Authors: James Ellroy
—Tuviste una segunda cita con Betty dos días antes de la Navidad, ¿verdad?
—Sí.
—Más baile en el Cortez, ¿no?
—Sí.
—Luces suaves, bebida, música agradable..., y entonces actuaste, ¿verdad?
—¡Maldita sea, deje de decir «¿verdad?» de esa forma! Intenté besar a Betty y ella me soltó un montón de cuentos sobre que no podía acostarse conmigo porque el padre de su criatura tenía que ser un héroe de guerra y no un tipo que sólo hubiera estado en la banda militar, como yo. ¡Estaba condenadamente loca con eso! ¡Todo lo que hizo fue hablar sobre esos jodidos héroes de guerra!
Millard se puso en pie.
—¿Por qué dices eso de «jodidos», Red?
—Porque sabía que eran mentiras. Betty me contó que estaba casada con un tipo, luego me dijo que estaba comprometida con otro. Yo sabía que intentaba rebajarme porque nunca llegué a entrar en combate.
—¿Mencionó algún nombre?
—No, sólo rangos. Mayor esto y capitán aquello, como si yo debiera avergonzarme de ser un cabo.
—¿La odiaste por ello?
—¡No! ¡No ponga palabras en mi boca!
Millard se estiró y volvió a sentarse.
—Después de esa segunda cita, ¿cuándo volviste a ver a Betty?
Manley suspiró y apoyó la frente en la mesa.
—Le he contado toda la historia tres veces.
—Hijo, cuanto más pronto vuelvas a contármela antes podrás irte a casa.
Manley se estremeció y se rodeó el cuerpo con los brazos.
—Después de la segunda cita no tuve noticias de Betty hasta el ocho de enero, cuando recibí un telegrama en mi oficina. En él me decía que le gustaría verme cuando hiciera mi siguiente viaje de ventas a Dago. Mandé un cable con la respuesta de que yo debía ir a Dago al día siguiente por la tarde y que la recogería. Así lo hice y ella me suplicó que la llevara en coche hasta Los Ángeles. Yo dije que...
Millard alzó una mano.
—¿Te contó Betty por qué tenía que ir a Los Ángeles?
—No.
—¿Dijo si iba a reunirse con alguien?
—No.
—¿Estuviste de acuerdo en llevarla porque pensaste que al final acabaría acostándose contigo?
Manley suspiró.
—Sí.
—Continúa, hijo.
—Ese día llevé a Betty conmigo durante mis visitas. Se quedaba en el coche mientras yo me entrevistaba con los clientes. A la mañana siguiente tenía que hacer algunas visitas en Oceanside, por lo que pasamos la noche en un motel de allí, y...
—Oigamos de nuevo el nombre de ese sitio, hijo.
—Se llamaba la Cornucopia del Motor.
—¿Y Betty volvió a darte esquinazo esa noche?
—Dijo... dijo que tenía el período.
—¿Y tú picaste con ese viejo truco?
—Sí.
—¿Te enfadaste?
—¡Maldita sea, yo no la maté!
—Chiist. Dormiste en la silla y Betty durmió en la cama, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y por la mañana?
—Por la mañana fuimos a Los Ángeles. Betty me acompañó en mis visitas e intentó sacarme un billete de cinco pavos pero yo le dije que no. Después me contó una historia sobre que debía encontrarse con su hermana delante del hotel Biltmore. Yo quería librarme de ella, así que la dejé ante el Biltmore esa tarde, alrededor de las cinco. Y nunca volví a verla, salvo por todo eso de la
Dalia
que sale en los periódicos.
—¿Eran las cinco de la tarde del viernes diez 'de enero cuando la viste por última vez? —dijo Millard.
Manley asintió. Millard miró directamente hacia el espejo, se ajustó el nudo de la corbata y salió del cuarto. Una vez en el pasillo, un enjambre de agentes lo rodeó mientras le lanzaban sus preguntas. Harry Sears entró en el cuarto y una voz familiar se alzó cerca de mí, dominando la conmoción.
—Ahora verás por qué Russ tiene siempre a Harry cerca.
Era Lee, su rostro lucía una sonrisa de lo más alegre, y tenía el mismo aspecto que un millón de dólares libres de impuestos. Le pasé el brazo alrededor del cuello.
—Bienvenido otra vez a la tierra.
Lee me devolvió el gesto.
—Es culpa tuya que tenga tan buen aspecto. Apenas te largaste, Kay me echó un tranquilizante en la bebida, algo que había comprado en la farmacia. Dormí diecisiete horas seguidas, me levanté y comí igual que un caballo.
—La culpa es tuya por haberle costeado esas clases de química. ¿Qué piensas de Red?
—En el peor de los casos, un sabueso que siempre anda en busca de coñitos y que será un sabueso divorciado cuando acabe la semana. ¿Estás de acuerdo?
—Por completo.
—¿Conseguiste algo ayer?
Ver a mi mejor amigo con el aspecto de un hombre nuevo me hizo fácil tergiversar un poco la verdad.
—¿Has leído mi informe?
—Sí, en Universidad. Has hecho bien emitiendo esa orden por la menor. ¿Tienes alguna otra cosa?
Mentí con todo descaro, una esbelta silueta con un traje ajustado bailaba en el fondo de mi cabeza.
—No. ¿Y tú?
Lee miró por el espejo de un solo sentido.
—No —dijo—, pero lo de antes sobre coger a ese bastardo sigue en pie. Jesús, fíjate en Harry.
Lo hice. Nuestro tartamudo de suaves y apacibles modales daba vueltas a la mesa del cuarto de interrogatorios, al tiempo que hacía girar en su mano una porra con remaches metálicos y golpeaba fuertemente la madera con ella cada vez que completaba una circunferencia. Los golpes de la porra llenaban el altavoz; Red Manley, con los brazos alrededor del pecho, temblaba con el eco de cada golpe. Lee me dio un codazo.
—Russ tiene una regla: nada de golpes reales. Pero observa cómo...
Aparté la mano de Lee y miré por el cristal. Sears estaba dándole a la mesa con la porra a sólo unos centímetros de Manley, su voz, que ya no tartamudeaba, dejaba caer gotitas de fría rabia.
—Querías algo de carne fresca y pensaste que Betty resultaría fácil.
Empezaste en plan duro y no funcionó, así que le suplicaste. Tampoco funcionó, entonces le ofreciste dinero. Te dijo que tenía el período y ésa fue la gota de agua que colmó el vaso. Quisiste hacer que sangrara de veras. Dime cómo le rebanaste las tetas. Dime...
—¡No! —gritó Manley.
Sears dejó caer la porra sobre el cenicero de cristal, éste se partió y las colillas salieron volando por todos lados.
Red se mordió el labio; la sangre empezó a brotar de él y fue resbalando por su mentón. Sears golpeó el montón de cristales rotos; la habitación se llenó con un explosivo diluvio de fragmentos.
—No, no, no, no, no —gimoteó Manley.
—Sabías lo que querías hacer —siseó Sears—. Eres un viejo cazador de coños y conocías montones de sitios a los cuales llevar a las chicas. Amansaste a Betty con unas cuantas copas, le hiciste hablar de sus viejos novios e interpretaste para ella el numerito de que eras un buen chico, el pequeño cabo simpático dispuesto a dejar a Betty para los auténticos hombres, los hombres que vieron el combate, los que merecían acostarse con algo tan soberbio como ella...
—¡No!
Sears golpeó la mesa. ¡Ca-tac!
—Sí, Rojito, sí. Creo que la llevaste a un cobertizo, puede que a uno de esos almacenes abandonados que hay junto a la vieja fábrica Ford, en Pico-Rivera. Por ahí habría cuerda y un montón de herramientas cortantes tiradas, y se te puso dura. Entonces te lo hiciste en los pantalones antes de poder metérsela a Betty. Antes te habías enfadado pero ahora estabas realmente enfadado. Empezaste a pensar en todas las chicas que se han reído de esa pollita de nada que tienes y en todas las veces en que tu mujer ha dicho: «Esta noche no, Rojito, tengo dolor de cabeza». Así que la golpeaste, la ataste, empezaste a darle, ¡y la hiciste pedazos! ¡Admítelo, degenerado de mierda!
—¡No!
¡Ca-tac!
La fuerza del golpe hizo que la mesa se levantara del suelo. Manley casi saltó de su silla; sólo la mano de Sears, apoyada en el respaldo, le impidió caerse.
—Sí, Rojito. Sí. Pensaste en cada una de las chicas que ha dicho: «Yo no la chupo»; en cada paliza que tu madre te dio en el trasero; en cada mirada maligna que obtuviste de los auténticos soldados cuando tocabas tu trombón en la banda militar. Una polla como una aguja, unos coños que nunca conseguías, un trabajo de mierda, eso es lo que estabas pensando, y Betty debía pagar por todo ello, ¿verdad?
Manley dejó caer una mezcla de sangre y babas sobre su regazo y gorgoteó.
—No. Por favor, pongo a Dios por testigo, no.
—Dios odia a los mentirosos —dijo Sears, y aporreó la mesa tres veces: ¡ca-tac! ¡ca-tac! ¡ca-tac! Manley bajó la cabeza y empezó a sollozar sin lágrimas; Sears se arrodilló junto a su silla—. Cuéntame cómo chilló y suplicó Betty, Red. Cuéntamelo y luego se lo cuentas a Dios.
—No. No. No le hice daño a Betty.
—¿Volvió a ponérsete dura? ¿Te corrías y te corrías y volvías a correrte cuanto más la cortabas a pedacitos?
—No. Oh, Dios, oh, Dios.
—Eso es, Red. Habla con Dios. Cuéntaselo todo. Él te perdonará.
—No, Nos, por favor.
—Dilo, Red. Cuéntale a Dios cómo golpeaste, torturaste y destripaste a Betty Short durante tres jodidos días y cómo la cortaste luego en dos mitades.
Sears golpeó la mesa una, dos, tres veces. Después la volcó de un manotazo. Red se levantó tambaleándose de su silla y cayó de rodillas. Juntó las manos y empezó a murmurar:
—El Señor es mi pastor y no querré... —y comenzó a sollozar.
Sears miró hacia el cristal con el asco y el desprecio que sentía hacia sí mismo marcados en cada línea de su rostro, hinchado por la bebida. Hizo un signo hacia abajo con el pulgar y salió de la habitación.
Russ Millard se reunió con él apenas hubo cruzado la puerta y lo apartó de la multitud de agentes, acercándose un poco a mí. Presté atención a su conversación, mantenida entre susurros, y logré pillar lo principal de ella: ambos pensaban que Manley estaba limpio pero querían darle una inyección de pentotal y hacerle pasar una prueba con el detector de mentiras para estar seguros. Miré de nuevo hacia el cristal y vi a Lee y a otro policía de paisano que le ponían las esposas a Red y le sacaban del cuarto de interrogatorios. Lee lo trataba con guantes de seda, algo que, por lo general, reservaba para los niños, y le hablaba en voz muy baja y suave, con una mano sobre su hombro. La multitud se dispersó cuando los tres desaparecieron en la sala de espera. Harry Sears volvió al cubículo y empezó a recoger el jaleo que había armado; Millard se volvió hacía mí.
—Buen informe el de ayer, Bleichert.
—Gracias —repuse, con el convencimiento de que me estaba midiendo. Nuestras miradas se encontraron—. ¿Qué sigue ahora? —le pregunté.
—Dímelo tú.
—Primero, me envías de regreso a la Criminal, ¿no?
—Te equivocas, pero continúa.
—De acuerdo, entonces, batimos la zona del Biltmore e intentamos reconstruir los movimientos de Betty Short a partir del día diez, cuando Red la dejó, hasta el doce o el trece, cuando la liquidaron. Cubrimos el área, examinamos los informes y rezamos para que ninguno de los grandes cerebros se pierda con todas esas tonterías que la publicidad dada al caso nos induce a creer.
—Sigue.
—Sabemos que Betty estaba loca por el cine, que era muy promiscua y que alardeaba de haber trabajado en una película el mes de noviembre pasado, por lo que yo pienso que no sería de las que rechazan un revolcón en el sofá del reparto. Creo que deberíamos interrogar a los productores y directores de reparto y ver lo que conseguimos.
Millard sonrió.
—He llamado a Buzz Meeks esta mañana. Es un ex policía y trabaja como jefe de seguridad en la Hugues Aircraft. Es nuestro enlace no oficial con los estudios y se dedicará a preguntar por ahí. Lo estás logrando, Bucky. Sigue con tu juego de la pelota.
Vacilé..., quería impresionar a un veterano; quería ser yo mismo quien se encargara de la lesbiana rica. Lo que hacía Millard en ese momento, todo ese sonsacarme, me daba la impresión de ser una mera condescendencia, unos huesos y unas palmaditas en el lomo para que un policía joven siguiera trabajando con entusiasmo en un caso que no le gustaba. Con Madeleine Cathcart Sprague enmarcada en mi mente, dije:
—Todo lo que sé es que deberías mantenerle un ojo echado a Loew y sus chicos. No lo puse en mi informe pero Betty Short vendía sus favores cuando se encontraba lo bastante necesitada de dinero, y Loew ha intentado mantenerlo oculto. Creo que tapará cualquier cosa que haga aparecer a la chica como una fulana. Cuanta más simpatía sienta el público por ella, más le sacará a ejercer como acusación si este embrollo llega alguna vez a los tribunales.
Millard se rió.
—Oye, chico listo, ¿te atreves a calificar a tu propio jefe de supresor de pruebas?
Pensé que yo mismo lo era.
—Sí, y de ser un mierda y un hijo de puta de primera categoría especial.
—
Touché
! —dijo Millard y me entregó un papel—. Sitios donde vieron a Betty... restaurantes y bares en Wilshire. Puedes encargarte de ello, solo o con Blanchard, no me importa.
—Preferiría batir el Biltmore.
—Ya lo sé, pero quiero tipos que conozcan el área para trabajar allí y necesito chicos listos para eliminar las pistas falsas de la lista.
—¿Y qué harás tú?
Millard sonrió con tristeza.
—Mantenerle la vista encima a un mierda hijo de puta que suprime pruebas y a sus chicos para asegurarme de que no intentan sacarle por la fuerza una confesión a ese hombre inocente que está detenido.
No pude encontrar a Lee en ninguna parte de la comisaría, así que empecé a comprobar la lista yo solo. El territorio a batir estaba centrado en Wilshire y los restaurantes, bares y tabernas se hallaban en Western, Normandie y la calle Tercera. Las personas con quienes hablé eran básicamente moscas de bar, bebedores diurnos ansiosos de tomarle el pelo a la autoridad o de parlotear con personas distintas a las que encontraban cada noche en los tugurios. Cuando intenté hallar hechos me encontré con fantasías de lo más sinceras... Casi todo el mundo había tenido a Betty Short delante soltándoles un discurso sacado de los periódicos o de la radio cuando, en realidad, estaba en Dago con Red Manley o en un sitio ignorado siendo torturada hasta la muerte. Cuanto más los escuchaba más hablaban de ellos mismos, entretejiendo sus tristes historias con la historia de la
Dalia Negra
, de la cual en verdad creían que era una sirena fascinante, directa hacia el estrellato en Hollywood. Era como si estuvieran dispuestos a cambiar sus propias vidas por una espectacular muerte de primera página. Incluí preguntas sobre Linda Martin/Lorna Martilkova, Junior Nash y Madeleine Cathcart Sprague y su Packard blanco nieve pero todo lo que conseguí con ellas fueron miradas de estupor. Decidí que mi informe consistiría en dos palabras: «Todo gilipolleces».