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Authors: James Ellroy

La dalia negra (22 page)

BOOK: La dalia negra
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Terminé un poco después del anochecer y fui a la casa para cenar algo.

Cuando frenaba el coche vi a Kay que salía corriendo por la puerta, bajaba a toda prisa los escalones y arrojaba un montón de papeles sobre la hierba; y luego volvió a correr hacia la casa mientras Lee se reunía con ella, gritando y agitando los brazos. Fui hasta los papeles y me arrodillé junto a ellos. Al examinarlos, me di cuenta de que eran pruebas, sumarios de interrogatorios, listas de llamadas y todo un protocolo de autopsia completo...

Cada papel con «E. Short, B. H., muerta 15/1/47» escrito a máquina en la parte superior. Obviamente, habían sido sustraídos de Universidad... y su sola posesión bastaba para garantizarle a Lee una suspensión de servicio.

Kay volvió con otro montón de papeles.

—Después de todo lo que ha pasado y todo lo que podría pasar —gritó—, ¿cómo puedes hacer esto? ¡Es repugnante, algo de locos!

Arrojó los papeles junto al primer montón y entre ellos vi relucir fotos de la, Treinta y Nueve y Norton.

Lee la cogió por los brazos y la sujetó mientras ella se retorcía.

—Maldita sea, tú sabes lo que esto significa para mí. Lo sabes. Ahora alquilaré una habitación para guardarlo todo, cariño, pero tienes que apoyarme en esto. Es mío y te necesito y tú... lo sabes.

En ese momento se fijaron en mí.

—Bucky, explícaselo tú —me pidió Lee—. Hazle entrar en razón.

De todos los números de circo sobre la
Dalia
éste era el más extraño que había visto hasta entonces.

—Kay tiene razón. Has acumulado tres infracciones como mínimo con esto y empieza a ser algo... —Me callé, pues pensé en lo que yo había hecho y dónde iría a medianoche. Miré a Kay, di rápidamente marcha atrás—. Le he prometido una semana de margen trabajando en esto. Eso quiere decir cuatro días más. El miércoles, se habrá terminado.

—Dwight, a veces parece que no tengas entrañas ni valor —dijo Kay con un suspiro y entró en la casa.

Lee abrió la boca para decir algo gracioso. Yo fui hacia mi coche, abriéndome paso a patadas por entre los papeles oficiales de la Policía de Los Ángeles.

El Packard blanco nieve estaba aparcado en el mismo sitio que la noche anterior. Lo vi con claridad desde mi coche y me detuve justo detrás. Acurrucado en el asiento delantero, pasé las horas viendo el tráfico que entraba y salía de los tres bares del bloque, cada vez más irritado: lesbianas duras, chicas suaves y tipos del
sheriff
con ese airé nervioso natural en todos los encargados de cobrar. La medianoche llegó y se fue; el tránsito se animó un poco, casi todo él compuesto por lesbianas que se dirigían hacia los hoteluchos del otro lado de la calle. Y, entonces, ella salió por la puerta del Escondite de La Verne, sola, haciendo que la circulación parase a causa de su vestido de seda verde.

Cuando bajaba de la acera yo salí del coche y ella me obsequió con una mirada de soslayo.

—¿Visitando los barrios bajos, señorita Sprague?

Madeleine Sprague se detuvo y yo acabé de recorrer la distancia que nos separaba. Hurgó en su bolso, sacó las llaves del coche y un grueso fajo de billetes.

—Así que papá me espía de nuevo. Anda metido en una de sus pequeñas cruzadas calvinistas y le ha dicho que no debe ser sutil, ¿verdad? —Cambió de acento con rapidez y se puso a imitar con habilidad el zumbido de un escocés—. Moza alocada, no debes dejarte ver en lugares de tan poca categoría. Moza, sería horrendo que alguien te viera allí con gente de la peor ralea.

Las piernas me temblaban igual que cuando esperaba a que la campana del primer asalto sonara.

—Soy agente de policía —dije.

Madeleine Sprague volvió a su voz normal.

—Oh, ¿así que papá se dedica a comprar policías ahora?

—A mí no me ha comprado.

Extendió el dinero hacia mí y me miró con algo más de atención.

—No, es probable que no. Si trabajara para él vestiría mejor. Bueno, probemos entonces con el
sheriff
de West Valley... Ya que ellos extorsionan a La Verne, a usted se le ha ocurrido la idea de extorsionarle a su clientela rica.

Cogí el dinero, conté cien dólares y se lo devolví.

—Probemos con el Departamento de Homicidios, policía de Los Ángeles. Probemos con Elizabeth Short y Linda Martin.

La coraza de Madeleine Sprague se derritió de golpe. Su rostro se encogió en una mueca de preocupación y me di cuenta de que su parecido con Betty/Beth se debía más al peinado y al maquillaje que a otra cosa; en conjunto, sus rasgos eran menos refinados que los de la
Dalia
y sólo parecidos superficialmente. Estudié aquel rostro: ojos color avellana, cargados de pánico e iluminados por el resplandor de la calle; la frente arrugada, igual que si su cerebro se dedicara a trabajar horas extra. Las manos le temblaban así que cogí las llaves del coche y el dinero, los metí dentro de su bolso y arrojé éste sobre la capota del Packard. Sabía que quizá estuviera a punto de conseguir una pista muy importante.

—Puede hablar conmigo aquí o en otro sitio, señorita Sprague. Lo único que debe hacer es no mentirme. Sé que usted la conocía, si intenta engañarme tendrá que ser en la comisaría y con un montón de publicidad que usted no desea.

La chica logró recomponer su coraza un poco.

—¿Aquí o en otro sitio? —repetí.

Ella abrió la portezuela del Packard opuesta al asiento del conductor y entró en él, deslizándose sobre el asiento hasta colocarse detrás del volante. Me puse junto a ella, y encendí la luz del salpicadero para poder verle el rostro. Sentí el olor del cuero de la tapicería y del perfume pasado.

—Cuénteme cómo conoció a Betty Short —dije.

Madeleine Sprague se removió, incómoda.

—¿Cómo sabe que la conocía?

—Salió corriendo igual que un conejo asustado la otra noche, cuando yo interrogaba a la mujer del bar. ¿Qué hay de Linda Martin? ¿La conoce?

Madeleine pasó sus largos dedos de uñas rojas por el volante.

—No tengo nada que ver con todo eso. Conocí a Betty, y a Linda en La Verne el otoño pasado. Betty dijo que era la primera vez que estaba allí. Creo que hablé con ella una vez después de eso. Con Linda hablé varias veces, pero sólo fueron conversaciones banales mientras tomábamos unas copas.

—¿En qué momento del otoño pasado?

—Creo que en noviembre.

—¿Se acostó con alguna de las dos?

Madeleine se encogió.

—No.

—¿Por qué no? Ése es el móvil que usted tiene para venir aquí, ¿verdad?

—No del todo.

Mi mano fue hacia su hombro cubierto de seda verde, con fuerza.

—¿Es usted lesbiana?

Madeleine volvió a utilizar el acento de su padre.

—Muchacho, podría afirmarse que lo tomo donde lo encuentro.

Sonreí y luego le di una palmadita suave en el sitio que casi había golpeado un momento antes.

—¿Me está diciendo que su único contacto con Linda Martin y Betty Short consistió en un par de charlas de bar hace dos meses?

—Sí. Eso es exactamente lo que le estoy diciendo. —Entonces, ¿por qué se fue con tanta rapidez la otra noche?

Madeleine puso los ojos en blanco.

—Amiguito... —empezó a decir con su acento escocés.

—Basta de estupideces —la interrumpí—, y cuéntemelo todo.

La chica de la coraza, con voz dura y rápida, dijo:

—Míster, mi padre es Emmett Sprague. El único Emmett Sprague que hay. Ha construido la mitad de Hollywood y Long Beach, y lo que no ha construido lo ha comprado. No le gusta la publicidad y no le agradaría ver en los periódicos algo así como «Hija de magnate interrogada en el caso de la
Dalia Negra
—Anduvo divirtiéndose con la joven muerta en un club nocturno de lesbianas». Y ahora, ¿ha visto por fin claro el cuadro?

—En technicolor —dije yo y le di una palmadita en el hombro.

Madeleine se apartó de mí y suspiró.

—¿Va a figurar mi nombre en toda clase de archivos policiales para que toda clase de policías babosos y periodistas de la prensa sensacionalista puedan verlo?

—Tal vez sí; tal vez no.

—¿Qué he de hacer para que no figure?

—Convencerme de unas cuantas cosas.

—¿Como cuáles?

—Darme primero su impresión sobre Betty y Linda. Usted es una chica lista..., dígame lo que opina de ellas.

Madeleine acarició el volante y después el reluciente salpicadero de roble.

—Bueno, no pertenecían a la hermandad. Se limitaban a utilizar el Escondite para sacar bebida y cenas gratis.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque las vi rechazar unas cuantas invitaciones hechas en serio.

Pensé en la mujer hombruna y dura de Marjorie Graham.

—¿Hubo algún problema a causa de ello? Ya sabe lo que quiero decir, ¿algún juego duro? ¿Hubo alguna que se pusiera insistente?

Madeleine se rió.

—No, las invitaciones que yo vi fueron hechas con auténtico estilo de señora.

—¿Quién las hizo?

—Gente a la cual nunca había visto antes.

—¿Ni después?

—Eso es, después tampoco.

—¿De qué charlaba con ellas?

Madeleine volvió a reír, esta vez con más fuerza.

—Linda hablaba del chico que había dejado atrás en Pueblo Tonto, Nebraska, o como se llamara el sitio del que venía, y Betty lo hacía del último número de
Screen World
. En cuanto a su nivel como conversadoras, estaban justo a la par que usted, sólo que eran más guapas.

—Y usted encantadora —dije, y le sonreí.

—Usted, no —repuso Madeleine con otra sonrisa—. Mire, estoy cansada. ¿No va a pedirme una prueba de que no maté a Betty? Dado que puedo probarlo, ¿no le pondrá eso fin a toda esta farsa?

—Llegaré a ello dentro de un minuto. ¿Habló Betty alguna vez de trabajar en una película?

—No, pero todo lo del cine la volvía loca.

—¿Le mostró alguna vez un fotómetro de cine? ¿Una cosa con una lente montada en una cadenita?

—No.

—¿Qué hay de Linda? ¿Hablaba también de estar metida en una película?

—No, sólo hablaba de su enamorado del pueblecito.

—¿Tiene alguna idea de adónde iría ella si tuviera que esconderse?

—Sí. A Pueblo Tonto, Nebraska.

—Aparte de allí.

—No. ¿Puedo...?

Mis dedos tocaron el hombro de Madeleine, más en una caricia que en una palmada.

—Sí, hábleme de su coartada. ¿Dónde estuvo y qué hizo desde el lunes trece de enero hasta el miércoles quince?

Madeleine se llevó las manos a la boca, formando bocina, dio un trompetazo y luego las apoyó en el asiento del coche, junto a mi rodilla.

—Estuve en una casa de Laguna desde la noche del domingo hasta la mañana del jueves. Mis padres y mi hermana Martha se encontraban allí conmigo, al igual que nuestra servidumbre. Si quiere verificarlo llame a papá. Nuestro número es Webster 4391. Pero sea discreto. No le diga dónde me ha encontrado. Y ahora, ¿tiene alguna pregunta más?

Mi pista particular sobre la Dalia se había esfumado pero eso me daba luz verde en otra dirección.

—Sí. ¿Lo hace alguna vez con hombres?

Madeleine me tocó la rodilla.

—Últimamente no me he encontrado con ninguno pero lo haré con usted si mantiene mi nombre lejos de los periódicos.

Las piernas se me habían vuelto de gelatina.

—¿Mañana por la noche?

—De acuerdo. Recójame a las ocho, igual que un caballero. La dirección es Muirfield Sur, 482.

—Conozco la dirección.

—No me sorprende. ¿Cuál es su nombre?

—Bucky Bleichert.

—Le va bien a sus dientes
[1]
—comentó Madeleine.

—A las ocho —dije yo y salí del Packard mientras aún me funcionaban las piernas.

11

—¿Quieres ver las películas de combates esta noche en el Wiltern? —preguntó Lee—. Dan unas cuantas cosas viejas... Dempsey, Ketchel, Greb. ¿Qué dices?

Estábamos sentados en dos escritorios de la sala común de Universidad, uno frente al otro y atendíamos los teléfonos. A los burócratas asignados al caso Short les habían dado el día de fiesta, así que los auténticos policías teníamos que encargarnos de su trabajo, que consistía en recibir las llamadas, que anotábamos para luego pasar los posibles datos interesantes a los detectives más próximos. Llevábamos en eso una hora sin parar para nada, con la frase de Kay sobre mi falta de entrañas y de valor suspendida en el aire entre nosotros dos. Cuando miré a Lee me di cuenta de que sus pupilas empezaban a convertirse en cabezas de alfiler, una señal de que otra orgía de benzedrina se aproximaba.

—No puedo —dije.

—¿Por qué no?

—Tengo una cita.

Lee me dedicó una sonrisa algo temblona.

—¿Ah, sí? ¿Con quién?

Cambié de tema.

—¿Has hecho las paces con Kay?

—Sí, alquilé una habitación para mis papelotes. Hotel El Nido, Santa Mónica y Wilcox. Nueve billetes a la semana no son nada si eso hace que se sienta mejor.

—Lee, De Witt sale mañana. Creo que yo debería presionarle un poquito, quizá hacer que Vogel y Koenig se encargaran de él.

Lee dio una patada a la papelera. Papeles arrugados y vasos de cartón vacíos salieron por los aires; unas cuantas cabezas se alzaron rápidamente en los escritorios vecinos. Entonces, su teléfono sonó.

Lee cogió el auricular.

—Homicidios, sargento Blanchard al habla.

Clavé los ojos en los papeles que tenía delante; Lee escuchaba al autor de la llamada. Miércoles, el día en que nos despedíamos de la
Dalia
, parecía estar a una eternidad de nosotros y me pregunté si Lee tendría problemas luego para dejar la benzedrina. Madeleine Sprague apareció de pronto en mi mente. Esa era su aparición número nueve millones desde que me había dicho: «Lo haré con usted si mantiene mi nombre lejos de los periódicos». Lee llevaba ya un buen rato pendiente de su llamada sin hacer comentarios ni preguntas; yo empecé a desear que el mío sonara para conseguir que Madeleine se alejara.

Lee colgó el auricular.

—¿Algo interesante? —pregunté.

—Otro chalado. ¿Con quién estás citado esta noche?

—Una vecina.

—¿Buena chica?

—Soberbia. Socio, si vuelvo a encontrarte drogado después del martes, habrá una nueva versión del combate Bleichert-Blanchard.

Lee me obsequió con una de sus sonrisas del espacio exterior.

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