La escalera del agua (23 page)

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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

BOOK: La escalera del agua
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Pronuncié el último verso y, simultáneamente, escruté el semblante de Alborada. La satisfacción se acomodaba en los deliciosos labios, y descubrí mi acierto en la fugacidad de un feliz brillo de sus pupilas.

La tarde, en el monasterio, fue una ensoñación constante. Me fui con el libro a mi rincón del huerto, por simular que leía, pero ni una frase absorbió el entendimiento.

Tendría que haberme presentado en la cocina, y a ella me encaminé; pero el ánimo, conmovido por el amor, se negaba a trasladarse, en una súbita zambullida, a las prosaicas fritangas sin un intermedio que le proporcionara unos momentos de solaz. Entré, entonces, en el claustro y corrí escaleras arriba a complacerme con las estrellas andalusíes del artesonado. Me asomé por la balaustrada de uno de los arcos y vi una figura que se movía por los aleros del lado opuesto. Creí, alarmado por un instante, que se trataba de un ladrón; mas, primero el hábito, y después el saludo del padre Antonio Abad, me sacaron del error.

—¡Padre!, ¿qué hace ahí arriba? —le grité consternado.

—Revisando unas tejas movidas por el viento, como había sospechado. Teníamos goteras —aclaró, impasible—, pero ya las he colocado en su sitio. Bajo enseguida.

—Pero… ¿cómo se le ocurre encaramarse a los tejados sin ayuda? —exclamé cuando estuvo junto a mí.

—¡Pues no he subido veces! —respondió, ignorando el tono amonestador con que le había hablado.

Como nadie le habría persuadido de lo expuesto de sus gatunas andanzas, no insistí más en ello y opté por cambiar de tema y pedirle, en cuanto nos encontramos en el claustro bajo, que me ilustrara sobre el ingeniero del siglo XVI. Le conté el relato de la pequeña biografía que Alborada hizo de Juanelo. El fraile se extendió en detalles que hacían del italiano un personaje admirable en cuanto a inventiva, quizá de la talla de su compatriota, Leonardo da Vinci. Describió los pormenores de cómo con una noria —ciento noventa y dos grandes cucharones de latón que se rellenaban de fluido los unos a los otros, en continuo ascenso, y de torres intermedias, hasta un total de veinticuatro— logró que el agua llegara al Alcázar salvando un desnivel de noventa metros. Debió de ser una pintoresca maquinaria, fijada a la ladera como si trepara por ella, ruidosa, atronadora de resoplidos; una criatura aparentemente orgánica, vital, por el constante movimiento de que la dotaba el río, pues no se aplicaban a ella otras fuerzas que no provinieran de éste.

—Como dice mi amigo el historiador —concluyó—, Juanelo Turriano, con su artificio, consiguió que el Tajo se subiera a sí mismo.

—¿Y tal ingenio no provocó las suspicacias de la Inquisición? —cuestioné, según cruzábamos la puerta de la cocina.

—Ya fue perseguido por ella cuando construyó un reloj astronómico, el Cristalino, para Carlos V, pero el monarca salió en su defensa.

—Anda, déjate de cristalinos y de inquisiciones y pela las cebollas —intervino el padre Baltasar.

—¡Usted sólo se preocupa de la comida! —repliqué, descarado y con un imperceptible tonillo de desprecio, en cuanto el padre Abad se marchó.

—¿Estás seguro? —me dijo con inflexión misteriosa—. ¿No será que me entrego a cada cosa en su momento y no como tú, que empiezas a dispersarte?

—No entiendo a qué se refiere —protesté, si bien alterado por que captara algún aspecto de mi comportamiento en que yo mismo no hubiera reparado.

—Piénsalo. Ahora no te lo voy a aclarar, para que en el futuro seas respetuoso.

—¡Bah!, dice eso para tenerme intrigado —arriesgué a sostener.

—No me incitarás a decírtelo. Lo haré cuando yo decida, mocoso —afirmó rotundo, arrojándome un guisante a la cabeza.

Ésa sí que era una señal. Si abandonaba la seriedad, nadie le haría regresar a ella.

—De acuerdo, padre, le pido disculpas. ¿Me lo dirá mañana? —pretendí averiguar, guasón, con voz excesivamente lastimera.

—Es probable, o quizá sólo posible.

—¿A qué está supeditado? —le solicité, interesado de verdad.

—Demuestra que has reflexionado y, como consecuencia, sabes llamar mi atención. Quiero saber que estás aquí; en ninguna otra parte. Solamente entonces hablaré —certificó, declamatorio pero tajante.

Sí que tuve pensamientos para Alborada, claro está, pero esa noche, en el coro, me concentré en pensar qué pregunta o qué acción serviría para obtener el interés del cocinero. En el caso de los padres Abad y Zaragüeta, consistía en presentarles dudas, problemas o interrogarles llanamente. También el de fray Francisco Moya, que con cualquier demanda de auxilio bastaba; mas no con el salmantino.

Sin excepción, los monjes de la comunidad poseían valiosos atributos, pero el padre Baltasar se distinguía de todos. Acaso en eso radicaba su diferencia. No era el más culto, ni el más piadoso; tampoco el mejor orador. No había elegido investigar, ni ser un instructor para los teólogos. Su función, la más humilde, casi pasaba desapercibida y, sin embargo, llegaba a sorprender con sus respuestas, auténticas enseñanzas, incluso al guardián. Por tanto, la estrategia para lograr su atención no pasaba por los cauces convencionales, tendría que recurrir a otro método, ¿cuál?

Pese a la cantidad de mandados de la mañana, tres nada más pisar la sastrería, el asunto no se me despintaba. En cuanto realicé la entrega del primero, cerca del Teatro de Rojas, de cuya reapertura se había alegrado mucho el sastre, resolví olvidarme. Ya encontraría la solución o, como dijo, soltaría lo que fuese cuando él lo decidiera. No obstante, mientras caminaba ahora hacia la plaza de Padilla, con el tercero, la escena en que me lanzaba el guisante emergía porfiada.

Con la negra aldaba de hierro, martilleé en el postigo de la casa en la que esperaban el traje, en el preciso instante en que vi cómo Carmen se dirigía a la calle Garcilaso de la Vega con un vestido en el brazo. Ella, que miraba en dirección contraria a mí, no pudo verme. Me di prisa en retornar al taller. Si necesitaban utilizar de igual forma a una ayudanta para hacer encargos, es que habría muchos, deduje, y me estarían aguardando para darme más. Lo inexplicable era que, en ese trance, no se lo hubieran pedido a una aprendiza.

—Vaya mañana de recados, ¿no? —le comenté al maestro.

—Sólo te queda uno por hacer; para mañana, seguramente, habrá más —calculó, indiferente.

—Me habría dado tiempo de hacer el otro también. No tenía que preocuparse, don Arsenio —aseveré.

—¿Qué otro?

—El que llevaba Carmen —repuse.

El sastre levantó la mirada de su mesa y manifestó cauteloso:

—No recuerdo ahora lo que llevaba ni adónde.

—Pues un vestido —declaré—. No sé la dirección, pero la vi cuando entraba por Garcilaso de la Vega, hace un rato.

—Ah, sí. Bueno, vete, no vayas a retrasarte.

A mediodía, una hora después de sexta, reaparecí por el monasterio. Me aproximé despacio, sumiso, al feudo del padre Baltasar. Allí estaba, de espaldas a la puerta. Sé que me oyó entrar, aunque no se volviera. Una idea cruzó mi mente como una exhalación. Inspiré con ímpetu, más por proveerme de coraje que de aire. Me jugaba que se enfadara conmigo y diera parte al superior por mi desvergüenza, pero no hallé otra táctica mejor. A la derecha, sobre un poyete de mármol, las sobras de un chusco desechado. Evitando todo acto ruidoso, cogí un trozo de miga, le di vueltas, prensada entre las manos hasta que la suciedad, adherida a mis palmas, oscureció la bola así elaborada. Me cuidé de que no se apercibiera de la maniobra y, casi temblando, ¡se la tiré al cogote!

El franciscano se revolvió a la velocidad de una ballesta; de tal modo que cordón y faldones le siguieron con retardo, describiendo un círculo que los apiñó a un lado y después al otro antes de rendirse a su caída natural. Pero exudaba entusiasmo por los poros de su redondeada fisonomía. ¡Era eso! ¡Había dado en el clavo!

—Aspiro a que me confirmes que no estoy, simplemente, ante una travesura irrespetuosa —preguntó anhelante.

—Padre, no cometería el disparate de faltarle al respeto a conciencia. Intento acaparar su atención —me justifiqué.

El monje me observó e infirió de mi azoramiento la sinceridad de la afirmación.

—Siendo así, he de decirte que lo has conseguido —consideró satisfecho—. Y yo, que estés aquí en cuerpo, alma y mente. Porque me parece que picoteas en varios asuntos a la vez, queriendo asimilarlos todos. ¿Qué te pasa? ¿Se debe sólo a tu propósito de aprender con urgencia o… hay algo más?

—No le comprendo, padre —confesé francamente.

—Las cosas, las materias, se pueden aprender de dos formas: a la ligera, memorizando nada más que lo superficial, el dato o el hecho a secas, o en profundidad, que, además del hecho, implica el porqué —me explicaba, en tanto dibujaba suaves gestos en el espacio, diferentes a los que acostumbraba, para acompañar sus palabras. El cocinero, por una indescifrable razón, fue sustituido por el maestro—. Tú deseas saber qué hizo Juanelo Turriano; pero sólo el acontecimiento, no otros factores, como son sus circunstancias, el entorno histórico y religioso en que lo realizó, los obstáculos morales con que hubo de enfrentarse, que suscitaron los escrúpulos y la incomprensión de gran parte de sus coetáneos y, paralelamente, te interesas por las estrellas del claustro alto. Lo sé —alegó—, porque escuché una conversación entre fray Zaragüeta y fray Abad. ¿Tu pretensión es impresionar a alguien con la acumulación de datos? Porque eso no es cultura, es un almacén. Así, sin ahondar, retendrás fechas y sucesos, mas no entenderás por qué ni cómo se desenlazaron. Necesitas centrarte, hurgar e impregnarte de ellos. De lo contrario, en lugar de interiorizarlos, estarás aventando trigo.

—Está en lo cierto —musité, y me apresté a la confidencia—: Me he enamorado de una chica toledana y quiero conocer las historias de la ciudad igual que ella. Admito mi deseo de impresionarla; sin embargo, sí que persigo aprender… quizá con escasa paciencia.

—¡Buenas noticias! Pero ya hablaremos de ella. No desatiendas el consejo, profundiza, no la encandilarás con apariencias. Si aspiras a deslumbrarla, fascínala con el descubrimiento de los secretos que rezuman en los cimientos de toda ciudad, y con más motivo si, como ésta, posee una historia que excede sobradamente lo milenario.

Menguando los azules iris, las pupilas se dilataron por vigilar de cerca, avizoras, el alcance que, sobre mí, tenían su discurso y la pregunta que formularía a continuación. De manera análoga al cambio en su forma de gesticular, noté que había modulado la voz, que adquirió matices aterciopelados, sugestivos, destinados a subyugar la atención del oyente, rodeado por la armonía de su tono.

—¿Qué es lo que ocasiona tu atracción por las estrellas del claustro? ¿Es su belleza?

—No se limita a eso —negué, seguro de mí mismo—. Como me dijo el padre Luis, es fácil encontrarlas en la ornamentación de monumentos musulmanes andalusíes; pero ¿es porque tienen un significado propio?

—Y a ti, ¿qué más te da? —presionó con la pregunta, por evaluar mi curiosidad.

—¿No me acaba de decir, hace unos minutos, que hay que hurgar? —argumenté.

—Hurguemos, pues —exclamó, decidido a saciar mi avidez—. Esta noche, cuando duerma toda la comunidad, te recogeré de tu celda. Espérame vestido, listo para irnos al claustro.

A la hora convenida, el fraile y yo subíamos la escalera a la galería alta del monasterio, mientras los monjes descansaban. Mantuvimos un momento de silencio, una vez arriba, a la escucha de ruidos que nos revelaran haber sido seguidos. Confiado por el sosiego que reinaba en la oscuridad, fray Baltasar encendió la linterna y enfocó el artesonado.

—Aquí las ves, ¡menudo alfarje! —alabó—. Es un magnífico ejemplo del arte de la carpintería de lazo.

—Una maravilla —corroboré impaciente—. Pero ¿por qué todas las que hallo son de ocho picos?

—Las hay, si bien en menor número, de doce, de dieciséis… son múltiplos de cuatro. Pero no te precipites, o me callo —me previno—. Primero veamos con qué datos contamos y después si éstos guardan relación entre sí, ¿de acuerdo?

—Sí, padre. Disculpe.

—Esta carpintería es una muestra del arte mudéjar, que es constructivo. Se les llamó mudéjares a los musulmanes en terreno cristiano; mas el estilo floreció cuando la religión predominante fue la cristiana, que no deja de ser una paradoja; como lo es, también, que se le reconozca como el más puramente español —enmudeció un instante, en el que, por el brillo de la luz en sus dientes, aprecié una sonrisa, y prosiguió—: Un detalle interesante es que las armaduras se elaboraran, primero, en el suelo, como un rompecabezas, y ya terminadas se fijaran al techo.

—Pero elevar luego todo ese peso sería de una enorme complejidad —razoné.

—El peso no representaba un serio inconveniente, aparte de contar con la opción de montarla a trozos, y a cambio tenía la ventaja de trabajarse con comodidad y sin estar expuestos a los riesgos de la altura, lo que facilitaba que, el complicado trazado geométrico, dispusiera de la exactitud indispensable para que las piezas encajaran con total precisión.

—Debían de ser expertos en cálculo y geometría, estos carpinteros —comenté con cierta extrañeza.

—Lo fueron. No obstante, no nos referimos al puro oficio de carpintero, Ángel; estamos describiendo la obra de constructores, de maestros alarifes, cuya erudición abarcaba diversas artes y técnicas que, por descontado, guardaban celosamente para ellos. Los arquitectos del gótico actuaban de forma semejante y sólo transmitían su experiencia a los que, después de largos años y probado mérito, se convertían en iniciados. Constructores cristianos y alarifes musulmanes, detentadores de una ciencia superior, utilizaban el arte para introducir mensajes en su creación, indescifrables para los profanos, con los que se mantenía la tradición hermética, la mística. Frases, ideas proscritas, que no debían pronunciarse ante la ortodoxia de sus respectivas religiones, se exhibían entonces con la contextura y la perduración multisecular del granito o, como en este caso, de la madera, encubiertas bajo el hipnótico embozo de la gracia, de la perfección artística. Porque, además de desempeñar su objetivo ornamental, este firmamento de luminarias, de incandescencias inagotables que son las estrellas, es una trampa, una celada para el necio, como la miel para las moscas… un trampantojo en el que, embelesado, te enredas en la belleza, detrás de la que se atesora el conocimiento más sublime.

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