En una población en la que apenas ocurría nada, el incidente era toda una noticia que se publicó en la página que El Alcázar dedicaba a la provincia. Por lo demás, las crónicas se abastecían de sucesos poco notables: el fallecimiento de un cardenal, la herida en la cabeza que había sufrido un señor en Los Yébenes al caer de su bicicleta cuando se dirigía al trabajo, o tan pintorescas como la del avión «secreto» americano que se había perdido y que nadie encontraría, ya que, a fuer de ser secreto, se negaba toda información sobre sus características.
Estos episodios suscitaban jugosos comentarios en el taller, con arreglo a las tendencias y singularidades personales de los empleados. Los planchadores, jactándose de su fuerza, juraban que a ellos el ladrón no se les habría escapado, mientras daban golpes, más impetuosos de lo habitual, con la paleta de aplastar hombreras, para impresionar al público femenino. Las ayudantas y aprendizas les animaban, exagerando el miedo que, decían, padecerían en el caso de encontrarse solas con uno de estos cacos; muy en su papel de débiles mujeres indefensas y ellos en el de poderosos machos invencibles. Un cortejo animal, digno de un gallinero, que Conchita sofocaba regañando a unos y a otras, siempre con sus tijeras colgadas al talle por una cinta roja.
El sastre no solía intervenir en las conversaciones con excepción de alguna observación aislada, por que no se dijera enteramente distante de los trabajadores, y se mantenía entre sus reglas y cartabones, en tanto yo, al lado de su mesa, atendía cualquier petición que hiciera. Ambos escuchábamos el comadreo que se traían en el interior, pero él prefería que fuera Conchita quien se encargara de la disciplina. Comprendía que la gente debía trabajar a gusto, en un ambiente distendido y de cierta confianza. Como yo no decía nada, me preguntó:
—Y tú, Ángel, ¿te habrías enfrentado al ladrón?
—Si tengo que defender con ello mi puesto, sí, don Arsenio —alegué sin dudar.
El hombre levantó la cabeza para mirarme, quizá sorprendido.
—¿Y qué crees que puede hacer un muchacho de catorce años contra un hombre de treinta? —se interesó, divertido.
—Ayer, jueves, cumplí quince —protesté, convencido de que mi nueva edad cambiaba radicalmente las cosas, pero lo único que conseguí fue que se riera en mis narices.
—No te ofendas —me pidió, dándose cuenta de la fría acogida que le concedí a su carcajada—, pero si, por el momento, te encontraras en esa circunstancia, corre lo que tus piernas te permitan; tú no sabes qué arma o herramienta lleva consigo. —Soltó las tijeras de corte y agregó—: ¿Sabes qué vas a hacer? Pues, como ayer fue tu cumpleaños y hoy no hay mandados, te doy el día libre, para que hagas lo que se te antoje. Quince años es una edad para celebrarla.
Franqueaba la puerta, todavía sin creérmelo, cuando me llamó, abrió mi mano y depositó en ella cinco monedas de a peseta.
—¡Para que te las gastes! —me deseó.
Me fui sin saber muy bien en qué emplear el tiempo que se me ofrecía, mas pronto decidí irme a leer al Paseo del Tránsito el libro que los padres Antonio y Luis me regalaron el día anterior. Nunca, hasta entonces, me había hecho nadie un presente en mi cumpleaños. El volumen, impreso en Madrid en 1848, en la imprenta de don Wenceslao Ayguals de Izco, se titulaba Memorias de ultra–tumba, de Chateaubriand, estaba encuadernado en cuero, a la valenciana, y en el tejuelo conservaba las siglas de su anterior propietario: «C. G. M.». Quizá no fuera muy apropiado para mi edad, pero se trataba de mi primer libro y me parecía más valioso que cualquier joya.
Horas estuve, en un banco del paseo; ora abstraído en la lectura, ora manoseando el ejemplar con delectación. De repente, movido por un impulso, supongo que por la necesidad física de desentumecerme o porque así lo quería el destino, me puse a caminar, errabundo. Dejé a un lado el Taller del Moro y callejeé hasta la catedral, pasé a Tornerías y desde allí llegué de nuevo a la del Comercio. Cuando me acercaba a La Favorita vi a la chica de Santo Tomé, que miraba cintas de colores en el escaparate, y me coloqué a su lado. Se volvió y noté en su cara que me reconocía.
—¡Hola! Tú eres la chica que va a Santo Tomé, ¿verdad? —le pregunté tontamente.
—Sí, me gusta ese cuadro —repuso con una sonrisa que iluminaba su rostro y, posiblemente, el mío.
—A mí también. Yo me llamo Ángel —me encontré diciendo.
—Yo, Alborada —y buscó mis ojos con los suyos.
—¡Qué nombre tan bonito!… Ayer fue mi cumpleaños.
—¡Ah! Pues… felicidades.
—Te convido a un refresco —propuse, recordando mis cinco pesetas.
Presumí que no aceptaría, pero lo hizo, arguyendo que nos conocíamos. Si su cara era bonita, su voz, su candidez y su alegría embelesaban. De súbito, se redujeron a cenizas los claustros, los arcos, las torres; las gárgolas perecieron, derrumbadas, en el vacío, y las escalinatas volvieron al polvo, de donde una vez surgieron, en comparación con aquellos ojos de corza. Si algo fuera de ella me importaba, era El Greco, que nos unía. Hubiera dado mi vida por besarla. Paradójicamente, el corazón me contuvo dándome a conocer que, en esto del amor, las prisas conducían al fracaso más estrepitoso.
Yo me esforzaba en atender a cuanto me contaba, aunque una sola idea giraba en mi cerebro: volver a verla, hablar con ella, oler la tibia fragancia de su colonia, contemplar los suaves movimientos que el aire, al andar, producía en el fino pelo, casi rubio, y que dejaban al desnudo porciones, entre oscuridades, de una nuca tentadora, mimosa de tiernas caricias; a aturdirme con la elasticidad de su cimbreante cuello, la delicada barbilla… Me preguntaba, y balbuceaba respuestas incoherentes, como si estuviera fuera de mí. Por un momento creí que me tomaría por un idiota, un majadero, pero su sonriente despedida apaciguó mis temores.
Las pesadillas de mi crimen con el vinatero concluyeron, suplantadas por sueños venturosos en los que me casaba con Alborada para ser eternamente felices. Ahora tenía varias finalidades en la vida y una ilusión por la que luchar: cultivarme, aprender un oficio para el futuro, desertar de la pobreza y formar una familia con la mujer de la que me había enamorado. Todo eso se hacía posible con trabajo, sacándole provecho a las oportunidades que me habían dado los franciscanos, y una segunda condición: enamorar a Alborada. Pero ¿de qué experiencia disponía? Ni mundo, ni amigos a quienes consultar o contárselo.
El padre Zaragüeta se hallaba en su celda, consagrado a las tareas que llevaban aparejadas sus funciones como docente de los teólogos. Sobre la mesa, mi examen de geografía.
—Siéntate, Ángel —me invitó, después de darme su permiso para entrar—. Aquí tienes los resultados de geografía. Excelente, como de costumbre —aseveró y cambió de tercio—. ¿Qué tal llevas la lectura de tu libro nuevo?, ¿te gusta?
—Bien… bien —manifesté, pero sin extenderme ni hacer preguntas, como habría sido lo habitual.
—Te noto poco expresivo hoy, ¿estás inquieto por alguna razón que quieras contarme?
«¿A quién mejor?», pensé. Fray Luis era lo más parecido que tenía a un amigo o a un padre. Acaso a la combinación de los dos papeles.
—Esto… padre… ¿Usted se ha enamorado alguna vez? —le pregunté de sopetón.
El pobre monje enarcó las cejas, que le volvieron a asomar por arriba de las gafas, como cuando en Plasencia no supe dónde estaba Barcelona.
—¡Pues sí que me enamoré! ¿Crees que nací con el hábito? Hasta que entré en el seminario anduve persiguiendo mozas en mi pueblo… y aun después —añadió en voz baja—. Pero, espera… ¿es que te has enamorado?
—Creo que sí —contesté azorado.
Los dos nos quedamos muy serios. El fraile me miraba fijamente; no sé si soñador o reflexivo. Yo a él, de hito en hito.
—De ti sólo espero que te comportes como un caballero. ¿Dónde la has conocido? Vamos, cuéntame todo… puedes confiármelo.
—La he conocido en la iglesia de Santo Tomé.
—¡Ah! Es buena cristiana. ¿No será un poco beatona? —inquirió con risa cómplice.
—Ella va allí a ver el cuadro de El Greco, como yo.
—¿Y cuánto hace que habláis?
—Hoy hemos tenido la primera ocasión de hablar. La invité a un refresco.
—¿Y ya estás enamorado?, ¿cómo lo sabes?
—Porque sólo deseo estar con ella. No sale de mi cabeza ni un momento… y estoy contento, nervioso; pero tengo miedo, miedo de que no sienta por mí lo mismo.
—¡Sin duda lo estás, puñetero! Y ahora ¿qué?
—Pues eso venía a preguntarle, ¿qué hago?
—¡Conquistarla, mastuerzo! —replicó con suficiencia.
—¿Y eso cómo se hace?
—¡Yo qué sé! —confesó.
—Vaya una ayuda que tengo con usted, ¿pues no decía que tenía experiencia?
—Ángel, cada caso es distinto. Las mujeres no funcionan como los relojes. Lo que a una entusiasma a otra le repugna. ¿Qué le gusta a ella?
—¡El Greco! —respondí sin vacilar.
—Los cuadros de El Greco son un poco caros como para regalarle uno —comentó irónico—. Pero es un dato —dijo, observando mi rostro compungido—. Eso indica que es sensible. Veamos, ¿va a verlo sola o acompañada?
—Sola.
—Le gusta de veras y se deduce que, en situaciones así, no necesita a nadie ni le importan los obstáculos, luego es independiente; tiene los gustos definidos, cuando es tan resuelta, un rasgo de madurez. Sensible al arte es evidente, y eso no cuadra con alguien que admitiera groserías, tenlo muy en cuenta. Puede que sea romántica e imaginativa. Averigua qué es lo que más le gusta del cuadro, será otro dato. Si te lo pregunta a ti, respóndele que, especialmente, la maestría sin par de Dominico en el manierismo. Te aconsejo que te pongas a estudiar inmediatamente ese estilo. Creo que estás ante una mujer inteligente.
—Me está asustando, padre.
—Mejor asustarte que dejar que peques de confiado. Sé muy moderado, déjala hablar. De cualquier forma, ella te sonsacará lo que quiera. ¿Es bonita?
—¡Preciosa! Es… —ya me lanzaba a describir sus encantadoras cualidades, pero el franciscano me interrumpió.
—Vale, vale. Deberás ser prudente y, todavía así, averiguará de ti lo que se proponga.
—Padre, pues no sé si es bueno esto de enamorarse.
—Si te corresponde es… maravilloso, un don de Dios. Si no, una terrible maldición.
Las esclarecedoras conjeturas del fraile me sumieron en una confusión aún mayor. Los rasgos de Alborada, inferidos de lo que pude contarle, vaticinaban una conquista ardua en la que, seguramente, tendría competidores de más categoría que yo. Dejarla hablar; sí, ese procedimiento se configuraba como el mejor.
Ir a diario a la iglesia de Santo Tomé no me lo permitía mi trabajo, aunque lo procurara. Tampoco ella mantenía regularidad en sus visitas; mas, cuando nos encontrábamos, ya no se contentaba con mirar el lienzo sino a mi lado. Después la acompañaba un trecho, hasta el comienzo de la calle Hombre de Palo. Desde allí continuaba, en dirección a Alfileritos, y yo deshacía lo andado para ir a hacer mis tareas al monasterio. A eso se redujo nuestra relación durante meses.
No desatinaba el buen monje en sus pronósticos pues, si bien la muchacha contaba entre sus virtudes la de la discreción, al poco estaba enterada de mi procedencia, mi trabajo y de cómo había aparecido yo en su ciudad, de la que tan orgullosa se sentía.
Para Alborada, ofrecerme explicaciones sobre Toledo resultaba un agradable entretenimiento del que me valí, como justificación, para atreverme a citarla un domingo por la mañana, después de la misa de doce, con el fin de que me guiara por la judería, donde se enclavan las dos sinagogas; por los cobertizos y conventos, y me relatara sus curiosas historias.
Quedamos en la esquina donde siempre nos despedíamos. Trajo consigo una amiga, por que no se nos viera a los dos a solas. En cuanto la vi aparecer le pregunté el porqué del nombre de la calle, que juzgaba extravagante.
—¿Por qué esta calle se llama Hombre de Palo? —le interpelé—. Es un nombre raro, ¿no?
—¿No has oído hablar de Juanelo Turriano? —me interrogó a su vez.
Negué con la cabeza.
—Pues fue un relojero italiano que trabajó para Carlos V, pero que también era matemático e ingeniero. El Emperador, además de otras cosas, le pidió que fabricara un ingenio que subiera el agua del Tajo hasta el Alcázar, y éste, sirviéndose de una noria y otros aparatos, consiguió elevarla hasta donde se le requirió, pero nunca se le remuneró por ello. Cuando murió Carlos V, el ingeniero solicitó a Felipe II que le pagara, pero tampoco lo hizo. De manera que se convirtió en un sabio anciano y pobre que no tenía ni para comer.
—¿La ciudad no hizo nada por compensarle? —me interesé.
—No, porque como el agua del artificio de Juanelo se empleó en las obras del Alcázar, los toledanos nunca la disfrutaron.
—¡Pobre hombre! —opiné.
—¡Y tanto! —dijo ella, sonriendo dulcemente—. Se dice —continuó— que, viejo y enfermo, construyó un autómata con el cuerpo cubierto de madera, que iba a recoger limosnas para él y cuyos pasos, por ser los pies del mismo material, resonaban en las piedras. De ahí lo del «Hombre de Palo».
La amiga, delgada y morenita, no soltaba una palabra, pero asentía a los detalles de lo que Alborada refería y estaba pendiente de mis reacciones. Sospeché que, más tarde, entre ellas, sí que hablaría. A pesar de su silencio debía de ser simpática, pues tenía aspecto risueño y ojillos juguetones.
—Es triste que un sabio muera en la miseria. Qué ingratos fueron los reyes con él —expuse, mientras íbamos hacia la judería.
Imaginaba que nos detendríamos frente a cualquiera de las dos sinagogas, pero metiéndonos por una calleja inesperada asomamos a un punto, por encima de la roca Tarpeya, desde el que se abría el panorama al Tajo, con el puente de San Martín a la derecha, las casas de la ribera contraria y, en ella, a la izquierda, la ermita de la Virgen de la Cabeza. Recordé los versos de Garcilaso. A riesgo de que se estimara ridículo mi romanticismo, los recité en voz alta:
Pintado el caudaloso río se veía,
que en áspera estrecheza reducido,
un monte casi alrededor ceñía,
con ímpetu corriendo y con ruido
querer cercarlo todo parecía
en su volver, mas era afán perdido;
dejábase correr en fin derecho,
contento de lo mucho que había hecho.
Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada,
aquella ilustre y clara pesadumbre
d’antiguos edificios adornada.
D’allí con agradable mansedumbre
el Tajo va siguiendo su jornada
y regando los campos y arboledas
con artificio de las altas ruedas.