Authors: James Ellroy
Me quedé mirando el retrato, absorto, mientras pensaba en Elizabeth Short, encontrada cadáver entre la Treinta y Nueve y Norton. Cuanto más lo miraba, más se mezclaban ambas imágenes; finalmente, aparté los ojos del cuadro y los posé en una foto de dos mujeres jóvenes y cogidas del brazo que se parecían mucho a Jane Chambers.
—El resto de supervivientes. Bonitas, ¿verdad?
Me di la vuelta. La viuda llevaba dos veces más polvo encima que antes y olía a tierra e insecticida.
—Como su madre. ¿Cuántos años tienen?
—Linda veintitrés y Carol veinte. ¿Ha terminado ya en el estudio?
Pensé en las dos chicas como contemporáneas de las chicas Sprague.
—Sí. Dígale a quien tenga que limpiarlo que utilice amoníaco puro. Señora Chambers...
—Jane.
—Jane, ¿conoce a Madeleine y Martha Sprague? Jane Chambers lanzó un bufido.
—Esas chicas y esa familia... ¿Cómo es que las conoce usted?
—Hice cierto trabajo para ellos en el pasado.
—Considérese afortunado si el encuentro fue breve.
—¿A qué se refiere?
Entonces sonó el teléfono del vestíbulo.
—Más condolencias —dijo Jane Chambers—. Gracias por haberse portado tan bien, señor...
—Llámeme Bucky. Adiós, Jane.
—Adiós.
Escribí mi informe en la comisaría de Wilshire y luego comprobé el expediente rutinario de suicidio abierto para Chambers, Eldridge Thomas, muerto el 12/4/49. No me dijo gran cosa: Jane Chambers oyó la detonación de la escopeta, encontró el cuerpo y llamó a la policía de inmediato.
Cuando los detectives llegaron les contó que su esposo estaba deprimido a causa de su mala salud y el matrimonio fracasado de su hija mayor. Suicidio: caso cerrado a la espera de que se realizara la investigación forense en el lugar del crimen.
Lo hecho por mí confirmó el veredicto anterior en todos sus detalles. Pero yo tenía la sensación de que no bastaba. Me agradaba la viuda, los Sprague vivían a una manzana de distancia y seguía sintiendo curiosidad. Usé un teléfono de la sala común y llamé a los contactos periodísticos de Russ Millard, dándoles dos nombres: Eldridge Chambers y Emmett Sprague. Ellos se encargaron de hacer sus propias llamadas, excavaron un poco y luego me telefonearon a la extensión de la comisaría que yo había ocupado. Cuatro horas después sabía lo siguiente:
Que Eldridge Chambers había muerto siendo inmensamente rico.
Que de 1930 a 1934 fue presidente de la Junta de Propiedades Inmobiliarias del Sur de California.
Que presentó la candidatura de Sprague como miembro del. Club de Campo de Wilshire en 1929, pero el escocés fue rechazado a causa de «sus conexiones judías en los negocios»..., es decir, los gángsters de la Costa Este.
Y la guinda: Chambers, a través de intermediarios, hizo que Sprague fuera expulsado de la Junta de Propiedades Inmobiliarias cuando varias de sus casas se derrumbaron durante el terremoto del 33.
Era suficiente para una jugosa nota necrológica en la prensa pero no lo suficiente para un poli cargado de tubos de ensayo, con un matrimonio que se hundía y montón de tiempo libre. Esperé cuatro días; después, cuando los periódicos me dijeron que. Eldridge Chambers ya estaba enterrado, volví para hablar con su viuda.
Respondió al timbre con ropa de jardín, y unas tijeras de podar en la mano.
—¿Ha olvidado algo o es usted tan curioso como me pareció el otro día?
—Lo segundo.
Jane se rió y se limpió la suciedad del rostro.
—Después de que se fuera, recordé por qué me sonaba su nombre. ¿No era usted alguna especie de atleta o algo parecido?
Me reí.
—Era boxeador. ¿Están sus hijas en casa? ¿Tiene alguien que le haga compañía?
Jane meneó la cabeza.
—No, y lo prefiero así. ¿Quiere tomar el té conmigo en el patio de atrás?
Asentí. Jane me guió a través de la casa hasta llegar a un porche sombreado que dominaba una gran extensión de césped, más de la mitad del cual estaba arado en forma de surcos. Tomé asiento en una silla de jardín y ella me sirvió té helado.
—Hice todo eso desde el domingo pasado. Creo que me ha ayudado más que todas las llamadas de simpatía que he recibido.
—Se lo está tomando usted bastante bien.
Jane se instaló junto a mí.
—Eldridge tenía cáncer, así que medio me lo esperaba. Pero no que lo hiciera con una escopeta en nuestra propia casa.
—¿Estaban muy cerca el uno del otro?
—No, ya no. Con las chicas mayores, nos habríamos divorciado más pronto o más tarde. ¿Está casado?
—Sí. Casi dos años ya.
Jane tomó un sorbo de té.
—Dios, un recién casado... No hay nada mejor que eso, ¿verdad?
Mi rostro debió traicionarme.
—Lo siento —dijo Jane, y cambió de tema—. ¿Cómo conoció a los Sprague?
—Tuve una cierta relación con Madeleine antes de conocer a mi mujer. ¿Les ha tratado usted mucho?
Jane pensó en lo que le había preguntado, sus ojos clavados en la tierra llena de surcos.
—Eldridge y Emmett se conocían desde hacía tiempo —dijo por fin—. Los dos hicieron un montón de dinero con las propiedades inmobiliarias y estuvieron en la junta del Sur de California. Quizá no debería contarle esto, dado que es usted policía, pero Emmett no era trigo limpio. Muchas de sus casas se derrumbaron durante el gran terremoto del 33 y Eldridge dijo que un montón de sus otras propiedades tendrían que acabar así, más pronto o más tarde... casas hechas con el peor material posible. Eldridge hizo que echaran a Emmett de la junta cuando descubrió que sociedades falsas controlaban las ventas y los alquileres; le enfurecía el pensar que Emmett jamás sería el responsable de las posibles pérdidas de vidas que se produjeran en el futuro.
Recordé haber hablado con Madeleine de lo mismo.
—Me parece que su esposo era un buen hombre. Los labios de Jane se curvaron en una sonrisa..., daba la impresión de que contra su voluntad.
—Tenía sus momentos.
—¿Nunca fue a la policía por lo de Emmett?
—No. Temía a sus amigos, los gángsters. Sólo hizo lo que pudo, causarle una pequeña molestia a Emmett. Ser eliminado de la junta probablemente le hizo perder algunos negocios.
—«Hizo lo que pudo» no es un mal epitafio.
Ahora, los labios de Jane formaron una mueca despectiva.
—Lo hizo porque se sentía culpable. Eldridge poseía unos cuantos bloques de casas miserables en San Pedro. Al enterarse de que tenía cáncer, empezó a sentir complejo de culpa. El año pasado votó a los demócratas y cuando ocuparon el ayuntamiento tuvo reuniones con algunos de los nuevos miembros del consejo. Estoy segura de que les contó cuantas cosas feas sabía sobre Emmett.
Pensé en el Gran Jurado investigador que andaban profetizando los periódicos sensacionalistas.
—Quizá Emmett acabe llevándose un disgusto. Su esposo pudo haber sido...
Jane golpeó la mesa con el anillo de su dedo.
—Mi esposo era rico, guapo y bailaba fatal el charlestón. Le amé hasta que descubrí que me engañaba y ahora empiezo a quererle de nuevo. Es algo tan extraño...
—No es tan extraño —dije.
Jane me sonrió, una sonrisa muy leve y dulce.
—¿Cuántos años tienes, Bucky?
—Treinta y dos.
—Bueno, yo tengo cincuenta y uno y creo que es algo extraño, muy extraño. No deberías mostrarte tan dispuesto a comprender y aceptar el corazón humano a tu edad. Deberías tener ilusiones.
—Te estás riendo de mí, Jane. Soy un policía. Los policías no tienen ilusiones.
Jane se rió... con ganas.
—
Touché
. Ahora soy yo la curiosa. ¿Cómo es posible que un policía ex boxeador se relacionara con Madeleine Sprague?
Mentí.
—La paré por haberse saltado una luz roja y una cosa llevó a la otra. —Sintiendo un nudo en las entrañas, y como sin darle importancia, le pregunté—: ¿Qué sabes de ella?
Jane dio una patada en el suelo para asustar a un cuervo que contemplaba los rosales, justo al lado del porche.
—Lo que sé sobre los Sprague tiene como mínimo diez años de antigüedad y es bastante extraño. Barroco, casi.
—Soy todo oídos.
—Algunos dirían que eres todo dientes —respondió Jane. Cuando no me reí, sus ojos fueron hacia Muirfield Road y la residencia del barón del boom, cruzando rápidamente por encima del jardín lleno de surcos—. En la época que mis chicas y Maddy y Martha eran pequeñas, Ramona dirigía mascaradas y ceremonias en ese enorme jardín suyo. Pequeñas representaciones teatrales con las niñas vestidas de animales y delantalitos de encaje. Yo dejaba que Linda y Caro participaran en ellas, aun a sabiendas de que Ramona estaba trastornada. Cuando las chicas crecieron un poco más, después de cumplir los diez años, las mascaradas se fueron volviendo más extrañas. Ramona y Maddy eran muy buenas con el maquillaje y Ramona puso en escena ciertas... obras, que representaban lo que les había ocurrido a Emmett y su amigo Georgie Tilden durante la primera guerra mundial.
»Bueno, ahí estaban las niñas, con falditas de color caqui, los rostros tiznados, y fusiles de juguete en las manos, todo ello obra de Ramona. A veces les echaba falsa sangre y hubo ocasiones en las que Georgie llegó a filmarlo todo. La cosa llegó a ser tan grotesca y tan desproporcionada que obligué a Linda y a Carol a que dejaran de jugar con las chicas Sprague. Entonces, un día, Carol llegó a casa con unas cuantas fotos que Georgie le había sacado. En ellas se estaba haciendo la muerta, cubierta toda ella de pintura roja. Ésa fue la gota de agua que desbordó el vaso. Fui a la casa de los Sprague hecha una furia y le dije a Georgie de todo sabiendo que, en realidad, Ramona no era responsable de sus actos. El pobre hombre se limitó a callarse y a aguantar; después, me sentí muy mal por ello...; había quedado desfigurado en un accidente de coche y eso le había convertido casi en un vagabundo, alguien que no servía para nada. Antes trabajaba con Emmett en el asunto de las inmobiliarias, ahora lo único que hace es quitar hierbajos y basura de los solares por cuenta de la ciudad.
—¿Y qué ocurrió después con Madeleine y Martha?
Jane se encogió de hombros.
—Martha se convirtió en una especie de prodigio artístico y Madeleine en una cabeza loca, lo cual supongo que ya sabías.
—No seas mala, Jane.
—Me disculpo —dijo ella mientras golpeaba la mesa con su anillo—. Quizá estoy deseando que me fuera posible hacer todo eso en su lugar. Lo cierto es que no puedo pasarme el resto de mi vida cuidando el jardín y soy demasiado orgullosa para tener gigolós. ¿Qué opinas del asunto?
—Conseguirás encontrar otro millonario.
—Improbable. Además, uno fue suficiente para que me dure toda la vida. ¿Sabes lo que no paro de pensar? Que casi estamos en 1950 y yo nací en 1898. Es algo que me sienta fatal.
Dije lo que llevaba pensando durante la última media hora.
—Me haces desear que las cosas hubieran sido distintas. Que el tiempo fuera otro.
Jane sonrió y lanzó un suspiro.
—Bucky, ¿es eso lo mejor que puedo esperar de ti?
Le devolví el suspiro.
—Creo que nadie puede esperar algo mejor.
—Tengo la impresión de que te gusta mirar, ¿sabes?
—Y yo de que a ti te gusta cotillear.
—
Touché
! Ven, te acompañaré hasta la salida.
Durante el camino hacia la puerta fuimos cogidos de la mano. Una vez en el vestíbulo, el retrato con el payaso que tenía la boca como una cicatriz volvió a fascinarme.
—Dios, es terrorífico —murmuré señalando hacia él.
—Y valioso, además. Eldridge lo compró para mi cuarenta y nueve cumpleaños, pero lo odio. ¿Te gustaría llevártelo?
—Muchas gracias, pero no.
—Entonces, gracias. De todas mis visitas de condolencia, tú has sido la mejor.
—Lo mismo digo.
Nos abrazamos durante un segundo y luego me marché.
El chico del mechero Bunsen.
Dormir en el sofá.
Detective sin caso.
Trabajé en esos tres asuntos durante la primavera del 49. Kay salía temprano para la escuela cada mañana; yo fingía dormir hasta que se iba. Luego, solo en la mansión del cuento de hadas, acariciaba las cosas de mi mujer: los suéteres de cachemira que Lee le había comprado, los trabajos de graduación, los libros amontonados en espera de ser leídos. Busqué siempre un diario, pero nunca lo encontré. Cuando estaba en el laboratorio me imaginaba que ella hurgaba entre mis pertenencias. Jugueteé con la idea de escribir un diario y dejarlo donde Kay pudiera encontrarlo, con un relato detallado de todas las veces en que me había acostado con Madeleine Sprague, para hacer que se enfrentase al hecho, y frotárselo por las narices ya fuera para conseguir el perdón de mi obsesión hacia la
Dalia
o para hacer que nuestro matrimonio estallara y sacarlo de su parálisis. Llegué a garrapatear cinco páginas en mi cubículo... pero me detuve cuando olí el perfume de Madeleine mezclándose con la peste a lisol del motel Flecha Roja. El arrugar las páginas y tirarlas sólo sirvió para avivar el fuego hasta convertirlo en un feroz incendio.
Mantuve bajo vigilancia la mansión de Muirfield Road durante cuatro noches seguidas. Aparcado al otro lado de la calle, veía encenderse y apagarse las luces, y contemplaba las sombras que parpadeaban al otro lado de los emplomados ventanales. Jugaba con la idea de hacer pedazos la vida familiar de los Sprague, de sacarle todo su jugo por el mero hecho de ser un tipo duro que le agradaba a Emmett, o de acostarme de nuevo con Madeleine en cualquier tugurio. Durante esas noches, ningún miembro de la familia salió de la casa: sus cuatro noches no se movieron del sendero circular. Yo no cesaba de preguntarme qué hacían, qué historia compartida estaban volviendo a desmenuzar, qué posibilidades había de que alguien mencionara al poli que fue a cenar dos años antes.
A la quinta noche, Madeleine, con pantalón y un suéter rosa, anduvo hasta la esquina para echar una carta al buzón. Cuando volvió, vi que notaba la presencia de mi coche y los faros de los vehículos que pasaban iluminaron la sorpresa que su rostro reflejaba. Esperé hasta que ella hubo vuelto a entrar, presurosa, en la fortaleza estilo Tudor y regresé a casa, con la voz de Jane Chambers, que me decía en tono burlón: «Mirón, mirón».
Cuando entraba, oí correr el agua de la ducha; la puerta del dormitorio estaba abierta. El quinteto de Brahms favorito de Kay sonaba en el tocadiscos. Entonces, recordé la primera vez que había visto desnuda a mi esposa, y, ante ese recuerdo, me quité la ropa y me tendí en la cama.