Authors: James Ellroy
—¡Mi coche! ¡Mi dinero!
Oí chillar a Dolphine mientras entraba patinando en la carretera de la costa, rumbo al norte. Alargué mi mano hacia el interruptor de la sirena, y le di un golpe al salpicadero cuando comprendí que los vehículos civiles no tienen sirena.
Logré llegar a Ensenada, al doble de la velocidad permitida. Dejé el Dodge en la calle contigua al hotel y luego corrí en busca de mi coche, y frené el paso cuando vi a tres hombres que se me acercaban en semicírculo, rodeándome, las manos dentro de las chaquetas.
Mi Chevy estaba a nueve metros; el hombre del centro cobró claridad, el capitán Vásquez, mientras que los otros dos se desplegaban para cubrirme desde los lados. Mi único refugio lo constituía una cabina de teléfonos que se encontraba junto a la primera puerta, a la izquierda del patio en forma de U. Bucky Bleichert iba a ingresar cadáver en un arenal mexicano y su mejor amigo lo acompañaría durante el viaje. Decidí que lo mejor sería permitir que Vásquez se acercara a mí y volarle los sesos a quemarropa. En ese momento, una mujer blanca salió por la puerta de la izquierda y comprendí que era mi billete de vuelta a casa.
Corrí hacia ella y la agarré por el cuello. Quiso gritar. Ahogué el sonido poniéndole la mano izquierda en la boca. La mujer agitó los brazos y, un segundo después, se quedó rígida. Saqué mi 38 y le apunté a la cabeza.
Los Rurales avanzaban cautelosos, sus armas pegadas a los flancos. Empujé a la mujer para meterla en la cabina telefónica, susurrándole:
—Grita y estás muerta. Grita y estás muerta.
Luego hice que se pegara al tabique con un golpe de las rodillas y aparté la mano; gritó, pero no hizo ningún otro ruido. Le metí la pistola en la boca para que la cosa siguiera así; cogí el auricular, puse un cuarto de dólar en la ranura y marqué el número de la telefonista. Ahora, Vásquez se hallaba delante de la cabina, el rostro lívido, apestando a colonia estadounidense barata.
—¿Qué? —dijo la operadora al otro extremo de la línea.
—¿Habla inglés? —farfullé.
—Sí, señor.
Apreté el auricular entre el mentón y el hombro y metí a tientas todas las monedas de mi bolsillo dentro de la ranura; mantuve mi 38 pegado al rostro de la mujer. Cuando el aparato se hubo tragado una carretada de pesos, pedí:
—FBI, oficina de San Diego. Es una emergencia.
—Sí, señor —musitó la operadora.
Oí el ruido de la conexión al establecerse. Los dientes de la mujer castañeteaban contra el tambor de mi revólver. Vásquez decidió probar suerte con el soborno:
—Amigo mío, Blanchard era muy rico. Podríamos encontrar su dinero. Aquí viviría usted muy bien. Usted...
—FBI, agente especial Rice.
Mis ojos se clavaron en Vásquez, intentando matarle con la mirada.
—Aquí el agente Dwight Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles. Le hablo desde Ensenada y tengo un jaleo muy gordo con unos cuantos Rurales. Están a punto de matarme sin razón alguna y he pensado que usted podría hablar con el capitán Vásquez y convencerle de que no lo hicieran.
—¿Qué...?
—Señor, soy un policía de Los Ángeles y será mejor que se dé prisa con esto.
—Oye, hijo, ¿intentas tomarme el pelo o qué?
—Maldita sea, ¿quiere pruebas? He trabajado en la Central de Homicidios con Russ Millard y Harry Sears. He trabajado en la Criminal, he trabajado...
—Pásame al mexicano, hijo.
Le entregué el auricular a Vásquez. Lo tomó y me apuntó con su automática; yo mantuve mi 38 pegado a la mujer. Los segundos fueron pasando con tremenda lentitud; aquella situación de tablas se mantuvo mientras el jefe de los Rurales escuchaba al federal, poniéndose cada vez más y más pálido. Finalmente, dejó caer el auricular y bajó su arma.
—Vete a casa, hijo de puta. Sal de mi ciudad y de mi país.
Enfundé mi revólver y abandoné la cabina; la mujer comenzó a chillar. Vásquez dio un paso hacia atrás e indicó a sus hombres que se apartaran. Entré en mi coche y salí a toda velocidad de Ensenada, igual que si el motor funcionara con mi pánico. Sólo volví a obedecer las leyes de velocidad cuando me encontré de nuevo en los Estados Unidos, y fue entonces cuando lo de Lee empezó a sentarme realmente mal.
El amanecer se abría paso sobre las colinas de Hollywood en el momento en que yo llamaba a la puerta de Kay. Me quedé inmóvil en el porche, tembloroso, con las nubes de tormenta y los rayos de sol que se alzaban al fondo como objetos extraños que no deseaba ver. Le oí decir «¿Dwight?» dentro de la casa y después el ruido de un cerrojo al ser abierto. Un instante más tarde, el otro miembro superviviente del trío Blanchard/Bleichert/Lake apareció en el umbral.
—Todo acabado —dijo.
Era un epitafio que yo no quería oír.
Entré en la casa, asombrado y aturdido al ver lo extraña y bonita que era la sala.
—¿Ha muerto? —preguntó Kay.
Por primera vez, me senté en el lugar favorito de Lee.
—Lo mataron los Rurales o una mexicana y sus amigos. Oh, cariño, yo...
Llamarla como Lee la llamaba me hizo sentir un escalofrío. Miré a Kay, inmóvil junto a la puerta, su silueta iluminada por el extraño trazado de los rayos de sol que brillaban a su espalda.
—Pagó a los Rurales para que mataran a De Witt; sin embargo, eso no quiere decir nada, mierda, nada... Tenemos que buscar a Russ Millard, conseguir que él y unos cuantos policías mexicanos decentes se...
Dejé de hablar, fijándome en el teléfono colocado sobre la mesita de café. Empecé a marcar el número del padre y la mano de Kay me detuvo.
—No. Antes quiero hablar contigo.
Fui del sillón al sofá; Kay se sentó junto a mí.
—Si pierdes la cabeza con esto, le harás daño a Lee.
Entonces supe que lo había estado esperando; y comprendí que ella sabía más de todo el asunto que yo.
—No se le puede hacer daño a un muerto —dije.
—Oh, sí, cariño, sí que puedes.
—¡No me llames así! ¡Esa palabra era suya!
Kay se acercó a mí y me acarició la mejilla.
—Puedes hacerle daño a él y también a nosotros.
—Cuéntame por qué, cariño.
Me aparté de su caricia.
Kay se apretó un poco más el cinturón del albornoz y me miró con frialdad.
—No conocí a Lee en el juicio de Bobby —dijo—. Lo había conocido antes. Trabamos amistad y mentí en cuanto a dónde vivía para que Lee no supiera nada de Bobby. Después, él solo lo descubrió y yo le dije lo mal que estaban las cosas; y entonces me habló de una oportunidad que se le había presentado, un buen negocio. No quiso contarme los detalles del asunto. Poco después, Bobby fue arrestado por el atraco al banco y el caos empezó.
»Lee planeó el robo y consiguió tres hombres para que lo ayudaran. Había necesitado mucho dinero para conseguir que su contrato no acabara en manos de Ben Siegel y eso le costó hasta el último centavo que había ganado como boxeador. Dos de los hombres murieron durante el robo, otro escapó a Canadá, y Lee era el cuarto. Él le cargó el mochuelo a Bobby porque lo odiaba a causa de lo que me había hecho. Bobby no estaba enterado de que nos veíamos y fingimos habernos conocido en el juicio. Bobby sabía que todo era un engaño, aunque no sospechaba de Lee sino de la policía de Los Ángeles en general.
»Lee quería proporcionarme un hogar, y lo hizo. Siempre se mostró muy cauteloso con su parte del dinero robado y no dejaba de hablar de sus ahorros del boxeo y de sus apuestas, con el fin de que los jefazos no pensaran que se mantenía por encima de sus ingresos. Dañó su carrera al vivir con una mujer sin casarse con ella, aunque, en realidad, no era así como vivía conmigo. Todo transcurría como en un cuento de hadas hasta el otoño pasado, cuando tú y Lee llegasteis a ser compañeros.
Me acerqué un poco a ella, atónito ante la idea de que Lee fuera el policía-delincuente más audaz de toda la historia.
—Sabía que era capaz de cosas así.
Kay se apartó de mí.
—Déjame terminar antes de que te pongas sentimental. Cuando Lee se enteró de que Bobby había conseguido tan pronto la libertad condicional, fue a ver a Ben Siegel e intentó conseguir que lo mataran. Tenía miedo de que Bobby hablara de mí, que estropeara nuestro cuento de hadas con todas las cosas feas que sabía sobre tu segura servidora. Siegel no quiso hacerlo y le dijo a Lee que eso no importaba, que ahora estábamos los tres juntos y que la verdad no podía hacernos daño. Y justo antes de Año Nuevo, el tercer hombre del atraco apareció. Sabía que Bobby de Witt iba a salir en libertad e hizo chantaje a Lee: debía pagarle diez mil dólares o le diría a Bobby quién había planeado el atraco para luego cargarle a él con el muerto.
»El plazo que le dio fue la fecha en que Bobby sería liberado. Lee le dijo que se marchara y luego fue a ver a Ben Siegel para que le dejara el dinero. Siegel no quiso hacerlo y Lee le suplicó que ordenara matar a ese tipo. Siegel tampoco quiso. Lee se enteró de que ese tipo solía andar con unos negros que vendían marihuana, y entonces él...
Lo vi venir, enorme y negro como los titulares que me había ganado con eso con las palabras de Kay como las nuevas noticias.
—El nombre de ese tipo era Baxter Fitch. Siegel no pensaba ayudar a Lee y por eso te buscó. Los hombres iban armados, por lo cual supongo que teníais una justificación moral y también supongo que fuisteis condenadamente afortunados de que a nadie se le ocurriera husmear más en el asunto. Es lo único que no puedo perdonarle, lo que me hace odiarme cada vez que pienso en cómo permití que hiciera algo así. ¿Sigues sintiéndote sentimental, pistolero?
Fui incapaz de responder; Kay lo hizo por mí.
—Algo así pensaba yo. Acabaré de contarte la historia y luego me dirás si continúas con tus deseos de venganza.
»Entonces ocurrió lo de la Short y él se obsesionó con el asunto por lo de su hermana pequeña y sólo Dios sabe por qué más. Le aterrorizaba pensar que quizá Fitch hubiese hablado con Bobby, que éste supiera cómo lo cargaron con el muerto. Quería matarle o hacer que alguien lo matara; una y otra vez le supliqué que lo diera por hecho, le aseguré que nadie creería lo que Bobby dijera y que no era necesario que dañara a nadie más. Si no hubiera sido por esa maldita chica muerta quizá le hubiera convencido. Pero el caso acabó señalando hacia México y todos, Bobby, Lee y tú, os fuisteis para allá. Sabía que el cuento de hadas había terminado. Y así ha sido.
LOS POLICÍAS FUEGO Y HIELO NOQUEAN A UNOS
DELINCUENTES NEGROS. TIROTEO EN EL LADO SUR.
POLICÍA 4 — GÁNGSTERS O.
POLICÍAS-BOXEADORES MATAN A CUATRO
DROGADOS EN UN SANGRIENTO TIROTEO
OCURRIDO EN LOS ÁNGELES
Con todo mi cuerpo como muerto, hice el gesto de levantarme; Kay me cogió por el cinturón con las dos manos y me hizo sentar de nuevo.
—¡No! ¡No intentes usar la huida marca Bucky Bleichert conmigo! Bobby sacaba fotos de cuando yo lo hacía con animales, y Lee consiguió que todo eso terminara. Me hacía acostarme con sus amigos y me pegaba con un afilador de navajas, y Lee terminó con ello. Quería hacer el amor conmigo, no joderme, y que estuviéramos juntos, y si no te hubiera dado tanto miedo desde el principio, eso es algo que ya sabrías. No podemos arrastrar su nombre por el fango. Hemos de olvidarlo todo, debemos perdonar y seguir adelante, los dos, y...
Y entonces fue cuando salí huyendo, antes de que Kay destruyera el resto de la tríada.
Pistolero.
Imbécil.
Un detective que estaba demasiado ciego como para hallar la solución del caso en el que había sido utilizado como accesorio.
El punto débil en un triángulo de cuento de hadas. El mejor amigo de un poli que robó un banco, ahora el guardián de sus secretos.
«Olvidarlo todo.»
Me quedé en mi apartamento durante la semana siguiente, acabando con los restos de mis «vacaciones»: Golpeé el saco de entrenamiento, salté a la comba y escuché música; me senté en los escalones de atrás y medí con la vista a los arrendajos que se posaban en la colada de mi patrona. Condené a Lee por cuatro homicidios relacionados con el atraco al Boulevard-Citizens y lo absolví en base al homicidio número cinco..., el suyo. Pensé en Betty Short y en Kay hasta que las dos se mezclaron; reconstruí mi relación con Lee bajo la forma de una seducción mutua y acabé pensando que mi anhelo hacia la
Dalia
nacía de que la había calado hasta lo hondo, y que amaba a Kay porque ella sabía entenderme.
Y examiné los últimos seis meses. Todo estaba allí: El dinero que Lee había estado gastando en México debía proceder de una parte del botín obtenido en el atraco, una parte que él había dejado aparte.
La víspera de Año Nuevo le oí llorar; Baxter Fitch había pretendido chantajearle unos días antes.
Durante ese otoño, Lee había tratado de ver a Benny Siegel en privado, cada vez que íbamos a las peleas del Olímpico intentaba convencerle de que matara a Bobby de Witt.
Justo antes del tiroteo, Lee había hablado por teléfono con un chivato sobre Junior Nash, según me había dicho. El «chivato» había delatado el paradero de Fitch y los negros, y Lee volvió al coche con expresión asustada. Diez minutos después, cuatro hombres morían.
La noche que conocí a Madeleine Sprague, Kay le gritó a Lee: «Después de eso podría pasar cualquier cosa...». Sí, una frase increíble, quizá prediciendo el desastre relacionado con Bobby de Witt. Durante el tiempo que estuvimos trabajando en el caso de la
Dalia
, Kay se había mostrado nerviosa y malhumorada, preocupada por el bienestar de Lee y, sin embargo, aceptando de forma extraña su lunática conducta. Yo pensé que estaba preocupada por la obsesión que Lee sentía hacia el asesinato de Betty Short; en realidad, pensaba en el final del cuento de hadas e intentaba escapar a él.
Todo estaba allí.
«Olvídalo todo.»
Cuando mi nevera se quedó vacía, salí huyendo al estilo Bucky Bleichert con rumbo al supermercado para volver a llenarla. Al entrar vi a uno de los mozos de carga que leía la sección local del
Herald
: la foto de Johnny Vogel aparecía al final de la página. Miré por encima de su hombro y vi que había sido expulsado de la policía de Los Ángeles con el pretexto de que hubo un defecto formal en su nombramiento. Una columna después, el nombre de Ellis Loew me llamó la atención.
Según le hacía decir Bevo Means, «la investigación del caso Elizabeth Short ya no es mi objetivo esencial..., tengo otros peces más importantes que freír». Me olvidé de la comida y fui a Hollywood Oeste.