La dalia negra (18 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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—¿Cómo?

—Fritzie lo hizo por mí. Recuerda al gatito lindo, Bleichert. No quiero que nadie diga nada malo de mi compañero.

El número 1842, una gran casa de apartamentos de estuco, apareció ante nosotros. Estacioné junto a la casa.

—Trabajo de hablar —murmuré, y luego fui en línea recta hacia el vestíbulo.

En la pared había un directorio con S. Saddon y nueve nombres más en él —pero ninguna Linda Martin—, y el número del apartamento era el 604. Cogí el ascensor hasta la sexta planta, caminé a lo largo de un pasillo que tenía un leve olor a marihuana y llamé a la puerta. La música de una gran orquesta se apagó de repente, la puerta se abrió y una chica no demasiado mayor con un aparatoso atuendo egipcio apareció en el umbral, sosteniendo en sus manos un tocado de
papier-mâché
.

—¿Es usted el chófer de la RKO? —preguntó.

—Policía —respondí yo.

La puerta se cerró en mis narices. Oí el ruido de un retrete dejando escapar el agua; un instante después, la chica apareció de nuevo y yo entré en el apartamento sin haber sido invitado a ello. La sala tenía el techo muy alto y abovedado; catres no muy bien arreglados se alineaban a lo largo de las paredes. Maletas, bolsos y baúles de viaje asomaban por la puerta de un armario abierto y una mesa de linóleo estaba metida en diagonal, como si fuera una cuña, entre un montón de catres sin colchones. La mesa aparecía cubierta de cosméticos y espejitos de maquillaje; el resquebrajado suelo de madera estaba cubierto por un círculo de polvos faciales y colorete.

—¿Es por esas multas que se me olvidó pagar? —preguntó ella—. Oiga, tengo tres días de trabajo en
La maldición de la tumba de la momia
en la RKO; cuando me paguen les mandaré un cheque. ¿Le parece bien?

—Es por Elizabeth Short, señorita... —dije yo.

La chica lanzó un gemido exagerado, como si estuviera actuando en el escenario.

—Saddon. Sheryl con una Y-L Saddon. Oiga, hablé por teléfono con un policía esta mañana. El sargento fulano o mengano, que tartamudeaba de forma terrible. Me hizo nueve mil preguntas sobre Betty y sus nueve mil novios y yo le respondí nueve mil veces que montones de chicas duermen aquí y se citan con montones de tipos y la mayoría son aves de paso. Le expliqué que Betty vivió aquí desde principios de noviembre hasta principios de diciembre y que no recuerdo los nombres de ninguna de sus citas. Por lo tanto, ¿puedo irme ahora? El camión de los extras tiene que llegar en cualquier momento y necesito ese trabajo.

A Sheryl Saddon se le había terminado el aliento y su traje de oropeles la hacía sudar. Señalé hacia uno de los catres.

—Siéntese y responda a mis preguntas o la arresto por los porros que acaba de tirar en el retrete.

La Cleopatra de los tres días obedeció, aunque me lanzó una mirada que habría fulminado a Julio César.

—Primera pregunta —dije—: ¿Vive aquí Linda Martin?

Sheryl Saddon cogió un paquete de Old Golds del catre y encendió un cigarrillo.

—Ya se lo conté al sargento Tartamudeos. Betty mencionó a Linda Martin un par de veces. Vivía en el otro sitio de Betty, el que está entre De Longpre y Orange... Ya sabe que necesita pruebas para arrestar a una persona, ¿no?

Saqué mi pluma y mi cuadernito.

—¿Qué hay de los enemigos de Betty? ¿Amenazas de violencia contra ella?

—El problema de Betty no eran los enemigos, era el tener demasiados amigos, si es que quiere entenderme. ¿Lo ha pescado? A-mi-gos, del género masculino.

—Chica lista. ¿Alguno de ellos llegó al extremo de amenazarla?

—No que yo sepa. Oiga, ¿podemos ir un poco más rápido con todo esto?

—Tranquila. ¿Qué trabajo hacía Betty mientras vivió aquí?

Sheryl Saddon lanzó un bufido.

—Actriz. Betty no trabajaba. Siempre le pedía dinero suelto a las otras chicas y le sacaba la bebida y las cenas a los abuelitos que corren por el bulevar. En un par de ocasiones, se largó dos o tres días y volvió con dinero; después contaba ridículas historias sobre de dónde venía. Era una mentirosa tan pésima que nadie creyó jamás una sola palabra suya.

—Hábleme de esas historias ridículas. Y sobre las mentiras de Betty en general.

Sheryl apagó su cigarrillo y, de inmediato, encendió otro. Fumó en silencio unos segundos, y yo me di cuenta de que su parte de actriz comenzaba a entusiasmarse ante la idea de hacer una caricatura de Betty Short.

—¿Sabe todo eso sobre la
Dalia Negra
que sale en los periódicos? —dijo por fin.

—Sí.

—Bueno, Betty siempre se vestía de negro como un truco para impresionar a los directores de repartos cuando iba con las demás chicas, algo que no ocurría muy a menudo porque le gustaba dormir cada día hasta las doce del mediodía. Sin embargo, algunas veces te contaba que iba de negro porque su padre había muerto o que estaba de luto por los chicos que habían muerto en la guerra. Y luego, al día siguiente, te decía que su padre vivía. Cuando se largaba un par de días y regresaba con pasta, le contaba a una de las chicas que se le había muerto un tío rico y le había dejado una buena herencia y a otra que había ganado ese dinero jugando al póquer en Gardena. A todo el mundo le dijo nueve mil mentiras sobre estar casada con nueve mil héroes de guerra distintos. ¿Pesca la imagen?

—Con gran claridad —respondí—. Cambiemos de tema.

—Soberbio. ¿Qué le parecen las finanzas internacionales?

—¿Qué tal las películas? Todas las chicas de aquí están intentando entrar en el cine, ¿verdad?

Sheryl me lanzó una mirada de vampiresa.

—Yo lo he conseguido. He salido en
La mujer jaguar
,
El ataque de la gárgola fantasma
y
Dulce será la madreselva
.

—Felicidades. ¿Consiguió Betty trabajar alguna vez en el cine?

—Quizá. Puede que lo consiguiera una vez y puede que no, porque Betty era tan embustera...

—Siga.

—Bueno, el día de Acción de Gracias todas las del sexto aparecieron para una de esas cenas en las que tienes que traer algo, lo que sea, y Betty tenía pasta y compró dos cajas enteras de cerveza. Alardeaba de estar metida en una película y no paraba de enseñar un fotómetro que decía le había regalado el director. Verá, hay montones de chicas que tienen fotómetros de baratillo que les dan los tipos de las películas, pero ese suyo era caro, estaba montado en una cadenilla y llevaba un pequeño estuche de terciopelo. Recuerdo que Betty se pasó toda la noche como encima de una nube, hablando sin parar.

—¿Le dijo el nombre de la película?

—Si lo hizo, no me acuerdo.

Paseé los ojos por la habitación, conté doce catres a un dólar la noche cada uno y pensé en un propietario que engordaba' con ellos.

—¿Sabe lo que es un sofá de reparto?

Sus falsos ojos de Cleopatra llamearon.

—No, amigo. Esta chica aquí presente no, nunca.

—¿Y Betty Short?

—Es probable que sí.

Oí sonar un claxon, fui hasta la ventana y miré por ella. Un camión con la trasera descubierta y una docena de Cleopatras y faraones en ella se encontraba en la acera, justo detrás de mi coche. Me volví para decírselo a Sheryl, pero ella había salido ya.

La última dirección en la lista de Millard era el 1611 de North Orange Drive, una de esas casas de estuco rosa que se hacen pensando en los turistas y que se encontraba a la sombra de la secundaria de Hollywood.

Koenig salió bruscamente de su ensueño y su búsqueda en el interior de la nariz cuando detuve el coche delante del edificio, en doble fila.

Señaló a dos hombres que examinaban un montón de periódicos en los escalones.

—Yo me encargo de ellos y tú de las niñitas. ¿Tienes nombres que darles?

—Puede que sean Harold Costa y Donald Leyes —dije—. Oye, sargento, pareces cansado. ¿Quieres descansar y que lo haga yo todo?

—Estoy aburrido. ¿Qué tengo que preguntarle a esos tipos?

—Yo los manejaré, sargento.

—Acuérdate del gatito lindo, Bleichert. Lo mismo que le ocurrió a él les pasa a los tipos que intentan molestarme cuando Fritzie no anda alrededor. Bueno, ¿de qué debo acusarles?

—Sargento...

Koenig me roció con una lluvia de salivazos.

—¡Soy el de más rango, chico listo! ¡Harás lo que diga el Gran Bill!

Viéndolo todo rojo, dije:

—Consigue coartadas y pregúntales si Betty Short practicó la prostitución alguna vez.

Por toda réplica, Koenig lanzó una risita.

Crucé el césped y subí los peldaños a paso de carga, con los dos hombres echándose a un lado para dejarme pasar. La puerta principal daba a una salita bastante miserable; un grupo de jóvenes andaban por ahí, fumando o leyendo revistas de cine en los asientos.

—Policía —dije—. Busco a Linda Martin, Marjorie Graham, Harold Costa y Donald Leyes.

Una rubia color miel que llevaba pantalones dobló la esquina de la página del
Photoplay
que tenía delante.

—Yo soy Marjorie Graham; Hal y Don están fuera.

Los demás se pusieron en pie y formaron un rápido abanico a mi alrededor como si yo fuera una gran dosis de malas noticias.

—Se trata de Elizabeth Short —dije—. ¿La conocía alguno de ustedes'?

Obtuve una media docena de meneos de cabeza diciendo que no y expresiones de asombro y pena; en el exterior oí a Koenig.

—¡Dime la verdad! —gritaba—. ¿La Short hacía la calle o no?

—Yo fui la que llamó a la policía, agente —dijo Marjorie Graham—. Les di el nombre de Linda porque ella también conocía a Betty.

Señalé hacia la puerta.

—¿Qué hay de esos tipos de ahí fuera?

—¿Don y Harold? Los dos salieron con Betty. Harold les llamó a ustedes porque sabía que andarían buscando pistas. ¿Quién es ese hombre que les está gritando?

Ignoré la pregunta, me senté junto a Marjorie Graham y saqué mi cuadernito.

—¿Qué pueden decirme sobre Betty que no sepa ya? ¿Pueden darme hechos? ¿Nombres de otras relaciones suyas, descripciones, fechas precisas? ¿Enemigos? ¿Posibles motivos para que alguien deseara matarla?

Ella se encogió un poco y yo me di cuenta de que había levantado el tono de voz.

—Empecemos con las fechas —continué con tono algo más bajo—. ¿Cuándo vivió Betty aquí?

—A principios de diciembre —dijo Marjorie Graham—. Lo recuerdo porque un montón de nosotros estábamos sentados escuchando un programa de radio sobre el quinto aniversario de Pearl Harbour cuando se inscribió.

—¿Así que fue el siete de diciembre?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo permaneció aquí?

—No más de una semana o algo así.

—¿Cómo llegó a conocer este sitio?

—Creo que Linda Martin le habló de él.

El informe de Millard afirmaba que Betty Short pasó la mayor parte de diciembre en San Diego.

—Pero se fue poco tiempo después, ¿verdad? —dije.

—Sí.

—¿Por qué, señorita Graham? Betty vivió en tres sitios durante el otoño pasado, que sepamos... todos ellos en Hollywood. ¿Por qué circulaba tanto?

Marjorie Graham sacó un pañuelito de papel de su bolso y empezó a estrujarlo entre sus dedos.

—Bueno, en realidad no estoy nada segura de saberlo.

—¿Andaba algún novio celoso detrás de ella?

—No lo creo.

—Señorita Graham, ¿qué cree usted?

Marjorie lanzó un suspiro.

—Agente, Betty utilizaba a la gente, la gastaba... Les pedía dinero prestado y les contaba cuentos chinos y..., bueno, aquí viven bastantes chicos que no son tontos y creo que entendieron a Betty bastante de prisa.

—Hábleme de ella —dije—. Usted la apreciaba, ¿no?

—Sí. Era dulce, confiada, y a veces parecía incluso algo tonta pero tenía... inspiración. Poseía ese extraño don, por así decirlo. Hubiese hecho cualquier cosa para que la quisieran y era capaz de adoptar los rasgos y las manías de quien estuviera con ella. Aquí todo el mundo fuma, y Betty empezó a fumar para ser parte de la pandilla, aunque eso le perjudicara por su asma y ella odiara los cigarrillos. Y lo extraño es que intentaba hablar o caminar como tú, pero siempre era ella misma cuando estaba haciendo eso. Siempre era Betty o Beth o cualquier abreviatura de Elizabeth que utilizara en ese momento.

Archivé ese triste dato en mi cabeza.

—¿De qué hablaban usted y Betty?

—La mayor parte del tiempo yo la escuchaba —dijo Marjorie—. Solíamos sentarnos aquí a escuchar la radio. Entonces, Betty contaba historias. Historias de amor sobre todos esos héroes de guerra... el teniente Joe y el mayor Matt y etcétera y etcétera. Yo sabía que sólo eran fantasías. A veces hablaba de convertirse en una estrella de cine, como si sólo le hiciera falta pasearse de un lado a otro con sus trajes negros y que, más pronto o más tarde, alguien la descubriría. Eso me ponía bastante furiosa, porque he estado dando clases en el Pasadena Playhouse y sé que actuar es un trabajo difícil y duro.

Pasé mis notas con rapidez hasta llegar al interrogatorio de Sheryl Saddon.

—Señorita Graham, ¿habló Betty de que andada metida en una película en algún momento de noviembre pasado?

—Sí. La primera noche que estuvo aquí alardeaba de ello. Dijo que tenía un papel principal en ella y nos enseñó un fotómetro. Un par de chicos la acosaron para que les diera detalles y a uno de ellos le contó que para la Paramount y a otro, para la Fox. Yo pensé que lo único que hacía era exhibirse para llamar la atención.

Escribí «Nombres» en una página en blanco y lo subrayé tres veces.

—Marjorie, ¿qué hay de los nombres? ¿Los chicos de Betty, la gente con quien la vio?

—Bueno, sé que salió con Don Leyes y Harold Costa y una vez la vi con un marinero...

Marjorie se calló y percibí una expresión de inquietud en sus ojos.

—¿Qué ocurre? Puede contármelo, no se preocupe.

La voz de Marjorie era tan tensa que sonó casi estridente.

—Muy poco antes de que se fuera, vi a Betty y a Linda Martin hablando con una mujerona, una vieja del bulevar. Llevaba un traje de hombre y tenía el cabello tan corto como el de un hombre. Sólo las vi con ella esa vez, así que quizá eso no quiera decir que...

—¿Intenta decirme que aquella mujer era lesbiana?

Marjorie movió la cabeza con rapidez de arriba abajo y buscó un kleenex en su bolso; Bill Koenig entró en la habitación y me hizo una seña con el dedo. Fui hacia él.

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