Juan Guas, su insigne maestro mayor, permanecía esculpido afuera, al otro lado del balaustre del coro, sobre el arco escarzano que sustentaba a éste, hincada una rodilla y con la indumentaria de maestro de armas, absorto en la hermosura que la artera Isabel la Católica no supo apreciar: «¿Esta nonada me aveis fecho?», le reprochó al arquitecto. Sublime en demasía para la aspereza de espíritu tan bárbaro.
Con las recién estrenadas botas, como decía, salía de completas con los pies templados. Mas, con no ser poco, no sólo para retener el calor hubieron de aprovecharme, pues en una ciudad empedrada, como es Toledo, un tropiezo con los dedos descubiertos y fríos habría sido harto doloroso.
Ésta era una razón de peso, en sí misma, para estar contento con ellas, ya que los frailes, obtenida su confianza, agregaron a mis funciones las de recadero, lo que me obligaría a callejear con frecuencia.
El primero de estos recados estuvo relacionado con los libros sobrantes de las adquisiciones del archivero, obras muy menores o inapropiadas para una biblioteca monástica. Entonces tenía que ir a la librería Balaguer, frente a una de las puertas de la catedral, y avisar a don Mariano Pedraza de que debía personarse en el convento. Era una pequeña librería, pero muy renombrada, de la que don Gregorio Marañón fue cliente habitual.
Como es de imaginar, me sobrecogió la grandiosa mole de la catedral, desproporcionada con la ciudad. Se alzaba como un símbolo soberbio del aplastamiento de la Iglesia a cualquier otra creencia; tanto de distinta fe como de heterodoxias dentro de ella. No me atrevía más que a admirar su exterior, pero aun no siendo de mis lugares preferidos, habría de conocerla como la palma de la mano. En especial, una capilla.
Mas mucho lo rumié antes de entrar. La vista de los arrogantes clérigos que transitaban por allí me disuadía. Llevaban sotanas impolutas, de corte y caída intachables, con las que paseaban altivos por la plaza, aireando sus tonsuras milimétricamente trazadas, como a compás, y afeitados perfectos que evocaban la disciplina militar. Imbuidos de una seguridad plena en su formación teológica y en las artes de la oratoria y la retórica, miraban displicentes con la certeza de su inmunidad, completamente a salvo en la localidad sede del Cardenal Primado de las Españas. Nada que ver con la buena disposición de mis frailes, tan preparados o más que ellos, pero mucho más humildes.
Aplacé la visita a la catedral y, a la vuelta, disfruté viendo lo que para mí era una multitud de casas, tiendas con escaparates colmados de objetos, confiterías, bares y, de repente, la airosa torre mudéjar de Santo Tomé, que parece asomarse desde su otero, por encima de los tejados, para avecinarse, amorosa, con la gente y participar de sus vidas. Inauguraba mis pasos en solitario y ya tenía proyectos pendientes.
El invierno fue crudo pero fructífero, porque con el sistema que el padre Luis había ideado para mi instrucción, de manera que aprendiera materias con más aceleración que la de un curso reglamentario, mi educación marchaba con mucha rapidez y provecho. Quizá su naturaleza asténica promoviera esa sistematización, que me resultaba tan ventajosa. A su empeño y a mi constancia, se les agregaba asimismo el hecho de vivir en relación diaria con los frailes, quienes me ofrecían explicaciones, a petición propia, de cualquier tema o bien ampliaban éstos con su profundo conocimiento.
Todas las asignaturas me interesaban, pero la mayor obsesión se centraba en el terreno de la historia. Consultaba la Historia general de España, de don Modesto Lafuente, quien la narraba como si la totalidad de musulmanes hubieran venido del exterior, sin admitir que, en su mayoría, eran hispanos convertidos al Islam por decisión de ellos mismos; anteriormente arrianos y con una minoría de cristianos trinitarios. Según él, y también otros historiadores, fue una lucha de casi ochocientos años en la que los nativos batallaron, de generación en generación, para expulsar a los invasores de nuestra tierra. Como si los pocos venidos de Arabia o del norte de África, a la tercera o cuarta descendencia, mezclados con los naturales, no fueran ya hispanos de derecho. Un plan «cristiano» con una duración continuada de ocho siglos, un proyecto de una persistencia imposible.
—Padre Luis —le interrogaba—, ¿Abderrahmán III no era andaluz?
—Era de la familia Omeya, de procedencia árabe —alegaba él.
—Sí, pero sus ascendientes vivían aquí desde el 755, y él reinó en el 912, ¿no? Además, ¿no creó un califato andaluz?
—Pues sí —respondía, con cierto deje de cansancio—. Pero tú, ¿adónde quieres ir a parar?
—Padre, es que si era andaluz, como lo fueron igualmente los nazaríes, en las expulsiones de judíos y musulmanes se desterraron auténticos españoles, con otra religión, pero españoles. ¿No sería que el deseo de apropiarse de los bienes, de las tierras andaluzas, se disfrazó de guerra religiosa?
—Eres muy agudo. Demasiado. Los argumentos que expones te pueden atraer muchos quebraderos de cabeza con las autoridades. Más vale que no hagas comentarios fuera de nosotros dos —me advirtió de buena fe—. Y sí, las guerras religiosas, como tales, no han existido nunca. Han sido un piadoso pretexto de otras causas menos confesables.
Adopté una expresión dubitativa, porque no me atrevía a más, pero él leyó en ella las vacilaciones que turbaban mi mente. Al fraile, a duras penas se le podía engañar.
—Vamos, termina. Pregúntame lo que te intranquiliza.
—Es que hay cosas que no me cuadran. La gente de Madrid, Cuenca, Toledo, de cualquiera de las que hoy forman la región de Castilla la Nueva, se supondrán castellanos; pero si tiene ese apelativo de «Nueva» será porque antes sería llamada, o pertenecería a otro reino, con otro nombre, ¿cuál?
—¡No te hagas el tonto, Ángel, que me irritas! Responde tú mismo a la cuestión —exigió con impaciencia.
—Al–Ándalus, ¿no es así? —repuse.
—En efecto, no podía ser de otro modo —ahora fue el monje quien se quedó pensativo—. Me gustaría saber cómo has llegado a esas conclusiones y, sobre todo, si lo has hecho tú solo porque, ciertamente, me extraña.
El padre Zaragüeta fue una persona muy importante para mí, mas no debía traicionar a la familia ni a la alquería, de manera que negué que nadie me hubiera contado algo más.
—Una última consulta —le anuncié—: ¿qué significado tienen las estrellas de ocho puntas del claustro alto?
—No tengo la solución a eso —aceptó con rapidez—, sólo aproximaciones, pero si te bastan… te diré que siempre han estado presentes entre los motivos ornamentales de al–Ándalus, en cúpulas, azulejos, suelos y también en sus escudos. Si obedece a una simbología, la desconozco. Lo lamento, tal vez el padre Abad lo sepa.
Se me seguía resistiendo el mensaje del talismán. No sería la hora todavía de conocerlo. Me disponía a retirarme, cuando el franciscano me retuvo.
—Espera, Ángel, que ahora seré yo quien te interrogue. Siéntate —hizo un alto en la conversación, quizá para añadirle gravedad o por ordenar las ideas antes de comunicarlas. Estuvo en silencio unos instantes, en los que abstraídamente se recompuso el hábito, y continuó—: Conmigo, a solas, te ruego que seas sincero, porque lo que me digas no saldrá de estas paredes. ¿Cuento con ello?
—Padre, se lo debo todo —me apresuré a reconocerle—, y estaré eternamente endeudado con usted. Sin embargo, hay asuntos familiares sobre los que no me corresponde hablar. Por lo demás, pregunte lo que quiera.
El fraile me ofrendó una de sus miradas aquilinas, con las que parecía desnudarme por entero. Fue consciente, desde que nos conocimos, de que en mi interior se ocultaba un misterio que no estaba dispuesto a desvelar, mas aquel monje de carácter colérico, desabrido, respetaba al prójimo.
—Comprendo, pero no se trata de tu familia. Es sobre algo que has de pensar muy bien si no lo tienes claro: ¿has sentido en estos meses la llamada a la religión?
—No me veo como monje, aunque estoy muy bien en el monasterio —dije con precaución—. Acudo a los rezos y me gusta cumplir con ellos, pero sería distinto como una obligación. No, padre, me apena si le decepciono, pero no he sentido esa llamada y me he comprometido a serle franco.
—¡A mí no me decepcionas! —protestó—. La vocación se tiene o no, y en ello no va la voluntad. Mi interés se basa en ver qué hacemos con tu futuro, porque si no quieres ser fraile habremos de buscarte un oficio. ¿Qué te parece el de sastre? —me soltó a bocajarro—. Sé que necesitan un aprendiz en una buena sastrería de la plaza de Zocodover, y yo podría recomendarte.
—Si a usted le satisface, que tiene más experiencia que yo, y que sé que me quiere bien, a mí también —aseveré, convencido de que, efectivamente, el fraile cuidaba de mi porvenir.
—¡No me seas pelota! —rezongó, en tanto me propinaba un cariñoso capón y daba por terminada la charla.
En menos de tres días trabajaba en la sastrería para militares y paisanos de la plaza de Zocodover, que hacía esquina con la calle del Comercio, encima del Café El Español. Como aprendiz ganaba poco más que las propinas, a veces misérrimas, que daban los clientes por llevarles el traje a su casa, pues también hacía la función de mandadero. Las ventajas consistían en familiarizarme con el dédalo de calles de una ciudad monumental, y en aprender una profesión que, desde el comienzo, entreví que se envolvía en una cierta ceremonia, fundamentada en el ejercicio de las matemáticas y, por momentos, se adentraba en los abstractos deambulatorios del arte, como una arquitectura de menores dimensiones al servicio del hombre, en cuanto a que su atuendo sobrepase la misión de abrigo del cuerpo y lo engalane, compensando, incluso, los defectos de éste.
En el taller trabajaban catorce personas. Su propietario, don Arsenio Calderón, cercano a la cincuentena, lo regía con amabilidad, formalidad y disciplina. Era éste una persona seria, que entendía que el secreto del éxito estribaba en ofrecer tejidos de calidad e idéntica exigencia en cada uno de los procesos de confección del traje. Para ello se había rodeado de empleados eficientes, a los que, de todos modos, inspeccionaba en sus tareas. Daba igual que fueran aprendizas, que sólo picaban cuellos y pasaban hilos; planchadores, ayudantas, encargadas de los bolsillos de pantalón; oficialas, que volvían cantos y ponían bolsillos de chaqueta, como que se tratara de los cortadores o de la oficiala de primera, Conchita, que se hacía cargo de las tapas de cuello, mangas, ojales, y que colaboraba en la revisión del trabajo de los demás, antes de que se le presentara al sastre.
Sólo la chalequera, una viuda que se llamaba doña Leonor, se libraba del examen; pero se debía a que trabajaba en su domicilio y nada más que venía a hacer entregas o a llevarse encargos.
Asimismo don Arsenio no admitía, de los fabricantes, lanas que no pertenecieran al lomo de la oveja, más larga y menos dañada que la del abdomen, que se engancha en la vegetación, resultando un tacto suave y uniforme.
En cualquier detalle resaltaba la pulcritud y buen oficio de este maestro. La propia sastrería era un reflejo: las paredes revestidas de madera negra hasta mitad de altura; las piezas de tela, de valor medio, recogidas en rodillos ovoides, montadas por parejas unas sobre otras en posiciones alternas; la cristalina lámpara, que recordaba, en sus formas, los colgantes canutillos dorados de las hombreras de los uniformes militares de gala, y él mismo, marcial detrás de su mesa, enfundado en un traje oscuro, perfecto aunque discreto, por no ofender con su elegancia al cliente. Sobre los hombros, el metro, y en el meñique, el dedal, desfondado a conciencia para encajarlo en la segunda falange.
Fuera de la vista del público, en otras estancias, se repartía el resto del personal. Inmediatamente se decantaron mis simpatías por Conchita, que se comportaba como una benévola madre con los subordinados. Sólo los ojos negros de cordobesa ardían y parecía consumírsele el moño con la desaplicación y la falta de formas de Amparito, que me llevaba un año, y cuyo temperamento bullicioso y alegre le impedía adaptarse con facilidad a la paciencia que se requería; pero todo se le perdonaba, finalmente, habida cuenta de su inocencia. Conchita la reprendía y Amparito replicaba.
—Amparito, te he dicho mil veces que a la aguja no se la achucha con el culo del dedal, sino con el lado, ¡que eso es de puercas!
—¡Anda la cordobesa!… ¡Achucha!… Se dice empuja —se atrevía Amparito a corregirla.
—Me da igual cómo se diga, tú ya me entiendes, ¡hazlo como se te manda! ¡Habráse visto descarada!
—¿Qué más dará? La cosa es que la aguja entre, ¿no? ¡Pues ya está!
—Pues no es lo mismo. La puntada queda mejor como digo. Lo otro es coser al tuntún.
—¡Manías! —acababa Amparito por decir.
—¡Esta niña no sirve!… ¡No sirve! —murmuraba Conchita desesperada, y Amparito se reía e imitaba con enérgicos mohines, que agitaban la coleta que siempre llevaba, y gesto exagerado de la mano, la forma de usar el dedal de la oficiala.
Al cabo, todos reían al escuchar la misma advertencia de Conchita:
—El día que te vea don Arsenio te pondrá de patitas en la calle y entonces, a mí, ni me mires.
Durante el primer mes, que no recibí prácticamente estipendio alguno, cuando me cansaba de las caminatas a que los recados me obligaban, solía entrar a sentarme en una u otra iglesia, donde nadie preguntaba y no tenía que consumir. Como Santo Tomé estaba enclavada en una zona muy céntrica, era la que más visitaba, y a la que me aficioné porque, defendido por un cristal, protegido a su vez por una reja, se encontraba el grandioso cuadro de El Greco El entierro del Conde de Orgaz, con el que me deleitaba en tanto descansaba unos minutos. La pintura estaba a tres o cuatro metros, y la cortina que la ocultaba se descorría cuando no había culto. Curiosamente, una jovencita que debía venir de algún colegio o instituto, siempre con libros y cuadernos en la mano, entraba con la única finalidad de contemplarlo. Se colocaba apartada unos pasos, tras de mí, ambos cara a la reja y de espaldas a la cabecera del templo, pues el cuadro se encontraba al fondo de la iglesia, a la derecha de la entrada.
Yo acostumbraba a irme antes que ella, que quedaba allí extasiada. Ese instante en el que me levantaba era el único en que, con detenimiento, le veía la cara. Un rostro de una dulzura angelical, en cuya frente parecía asentarse la más pura de las noblezas. Jamás cruzamos una palabra, pero tiempo después tuvimos la ocasión.