Read La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3 Online
Authors: Nalini Singh
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico
—Te diría que vinieras aquí… —Deslizó los dedos entre sus piernas con la intención de darle un pecaminoso énfasis a sus palabras—… para poder mostrarte lo preparada que estoy. —La conexión física. Ambos necesitaban sentir la más profunda conexión física aquella noche, para desterrar los lugares fríos y oscuros del alma, para encerrarse juntos en un refugio terrenal de carne.
—Me encanta… —dijo Rafael—… que me hagas cosas perversas. —Era el eco de algo que ella le había dicho una vez.
Los recuerdos del calor aterciopelado de su pene sobre la lengua le hicieron apretar los muslos contra la mano intrusa.
—En ese caso, ¿por qué no te mueves? —preguntó al tiempo que cerraba la mano libre sobre la sábana. Todavía no la había tocado y ya estaba húmeda.
—Porque esta noche, cazadora del Gremio, soy yo quien va a hacerte cosas perversas.
Elena dejó de respirar. Cuando Rafael bajó la vista hasta la zona donde la sábana se plegaba en su cintura, la orden fue tan directa como si la hubiera pronunciado en voz alta. Una orden muy masculina. Tras tomar una entrecortada bocanada de aire, Elena utilizó una de sus manos para bajar la sábana hasta la parte superior de sus muslos, donde el tejido seguía ocultando la parte más íntima de su cuerpo… y se detuvo.
Elena
…
Ella negó con la cabeza.
—La camisa tiene que desaparecer. —Cuando una bailaba con un arcángel, debía jugar sucio.
Rafael se apartó de la puerta, llevó sus dedos a los botones de la camisa negra y los desabrochó con tal rapidez y eficiencia que a ella se le hizo la boca agua. Aquellos dedos conocían su cuerpo a la perfección, la habían tocado con una ternura exquisita, y también con una siniestra posesividad. Estaba claro lo que recibiría aquella noche, pensó la cazadora cuando Rafael arrojó la camisa al suelo y enarcó una ceja.
Dios, qué guapo era… Sus hombros y su pecho eran musculosos. El tono dorado de aquella piel suplicaba las caricias de su boca, de sus dedos. Pero aquel no era el trato que habían hecho. Tras apartar los dedos de la zona de su cuerpo que se había humedecido a causa del deseo, Elena alzó las rodillas contra el pecho y luego bajó la sábana hasta los pies de la cama.
—Ya está.
El arcángel cruzó los brazos.
—Baja las piernas.
Elena hizo un gesto negativo y se concentró en la orgullosa protuberancia que su erección marcaba contra los pantalones, del mismo color que la camisa. Sus músculos internos se tensaron.
—Quiero algo a cambio.
—No.
Elena iba a protestar por aquella negativa rotunda, pero él ya había atravesado la habitación y le había rodeado la nuca con una mano. Su boca, aquella boca letal y experimentada, estaba sobre la suya una fracción de segundo después. Elena alzó las manos para aferrarse a su cintura mientras Rafael se inclinaba sobre ella, y soltó un jadeo cuando él alzó una mano para agarrarle un pecho en un gesto confiado que decía a las claras que era suya y que él lo sabía. El apretón era posesivo, y la piel de sus dedos, lo bastante rugosa como para excitarle los pezones.
Fue entonces cuando Elena se dio cuenta de que estaba de rodillas.
—Supongo que crees que has ganado —dijo en un susurro ronco cuando él levantó la cabeza y aplastó la mano sobre su esternón para tenderla de espaldas en la cama. Quizá debería haberse resistido, pero lo cierto es que deseaba sentirlo sobre ella, dentro de ella. Deseaba sentir su miembro abriéndose camino en aquel lugar húmedo e hinchado que se contraía a modo de protesta.
—Esta ronda, sí. —Rafael se mantuvo inmóvil durante unos segundos eternos, disfrutando del aspecto de su consorte. Elena tenía el cuerpo de una guerrera. Fuerte, de músculos fibrosos. Un cuerpo que complacía todos sus sentidos.
Elena lo observaba con unos ojos cargados de lánguido deseo, y sus labios esbozaban la sonrisilla de una mujer que sabe que su amante la complacerá. Había flexionado una pierna mientras permanecía tendida, cálida y excitada, sobre la cama. Cuando se tumbó boca abajo para extender sus extraordinarias alas a los lados, Rafael no se lo impidió. En lugar de eso, se subió al colchón, situó una rodilla a cada lado de su cuerpo, apartó los sedosos mechones de cabello de su nuca y deslizó un dedo a lo largo de su columna.
Elena se estremeció.
—Arcángel…
A Rafael le gustaba su manera de pronunciar aquella palabra, y emitió un sonido gutural de placer. Colocó las manos a ambos lados de su cabeza, y cuando se agachó para besarle la nuca, notó que la parte inferior del cuerpo de Elena se alzaba hacia él. Siguió dándole besos a lo largo de la espalda, acariciando con los dedos los bordes internos de sus alas. La respiración de la cazadora se volvió jadeante, y los pequeños movimientos de su cuerpo se hicieron más y más insistentes. El aroma terrenal de su excitación llenó el aire.
Sintió una sacudida en la entrepierna, pero aún no había terminado.
Acarició la base de su espalda trazando círculos con la lengua y se incorporó de nuevo.
—Ha llegado la hora del primer juego perverso, Elena. —Metió las manos bajo sus caderas y tiró hacia arriba.
—Desde mi posición, no lo parece. —Estaba sin aliento, pero acató la orden tácita de apoyarse sobre los codos y las rodillas, con los muslos separados.
Incapaz de resistirse, Rafael acarició con ambas manos la cara interna de sus muslos y oyó su gemido de placer, la quintaesencia de la feminidad. En aquella postura, estaba abierta a él; los pliegues de su sexo, hinchados y lujuriosos, resultaban una erótica invitación. Sin previo aviso, posó sus labios sobre ella. Elena se habría retorcido ante semejante ataque sensual, pero él tenía sus muslos bien sujetos.
Notó el estremecimiento que recorrió su cuerpo cuando la saboreó por primera vez. Necesitaba aquello, necesitaba a Elena. El día se había cobrado muchas víctimas, pero allí únicamente estaba su consorte, quien no solo no se había asustado al presenciar la cruda realidad de lo que había que hacer para que el Hudson no se tiñera de sangre, sino que además se había arrojado a sus brazos a pesar de la furia que sentía.
—Rafael, por favor… —Una súplica sensual.
Tras apartar sus labios de ella, Rafael bajó la mano para deslizar un dedo provocador a lo largo de aquella zona húmeda. Elena se aferró a las sábanas al tiempo que sus latidos se aceleraban… pero era una cazadora, una guerrera. Con un movimiento inesperado, se alejó y se tumbó de espaldas con tal elegancia que consiguió situar una de sus resplandecientes alas sobre él en un segundo. Lo primero que hizo fue apartarse los mechones enmarañados de la cara. Lo segundo, ponerse de rodillas y reclamar su boca con un beso que sabía a posesividad femenina, una posesividad que él no tenía intención de rechazar.
Rafael aprovechó la oportunidad para acariciar sus generosos pechos, las sensibles puntas de sus pezones, pero se detuvo cuando ella lo empujó para tenderlo de espaldas.
—No, cazadora del Gremio. Esta noche no.
Jamás lo habían amado con la ferocidad que su cazadora le prodigaba, pero en el instante en que ella pusiera sus manos y su boca sobre él, estaría acabado… y aquella noche deseaba algo más.
Yo te daré placer
.
—Me torturarás, quieres decir. —A pesar de aquella suave protesta, Elena se tumbó y dejó que se situara sobre ella, que deslizara la mano desde su hombro hasta su cadera, pasando por el pecho. Rafael tironeó del pezón, frotó su clavícula con el pulgar, deslizó los labios sobre la curva de sus caderas. Y empezó de nuevo. Su boca era la promesa de un beso húmedo; el pulso de su cuello, una invitación a succionar, a marcar; y la pierna con la que le rodeó la cadera, tentación pura y dura.
Cuando Elena se alzó hacia él, Rafael la embistió con la parte inferior de su cuerpo, aun cubierta por los pantalones.
Dios…
La fricción de los pantalones de Rafael, la presión de la cremallera… hizo que Elena le clavara las uñas en los hombros.
—Me muero por tenerte… —susurró. La necesidad era una herida abierta en su corazón.
Rafael interrumpió las caricias lentas y alzó las manos para apartarle los mechones húmedos de la frente y cubrirle la mejilla.
—Soy tuyo, Elena. Para siempre.
Su beso fue un siniestro reclamo que la dejó sin aliento, que introdujo el sabor de Rafael en el interior de todas sus células.
—Ahora.
—No. —Cambió de posición para poder introducir los dedos entre sus piernas y luego le apretó el clítoris, haciéndola gritar—. Avísame si me muevo demasiado rápido —le dijo al tiempo que deslizaba dos dedos entre los pliegues húmedos hasta la entrada de su cuerpo.
Elena apretó las manos sobre sus hombros en el momento en que introdujo los dos dedos dentro de ella con deliberada precisión.
—Eres un provocador.
Ya en su interior, Rafael empezó a separar los dedos y logró que sus músculos internos se contrajeran… pero se detuvo justo antes de que ella llegara al orgasmo. La mantuvo al borde del abismo.
—No soy un provocador. —Unió los dedos antes de separarlos de nuevo—. Pero hay que reconocer que la paciencia tiene muchas virtudes. —Retiró los dedos y volvió a introducirlos en su interior con un movimiento brusco.
Rafael
…
Aferrada a sus bíceps, Elena empezó a rotar las caderas en un intento por obligarlo a llegar hasta el final, pero Rafael volvió a atormentarla con movimientos indolentes mientras agachaba la cabeza para succionar uno de sus pezones y saborearlo con la misma lentitud.
El cuerpo de Elena tembló, al borde la locura.
—Te comportas como un ser malvado.
Rafael sonrió contra su pecho mientras liberaba el pezón emitiendo un sonido húmedo y empezaba a besar la areola.
—Solo deseo disfrutar de mi consorte. Y tú lo permitirás.
Elena enterró la mano en su cabello y tiró de su cabeza hacia arriba.
—Esta consorte guarda una daga bajo el colchón que no dudará en utilizar si no le proporcionas un orgasmo enseguida.
Él sonrió. Una sonrisa radiante, cegadora. Aquellas sonrisas eran tan escasas en su arcángel que su corazón se detuvo por un instante.
Mío
, pensó.
Eres mío
.
La sonrisa se hizo más amplia.
Sí
.
Solo entonces se dio cuenta de que le había enviado aquel pensamiento. Y el hecho de que él no hubiera vacilado ni un instante a la hora de responder hizo que desapareciese la inquietud que había despertado en ella horas antes, el doloroso recuerdo del rechazo y la soledad. Elena sabía que reaparecería —la cicatriz era demasiado profunda, demasiado brutal para no hacerlo—, pero aquel ser, su arcángel, la protegería con la fuerza de su reclamo.
—¿Por qué te ríes? —También sonriente, Elena le robó un beso.
—Porque tengo a mi guerrera en la cama, tensa… —dos provocadoras embestidas con los dedos— caliente… —un mordisco en la mandíbula— y húmeda.
Rafael agachó la cabeza y se encargó del pezón desatendido. Los tirones, largos y fuertes, despertaron algo en su vientre que la hizo retorcerse, apretarse contra sus dedos. En respuesta a su reacción, Rafael estiró el brazo… y apretó por fin la carne palpitante de su clítoris de aquella manera que sabía que la volvía loca.
Estaba cerca. Tan cerca…
El arcángel apartó el pulgar.
—Te quedarás sin sexo oral. Para siempre —señaló Elena a modo de amenaza, con la respiración entrecortada.
Sintió las risas sobre la piel.
¿
Y si te lo pido con amabilidad
?
Tras decir eso, Rafael empezó a mover aquellos dedos expertos con rapidez e inclinó la cabeza para succionar con fuerza el pezón… antes de apretarlo entre los dientes.
El orgasmo la sacudió con tal fuerza que Elena no solo vio las estrellas… también presenció la explosión de un millar de constelaciones en un estallido blanco y dorado. Fue algo glorioso que la dejó hecha añicos. Cuando por fin pudo abrir los ojos, descubrió que Rafael se había levantado para deshacerse de lo que le quedaba de ropa. Su belleza la dejó aturdida una vez más. Un cuerpo poderoso y letal. Un miembro imponente. Unos ojos de un azul tan vibrante como el del cielo de las montañas a mediodía. Unas alas con una amplitud excepcional que podían llevarlo por encima de las nubes a una velocidad sin parangón.
Mientras lo observaba, él bajó la mano y se la llevó al miembro. Lo movió de arriba abajo una vez. Y luego otra.
Las brasas del cuerpo de Elena se incendiaron de nuevo. En aquella ocasión, cuando alzó los brazos a modo de silenciosa invitación, él obedeció. Se habían acabado las provocaciones, las palabras. Su arcángel le separó los muslos y la poseyó con una embestida fuerte y caliente que avivó las llamas de la carne de su interior, ya hinchada por la potencia de su primer orgasmo.
—Tu boca —dijo él, y se apoderó de sus labios mientras se hundía en ella y volvía a salir a un ritmo exigente que inundó su cuerpo de múltiples y oscuras sensaciones. Aquel placer era algo primario, intenso y visceral. Un placer que le hizo doblar los dedos de los pies, que le hinchó los pechos e hizo temblar la delicada carne que había entre sus piernas.
Elena nunca se había sentido tan poseída, tan mimada. El orgasmo creció lentamente, pero duró más, la sacudió con más fuerza. Pero aquella vez sintió también la ardiente liberación del placer de Rafael, percibió el brusco despliegue de las alas de su arcángel y sintió la contracción de los músculos de su espalda.
Un instante después, todos sus pensamientos se desintegraron.
A
quella noche solo hubo placer, nada de pesadillas. Aun así, Elena no estaba de humor para reunirse con Jeffrey a la mañana siguiente.
—¿Alguna vez estoy de humor para eso? —masculló mientras aterrizaba frente a la distinguida residencia, situada en la parte más oriental de Central Park y protegida por unos portones de metal. Había supuesto que la reunión sería en la oficina de la Deveraux Enterprises, pero una hora antes había recibido un mensaje en el que se le informaba de que sería allí, en la casa.
Era una residencia encantadora, tan refinada y elegante como la mujer que había llegado a convertirse en la segunda esposa de Jeffrey. La pequeña zona de vegetación que la rodeaba —un lujo increíble en medio de Manhattan— había sido diseñada con una perfección exquisita rayana en la severidad. Elena no le encontraba ningún pero al gusto de Gwendolyn, pese a que una pequeña parte de ella detestaba a aquella mujer por haber ocupado el puesto de su madre al lado de Jeffrey. No obstante, Marguerite no habría reconocido al hombre en quien su marido se había convertido, así que en realidad daba igual.