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Authors: James Ellroy

La dalia negra (11 page)

BOOK: La dalia negra
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Nuestra conversación casi siempre eludía a Lee, como si discutir el puro y simple centro de nuestra relación a tres sin que él se hallara presente fuese hacer trampas. Kay hablaba de sus seis años de universidad y de los dos títulos que Lee le había financiado con el dinero de sus combates y de que su trabajo como profesora suplente era perfecto para la «diletante demasiado educada» en que se había convertido; yo hablaba de crecer siendo un kraut en Lincoln Heights. Nunca comentábamos nada de mis chivatazos al Departamento de Extranjeros o de su vida con Bobby de Witt. Ambos percibíamos cuál era la historia general del otro; pero ninguno de los dos quería detalles. Ahí, yo jugaba con ventaja: los hermanos Ashida y Sam Murakami llevaban mucho tiempo fuera del mapa, pero Bobby de Witt se encontraba a sólo un mes de rondar Los Ángeles en libertad condicional... y yo me daba cuenta de que Kay temía su regreso.

Si Lee estaba asustado, nunca lo demostró desde el momento en que Harry Sears le dio la noticia, y jamás le molestó durante los mejores ratos de nuestras horas juntos..., las que pasábamos trabajando para la Criminal. Ese otoño aprendí lo que era en realidad el trabajo de la policía, y Lee fue mi maestro.

De mediados de noviembre hasta año nuevo capturamos un total de once delincuentes, dieciocho tipos con órdenes de búsqueda por infracciones de tráfico y tres fugitivos que habían violado su libertad condicional y se ocultaban. Nuestras batidas hechas sobre tipos de aire sospechoso que rondaban por la calle nos proporcionaba media docena de arrestos más, todos ellos por problemas de narcóticos. Trabajábamos a las órdenes directas de Ellis Loew; también usábamos los informes de la sala común y los sumarios delictivos, todo ello filtrado por el instinto de Lee. A veces, sus técnicas eran cautelosas y llenas de rodeos; en otras ocasiones, brutales, pero siempre se mostraba amable con los niños. Cuando se ponía duro para obtener alguna información, lo hacía porque era el único medio de conseguir algo.

Así que nos convertimos en un equipo de interrogadores «chico bueno-chico malo». El señor Fuego con sombrero negro y el señor Hielo con sombrero blanco.

Nuestra fama de boxeadores nos proporcionaba algo más de respeto en la calle, y cuando Lee apretaba las clavijas duro en busca de información y yo intercedía en bien del interrogado, conseguíamos nuestros deseos.

La relación no era perfecta. En los turnos de veinticinco horas, Lee sacudía un poco a los drogados en busca de tabletas de benzedrina y se las tragaba a, puñados para mantenerse alerta; entonces cada negro que veíamos 'se convertía en «Sambo», cada blanco en «un mierda» y cada mexicano en «Pancho». Toda su dureza y tosquedad emergían a la superficie y destruían su considerable delicadeza habitual; por un par de veces hube de contenerle para que no pasara a mayores cuando se dejaba llevar por su papel de tipo malo del equipo.

Pero era un precio pequeño a pagar por lo que estaba aprendiendo. Bajo la tutela de Lee rápidamente llegué a ser bueno en el oficio y no era yo el único que lo sabía. A pesar de haber perdido medio de los grandes en el combate, Ellis Loew empezó a tratarme mejor cuando Lee y yo le llevábamos unos cuantos tipos a los cuales se le caía la baba por juzgar; y Fritz Vogel, que me odiaba por haberle quitado el puesto de la Criminal a su hijo, acabó admitiendo a regañadientes ante él que yo era un policía de primera.

Y, algo sorprendente, mi celebridad local duró lo suficiente como para proporcionarme algún beneficio extra. Lee era un tipo favorecido por H. J. Caruso, el vendedor de coches que hacía esos famosos anuncios por la radio, y si el trabajo escaseaba, buscábamos coches que no hubieran pagado del todo. Cuando encontrábamos uno, Lee rompía la ventanilla del lado del conductor de una patada y hacía un puente mientras que yo montaba guardia. Luego, formábamos un convoy de dos coches, nos íbamos al terreno que Caruso tenía en Figueroa y H. J. nos soltaba cuarenta pavos por cabeza. Hablábamos con él de los policías, los ladrones y de boxeo. Después, nos entregaba una botella de buen bourbon que Lee siempre le regalaba después a Harry Sears para mantenerle engrasado y que nos diera buenos datos de Homicidios.

Algunas veces nos uníamos a H. J. para el combate de boxeo de la noche del miércoles en el Olímpico. Tenía una especie de palco construido para él junto al ring que nos mantenía protegidos cuando los mexicanos del gallinero arrojaban monedas y vasos de cerveza llenos de orina al cuadrilátero, y Jimmy Lennon nos dejaba participar en las ceremonias anteriores al combate. Benny Siegel se dejaba caer alguna vez por allí y entonces él y Lee se iban para charlar. Lee siempre volvía con aspecto de estar algo asustado. El hombre al que desafió en el pasado era el gángster más poderoso de la costa Oeste, y se sabía de él que era vengativo y no le costaba nada tirar del gatillo. Por lo general, Lee conseguía buenas indicaciones sobre las carreras..., y los caballos que Siegel le mencionaba solían ganar.

Así pasó ese otoño. Mi viejo consiguió un pase para salir del asilo en Navidad y yo le llevé a cenar a casa. Se había recuperado bastante bien de su ataque pero seguía sin acordarse de otro idioma que no fuera el alemán y se pasó todo el tiempo sin hablar otro. Kay le dio de comer pavo y ganso y Lee escuchó sus monólogos de kraut toda la noche, intercalando un «Diga que sí, abuelo» y un «Qué locura, oiga» cada vez que él hacía una pausa para respirar.

La víspera de Año Nuevo fuimos en coche a Balboa Island para oír al grupo de Stan Kenton. Entramos bailando en 1947, repletos de champaña, y Kay lanzó monedas al aire para ver quién conseguía el último baile y quién el primer beso cuando sonaron las campanadas de la medianoche. Lee ganó el baile y yo les contemplé girar por la pista a los sones de
Perfidia
, impresionado y sorprendido por el modo en que habían cambiado mi vida. Entonces llegó la medianoche, la orquesta enloqueció y yo no supe muy bien lo que debía hacer.

Kay me libró del problema: me besó en los labios con suavidad.

—Te quiero, Dwight —murmuró.

Una mujer gorda me cogió por los brazos e hizo sonar una trompetilla en mi rostro antes de que yo pudiera devolverle a Kay las mismas palabras.

Regresamos a casa por la autopista de la costa del Pacífico, parte de un largo río de coches repletos con gente alegre que hacía sonar las bocinas. Al llegar a la casa, mi coche no quiso arrancar, así que me preparé la cama en el sofá y no tardé en quedarme dormido como un tronco, había bebido demasiado. Cuando ya debía estar amaneciendo, me desperté y escuché unos sonidos extraños, medio ahogados por las paredes. Agucé el oído para identificarlos, entonces distinguí unos sollozos seguidos por la voz de Kay, más dulce y suave de lo que jamás la había oído. Los sollozos se hicieron más fuertes... y acabaron en gemidos. Metí la cabeza debajo de la almohada y me obligué a conciliar el sueño de nuevo.

6

La mayor parte del poco atractivo sumario de crímenes del 10 de enero la pasé dormitando, y me espabilé con el ladrido del capitán Jack.

—Eso es todo. Teniente Millard, sargento Sears, sargento Blanchard y agente Bleichert, vayan a la oficina del señor Loew de inmediato. ¡Pueden salir!

Fui por el pasillo hasta el santuario de Ellis Loew. Los demás ya estaban allí: Lee, Russ Millard y Harry Sears, formando corro junto al escritorio de Loew, con un montón de ejemplares del
Herald
de la mañana.

Lee me guiñó el ojo y me alargó uno de los periódicos, doblado para dejar a la vista la sección local. Vi un artículo titulado «¿Intentará el ayudante del fiscal del distrito de la división criminal conseguir el trabajo de su jefe en las Primarias Republicanas del 48?», leí tres párrafos loatorios. Ellis Loew y su preocupación por los ciudadanos de Los Ángeles y arrojé el periódico sobre el escritorio antes de que empezara a vomitar.

—Aquí viene el hombre en persona —dijo Lee—. Eh, Ellis, ¿vas a meterte en la política? Di: «Lo único a lo cual debemos tenerle miedo es al miedo». Veamos que tal sale.

La imitación de Franklin Delano Roosevelt hecha por Lee consiguió una carcajada general; incluso Loew lanzó una risita mientras nos repartía unos cartones negros con instantáneas unidas a cada uno, y una hoja.

—Éste es el caballero al cual debemos tenerle miedo todos. Leed eso y descubriréis la razón.

Leí el informe. Detallaba la carrera criminal de Douglas «Junior» Nash, blanco, varón, nacido en Tulsa, Oklahoma, en 1908. Los antecedentes de Nash se remontaban a 1926, e incluían estancias en la prisión del estado de Texas por violación, robo a mano armada y haber causado heridas graves a una de sus víctimas. Había cinco cargos contra él en California: tres robos a mano armada en el norte, en Oakland County, y dos de 1944 en Los Ángeles, violación con agravantes y contribuir a que un menor delinquiera. El informe acababa con unas líneas de los investigadores de San Francisco, en las cuales declaraban que Nash era sospechoso de una docena de robos en el área de la bahía y se rumoreaba que formó parte del grupo que participó desde el exterior en el intento de fuga producido en Alcatraz en mayo de. 1946. Cuando acabé, le eché un vistazo a las fotos. Junior Nash tenía el típico aspecto de un puro nativo de Oklahoma: cabeza larga y huesuda, labios delgados, ojos pequeños y brillantes y unas orejas que podrían haber pertenecido a Dumbo.

Miré a los demás hombres. Loew estaba leyendo el artículo referido a sí mismo en el
Herald
; Millard y Sears revisaban los informes con cara de póquer.

—Danos las buenas noticias, Ellis. Se encuentra en Los Ángeles y con ganas de armar jaleo, ¿verdad?

Loew jugueteó con su llavecita de la Phi Beta Kappa.

—Testigos oculares le han implicado en los dos robos a supermercados cometidos en Leimert Park el fin de semana, razón por la cual no figuraban en el informe de crímenes. Durante el segundo robo, golpeó con su pistola a una anciana, y ésta murió hace una hora en el Buen Samaritano.

—¿Se l-l-le conocen aso-aso-asociados? —tartamudeó Harry Sears.

Loew meneó la cabeza.

—El capitán Tierney ha hablado esta mañana con los de San Francisco. Dijeron que Nash es del tipo lobo solitario. Parece ser que fue reclutado para desempeñar su papel en aquella fuga de Alcatraz, pero eso fue una excepción. Lo que yo...

Russ Millard alzó la mano.

—¿Hay algún común denominador en los asuntos sexuales de Nash?

—A eso iba —dijo Loew—. Se supone que a Nash le gustan las negras. Jóvenes, que no hayan llegado a los veinte si puede ser. Todos los delitos sexuales que ha cometido los ha llevado a cabo con chicas de color.

Lee me señaló la puerta.

—Iremos a la comisaría de Universidad, leeremos el informe del agente encargado del asunto y nos lo llevaremos. Apuesto a que Nash está escondido en algún lugar de Leimert Park. La zona es de blancos pero hay algunos embetunados de Manchester por el sur. Existen montones de lugares donde buscar carne negra.

Millard y Sears se levantaron para irse. Loew fue hacia Lee.

—Intente evitar matarle, sargento. Se lo merece, desde luego, pero inténtelo de todas formas.

Lee le dirigió su sonrisa de diablo patentada.

—Lo intentaré, señor. Pero usted debe asegurarse de acabar con él en el tribunal. Los votantes quieren ver a los chicos como Junior bien fritos, eso hace que se sientan seguros por la noche.

Nuestra primera parada fue la comisaría de Universidad. El jefe nos mostró los informes de robos y nos dijo que no perdiéramos el tiempo recorriendo la zona cercana a los dos supermercados, Millard y Sears ya estaban en ello y se dedicaban a obtener una mejor descripción del coche de Nash, que se creía era un sedán blanco de la posguerra. El capitán Jack había llamado allí para dar el aviso de la inclinación que Nash tenía hacia la carne negra, y tres agentes antivicio de paisano habían sido enviados para comprobar los burdeles de la zona sur, especializados en chicas de color jóvenes. Las comisarías de la calle Newton y la Setenta y Siete, donde casi toda la población era de color, enviarían coches con radio en el turno de noche para que recorrieran los bares y los terrenos de juego donde la juventud negra se congregaba, con la orden de que mantuvieran los ojos bien abiertos en busca de Nash y advirtieron a los jóvenes que anduvieran con cuidado. Nosotros no podíamos hacer nada salvo recorrer la zona y batirla con la esperanza de que Nash continuara por allí y avisar a los informadores de Lee. Decidimos llevar a cabo una inspección de Leimert Park y nos pusimos en marcha.

La calle principal del distrito era el bulevar Crenshaw. Amplio, extendiéndose por el norte hasta Wilshire y por el sur hasta Baldwin Hills, deletreaba las palabras «boom de la posguerra» igual que un letrero de neón. Cada manzana de Jefferson a Leimert estaba repleta de casas que en tiempos fueron elegantes y que ahora eran derribadas, y sus fachadas sustituidas por carteles gigantescos que anunciaban grandes almacenes, centros comerciales, parques para niños y cines. Se prometían fechas de finalización que iban desde la Navidad del 47 hasta principios del 49 y comprendí que hacia 190 esa parte de Los Ángeles sería irreconocible. En dirección este, pasamos por delante de un solar vacío tras otro, lugares que pronto engendrarían casas; luego vinieron un bloque tras otro de bungalows de adobe, anteriores a la guerra y que se distinguían sólo por su color y el estado de sus jardines delanteros. Hacia el sur reinaban las viejas casas de madera, que se volvían más y más descuidadas a medida que avanzábamos.

Y en la calle no había nadie que se pareciera a Junior Nash; y cada uno de los últimos modelos de sedán blanco que vimos iba conducido por una mujer o por un tipo de aspecto respetable.

Cuando nos acercábamos a Santa Bárbara y Vermont, Lee rompió nuestro largo silencio.

—Esto de hacer la gran gira es una mierda inútil. Voy a pedir que me devuelvan algunos favores.

Se dirigió hacia una gasolinera, salió del coche y fue al teléfono público; yo me dediqué a escuchar las llamadas por la radio. Llevaba en eso unos diez minutos cuando Lee volvió al coche, pálido y sudoroso.

—Tengo una pista. Uno de mis chivatos dice que Nash se está acostando con alguna negra en un sitio cerca de Slauson y Hoover.

Quité la radio.

—Por ahí todos son de color. ¿Crees que...?

—Creo que vamos hacia allí cagando leches.

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