías. Nos dijeron que los tres negros —Willie Walker Brown, Caswell Pritchford y Cato Early— eran conocidos drogadictos y que el blanco —Baxter Finch— había estado dos temporadas a la sombra a finales de los años veinte. Dado que los cuatro hombres estaban armados y en posesión de marihuana, nos aseguraron que no habría ninguna sesión ante el Gran Jurado.
Yo me tomé el interrogatorio con calma; Lee, fatal, temblaba y murmuraba que había detenido a Baxter Finch un montón de veces por vagancia cuando trabajaba en Highland Park y que casi sentía aprecio por aquel tipo. Durante todo el rato que pasamos en la comisaría, me mantuve cerca de él, y luego lo llevé hasta su coche a través de una multitud de reporteros que nos hacían preguntas.
Cuando llegamos a la casa, Kay estaba de pie en el porche delantero; una mirada a su tenso rostro me dijo que ya lo sabía todo. Corrió hacia Lee y lo abrazó, susurrando:
—Oh, cariño, oh, cariño.
Yo los miré y luego vi que había un periódico en la barandilla.
Lo cogí. Era la edición de la tarde del Mirror, con un gran titular que ocupaba toda la primera plana: «¡Policías boxeadores en una batalla a tiros! ¡¡Cuatro delincuentes muertos!!». Debajo, había fotos publicitarias de Fuego y Hielo, con calzones y guantes de boxeo, acompañadas por fotos policiales de los cuatro hombres muertos. Leí un relato bastante exagerado del tiroteo y un resumen del combate de octubre; entonces, oí gritar a Lee:
—¡Nunca lo entenderás, así que déjame en paz de una jodida vez!
Lee salió corriendo por el camino hacia el garaje, con Kay tras él. Me quedé en el porche, sorprendido ante ese núcleo de blandura que había en el hijo de perra más duro que yo jamás había conocido. Oí que la motocicleta de Lee arrancaba y, unos segundos después, él apareció montado en la máquina y giró hacia la derecha con un chirrido de neumáticos. Era indudable que se disponía a desahogarse con una brutal carrera por Mulholland.
Kay volvió justo cuando el ruido de la moto moría en la distancia. Le cogí las manos.
—Lo superará —dije—. Lee conocía a uno de esos tipos, y eso lo ha empeorado todo. Pero lo superará.
Kay me miró de una forma extraña.
—Pareces muy tranquilo.
—Se trataba de ellos o de nosotros. Mañana tendrás que cuidar de Lee. Estamos libres de momento, pero cuando volvamos al trabajo será para perseguir a una auténtica bestia.
—Cuida tú también de él. Bobby de Witt sale dentro de una semana o así, y en su juicio juró matar a Lee y a los otros hombres que lo arrestaron. Lee está asustado y yo conozco a Bobby. Es de lo peor que existe.
Rodeé a Kay con mis brazos, y la oprimí con suavidad.
—Chist. Fuego y Hielo se ocupan de ese trabajo, así que descansa tranquila.
Kay se libró de mi abrazo.
—No conoces a Bobby. No sabes las cosas que me obligó a hacer.
Le aparté un mechón de cabello de los ojos.
—Sí, lo sé, y no me importa. Quiero decir que sí me importa, pero que...
—Sé lo que quieres decir —replicó Kay y me apartó de un empellón.
Yo la dejé ir, sabía que si iba tras ella me diría un montón de cosas feas que yo no quería oír. La puerta delantera se cerró con un golpe seco y yo me quedé sentado en los escalones. Me alegré de estar solo para intentar ordenar algo las cosas.
Cuatro meses antes, yo era un tipo metido en un coche con radio que no iba a llegar a ninguna parte. Ahora, era un detective de la Criminal que había servido de instrumento para que se aprobara una inversión de un millón de dólares, con dos negros muertos en mi historial. Al mes siguiente tendría treinta años y llevaría cinco en el trabajo. Esto me posibilitaría presentarme a las pruebas para sargento. Si aprobaba y sabía jugar bien mis cartas después, podía ser teniente detective antes de los treinta y cinco años. Y eso era sólo el comienzo.
Empecé a sentirme nervioso, así que entré en la casa y di unas cuantas vueltas por la sala, hojeando rápidamente las revistas y buscando en los estantes algo que leer. De pronto oí ruido de agua corriendo con fuerza, que provenía de la parte trasera de la casa. Fui hacia allí, vi la puerta del cuarto de baño abierta de par en par y sentí el vapor cálido; entonces supe que todo aquello era para mí.
Kay se hallaba desnuda bajo la ducha. Su rostro se mantuvo inexpresivo, incluso cuando nuestros ojos se encontraron. Miré su cuerpo, recorriéndolo con la vista, desde los pecosos senos con sus oscuros pezones hasta las anchas caderas y el liso estómago; entonces, ella se dio la vuelta para ofrecerme la espalda. Vi las antiguas cicatrices de cuchillo que recorrían su espalda desde los muslos hasta la columna. Logré no temblar y me fui con el íntimo deseo de que no me hubiera mostrado eso el mismo día en que había matado a dos hombres.
El teléfono me despertó temprano la mañana del viernes, interrumpiendo un sueño en el que aparecía el titular del
Daily News
del martes —«Los policías Fuego y Hielo dejan fuera de combate a unos criminales negros»— y una hermosa rubia con el cuerpo de Kay. Imaginándome que eran los sabuesos de la prensa que me habían estado haciendo la vida imposible desde el tiroteo, dejé caer el receptor sobre la mesilla de noche y me hundí de nuevo en la tierra de los sueños. Entonces oí: «¡Levántate y brilla, socio!», y cogí el auricular.
—Vale, Lee.
—¿Sabes qué día es hoy?
—El quince. Día de cobro. Me has llamado a las seis de la mañana, me has despertado, para... —Me detuve al percibir una especie de nerviosa alegría en la voz de Lee—. ¿Te encuentras bien?
—¡De maravilla! Corrí por Mulholland a ciento setenta kilómetros por hora y ayer estuve jugando a las casitas con Kay durante todo el día. Ahora me encuentro aburrido. ¿Te sientes con ganas de hacer algún trabajo policial?
—Continúa.
—Acabo de hablar con un chivato que me debe un favor gordo. Dice que Junior Nash tiene un picadero particular..., un garaje entre Coliseo y Norton, detrás de un edificio de apartamentos verde. ¿Echamos una carrera hasta allí? El perdedor paga la cerveza en los combates de esta noche.
Nuevos titulares bailaron delante de mis ojos.
—Trato hecho —contesté.
Colgué el auricular y me vestí en un tiempo récord, para salir corriendo luego hasta mi coche y hacerlo cruzar a toda velocidad los trece o quince kilómetros que había hasta Leimert Park. Y Lee ya estaba ahí, apoyado en su Ford, delante de la única edificación que había en un enorme solar vacío: un bungalow verde vómito con un cobertizo para dos pisos en la parte de atrás.
Dejé mi coche detrás del suyo y bajé de él. Lee me guiñó el ojo y dijo:
—Has perdido.
—Has hecho trampa —repuse yo.
Lee se rió.
—Tienes razón. Te he llamado desde un teléfono público. ¿Te han estado molestando los reporteros?
Examiné a mi compañero con atención. Parecía relajado, pero por debajo de eso se le notaba nervioso, a punto de saltar, aunque hubiera vuelto a colocarse su vieja fachada de bromas y jovialidad.
—Me escondí. ¿Y tú?
—Bevo Means vino a verme y me preguntó qué tal me sentía. Le dije que no me gustaría estar siempre sometido a esa misma dieta.
Señalé hacia el patio.
—¿Has hablado con alguno de los inquilinos? ¿Has comprobado si el coche de Nash está ahí?
—No hay ningún vehículo —dijo Lee—, pero he hablado con el encargado. Le ha tenido alquilado ese cobertizo de atrás a Nash. Éste lo ha usado un par de veces para pasárselo bien con negras, pero el encargado no ha vuelto a verle desde hace una semana o así.
—¿Has entrado?
—No, te esperaba para hacerlo.
Saqué mi 38 y la pegué a mi pierna; Lee me guiñó el ojo, hizo lo mismo que yo y los dos cruzamos el patio en dirección al cobertizo. Los dos pisos tenían puertas de madera que parecían frágiles, con unos escalones a punto de caerse que conducían a la segunda planta. Lee probó con la puerta de abajo y ésta se abrió con un crujido. Nos pegamos a la pared, cada uno a un lado del hueco. Entonces, giré sobre mí mismo y entré en el lugar con el brazo de la pistola bien extendido.
Ningún sonido, ningún movimiento, sólo telarañas, un suelo de madera cubierto con periódicos que se habían vuelto amarillos, y viejos neumáticos de recambio. Salí del lugar andando de espaldas y Lee me precedió por la escalera, pisando con la punta de los pies. Una vez en el rellano, giró el pomo, hizo un gesto de negación con la cabeza y le propinó una patada a la puerta, que cayó limpiamente arrancada de sus bisagras.
Subí la escalera corriendo; Lee entró en el piso con la pistola por delante. Cuando yo llegaba al final le vi enfundar de nuevo su arma.
—Basura de Oklahoma —dijo, e hizo un gesto que abarcó toda la habitación.
Yo crucé el umbral y moví la cabeza en señal de asentimiento.
La habitación apestaba a vino barato. Una cama hecha con dos asientos de coche desplegados ocupaba casi todo el suelo; estaba cubierta con una tapicería desgastada y sembrada de condones usados. Botellas de moscatel vacías se encontraban amontonadas en los rincones y la única ventana aparecía cubierta de suciedad y telarañas. El olor empezó a molestarme, así que fui hacia ella y la abrí. Cuando miré hacia afuera, vi un grupo de policías de uniforme y hombres vestidos de civil que se encontraban en la acera de Norton, a mitad de la manzana que daba a la Treinta y Nueve. Todos contemplaban algo que se encontraba entre los hierbajos de un solar vacío; dos coches patrulla y uno policial sin señales identificadoras estaban estacionados junto a la acera.
—Lee, ven aquí —dije.
Lee metió la cabeza por la ventana y entrecerró los ojos para ver mejor.
—Creo que distingo a Millard y a Sears. Se suponía que hoy les tocaba estar haciendo su ronda, así que, quizá...
Salí corriendo del picadero, bajé los peldaños y doblé la esquina hacia Norton, con Lee pisándome los talones. Al ver que un coche del departamento fotográfico y el furgón del forense se detenían con un chirrido de neumáticos, aceleré mi carrera. Harry Sears estaba bebiendo sin esconderse ante media docena de agentes; distinguí un destello de horror en sus ojos. Los hombres de las fotos habían entrado en el solar y se desplegaban por él, apuntando sus cámaras al suelo. Me abrí paso a codazos por entre un par de patrulleros y vi a qué venía todo aquello.
Era el cuerpo desnudo y mutilado de una mujer joven, cortado en dos por la cintura. La mitad inferior yacía entre los hierbajos, a unos metros escasos de la mitad superior, con las piernas bien abiertas. Del muslo izquierdo le habían amputado un gran trozo en forma de triángulo y tenía un corte largo y ancho que iba desde el borde seccionado hasta el inicio del vello púbico. Los faldones de piel que rodeaban la herida habían sido apartados; dentro no había órganos. La mitad de arriba era peor: los senos aparecían cubiertos de quemaduras producidas por cigarrillos; el derecho estaba casi suelto, unido al torso tan sólo por unas hilachas de piel; el izquierdo había sido mutilado con un corte circular rodeando el pezón. La herida llegaba hasta el hueso pero lo más horroroso de todo aquello lo constituía el rostro de la chica. Era un enorme hematoma púrpura, la nariz la había sido aplastada hasta que se confundía con la cavidad facial, la boca estaba tajada de un oído a otro, lo que le daba una especie de burlona sonrisa, como si estuviera riéndose del resto de brutalidades infligidas. Supe que me llevaría esa sonrisa a la tumba.