La escalera del agua (17 page)

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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

BOOK: La escalera del agua
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Al enterarse de mi lugar de nacimiento, me contó que él era de más al norte, de la ciudad de Salamanca, pues sabía dónde se encontraba mi comarca y había pasado por los pueblos más grandes. Lo recuerdo como un hombre bonachón e indulgente conmigo, lo que no quiere decir que no me ganara algún coscorrón que otro.

Justo cuando me revelaba su edad, treinta y cinco años, que, por su físico, juzgaba de imprecisa, asomó por la cocina el padre Zaragüeta armado de cuaderno, lápiz, sacapuntas y goma de borrar.

—Si el padre Baltasar te libera de tus ocupaciones por un rato, empezarás ahora mismo las de alumno.

El cocinero, con un elocuente gesto del brazo y el guiño de uno de sus ojos, almendrados cual si fueran femeninos, me eximió de los fogones.

Salimos del edificio hacia el claustro. Mi flamante maestro me entregó los útiles de aprendizaje, sobre los que después me habló y, deteniéndose, me señaló los más bellos arcos que vería en mucho tiempo.

—Es fundamental que conozcas la historia del lugar en donde pasarás la parte de la vida que Dios quiera —hizo una breve pausa, y continuó—: Los franciscanos, en Toledo, tienen un pasado muy anterior, que se remonta a los tiempos de la regente María de Molina, en el siglo XIII; pero no nos vamos a ocupar de esa parte, sino de la fundación de este monasterio, fruto de la victoria en una batalla, la de Toro, en 1476, que acabó con las disputas a la Corona y sentó en el trono de Castilla a doña Isabel la Católica. En agradecimiento al cielo, a San Juan y a San Francisco, la reina adquirió varias casas y encargó su ejecución al arquitecto Juan Guas, quien, aunque murió en abril de 1496, tenía casi finalizado el monasterio. Otros, los hermanos Antón y Enrique Egas, consumaron la obra, destinado el templo a servir de sepultura a Fernando e Isabel de Castilla.

Retuve esos datos en la memoria, si bien ignoraba quién era la tal reina, excepto por lo de «Católica», que hacía referencia a los Reyes Católicos, de los que hablaba el abuelo, ni el reino sobre el que regía. Esfuerzo me costó hacerlo, porque sólo tenía ojos y entendimiento para asombrarme de la hermosura de aquellos arcos suavemente apuntados de la planta baja del claustro, divididos por esbeltos parteluces que semejaban crecer verticalmente, dilatarse, con el efecto de fantásticas palmeras flamígeras, en contraste con los arcos conopiales de la planta superior, más austeros por contener el fulgor de los de abajo, tal vez para recordar a los monjes su misión terrenal y que no les escapara el alma a las alturas o, acaso, para servir de contrapunto a la voluptuosidad de su artesonado mudéjar, que me dejaría sin aliento, ya en un primer atisbo, entretanto ascendía la escalera destruida que diseñó Covarrubias y que rehabilitó Mélida con sobriedad castellana. Ese albo trazo en la cubierta, esa línea infinita que lo entrelazaba todo… ese cielo, denso de encarnadas estrellas.

—Las tropas francesas de Napoleón —proseguía el padre—, en 1809, lo incendiaron, produciéndole daños irreparables, y hasta 1883 no fue debidamente iniciada su restauración. No obstante, el provincial de la Orden en Castilla y guardián del monasterio entre 1808 y 1814, Fr. Francisco Gómez Barrilero, con el apoyo del visitador Fr. Atanasio Villamil, reconstruyó parte de la zona conventual. Mas no terminaron las vicisitudes, pues la Desamortización de Mendizábal supuso un obstáculo insalvable. Es, como te decía, en 1883, cuando Arturo Mélida comienza las obras, eligiendo la fecha, nada casual, del 2 de mayo.

»En resumen, ha sido incendiado, profanado, reparado, abandonado, e incluso aprovechado como almacén de cuadros, tras la parcial reconstrucción de Mélida, hasta 1941, en que se hace entrega de nuevo a la Orden, no ocupándose por comunidad alguna sino a finales de noviembre de 1954, hace menos de dos años —calló, fijo en mi actitud, por si no le atendía. Pareció satisfecho y prosiguió—. La iglesia concluirá por abrirse al culto de los fieles, pero aún no sabemos cuándo. Sobre la desaparecida biblioteca, igualmente quemada por los soldados galos, tú eres testigo del esfuerzo que hace el padre Antonio Abad por colmarla de volúmenes y restituirle, así, parte de la importancia que tuvo y se merece.

Un trabajo encomiable y unos penosos episodios dignos de captar la atención de cualquiera; pero mi curiosidad se decantaba por derroteros diferentes.

—Padre, ¿qué bestias son ésas? ¿A quiénes quieren asustar con las bocas abiertas? —inquirí, señalando por encima de los arcos del claustro alto.

—Realmente son desaguaderos, por donde se canaliza el agua de la lluvia que cae en los tejados —respondió, circunspecto—, pero los arquitectos disfrazan, lo que no serían más que simples tubos, con imágenes de fieras monstruosas. Se llaman gárgolas —se lo pensó mejor y me miró chusco, zumbón, por el rabillo del ojo—, y amenazan a aquellos que entran aquí y no son cristianos, pues de noche —y bajó la voz hasta el susurro, para contarme el resto, como si de un horrible secreto se tratara—, de noche esas bestias cobran vida, resueltas a saltarles al cuello a los impíos para matarlos. Pero tú eres buen cristiano, ¿verdad?

Estremecido, me apresuré a asentir repetidas veces con mi rapada cabeza.

—Entonces, tranquilo. Aunque sería recomendable que no hicieras excursiones nocturnas al claustro, por si acaso —y hecho el terrible comentario, me asió de un hombro mientras con la otra mano me indicaba una de ellas—. ¿Ves ésa, la del lobo, que debajo tiene unos números? Dice: 1888. Significa que en aquel año mató al último pagano que se atrevió a profanar este lugar con su presencia.

Ya se retiraba, complacido con su ocurrencia, cuando le tiré de la manga.

—Padre, padre… ¿y cómo es que no acabaron ellas solas con los soldados franceses, defendiendo así el monasterio?

La estampa de regocijo interior que lucía en el semblante, que atiné a ver de refilón en tanto se volvía a mí, se evaporó como por ensalmo.

—¡Dios decide cuándo y por qué medios! Tú dedícate a lo tuyo, que es aprender. De modo que sígueme a tu celda, que daremos comienzo a las clases.

Me hizo sentar en la humilde mesa y, aunque parezca obvio en exceso, por ser de sobra conocido, me explicó el manejo del sacapuntas y de la goma de borrar. Después abrió la libreta y dibujó unas cortas rayas verticales, todas de la misma altura, en el principio de la primera página, como muestra de la que debería copiar. Ésa fue la tarea que me impuso: hacer palotes en el cuaderno, de manera que mi mano se acostumbrara a tener bien cogido el lápiz, y el pulso a la debida firmeza y precisión en el trazado de las líneas.

Así me tuvo una semana, en la que no sólo rellené el cuaderno entero, sino que por mi cuenta, pues llevaba el lápiz a donde me tocara ir, me valía para pintarrajear de palotes cuanto papel cayera en mis manos. De la cocina, utilizaba el de estraza con el que los colmados envolvían los alimentos, y sustraía, de las papeleras, el que los estudiantes desechaban, para escribir en las esquinas, en los márgenes o entre párrafos. De tal forma apuré el lápiz que ya apenas podía sostenerlo entre los dedos, y el fraile no se explicaba cómo conseguía gastarlo a ese límite. Sin embargo, me las agencié para obtener un ingenioso artilugio metálico que, por casualidad, vi a uno de los teólogos —aquel de blancuzco rostro que se llevó los animales al huerto a nuestra llegada—, en el que se introducía el lápiz cuando la longitud remanente era inferior a la mitad de la normal, permitiendo consumirlo casi por entero. Recibí este lapicero del estudiante a cambio de lavarle los calcetines durante un par de semanas. A él no debió de costarle nada, porque tenía unas letras, en relieve, con la propaganda de una marca de coñac.

En la soledad de la celda, iluminado con un cabo de vela que recogí de la capilla, por no encender la luz eléctrica y evitar la regañina, recuperaba del escondrijo el talismán y lo examinaba. Consistía en un triángulo de plata bastamente pulido, con la pátina que el tiempo da a este metal. Tenía insertas tres estrellas de ocho puntas, ¡como las del alfarje del claustro alto!, una en cada ángulo, de las que, por los restos de pintura, se deducía que algún día fueron verdes. En el centro de la figura, lo que debía de ser un fruto, éste tallado, mas sin colorear, redondo y coronado o con picos por encima, pero no acertaba a saber cuál.

No se me ocultaba que en aquella vieja pieza de plata yacía, reposada por siglos, inmutable, una clave familiar. «¡Ése es el hilo!», había dicho mi abuelo. Por más que la giraba en la mano, no la descifraba. ¿Descubriría alguna vez su auténtico significado? ¿Por qué las estrellas tenían el mismo número de puntas que las del artesonado del monasterio? ¿Era, sencillamente, una coincidencia? Por lo pronto debía doblegarme a mi propia ignorancia, pero en el futuro, me prometí, hallaría la respuesta. Detrás de esta formal declaración de intenciones, siempre guardaba la bolsita y enseguida me dormía.

El estudio de las vocales fue más complicado, pues las reconocía y me aprendí sus nombres con rapidez, pero escribirlas ya era otro cantar. Claro que, superadas éstas, no imaginaba el número de consonantes que me esperaban. Mas a la dificultad le oponía mi sistema, que se componía de tesón y más tesón. Seguía rebuscando a diario entre las papeleras para apropiarme del papel y de toda porción de lápiz, por pequeña que fuera, que repudiaran los alumnos, que llegué a coleccionar un buen monto de ellas. No quería que la comunidad se le quejara al padre Luis por el gasto de materiales para mis ejercicios.

Las exigencias del monje no podían ser decepcionadas. Así lo concebí desde el principio, porque su generosa disposición acabaría por agotarse si hubiera percibido indicios de incuria o laxitud, pruebas inequívocas de que el esfuerzo era estéril.

Como medida cautelar para prevenir tal desengaño, me propuse que mi empeño estuviera siempre por encima del suyo. Me esmeré en las faenas del monasterio, para que el guardián considerase mi residencia más productiva que gravosa y nunca se planteara cuánto le suponía al convento lo que yo consumiera, por juzgarlo un dispendio inútil, lo que daría en repercutirle, como reproche, al padre Zaragüeta. Mi deseo, que verdaderamente ambicionaba, es que se viera obligado a felicitarle. En cuanto a los deberes de estudiante, hacía más del triple de los que me ordenaba, procediendo como antes relaté.

En los pocos momentos de ocio, entre ellos los que tenía desde que nos levantábamos hasta el desayuno, deambulaba por el caserón que constituía el monasterio o por la huerta, ya que nadie me había prohibido el acceso a parte alguna. Pertrechado de cuaderno, goma y lapicero, terminé por localizar un rincón que adopté como preferido, junto al muro sur del huerto, el más cercano al Tajo. Me sentaba en la tierra o sobre un marmolillo, guardado entre los arbustos, y allí me afanaba en cumplir con las vocales, consonantes o lo que se me hubiese impuesto. A esas horas corría una brisa fresca que movía blandamente las hojas de árboles y otras plantas. Más tarde, estar a pleno sol era una condenación, porque el calor del verano, en Toledo, es extremo día y noche. Sólo al poco de iniciarse el alba, y no durante mucho rato, es soportable, aunque haya quien afirme que bien oscurecido refresca, algo que yo no he experimentado nunca y que dicen, creo, por apelar al poder de la sugestión.

Fui capaz de leer a los dos meses y medio, silabeando, muy despacio, pero comprendía. Y ya no sólo copiaba sino que, con frecuencia, escribía palabras e importunaba a los teólogos con que me tropezaba para que me las corrigieran. Incluso seguía escribiendo en la cama; pues, aquejado de paperas, no me permitían salir de la alcoba, por si se las contagiaba a algún adulto, en cuyo caso la enfermedad sería más perniciosa con ellos. No obstante ser más benévola conmigo, sufría dolores que sólo podían combatirse con analgésicos e ingiriendo grandes cantidades de agua.

Me traían a la celda desayuno, almuerzo y cena. Ahora era servido. Esta inactividad me preocupaba, porque atentaba contra mi propósito de ser útil. Sin embargo, a mi mentor no parecía importarle, siempre y cuando no abandonara las tareas. Este inesperado tiempo libre representó un avance decisivo; en el aprendizaje y en otro orden, pues para cuando me levanté había dado tan fuerte estirón, que al padre Luis le hizo exclamar:

—¡Has crecido, puñetero! Tendremos que procurarte unos pantalones; éstos no te llegan ya al tobillo.

—Lo siento, padre —quise excusarme, con cara compungida.

—Crecer es tu derecho, y convertirte en un hombre, tu obligación. No tienes que disculparte —me respondió, y cambió de tema—. Aunque ya estás curado, te daremos un par de días de convalecencia en la celda, para asegurarnos de que no recaigas. Mientras, buscaré pantalones y faena para entretenerte. La ociosidad no es buena compañera.

Se ausentó unos momentos y regresó con palillero, plumilla, tintero, papel secante y un cuaderno de caligrafía.

Los dejó sobre la mesa, se acomodó en la silla y encajó la plumilla en el palillero. Me hizo notar la posición del cuerpo, de los brazos y del papel, que colocó oblicuo, con respecto a la mesa, en veinte o veinticinco grados.

—Es aconsejable que la plumilla no vaya sobrada de tinta —me sugirió—. Como pauta o referencia, ésta no debe cubrir los gavilanes por entero. Con tal procedimiento precavemos borrones, indeseados siempre; pero si caen, se absorben con el papel secante.

En las iluminaciones, que más adelante encontraría en los libros más antiguos, encuadernados con pergamino, vería las figuras de los pacientes copistas en la misma postura que adoptaba el franciscano.

—Para que la pluma resbale con suavidad por el papel, pero que la mano la dirija apropiadamente, es necesario sujetarla con soltura y delicadeza en la forma adecuada, de esta manera —decía esto en tanto la situaba paralela al dedo índice—. No te acostumbres a descansarla en el hueco del pulgar, porque únicamente cogida como te explico se obtiene la inclinación justa sobre el plano de la mesa. Prueba ahora tú —me invitó, incorporándose para cederme el asiento—, y ten presente dos reglas: la primera, que a mayor presión, más grosor en el trazado de líneas; y la segunda, que si te habitúas a las posiciones correctas de cuerpo, cuaderno y mano, la escritura fluirá intachable.

Los primeros intentos fueron desastrosos, la pluma soltaba gruesos borrones donde le placía, o la tinta se corría en el cuaderno y, al ir a enjugarla con el secante, la mancha se expandía.

Durante una larga temporada tuve manchadas las manos a diario, mas esto me gustaba porque me hacía sentir un hombre familiarizado con las letras. El olor del papel y el inconfundible de la tinta me agradaban más que cualquier aroma perfumado, y aún quedo embobado en los escaparates de las buenas papelerías, ante los múltiples objetos que se exhiben en ellas.

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