La escalera del agua (24 page)

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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

BOOK: La escalera del agua
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El religioso estaba transfigurado, mientras yo, silente, admiraba magnetizado el mar de encendidos astros e intentaba, sin éxito, desentrañar ese legado insondable del pasado.

—Las estrellas tienen, como característica principal, la de iluminar. Eso hacen en la oscuridad de la noche. Si definimos las tinieblas como el estado de la ignorancia, ¿qué significarían aquéllas? —me cuestionó de improviso.

—Lo contrapuesto. La luz representaría el saber —opiné cohibido, temeroso de errar y que se pensara que no lo atendía, consciente, en tal caso, de la cancelación irrevocable de las explicaciones.

—Por consiguiente, donde las hallemos reproducidas, interpretaremos que el lugar, con mucha probabilidad, está presidido por la luz de la sapiencia —extendió el razonamiento—. En este artesonado todas son de idénticas dimensiones y están impecablemente alineadas, lo que marca un ritmo perpetuo, alusivo a los ciclos constantes y a las leyes inmutables de la vida, no a las que dispone el hombre. Cada una es un ser que brilla con luz propia, pero pieza de un grupo bello en el todo y en la parte. El conjunto no es sin las partículas y éstas, por sí solas, nunca constituirían una bóveda celeste. Ese axioma, en el plano humano, nos remite a la dependencia recíproca de los seres, a la necesidad de la convivencia en paz, al equilibrio, al regreso a la Unidad. Sus ocho ángulos sobresalientes son el resultado de la superposición de dos cuadrados, dos elementos estables, que simbolizan, unidos, la armonía terrenal y cósmica. La estrella está ligada a esta ciudad, pero no es privativa de ella porque representa, como hemos visto, algunas de las esencias de la mística musulmana andalusí. Por esto, Ángel, estas metafóricas estrellas de los vientos, que tantas direcciones o planos señalan, se encuentran en cualquier rincón del extenso territorio que, una vez, fue al–Ándalus.

Hubiera sido una sandez suponer que en la comunidad se pudiera tropezar con un ignorante; pero, a mi criterio, los más doctos en cualquier ámbito debían de ser, por antonomasia, los profesores, entre los cuales descollaba el padre Antonio Abad. Incurrimos en abundantes desaciertos cuando catalogamos a las personas superficialmente, y yo, por su función de cocinero, a fray Baltasar no lo conceptuaba, en el aspecto cultural, a la altura de los otros.

—¿Dónde aprendió esas enseñanzas? —le espeté, con imprudencia.

Espontáneamente varió su conducta, retornando a la acostumbrada.

—Eso a ti no te incumbe, ¡condenado e impertinente modistillo! —resopló, teatral, como si las furias se hubiesen encarnado en él, y emprendió mi persecución a grandes zancadas, asestándome los mamporros y patadas habituales, hasta la escalera, donde yo le aventajaba bajando los peldaños de tres en tres.

A los quince años, dormir poco, mal o nada, no impide rendir en el trabajo; lo peliagudo es despertarse, si se ha conseguido pegar ojo. El calor de agosto no colaboraba conmigo y sudaba como una fuente con los trajes al brazo, preservados de mi sudor por una pieza de lino, para no mancharlos, subiendo y bajando cuestas; muchas veces expuesto al aplastante sol castellano, que desata una sed insaciable, pero logré acabar con los recados media hora antes de que el resto del personal saliera a comer.

Carmen, la ayudanta, cruzó la puerta adelantándose a todos. Me pareció que tenía aires de prisa, en el rostro malhumorado, mas no me entretuve en vanas especulaciones y salí con los demás trabajadores.

Solo, caminaba enfrascado en mi Alborada pero, ganando intensidad, en algo menos delicado: en el copioso plato que devoraría en el monasterio, pues el calor no doblegaba mi apetito.

Al dejar atrás la calle del Comercio, apenas dos pasos en la plaza de las Cuatro Calles, oí mi nombre precedido de un sonante siseo. Giré la cabeza. Era Carmen, que debía de venir de Cordonerías.

—Contigo quería yo verme —declaró encrespada—. ¡A mí nadie me deja mal y se va de rositas!

—¿Qué ocurre, Carmen? —le pregunté sobresaltado, pero sin entender, todavía creyendo que la cuestión no iba conmigo.

—¡Pasa que eres un chismoso y un chivato! ¡Eso pasa! Pero esto no se va a quedar así; no señor, no. Tú te vas a acordar de mí. ¡Por éstas, que son cruces! —dijo, besando los dedos cruzados.

—¿Yo? Pero ¿qué te he hecho yo? Si he estado hoy fuera todo el rato —argumenté en mi defensa.

—Demasiado bien lo sabes. ¡Ir con el cuento a don Arsenio…! La de lágrimas y excusas que me ha costado que no me pusieran en la calle… por tu culpa. ¡Chivato! —profirió, con las facciones encarnadas por la cólera—. Pero te digo que me las pagarás. No te creas que porque seas el niñato de la sopa boba de los frailes te vas a librar —y, sin una palabra más, se dio la vuelta y se marchó.

Sólo había hecho referencia a Carmen el día anterior, cuando le dije al sastre que la encontré haciendo un mandado que presupuse del taller. Ésa tenía que ser la raíz del conflicto, por más que no vislumbrase la derivación que a ella pudiera reportarle.

Comprobado que Carmen no estaba por esclarecerme el incidente, escogí a la más parlanchina: Amparito. Me hice el encontradizo con ella, como la ayudanta conmigo. Iba a comenzar a sondearla pero, con su disparada verborrea, se anticipó.

—Te has perdido el altercado de esta mañana entre Carmen y el sastre. A punto de despedirla estuvo. ¡No lloraba nada! —afirmó impresionada, sacudiendo la mano con exageración.

—¿Qué ha pasado? —me interesé, haciéndome de nuevas.

—Pues que, muy lista ella, mandó a decirle a don Arsenio que estaba enferma y faltaría al trabajo. Era mentira. Resultó que el maestro supo que estaba haciendo recados por su cuenta, aunque no sé por qué medios se enteró, porque hasta ahí pude escuchar…

—¿Cómo por su cuenta? —inquirí, ahora estupefacto.

—Hijo, Ángel, pareces tonto —opinó, moviendo la cola con gesto de mujer pizpireta y experimentada—. Que cosía para la calle a escondidas de la sastrería y que había faltado para hacer una entrega, pero alguien la vio. Ella lo negaba, diciendo que venía del médico y que la ropa que llevaba al brazo era de su madre, que le había pedido que la recogiera de casa de una tía suya; pero, para mí, que don Arsenio no la ha creído. No me enteré bien porque Conchita mandó a cada uno a su puesto y, más tarde, sólo comentó que, por lástima, el sastre la había perdonado.

La rencorosa compañera, que nunca creyó que mi comentario no hubiera sido hecho sino para denunciarla, se las arregló para que, en uno de cada ocho o diez trajes que me asignaran para repartir, el cliente hallara una salpicadura, un desgarrón… cualquier desperfecto que pudiera achacárseme y que el maestro, o la oficiala, me calificaran de descuidado.

No se malogró su mezquina artimaña y me llovieron las regañinas, sin que yo alcanzase a entrever el origen de las reiteradas contrariedades, pues me constaba que las prendas salían del taller sin ninguna marra.

El fallo había sido desoír el juramento de Carmen, por figurarme que sería incapaz de semejante jugarreta; pero, en una de estas reprimendas, cuando Conchita daba por sentado que me juntaba con otros recaderos en la taberna El Botero a tomar unos vinos, como se sabía que hacían, y que de ahí provenían los males, descubrí en la ayudanta una maligna sonrisa que, instantáneamente, me desveló el porqué de las incidencias.

Me reservé la vileza de mi enemiga, por no enconar más la relación y con el anhelo de que cesara en ella; mas, como medida de precaución, repasaba detenidamente las entregas antes de llevármelas de la sastrería y daba cuenta de las irregularidades. Con dicha prevención se verificó mi descargo y se logró que la resentida mujer, al tanto de las inspecciones que yo hacía y de la súbita ausencia de quejas de clientes, dejara de dañarlas, porque ya era patente que el «accidente» se efectuaba dentro del taller.

Sé que don Arsenio llegó a sospechar de la empleada, pero no existía prueba que la inculpara. Evidentemente, porque se malició a qué se debían las jangadas, pensó, como yo mismo, que dándose por suprimidas podían olvidarse los incidentes. Pero no era ése el proyecto de la abstrusa mente de Carmen. En sus miras se aposentaba la complacencia por verme postrado, humillado, y que me echaran con cajas destempladas; sólo entonces quedaría saciado su orgullo por la imaginaria afrenta.

Su actitud conmigo no se modificó un ápice. No me hablaba más que lo obligado por nuestra actividad y, en tal caso, su rostro, ya de por sí agrio, ostentaba desdén. Sin embargo, se interesó por escarbar en todos los datos posibles acerca de mi persona, en su afán por topar con una fisura de debilidad por donde embestir. Desplegó para ello un estoicismo admirable, si no fuera por el fin a que servía. Acechaba conversaciones, me seguía desde lejos… quería conocer mis gustos, mis ambiciones, mis amistades; me convertí en su manía particular.

Cuando, transcurridos tres meses, conjeturó que sus marrullerías se habrían disipado de la memoria del personal, reanudó las villanías; pero, en esta ocasión, no rompía o manchaba ninguna prenda, sino que hacía desaparecer cortes de tela, utensilios, cajas de botones y otras bagatelas de esa índole, e hizo circular la hipótesis de que a nadie interesaría sisar semejantes menudencias sino a quien, cobrando poco, necesitara venderlas para salir con su novio, o novia, recalcó. Como era notorio que las aprendizas no tenían pretendientes, claramente apuntaba a mí la acusación.

La fatal contingencia de ser culpado se presentía como el desenlace más factible. O tomaba la iniciativa o me vería en la calle, con las nefastas implicaciones que tendría, en el monasterio, que me expulsaran por ratero.

Sin más alternativa, me las compuse para entrevistarme con el dueño de la sastrería a la hora en que bajaba solo al café, libre de presencias importunas.

Lo encontré de pie al fondo del bar, a la izquierda. Me aproximé a él cuando se disponía a coger un periódico de la estantería, ubicada en ese rincón, que la casa destinaba a la prensa para recreo de sus clientes.

—Don Arsenio —dije, justo detrás del sastre—, disculpe si le incomodo, pero le agradecería que me escuchara un momento.

El hombre, sin mudar la expresión, me agarró del brazo y me condujo hasta una de las mesas, debajo de los frescos que decoraban el techo, en la que humeaba su hirviente bebida.

—¿Quieres tomar café? —me ofreció con llaneza.

En el reloj, imitación gigante de los de bolsillo, que colgaba al aire en el centro del local, sonaron las nueve y media de la mañana.

—Se lo agradezco, pero no tengo costumbre.

—Bien, tú dirás —propuso, invitándome a hablar con un gesto de su mano extendida.

—Señor —expuse—, usted sabe que a partir de que sometiera a revisión los trajes, antes de repartirlos, no ha vuelto a haber la menor queja. Incluso no se han repetido los fallos que se descubrieron y que procedían del taller.

—Sí, y yo tengo mi creencia al respecto —reconoció, llevándose el vaso a los labios.

—Desde hace unas semanas —referí—, como Conchita le tendrá al corriente o usted se habrá percatado, se dan pequeños hurtos que nadie comprende; pero, por los rumores que sé, el sospechoso, como de los desperfectos en los encargos, soy yo.

—Si no eres tú, ¿tienes pruebas de quién es? —me atajó.

—No señor, no tengo; pero, con su ayuda, podría conseguirlas.

El sastre mostró el desconcierto en su ceño ante la contundencia de mi aserción, pero se contuvo. Taciturno, sacó tabaco de la petaca, lió con parsimonia un cigarro y, con la primera bocanada, me preguntó detrás de la cortina de humo azul que había provocado:

—¿Me pides que colabore contigo? ¿Y si llevan razón y has sido tú?

—Lo que voy a proponerle no obtendría resultado, en el caso de que el culpable fuera yo. Eso mismo me delataría. En cambio, si lo tiene, nos servirá en bandeja al verdadero causante. Usted no perderá nada.

El maestro paseó la vista por la mesa contigua, atestada de platos, vasos y copas relucientes, colocadas en rectas hiladas sobre la negra superficie de madera, a diferencia de las consagradas a clientes, de mármol blanco.

—Vamos al grano. ¿En qué consiste esa propuesta? —me interrogó escéptico.

—Pues en ponerle un cebo al ratero; pero es necesario que se trate de algo que no tenga un uso próximo, para que a quien cojamos con las manos en la masa carezca de justificación y, a ser posible, puesto en un lugar de la sastrería al que no se entre con regularidad. Así no servirá de coartada. De la trampa, ya me ocupo yo.

Don Arsenio, tras meditarlo un momento, se inclinó al fin por realizar la treta planteada.

—Probemos. Pero piensa, Ángel, que la trampa tiene que dejar en evidencia irrebatible al ladrón. En cuanto al lugar, la habitación junto al aseo no se utiliza nunca, puede valer —se acarició la barbilla, pensando en el objeto adecuado para hacer de cebo—. Te mandaré a comprar una caja de botones de fantasía. Ahora mismo, no tenemos previsto ningún encargo que los requiera.

—Después hará falta que todo el personal, sin distinción, se entere de que la caja nueva estará en el cuarto que usted ha elegido —especifiqué, aun sabiendo que bastaría con que se le anunciara a Carmen.

—Eso es fácil. No obstante, tengo que poner un plazo. Te concedo una semana. Superado ese periodo, te consideraré el autor de los hurtos.

—¿Sabe? —me aventuré—. Dudo que usted opine que lo soy.

—Duda lo que se te antoje. Aquí no hay más que dos opciones: o eres tú o alguien quiere perjudicarte. Yo no puedo dedicarme a investigarlo, por eso te permito este plan. Lo cierto es que, en ambos casos, desaparecido tú, suprimido el problema. Dicho de otro modo: muerto el perro, se acabó la rabia. Lo siento, muchacho, la vida es dura.

—Lo sé muy bien, señor. Y le quedo agradecido por esta oportunidad.

—Pues no hay más que hablar. Vuélvete al taller.

Para cuando la ayudanta comprendió que se trataba de una treta, ya era demasiado tarde. Soltó la caja y dejó los botones, al sentir el tirón del hilo, pero su zapato marrón se había tornado irreparablemente negro, de tinta indeleble.

Tenderle la trampa fue sencillo, pues recordé la broma del padre Baltasar con la rodaja de embutido y elaboré mi propia versión: de la caja de botones partía un torzadillo que, cubierto por un paño, cruzaba la mesa para bajar hasta el suelo, por el costado contrario al que debía acercarse el ladrón. Abajo se unía, mediante un agujerito que previamente hice, a una lata cargada de tinta china. El sistema era simple. Al tirar de la caja, se volcaba la lata manchando el suelo, con lo que la víctima dejaría huellas o, aún mejor, le caería encima del pie, como, por fortuna, sucedió.

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