La doctora Cole (12 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

BOOK: La doctora Cole
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14

La última vaquera

Quedaron para cenar en Pinerola, un restaurante del North End.

La primera vez que fue allí con Charlie Harris, R.J. tuvo que pasar por un angosto callejón entre dos edificios de apartamentos y subir por un empinado tramo de escaleras para llegar a lo que en esencia era una cocina con tres mesitas. La cocinera era Carla Pinerola, una mujer de mediana edad, sexy, todo un personaje. Había estado casada con un hombre que le pegaba; a veces, cuando Charlie y R.J. iban al restaurante, Carla tenía una magulladura en un brazo o un ojo morado.

Después de la muerte de su anciana madre, que la ayudaba en la cocina, Carla nunca estaba visible; había comprado uno de los edificios de apartamentos y reformado por completo las dos plantas inferiores para conseguir un comedor espacioso y confortable.

Siempre había una larga cola de clientes en espera de mesa, hombres de negocios y estudiantes de la universidad. A R.J.

todavía le gustaba el lugar; la comida era casi tan buena como en los viejos tiempos, y había aprendido a no ir nunca sin haber reservado mesa de antemano.

Ya estaba sentada cuando vio llegar a su padre apresuradamente, con un leve retraso. El cabello se le había vuelto casi del todo gris.

Al verlo, R.J. recordó que ella también se hacía mayor.

Pidieron antipasto, escalopines al marsala y vino de la casa, y hablaron de los Red Sox y de lo que le estaba ocurriendo al teatro en Boston y de que la artritis que afectaba a las manos de su padre era cada vez más dolorosa.

R.J. bebió un poco de vino y le dijo que estaba preparándose para abrir un consultorio particular en Woodfield.

—¿Por qué medicina privada?

-Era evidente que estaba atónito y preocupado-. ¿Y por qué en un sitio así?

—Es hora de que me vaya de Boston. No como médica sino como persona.

El profesor Cole asintió.

—Eso lo acepto. Pero ¿por qué no vas a otro centro médico?

¿Por qué no trabajas para... no sé, para un instituto médico legal?

R.J. había recibido una carta de Roger Carleton, de Hopkins, en la que le decía que en aquellos momentos no había presupuesto para financiar un cargo que le conviniera, pero que podía organizar las cosas para tenerla trabajando en Baltimore en cosa de seis meses.

Había recibido también un fax de Irving Simpson diciendo que les gustaría que entrara a trabajar en Penn y que por qué no iba a Filadelfia para hablar del dinero.

—No quiero hacer esta clase de cosas. Quiero llegar a ser una verdadera médica.

—¡Por el amor de Dios, R.J.! ¿Y qué eres ahora?

—Quiero ser médica particular en una pequeña población. -Le sonrió-. Creo que he experimentado una regresión, que he salido a tu abuelo.

El profesor Cole trató de conservar la calma mientras contemplaba a la pobre niña que había elegido nadar contra corriente toda su vida.

—Hay un motivo para que el setenta y dos por ciento de los médicos norteamericanos sean especialistas, R.J. Los especialistas ganan mucho dinero, el doble o el triple que los médicos de atención primaria, y no tienen que saltar de la cama a medianoche. Si te estableces como médica rural, tendrás una vida más dura. ¿Sabes qué haría yo si tuviera tu edad, si estuviera en tu situación, sin nadie a mi cargo? Volvería a estudiar y a prepararme tanto como me fuera posible para convertirme en un superespecialista.

R.J. protestó.

—No pienso hacer más prácticas externas, papá, y desde luego ninguna otra residencia. Quiero ir más allá de la tecnología, más allá de toda esa maquinaria, y ver a los seres humanos.

Voy a ser médica rural. Estoy dispuesta a ganar menos dinero.

Quiero llevar esa vida.

—¿Esa vida? -Su padre meneó la cabeza-. R.J., eres como ese último vaquero de los libros y las canciones que ensilla su montura y se va cabalgando entre los atascos de tráfico y los bloques de viviendas en busca de la pradera perdida.

Ella sonrió y le cogió la mano.

—Puede que la pradera haya desaparecido, papá, pero las colinas están ahí mismo, al otro lado del estado, llenas de gente que necesita un médico. La medicina familiar es la más pura de todas las medicinas. Pienso ofrecérmela a mí misma como un regalo.

Estuvieron un buen rato de sobremesa, hablando. R.J. escuchaba con atención pues era consciente de que su padre sabía mucho de medicina.

—Dentro de pocos años no reconocerás el sistema norteamericano de atención médica. Va a cambiar drásticamente -comentó él-. La carrera por la presidencia está cada vez más reñida, y Bill Clinton le ha prometido al pueblo norteamericano que si lo eligen todo el mundo va a tener asistencia médica.

—¿Crees que podrá cumplirlo?

—Estoy seguro de que lo intentará. Al parecer es el primer político al que no le tiene sin cuidado que haya pobres sin ningún tipo de atención médica, el primero que se confiesa avergonzado de lo que ahora tenemos. Un seguro médico para todos mejoraría la situación de los médicos de atención primaria como tú, pero reduciría los ingresos de los especialistas.

Tendremos que esperar a ver qué ocurre.

Pasaron a hablar de los aspectos económicos de su proyecto. La casa de la calle Brattle no dejaría mucho dinero, después de pagar las deudas; el mercado de la vivienda estaba en un momento muy bajo. R.J. había calculado minuciosamente el dinero que necesitaba para instalar y equipar un consultorio privado y para mantenerse durante el primer año, y le faltaban casi cincuenta y tres mil dólares.

—He hablado con varios bancos y puedo conseguir un crédito.

Tengo suficientes propiedades para cubrir el préstamo, pero todos me exigen un avalista. -Era humillante; estaba segura de que a Tom Kendrick no se lo habrían exigido.

—¿Estás absolutamente segura de que es eso lo que quieres?

—Absolutamente.

—Entonces te avalaré yo, si me lo permites.

—Gracias, papá.

—En cierto modo me desespera pensar en lo que te propones, pero al mismo tiempo debo confesarte que te envidio.

R.J. se llevó la mano de su padre a los labios. Luego, mientras tomaban los capuchinos, repasaron las listas que ella había preparado. Él consideró que había sido muy moderada, y que tenía que pedir diez mil dólares más de préstamo. A ella le aterraban las deudas y discutió acaloradamente en defensa de su punto de vista, pero al fin comprendió que él tenía razón y aceptó endeudarse todavía más.

—Eres de lo que no hay, hija.

—Tú sí que eres único, papá.

—¿Estarás bien, viviendo tú sola en las colinas?

—Ya me conoces, papá. No necesito a nadie. Excepto a ti -

respondió, y se inclinó hacia delante para darle un beso en la mejilla.

LIBRO II

LA CASA DEL LÍMITE

15

Metamorfosis

Invitó a almorzar a Tessa Martula. Tessa derramó lágrimas en su caldereta de langosta y dio muestras de su desconsuelo.

—No sé por qué tiene que escaparse de esta manera -comentó-.

Iba usted a ser mi ascensor hacia el éxito.

—Eres una excelente trabajadora, verás como todo te irá muy bien. Y no me escapo de aquí -le explicó con paciencia-. Me voy a un sitio donde creo que estaré mejor.

Aunque procuraba tener la seguridad que aparentaba, era como graduarse otra vez en la universidad, con los mismos miedos e incertidumbres. En los últimos tiempos no había ayudado a nacer a muchos bebés, y se sentía poco preparada.

Lew Stanetsky, el jefe de obstetricia, le dio algunos consejos, con aire entre interesado y divertido.

—Así que será usted una doctora rural, ¿eh? Bien, pues tendrá que asociarse con algún tocoginecólogo si piensa ayudar en los partos que se presenten en esas tierras del interior. La ley dice que debe llamar a un tocoginecólogo en el caso de que necesite recurrir a cesáreas, partos con fórceps, extracciones con vácum y todo eso.

Stanetsky dispuso las cosas de manera que R.J. pudiera pasar largas horas con los internos y residentes del servicio de maternidad del hospital, una amplia sala llena de camillas ocupadas por jadeantes, sudorosas y a menudo maldicientes mujeres de los superpoblados barrios antiguos de la ciudad, la mayoría afroamericanas, permitiéndole supervisar dos hileras de órganos sexuales pardos y amoratados, distendidos en la violencia natural del acto de dar a luz.

R.J. escribió una concienzuda y laudatoria carta de recomendación para Tessa, pero no le hizo falta.

Pocos días después, Tessa se le acercó con una expresión radiante.

—¡Nunca se imaginaría con quién voy a trabajar! ¡Con el doctor Allen Greenstein! «Cuando los dioses quieren ser crueles -pensó R.J.-, saben serlo, los muy cabrones.»

—¿Y se instalará en este despacho, también?

—No, nos quedaremos el despacho del doctor Roseman, ese despacho tan grande y hermoso que hay en la esquina del edificio opuesta a la del doctor Ringgold.

R.J. la abrazó.

—Puede considerarse afortunado por contar contigo -le dijo.

Le resultó increíblemente difícil dejar el hospital, y mucho más fácil dejar el Centro de Planificación Familiar. Se despidió de Mona Wilson, la directora de la clínica, con seis semanas de preaviso. Por suerte Mona había estado dando voces en busca de alguien que sustituyera a Gwen y, aunque no había encontrado ninguna persona a dedicación completa, había podido contratar tres colaboradores a tiempo parcial y no tuvo problemas para solventar los jueves sin R.J.

—Nos has dedicado dos años -comentó Mona. Miró a R.J. y sonrió-. Y has detestado hasta el último segundo de ese tiempo,

¿verdad?

R.J. asintió.

—Creo que sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Bueno, no era difícil darse cuenta. ¿Por qué lo hacías, si tan duro te resultaba?

—Sabía que estaba haciendo algo necesario. Sabía que las mujeres tenían que poder contar con esta opción -respondió R.J.

Pero al salir de la clínica se sentía ligera como una pluma. «¡No tengo que volver!«, pensaba alborozada.

Aunque conducir el BMW le producía un enorme placer, tuvo que aceptar que no era el automóvil más adecuado para el barro de primavera y las pistas de montaña sin asfaltar con las que iba a encontrarse en Woodfield. Inspeccionó cuidadosamente unos cuantos vehículos de tracción en las cuatro ruedas y al fin se decidió por un Ford Explorer, con aire acondicionado, una buena radio y reproductor de compactos, batería de alto rendimiento y neumáticos anchos con un dibujo especial para caminos fangosos.

—¿Quiere un consejo? -le dijo el vendedor-. Llévese también un polipasto.

—¿Un qué?

—Un polipasto. Es un torno eléctrico que va montado sobre el parachoques delantero. Funciona con la batería del coche.

Tiene un cable de acero y un gancho de presión.

R.J. puso una expresión dubitativa.

—Si se queda atascada en el barro, engancha el cable en cualquier árbol grueso y usted misma se desatasca. Tiene una fuerza de arrastre de cinco toneladas. Le costará otros mil dólares, pero si va a conducir por malos caminos le aseguro que lo amortizará sobradamente.

Decidió quedarse el polipasto.

El vendedor examinó su cochecito rojo con mirada calculadora.

—Está impecable -observó ella-. Y la tapicería es de piel.

—Si lo deja a cambio se lo valoraré en veintitrés mil dólares.

—¡Oiga! Es un deportivo caro.

Me costó más del doble de lo que usted dice.

—Hace un par de años, ¿no? -se encogió de hombros-. Consulte el precio en la Guía Azul.

R.J. lo consultó, y a continuación puso un anuncio en el

“Globe” del domingo. Un ingeniero de Lexington le compró el BMW por veintiocho mil novecientos dólares, con los que pudo pagar el Explorer y aún le sobró algo de dinero.

Hizo varios viajes entre Boston y Woodfield. David Markus le sugirió que lo más conveniente para ella sería una oficina en la calle Mayor, en el centro del pueblo.

La calle había surgido alrededor del ayuntamiento, un edificio de madera pintado de blanco que hacía más de un siglo había sido iglesia.

Lo adornaba un chapitel en la tradición de Christopher Wren.

Markus le enseñó cuatro locales en la calle Mayor que estaban desocupados o iban a estarlo pronto.

Según la opinión más generalizada, el espacio que se necesitaba para instalar un consultorio médico era de cien a ciento cincuenta metros cuadrados. De los cuatro posibles lugares, R.J. descartó dos nada más verlos porque eran claramente inadecuados. Uno de los restantes le pareció atractivo, pero hubiera resultado insuficiente ya que sólo tenía setenta y cuatro metros cuadrados de superficie. El cuarto local, que el astuto agente inmobiliario había reservado en último lugar, parecía prometedor: estaba justo enfrente de la biblioteca del pueblo, a unas cuantas puertas del ayuntamiento. El exterior de la casa se hallaba bien conservado, y el terreno cuidadosamente atendido.

El espacio interior, de ciento quince metros cuadrados, estaba destartalado, pero el alquiler era algo inferior al que R.J. había calculado en el presupuesto que tan a fondo había revisado con su padre y otros asesores. La casa pertenecía a una anciana llamada Sally Howland, una mujer de mejillas coloradas y mirada nerviosa pero benévola, quien le aseguró que sería un honor volver a tener médico en el pueblo, y además en su propia casa.

—Pero dependo del alquiler para vivir, compréndalo, así que no puedo rebajarle el precio.

Tampoco podía pagar la pintura ni las reformas que R.J. necesitaba llevar a cabo en el local, dijo, pero le daría permiso para que las hiciera a su propia costa.

—Reformar y pintar le costará un dinero -le comentó luego Markus-. Si decide tirar la cosa adelante, tendría que protegerse con un contrato de arrendamiento.

Eso fue lo que hizo finalmente.

Bob y Tillie Matthewson, un matrimonio que poseía una granja lechera, se encargaron de la pintura. El edificio estaba lleno de madera antigua, a la que ellos devolvieron un brillo suave. Los gastados tablones del suelo, de madera de pino, los hizo pintar de un tono azulado. Todas las habitaciones, cubiertas de papel descolorido y medio desprendido, fueron pintadas con dos capas de pintura blanca lavable. Un carpintero del pueblo colocó muchos estantes y una gran estructura cuadrada -tras la cual se instalaría la recepcionista- en la pared interior de lo que había sido el recibidor. Un fontanero instaló dos váteres adicionales, colocó lavabos en los dos dormitorios que ahora iban a ser salas de visita y añadió una caldera al horno del sótano para que R.J. dispusiera de agua caliente en todo momento.

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