La dalia negra (39 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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Cuando entré en ella, le tomé la medida al pueblo nada más verlo, como una versión de Tijuana aireada por la brisa marina y dirigida a una clase más alta de turismo. Los gringos se portaban bien, no había niños que mendigaran en las calles y delante de los muchos bares y locales no se veía gente dedicada a la venta de drogas u otras cosas o que animase al transeúnte a entrar. La línea de espaldas mojadas tenía su origen en las tierras cubiertas de maleza, y sólo cruzaba Ensenada para alcanzar la carretera de la costa... y pagar tributo a los Rurales por dejarles pasar.

Era el chantaje más descarado que yo había visto en mi vida. Rurales con camisas marrones, pantalones bombachos y botas de caña iban de un campesino a otro, recibían dinero y colocaban unas etiquetas en sus hombros con grapadoras; policías de paisano vendían paquetes de carne y frutos secos, y se guardaban las monedas que recibían en cilindros metálicos colgados junto a sus pistoleras. En cada bloque había un Rural dedicado a comprobar las etiquetas; cuando me aparté de la calle principal para entrar en lo que era un obvio distrito de luces rojas, vi en una ojeada fugaz a dos camisas marrones que dejaban inconsciente a un hombre con las culatas de sus armas: escopetas de cañón recortado.

Decidí que sería mejor hablar con la ley antes de empezar con mis interrogatorios a los ciudadanos de Ensenada. Además, Lee había sido visto hablando con un grupo de Rurales cerca de la frontera, poco después de haber dejado Los Ángeles, y era posible que los policías locales pudieran contarme algo sobre él.

Seguí una caravana de coches de los años treinta por el bloque de las luces rojas y a través de la calle que corría paralela a la playa..., allí estaba la comisaría. Era una iglesia que habían transformado: ventanas con barrotes y la palabra «POLICÍA» pintada en negro sobre las escenas religiosas esculpidas en la fachada de adobe blanco. Sobre la hierba tenían montado un reflector; cuando bajé del coche, enseñando la placa y con la sonrisa estadounidense dibujada en los labios, me enfocaron con él.

Proseguí mi avance hacia el resplandor, mientras me protegía los ojos con la mano y sentía cómo me escocía el rostro a causa del calor.

—Poli yanqui, J. Edgar, Texas Rangers —dijo un hombre con una risita.

Tenía la mano extendida cuando pasé junto a él. Metí un billete de dólar en ella y entré en la comisaría.

El interior parecía aún más propio de una iglesia: colgaduras de terciopelo en las paredes que representaban a Jesús y su vida pública decoraban el vestíbulo; los bancos, llenos de camisas marrones que holgazaneaban, hacían pensar en una congregación religiosa. El mostrador era un gran bloque de madera oscura y en él se veía tallado a Jesús clavado en la cruz: probablemente se trataba de un altar retirado del uso. El Rural gordo que montaba guardia detrás de él se lamió los labios al verme llegar, y me hizo pensar en un viejo verde dispuesto a no abandonar nunca su afición de perseguir niños.

Yo había sacado ya mi obligatorio billete de dólar pero lo retuve entre los dedos.

—Policía de Los Ángeles para ver al jefe.

El camisa marrón se frotó los pulgares y los índices y luego señaló hacia mi pistolera. Se la entregué junto con el billete de dólar; después, me guió a lo largo de un pasillo adornado con frescos de Jesucristo hasta una puerta donde ponía CAPITÁN. Permanecí ante ella mientras él entraba y hablaba en un castellano rápido como una sarta de disparos; cuando salió, me gané un taconazo y un algo tardío saludo.

—Agente Bleichert, pase, por favor.

Que esas palabras fueran dichas sin acento alguno me sorprendió; entré en la habitación para responder a ellas. Un mexicano alto, de traje gris, se hallaba de pie en el centro del cuarto, con la mano extendida para estrechar la mía, no para recibir un billete de dólar.

Nos dimos la mano. Después, él tomó asiento tras un gran escritorio y le dio unos golpecitos con los dedos a una placa donde se leía CAPITÁN VÁSQUEZ.

—¿Cómo puedo ayudarle, agente?

Cogí mi pistolera de encima de la mesa y, en su lugar, puse una foto de Lee.

—Este hombre es un agente de la policía de Los Ángeles. Ha desaparecido desde finales de enero y se dirigía hacia aquí cuando fue visto por última vez.

Vásquez examinó la foto. Las comisuras de sus labios tuvieron un breve movimiento que intentó tapar al convertir ese gesto de inmediato en una sacudida negativa de la cabeza.

—No, no lo he visto. Redactaré un boletín de búsqueda para mis hombres y haré que investiguen en la comunidad estadounidense de aquí.

Decidí poner un poco a prueba su mentira.

—Es difícil que pase desapercibido, capitán. Rubio, metro ochenta, la misma constitución que una letrina de ladrillos.

—Ensenada atrae a los tipos duros, agente. Por eso, el contingente policial de aquí está tan bien armado y se muestra tan, vigilante. ¿Se quedará usted algún tiempo?

—Esta noche por lo menos. Quizá se les pasó por alto a sus hombres y yo pueda conseguir alguna pista.

Vásquez sonrió.

—Lo dudo. ¿Está usted solo?

—Tengo dos compañeros esperando en Tijuana.

—¿Y a qué división está asignado?

Mentí a lo grande.

—La metropolitana.

—Es usted muy joven para una labor tan prestigiosa.

Cogí la foto.

—Nepotismo, capitán. Mi papá es jefe de policía y mi hermano está en el consulado de Ciudad de México. Buenas noches.

—Y buena suerte, Bleichert.

Alquilé una habitación en un hotel situado de tal forma que podía ir a pie hasta el distrito de los clubs nocturnos y las luces rojas. Por dos dólares conseguí un cuarto en la planta baja con vista al océano; una cama, con un colchón delgado como una galleta; un lavabo y una llave para el retrete comunitario, que se hallaba fuera del cuarto. Dejé mis cosas en el armario y, como precaución antes de salir, me arranqué dos cabellos y los pegué con saliva a través del quicio de la puerta. Si los fascistas decidían registrar mi cuarto, yo lo sabría.

Fui hasta el corazón de la mancha de neones.

Las calles estaban repletas de hombres vestidos de uniforme: camisas marrones, marineros e infantes de marina de los Estados Unidos. No se veía a ningún mexicano y todo el mundo se portaba de forma bastante correcta y pacífica..., incluso los grupos de marinos que andaban haciendo eses. Decidí que era el arsenal ambulante de los Rurales el que mantenía esa paz. La mayoría de los camisas marrones estaba formada por correosos pesos gallo, nada imponentes, pero que llevaban encima montones de potencia de fuego: recortadas, ametralladoras, automáticas del 45 y nudillos de hierro colgando de sus cartucheras.

Faros fluorescentes, que se encendían y apagaban, me llamaban: Klub Llama, El Horno de Arturo, Club Boxeo, La Guarida del Halcón, Klub Imperial de Chico. Al ver el letrero que ponía «boxeo» decidí hacer mi primera parada en ese sitio.

Cuando esperaba la oscuridad, me encontré con una habitación brillantemente iluminada y atestada de marineros. Encima de un largo mostrador había chicas mexicanas que bailaban con los senos al aire, y billetes de dólar metidos en sus bikinis. Música de marimba enlatada y muchos gritos hacían del sitio una ensordecedora bolsa de ruidos; me puse de puntillas, en busca de cualquiera con aires de ser el propietario. En la parte trasera vi un cuartucho cubierto con carteles y fotos de boxeadores.

Me atrajo igual que un imán y me dirigí hacia él pasando junto a un nuevo cargamento de chicas medio desnudas que se dirigía hacia el mostrador para subir a él.

Y ahí estaba yo, en compañía de dos grandes semipesados, metido como la loncha de jamón de un bocadillo entre Gus Lesnevich y Billy Conn.

Y ahí estaba Lee, justo al lado de Joe Louis, con quien podría haber peleado si se hubiera dejado dirigir por Benny Siegel.

Bleichert y Blanchard. Dos esperanzas blancas a las que les habían ido mal las cosas.

Estuve mirando las fotos durante largo tiempo, hasta que el estruendo que me rodeaba se disipó y ya no me hallaba en una cloaca tapizada, había vuelto a los años 40 y 41, cuando ganaba combates y me iba a la cama con las chicas fáciles que amaban el boxeo y se parecían a Betty Short. Y Lee amontonaba victorias por KO y vivía con Kay... y, de una forma extraña, volvíamos a ser una familia.

—Primero Blanchard y ahora tú. ¿Quién es el siguiente? ¿Willie Pep?

Volví de inmediato a la cloaca.

—¿Cuándo? —farfullé—. ¿Cuándo lo ha visto?

Giré sobre mí mismo y vi a un viejo encorvado y corpulento. Su rostro era todo cuero agrietado y huesos rotos, un saco de entrenamiento, pero su firme voz no tenía nada de ruina ni de boxeador sonado.

—Hace un par de meses. Las grandes lluvias de febrero. Creo que hablamos de combates durante diez horas seguidas.

—¿Dónde está ahora?

—No lo he visto desde aquella vez y quizá él no desee verte. Intenté hablar de ese combate que habíais librado pero el Gran Lee no quiso. «Ya no somos compañeros», me dijo, y empezó a hablarme de que los pesos pluma son la mejor división del boxeo, kilo por kilo. Yo le dije que nanay... son los medios. Zale, Graziano, La Motta, Cerdan, ¿a quién intentas tomarle el pelo?

—¿Sigue en el pueblo?

—No lo creo. Este sitio es mío y por aquí no ha vuelto a pasar. ¿Le buscas para sacarte una espina? ¿Otro combate, quizá?

—Le busco para ver si consigo sacarle del montón de mierda en el que se ha metido.

El viejo sopesó mis palabras unos segundos.

—Me vuelven loco los bailarines como tú —dijo—, así que te daré la única pista que tengo. Oí decir que Blanchard había armado un gran jaleo en el Club Satán y que tuvo que salir del apuro merced a un buen soborno al capitán Vásquez. Si caminas cinco manzanas hacia la playa, allí está el Satán. Habla con Ernie, el cocinero. El lo vio. Dile que sea sincero contigo, y traga mucho aire antes de entrar en ese lugar porque no se parece en nada al sitio del que vienes.

El Club Satán era una choza de adobe con tejado de pizarra, y que poseía un ingenioso anuncio de neón: un diablillo rojo que amenazaba el aire con su rígido miembro en forma de tridente.

Tenía un camisa marrón particular en la puerta, un mexicano bajito que examinaba a los clientes sin dejar de acariciar la guarda y el gatillo de una ametralladora con trípode. Sus galones aparecían repletos de billetes de dólar; yo añadí uno a la colección antes de entrar, haciendo acopio de fuerzas.

De la cloaca al huracán de la mierda.

El bar consistía en un canalillo parecido a los que hay en los retretes. Marineros e infantes de marina se masturbaban sobre él mientras le metían los dedos en la raja a las chicas que se encontraban en cuclillas en la tarima. Bajo las mesas que cubrían la parte delantera de la habitación se hacían chupadas, al igual que ocurría bajo el gran estrado de la orquesta. Un tipo vestido de Satanás se la estaba metiendo a una mujer gorda encima de un colchón. Un burro, con cuernos de terciopelo rojo atados a sus orejas, estaba junto a ellos, comiendo paja de un cuenco que había en el suelo. A la derecha del escenario, un gringo vestido de frac ronroneaba por el micrófono:

—¡Tengo una chica soberbia, su nombre es Roseanne, usa una tortilla como diafragma! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo una chica que se llama Sue, es un billete de ida a la gran jodida! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo una chica llamada Corrine, sabe cómo sacarle crema a mi plátano! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo...!

La «música» fue ahogada por un cántico que brotó de las mesas: «¡Burro! ¡Burro!». Me quedé inmóvil, sintiendo los codazos de los que pasaban junto a mí. Un instante después, una nube de aliento cargado de ajo me envolvió.

—¿Quieres ir al mostrador, guapo? Desayuno de campeones, un dólar. ¿Quieres estar conmigo? La vuelta al mundo, dos dólares.

Reuní el valor necesario para mirarla. Era vieja y gorda, los labios cubiertos de chancros. Saqué unos billetes de mi bolsillo y se los alargué. La puta se inclinó ante su Jesucristo del club nocturno.

—Ernie —grité—. Tengo que verle ahora mismo. Me envía el tipo del Club Boxeo.

—Vámonos —exclamó la
mamacita
y se encargó de abrirme paso, atravesando una hilera de marinos que esperaban conseguir asientos delante del mostrador.

Me llevó hasta una cortina que ocultaba un pasillo situado detrás del escenario y por él hasta la cocina. Un olor a especias excitó levemente mis papilas gustativas hasta que vi los cuartos traseros de un perro que asomaban bajo la tapa de una olla de estofado. La mujer habló en castellano con el
chef
un tipo que daba la impresión de ser un cruce entre mexicano y chino. Éste asintió y vino hacia mí.

Yo tenía entre los dedos la foto de Lee.

—He oído contar que este hombre te dio unos cuantos problemas hace cierto tiempo.

El tipo examinó la foto sin demasiado interés.

—¿Quién quiere saberlo?

Le enseñé mi placa, dejando que el gesto revelara un breve instante mi herramienta.

—¿Amigo tuyo? —dijo.

—Mi mejor amigo.

El mestizo tenía las manos metidas bajo el delantal; yo sabía que una de ellas empuñaba un cuchillo.

—Tu amigo se bebió catorce vasos seguidos de mi mejor mescal, el récord de la casa. Eso me gustó. Brindó montones de veces por mujeres muertas. Eso no me importaba. Pero intentó joder mi número del burro, y eso no lo aguanto.

—¿Qué pasó?

—Acabó con cuatro de mis chicos; con el quinto no pudo, los Rurales se lo llevaron antes para que durmiera la mona.

—¿Eso es todo?

El mestizo sacó un estilete de su delantal, apretó el resorte y se rascó el cuello con el lado sin filo de la hoja.


Finito
.

Salí por la puerta trasera y me encontré en un callejón; temía por Lee. Dos tipos con trajes inmaculados estaban inmóviles bajo una farola, cuando me vieron, aceleraron el ritmo con que sus pies cambiaban de posición y estudiaron el suelo como si la tierra y el polvo se hubieran vuelto fascinantes de pronto. Eché a correr, el chirriar de la grava a mi espalda me indicó que los dos me perseguían.

El callejón terminaba en un sendero que llevaba al bloque de las luces rojas, con otro camino de tierra apisonada casi intransitable que salía de él en ángulo hacia la playa. Tomé éste a toda velocidad, mis hombros rozaban el alambre de los gallineros, y había perros atados a estacas que intentaban llegar hasta mí por los dos lados. Sus ladridos apagaron cualquier otro ruido callejero; no tenía ni la menor idea de si aquellos dos tipos me pisaban los talones. Vi alzarse ante mí el bulevar de la playa, intenté orientarme un poco; supuse que el hotel se encontraría una manzana a la derecha y reduje la velocidad de mi carrera a un paso normal.

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