Authors: James Ellroy
La página estaba repleta de alabanzas al señor Fuego; sin embargo, resultaba bastante parca en hechos. El agente Leland C. Blanchard, de 25 años, policía perteneciente a la División Central de Los Ángeles y antiguo «conocido habitual» del estadio de la Legión de Hollywood, al interrogar a sus «conocidos del deporte» e «informadores» consiguió enterarse de que Robert «Bobby» de Witt era el cerebro que se encontraba tras el trabajo del Boulevard-Citizens. Blanchard le pasó el dato a los detectives de Hollywood y éstos hicieron una incursión en la casa que De Witt tenía en Playa Venice: Encontraron marihuana, uniformes de guardias y bolsas de dinero del Boulevard-Citizens Savings & Loan. De Witt protestó, gritó su inocencia y fue arrestado y acusado con dos cargos de «asalto a mano armada en grado uno», cinco cargos de «asalto con agravantes», un cargo de «robo automovilístico cualificado» y otro de «posesión de drogas ilícitas». Fue mantenido en prisión sin fianza... y seguía sin haber palabra alguna de Kay Lake.
Como empezaba a estar harto de tanta historia de ladrones y policías, seguí pasando páginas. De Witt, nacido en San Berdoo y con tres condenas anteriores por proxenetismo, seguía afirmando a gritos que la banda de Siegel o la policía le habían hecho cargar con el mochuelo: la banda porque algunas veces había metido la nariz en el territorio de Siegel, la policía porque necesitaba un idiota al que cargar con el trabajo del Boulevard-Citizens. No tenía ninguna coartada para el día del atraco y dijo que no conocía a Chick Geyer, Max Ottens o al cuarto hombre, que todavía seguía en libertad. Fue a juicio y el jurado no le creyó. Le consideraron culpable de todas las acusaciones y acabó en San Quintín, condenado a un mínimo de diez años y un máximo de cadena perpetua.
Al fin, Kay apareció en un artículo de interés humano titulado «Chica de banda se enamora... ¡de un policía! ¿Seguirá el camino recto? ¿Acabará en el altar?» Junto a la historia, había fotos de ella y de Lee Blanchard, así como una instantánea policial de Bobby de Witt, un tipo de cara afilada tocado con un sombrero grasiento. El artículo empezaba con la explicación del trabajo del Boulevard-Citizens y el papel que Blanchard había representado en su solución, para caer luego sin más en lo almibarado:
... y en el momento del atraco, De Witt le ofrecía cobijo a una joven demasiado fácil de impresionar. Katherine Lake, de 19 años, venía del oeste, de Sioux Falls. Dakota del Sur, y llegó a Hollywood en 1936 no en busca del estrellato sino de una educación universitaria. Lo que consiguió fue graduarse en la universidad de los más duros criminales.
«Acabé con Bobby porque no tenía ningún sitio al que ir —le dijo "Kay" Lake al reportero, Aggie Underwood, del
Herald Express
—. La Depresión no había terminado y los trabajos escaseaban. Solía dar paseos alrededor de esa horrible pensión donde tenía un catre y así fue como encontré a Bobby. Me proporcionó una habitación para mí sola en su casa y dijo que me conseguiría un trabajo en el Club del Valle si yo mantenía la casa limpia. No lo hizo y tuve mucho más de lo que ya había deseado.»
Kay pensaba que Bobby de Witt era músico pero en realidad era un traficante de drogas y un proxeneta. «Al principio, se portó muy bien conmigo —dijo Kay—. Luego, me hizo beber láudano y quedarme en casa todo el día para contestar al teléfono. Después de eso, todo empeoró.»
Kay Lake se negó a explicar con más claridad cómo «empeoró» todo y no se sorprendió mucho cuando la policía arrestó a De Witt por su papel en el sangriento robo del 11 de febrero. Encontró alojamiento en un pensionado femenino de Culver City y cuando la fiscalía la llamó para testificar en el juicio contra De Witt lo hizo..., a pesar de que sentía pánico hacia su antiguo «benefactor».
«Era mi deber —dijo—. Y, por supuesto, en el juicio conocí a Lee.»
Lee Blanchard y Kay Lake se enamoraron. «Tan pronto como la vi supe que era mi chica —explicó el agente Blanchard a Bevo Means, especialista en sucesos—. Tiene ese tipo de belleza delicada e infantil que me vuelve loco. Ha llevado una vida muy dura, pero yo me encargaré de enderezar su rumbo.»
Para Lee Blanchard, la tragedia no es algo desconocido. Cuando tenía catorce años, su hermanita, de-nueve, desapareció y nunca se la ha vuelto a encontrar. «Creo que por eso dejé el boxeo y me convertí en policía —dijo—. Atrapar criminales hace que sienta que las cosas están donde deben estar, en su sitio.»
Y así, una historia de amor ha surgido de lo que fue una tragedia. Pero, ¿dónde terminará? Kay Lake dice: «Ahora, lo importante es mi educación y Lee. Los días felices han vuelto».
Y con el gran Lee Blanchard ocupándose de Kay, da la impresión de que esos días felices van a durar.
Cerré el volumen. Nada de todo eso representaba una sorpresa para mí, salvo lo de la hermanita. Pero el asunto despertaba en mí sólo una idea, la de que algo había ido mal, muy mal: Blanchard, que no había sabido sacarle el provecho necesario a su caso más glorioso porque se había negado a seguir celebrando combates a puerta cerrada; una niña, a la que estaba claro habían asesinado y luego tirado en cualquier parte, igual que una bolsa de basura; Kay Lake, que dormía a los dos lados de la ley. Al abrir el volumen de nuevo clavé mis ojos en la Kay de siete años antes. Incluso a los diecinueve, parecía demasiado lista para pronunciar las palabras que Bevo Means había puesto en sus labios. El hecho de que fuera presentada como una chica ingenua me irritó.
Devolví los volúmenes al empleado y, cuando salí del edificio Hearst me pregunté qué había ido a buscar, a sabiendas de que era algo más que una simple prueba de que el cambio de tercio de Kay era auténtico y legal. Me dediqué a conducir sin rumbo para matar el tiempo, y así agotarme y ser capaz de dormir más tarde. De repente, durante mi vagabundeo, lo comprendí todo: con alguien que se cuidara de mi viejo y la perspectiva de mi puesto en la Criminal muerta, Kay Lake y Lee Blanchard eran lo único que había de interesante en mi futuro, y yo necesitaba llegar a conocerles más allá de las frases ingeniosas de doble sentido, las insinuaciones y el combate.
Me detuve en Los Feliz, un lugar donde hacían carnes asadas, y me tragué un enorme filete, con espinacas y judías; después, fui hacia el Hollywood Boulevard y el Strip. No había ninguna marquesina de cine que me pareciera invitadora y los clubs del Sunset parecían demasiado lujosos para una celebridad de tan poca monta como yo. En Doheny terminaba la prolongada hilera de neón y me dirigí hacia lo alto de las colinas. Mulholland estaba llena de motoristas apostados en las trampas de velocidad y tuve que resistir el impulso de pisar el acelerador para llegar hasta la playa.
Al fin me cansé de conducir como un buen ciudadano observante de la ley y fui hacia el muelle. Los reflectores encendidos en Westwood Village pintaban el cielo sobre mí; observé sus giros, que iluminaban las nubes que colgaban a baja altura. Seguir las luces con los ojos resultaba hipnótico y dejé que fueran obnubilando mi mente. Los coches que pasaban a toda velocidad por Mulholland apenas si lograban penetrar mi adormecimiento. Cuando, por fin, las luces se apagaron, mi reloj de pulsera señalaba algo más de la medianoche.
Me desperecé mientras miraba hacia las escasas luces que aún seguían encendidas en las casas, y pensé en Kay Lake. Si leía entre líneas lo que el artículo del periódico ponía, la veía atender a Bobby de Witt y a sus amigos, quizá prostituyéndose para él, el ama de casa de un gángster enganchada al láudano. Todo eso sonaba verosímil aunque desagradable, como si fuera una traición a los chispazos que se encendían entre nosotros dos. La frase final de Kay también empezaba a sonarme verosímil y me pregunté cómo era posible que Blanchard viviera con ella sin llegar a poseerla del todo.
Las luces de las casas se apagaron una a una y me quedé solo. Un viento frío soplaba colinas abajo; me estremecí y, en ese momento, supe la respuesta.
Sales de una pelea que acabas de ganar. Empapado de sudor, con el sabor de la sangre en la boca, más alto que las estrellas del cielo, todavía con el deseo de atacar. Los apostadores que han hecho dinero gracias a ti te traen una chica. Una profesional, una que se medio dedica al asunto, una aficionada que está probando el sabor de su propia sangre. Lo haces en el vestidor, o en el asiento trasero del coche que resulta demasiado pequeño para que puedas estirar bien las piernas, y algunas veces rompes la ventanilla de una patada. Acabas de hacerlo y, al salir, la gente se apelotona a tu alrededor para tocarte y vuelves a subir tan alto como las estrellas. Se convierte en otra parte del juego, el undécimo asalto de un combate a diez. Y cuando vuelves a la vida corriente es como si te debilitaras, como si hubieras perdido algo. Durante todo el tiempo que Blanchard se había mantenido lejos del juego, tuvo que saberlo y habría querido que su amor por Kay se mantuviera separado de todo eso.
Entré en el coche y fui hacia casa. Me preguntaba si alguna vez le contaría a Kay que no había ninguna mujer en mi vida porque, para mí, el sexo tenía sabor a sangre, a resina y a las barras que se usan para suturar los cortes en el boxeo.
Salimos de nuestros vestidores al mismo tiempo cuando el timbre de aviso sonó. Al empujar la puerta, yo era un resorte a punto de saltar, un paquete de adrenalina viviente. Había masticado un gran filete dos horas antes, tragándome el jugo y escupiendo la carne, y podía oler la sangre del animal en mi propio sudor. Bailaba sobre la punta de mis pies mientras avanzaba hacia mi esquina y me abría paso por entre la más increíble multitud de asistentes a un combate que jamás había visto en mi vida.
El gimnasio aparecía lleno hasta los topes y los espectadores se apiñaban en angostas sillas de madera y en todos los espacios que había libres entre ellas. Cada ser humano presente daba la impresión de estar gritando y la gente que ocupaba las sillas de los pasillos tiraba de mi albornoz y me apremiaba a matar a mi contrincante. Habían quitado los rings laterales; el central estaba bañado en un cuadrado perfecto de cálida luz amarillenta. Me agarré a la última soga y me subí a la lona.
El árbitro, un veterano del turno de noche de la Central, hablaba con Jimmy Lennon, el cual se había tomado una noche de permiso de su trabajo habitual como animador en el Olímpico; al lado del ring vi a Stan Kenton, que formaba un apretado grupo con Misty June Christy, Mickey Cohen, el alcalde Bowron, Ray Milland y toda una colección de peces gordos vestidos de civil. Kenton me hizo una seña, yo grité: «¡Arte en el ritmo!», mientras lo miraba. Se rió y yo abrí la boca, para enseñarle mis dientes de caballo a la multitud, ésta demostró su aprobación con un rugido. Un rugido que fue en aumento hasta llegar a un crescendo; me volví y pude ver que Blanchard había entrado en el cuadrilátero.
El señor Fuego me hizo una reverencia; se la devolví con toda una salva de golpes cortos al aire. Duane Fisk me llevó hasta mi taburete. Una vez allí, me quité el albornoz y me senté de espaldas al poste que sujetaba las cuerdas con los brazos apoyados encima de la más alta. Blanchard se movió hasta quedar en una posición similar; nuestros ojos se encontraron. Jimmy Len-non le hizo una seña al árbitro para que se colocara en una esquina y el micrófono del ring bajó hacia él sujeto a un palo suspendido de las luces del techo. Lennon lo cogió y gritó, haciéndose oír por encima del rugido:
—¡Damas y caballeros, policías y partidarios de lo mejor de Los Ángeles, ha llegado el momento del tango del Fuego y el Hielo!
La multitud perdió el control y comenzó a aullar y dar patadas en el suelo. Lennon esperó hasta que se hubieron calmado y el ruido de fondo se convirtió en un zumbido. Luego, con su voz más melosa, continuó:
—Esta noche tenemos diez asaltos de boxeo en la división de los pesos pesados. En el rincón blanco, con calzón blanco, un policía de Los Ángeles con una historia profesional de cuarenta y tres victorias, cuatro derrotas y dos nulos. ¡Con noventa y dos kilos trescientos gramos de peso, damas y caballeros... el gran Lee Blanchard!
Blanchard se quitó el albornoz, besó sus guantes y se inclinó hacia los cuatro puntos cardinales. Lennon dejó que los espectadores se volvieran locos durante unos segundos y luego hizo que su voz, amplificada por el micrófono, se alzará de nuevo.
—Y en el rincón negro, con ochenta y seis kilos y medio de peso, un policía de Los Ángeles, imbatido en treinta y seis combates como profesional..., ¡el escurridizo Bucky Bleichert!
Me dejé empapar por el último hurra que me dedicaron, al tiempo que memorizaba los rostros que se hallaban junto al ring y fingía que no iba a dejarme caer. El ruido del gimnasio se fue apagando y me dirigí hacia el centro del ring. Blanchard se aproximó a donde yo estaba; el árbitro farfulló unas palabras que no oí; el señor Fuego y yo dejamos que nuestros guantes se tocaran. Me sentí muerto de miedo y retrocedí hasta mi rincón; Fisk me puso el protector en la boca. Entonces, la campana sonó y todo hubo terminado y todo estaba empezando.
Blanchard cargó hacia mí. Le recibí en el centro del cuadrilátero y comencé a largarle golpes con las dos manos mientras que él se agazapaba para quedarse ante mí, y sacudía la cabeza.
Mis golpes fallaron y me moví hacia la izquierda, sin hacer ningún intento de contraatacar, esperando engañarle para que me fuera posible soltarle un buen derechazo.
Su primer golpe fue un rápido gancho de izquierda al cuerpo. Lo vi venir y avancé para esquivarlo, mientras le lanzaba un corto de izquierda cruzado a la cabeza. El gancho de Blanchard me rozó la espalda; era uno de los golpes fallidos más potentes que había recibido en toda mi vida. Tenía la derecha algo baja y logré meterle un buen corto. Llegó a él con toda nitidez y, en un descuido de Blanchard, que subía la guardia, le largué dos golpes en las costillas. Retrocedí con rapidez antes de que pudiera agarrarse a mí o buscarme el cuerpo, y recibí un izquierdazo en el cuello. Me dio una buena sacudida; entonces, me puse de puntillas y comencé a bailar a su alrededor.
Blanchard intentaba cazarme. Yo me mantenía fuera de su alcance y hacía llover golpes cortos sobre su cabeza, sin cesar de moverme, de modo que lograba llegar al blanco más de la mitad de veces, recordándome a mí mismo que debía golpear bajo para no abrirle sus maltrechas cajas. Blanchard se irguió un poco y empezó a soltarme ganchos dirigidos al cuerpo; retrocedí y los frené con combinaciones de golpes dirigidos a sus puños. Después de casi un minuto, yo había logrado sincronizar sus fintas y mis golpes; así, cuando movió la cabeza de nuevo, me lancé sobre él, con ganchos cortos de la derecha sobre sus costillas. Bailé, di vueltas y golpeé con la mayor rapidez posible. Blanchard me buscaba, intentaba hallar un resquicio que le permitiera lanzar su golpe de derecha. El asalto se acababa y me di cuenta de que el resplandor de las luces del techo y el humo de la multitud habían distorsionado mi sentido de las distancias en el ring..., no podía ver las cuerdas. Por puro reflejo, miré por encima de mi hombro. Y, al hacerlo, recibí el gran puñetazo en un lado de la cabeza.