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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (21 page)

BOOK: La escalera del agua
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Trabajar en el taller no me exoneraba de obligaciones en el monasterio, donde continuaba viviendo, si bien era imposible que las cumpliera todas. Pero, aun atenuadas con la autorización del guardián, ayudaba en la cocina en las tareas habituales. El padre Baltasar, ahora, me llamaba «modistillo», «sastrecillo valiente», «paladín de la aguja» y otros apelativos que usaba por ver si me enfurecía y mofarse luego a mi costa; mas, conociéndolo, lo ignoraba o hacía alusiones, tan envenenadas como las suyas, al creciente contorno de su feliz panza. Eso no era problema. Sí lo constituía, sin embargo, proseguir con los estudios, pero el padre Zaragüeta no transigía, y yo no iba a ser menos. De modo que robaba tiempo al descanso, estudiaba en los mínimos períodos de ocio que se presentaban y leía todo impreso que hallara cerca.

El sastre estaba suscrito, además de al periódico El Alcázar, a la revista Ayer y Hoy, editada por la Asociación de Artistas Toledanos «Estilo», a la que pertenecía don Gregorio Marañón y con la que colaboraba escribiendo artículos o relatos cortos. Se imprimía en las máquinas de don Rafael Gómez Menor y contaba con fotografías y dibujos en blanco y negro, que yo conceptuaba como producto de un invento fantástico, pues en cuanto el maestro soltaba la revista, me adueñaba de ella.

El señor Calderón estaba al tanto, pero no le incomodaba que ojeara su revista. En cambio, los musculosos planchadores se burlaban de mi avidez por la lectura. No les respondía por temor a los hercúleos brazos que poseían; aunque los bíceps, de verdad desarrollados, se correspondían tan sólo con el brazo que levantaba la pesada plancha de carbón, entera de hierro. El maestro, mientras afilaba los jaboncillos, me animaba a no desatender mi formación, porque decía que en ningún lugar está de más la cultura y que sobraban grosería e ignorancia, con las que no se iba a parte alguna. Hablaba, pero perfectamente atento a la operación del afilado, que gustaba hacer él mismo. Unía, por los agujeros centrales, quince o veinte cuchillas de afeitar mediante tornillos y, con el curioso aparato resultante, dejaba los filos de los jaboncillos listos para dibujar con la finura de línea que deseaba. Claro que observar a don Arsenio se convertía en un placer, como siempre ocurre con un buen profesional en la materia de que se trate; pero si había algo que me atraía, era verlo en sus discusiones con los representantes. Tocaba los paños de las muestras que le enseñaban con las yemas de los dedos y, únicamente con ayuda del tacto, valoraba no sólo la calidad de éstos, sino si los hilos iban trenzados con dos o más de ellos y la condición de la urdimbre y de la trama.

Este hombre de prominente y cuadrado mentón, que remarcaba su expresión de firmeza, mantenía cordiales relaciones con los agentes de venta de paños que pasaban por la sastrería, pero consideraba amigo a don Leandro, el representante de forros de seda, con quien charlaba en tanto cosía, plantadas las prendas sobre las rodillas cruzadas —para darles «asiento», decía—. Don Leandro, que se sentaba en una silla a su lado, tenía bastantes más años que él, como indicaba su pelo cano. Llevaba muchos en La Mancha, vendiendo los productos de la Fabril Sedera, una fábrica de Burgos que manufacturaba tafetanes, sargas y rasos de la máxima calidad, y pensaba retirarse con cierta prontitud, harto de fondas, restaurantes y trenes de mala muerte. Desde que nos conocimos nos caímos bien. Como persona habituada a tratar con clientes, sabía ganarse las simpatías de la gente con su buen humor, nunca exento de corrección. A veces, cuando me veía salir a algún mandado, me pedía que le trajera tabaco o cerillas, pero como un favor, que luego me pagaba con propina, y obtenido el permiso de don Arsenio.

Los recados constituían momentos de libertad, en los que el aire frío de Toledo me refrescaba el rostro. Llevaba y traía trajes, que algunos enviaban a la sastrería para que se los ajustaran, pero también iba a la mercería La Favorita, muy cerca, en la calle del Comercio, a comprar botones o cintas. Quizá fuese mi tienda favorita, precisamente, porque parecía una bombonera, con los escaparates de cristal curvados en las esquinas de entrada, embutidos en madera y ésta en mármol hasta el suelo; con su puerta de dos hojas, de las de vaivén, retranqueada como un metro, produciendo un minúsculo y gracioso portalillo, guarnecida de blancos visillos que velaban la vista del interior.

Mil revueltas dadas por la ciudad me tenían las botas gastadas para cuando la Navidad llegó; pero me conocía al dedillo el casco antiguo: el Alficén, los cobertizos, la judería, las puertas, los puentes, los barrios mudéjares. Me había colado en las añejas mezquitas, ya iglesias; en conventos, en sinagogas, en un sinfín de palacios; en toda esa gloria que los estudios y las incesantes preguntas que le hacía a los frailes, me permitían entender y saborear de una metrópoli amada desde la época romana; construida para reinar y admirar al mundo con su magnificencia, a voluntad de sus moradores, pues gran parte de su belleza queda oculta al forastero, si bien se la intuye, como verdes ojos árabes, asomados por la franja de su faz descubierta, para turbarle el resuello, sorpresiva, cuando se le ofrece en toda la desnudez de su esplendor. Aunque esta desnudez, en realidad, queda vestida por su milenaria historia, que se adhiere en fina membrana a ella, acaso en fastuosa túnica de tornadizos colores. La historia, que en Toledo, le ha concedido piel a la piedra.

Las fiestas navideñas, apagadas en mi alquería, aquí se manifestaron con una explosión de luminarias, carrillos con golosinas y dulces. Las calles de los obradores despedían aromas dulzones en vaharadas cálidas que despertaban el deseo, más que el apetito. A través de las vidrieras de las confiterías, abarrotadas de público, se veían montañas de suculentos mazapanes, salpicados de anises y peladillas de colores, algunas como perlas, roscas y anguilas de pasta, rellenas de yema o de cabello de ángel, y los clásicos turrones. Los chiquillos pegaban las naricillas a los cristales tirando de la mano de sus madres, para que les compraran todas las seductoras tentaciones con que estimulaban su mente infantil, y éstas debían inventarse pretextos extraordinarios para separarles de los escaparates, a menudo entre llantos y rabietas. Las amas de casa portaban bandejas de magdalenas, que ellas mismas habían preparado y con las que volvían después de haber horneado en las tahonas. Corrillos de niños cantaban villancicos y la gente les daba monedas. Los vecinos se saludaban, sonrientes, y se deseaban felicidades. Botones, perfectamente uniformados, se apresuraban para entregar a tiempo, a los ricos, grandes cestas colmadas de manjares, entre los que el jamón era el rey incuestionable, con las que se reconocían favores o prebendas que garantizaban la debida recompensa al recadero.

La ciudad parecía feliz, aun cuando nada había cambiado; pero, en esas fechas, me acogían con amabilidad y las gratificaciones eran más generosas. La mayor que obtuve me vino del director del museo de Santa Cruz, que me faltaba por conocer. Sólo tenía que cruzar la plaza de Zocodover, atravesar el Arco de la Sangre, bajar una pequeña cuesta y enseguida, en la acera de la izquierda, estaba el edificio. Un trayecto tan corto, que de inmerecida juzgué la propina. Conforme entré, un ordenanza me informó de que debía dejar atrás las escaleras del claustro para hallar el despacho del administrador, en la planta baja.

Fui recibido por una secretaria de abultados anteojos y pelo recogido en un moño bajo, viva imagen de la modosidad, que me comunicó que esperara mientras el directivo se probaba la chaqueta; de manera que ni siquiera lo vi, pero al regresar me obsequió con una suma que llamó «aguinaldo», de parte del jefe. Salí muy contento con el dinerillo, ya sin prisa.

Había mirado, pero no visto, la escalinata plateresca de Alonso de Covarrubias que, más que una obra arquitectónica, semejaba una escultura. Me aseguré de que el claustro permaneciera desierto y subí los escalones sin atreverme a tocar la marfileña balaustrada; cada tramo rematado con altos florones plagados de angelotes, camaradas, por gracia del arte, de hieráticas sirenas, escudos y monstruos mitológicos envueltos en espeso follaje vegetal. Densos de ornamentación, apretados, como las cazoletas de las pipas turcas de espuma de mar, ebúrneas con el transcurso de los años.

Desde el descanso del primer cuerpo, sentado en el poyete de una ventana, a la derecha, me recreé en el intrincado haz de arcos disímiles: de medio punto, rebajados; unos superpuestos, otros entrecruzados, viniendo alguno a morir, perpendicular, al eje central de la escalera, junto al que, en la estrecha albanega, se exhibe la cruz de Jerusalén, emblema del Cardenal Mendoza. El maestro Alonso, en el punto más alto de la imaginación artística, juega con arcos y líneas de tal forma que, de la materia, prolonga espacios intangibles, en tres dimensiones. Probablemente pretendiera, con estos volúmenes inexistentes, comunicar el mensaje de la Unidad: múltiples sentidos y una única dirección.

El instinto o la curiosidad, me hizo mirar hacia arriba. En el centro del artesonado mudéjar, de nuevo la estrella de ocho puntas. Mi alma, como la luz entre los arcos, se esparcía.

En el monasterio, las fiestas se celebraban con un ligero aumento en los rezos, mas la comunidad fue invitada el día de Reyes al convento de Santo Domingo el Antiguo, de las monjas bernardas, a la oración de vísperas, que sería cantada tras las celosías de la clausura. Por ser la esposa del comandante de puesto de la Guardia Civil una mujer muy parroquiana, aunque algo lerda, la invitación se hizo extensiva a ambos. Lo extraño fue que el padre Zaragüeta insistió en que yo también asistiera, como un fraile más.

El comandante Merchán, un hombre de rostro sanguíneo, inmediatamente se fijó en mí y se dispuso a indagar mi procedencia, queriendo hacer valer su autoridad.

—¿De dónde ha salido este chico? —preguntó, por pura petulancia ante su cónyuge.

—Está a nuestro cuidado —respondió, lacónico, fray Luis.

—Sí, pero… ¿de dónde viene y qué hace en el monasterio? —dijo, mientras se estiraba la guerrera de gala, rodeado por todos los frailes, vestidos con el hábito franciscano, en la sala en la que lo habíamos esperado.

El guardián intervino:

—Se llama Ángel Castaño, es de una alquería de Las Hurdes y, como le ha dicho el padre Zaragüeta, está a nuestro cuidado. Estudia con nosotros, ayuda en diversas tareas y además trabaja de aprendiz en la sastrería de don Arsenio. No tiene por qué preocuparse.

—¿Seguro? Me gustaría hacerle algunas preguntas en la comandancia.

—No es necesario —replicó terminante el padre Moya, pero aún continuó, endureciendo la conversación al reparar en el agreste tono del oficial—. Pero, si de pesquisas se trata, averigüe si en el cuartel se aplica debidamente la virtud de la caridad.

—Padre…

—Reverendo padre —le apuntó, corrigiéndole, fray Antonio Abad.

—Reverendo padre —repitió amoscado—, así como su obligación es la de rezar, la de la Guardia Civil es la de velar por la paz y el orden públicos, y nadie, entérese, puede obstaculizarnos en el cumplimiento de ella.

A mí no me llegaba la camisa al cuerpo, pero fray Luis me dio un apretón en el brazo, para tranquilizarme.

—Naturalmente —respondió el guardián—, y nosotros con la nuestra que, o mucho me equivoco o está fuera de toda sospecha, ¿no es así? Dígamelo por si tenemos que consultar, de su parte, con las altas instancias eclesiásticas. De otro modo, Ángel queda acogido a sagrado, como en la antigüedad, y no estará sujeto a más autoridad que la mía.

El comandante conocía el poder de la Iglesia y las repercusiones que podía tener para él un enfrentamiento con ella, por lo que decidió dejar de medir el suyo con oponente tan irascible, capaz de llevar adelante su advertencia.

—Tampoco se trata de que la sangre llegue al río, reverendo padre. Si usted confía en el chico, es suficiente. Dejemos las cosas como están.

—Si Dios quiere —apostilló el superior, pero viendo que Merchán no contestaba, repitió—: ¡Si Dios quiere!

—Sí, sí… Si Dios quiere —afirmó obediente.

—Alabado sea —añadió el fraile, por dejar sentado que, además, su palabra era la última.

—Sea por siempre bendito y alabado —cacareó la esposa del militar.

El cocinero miró de soslayo a la mujer, con una sonrisa en los labios que, por azar, nadie observó, pues dejaba a las claras su opinión de la pareja.

El canto seráfico de las monjas más la visión de los cuadros de El Greco, en el retablo mayor, anuló cualquier rastro de la enrarecida atmósfera originada por la discusión. No obstante, la proverbial sagacidad del padre Antonio Abad aconsejó a éste honrar al comandante con una breve visita a parte del interior del convento, con la venia de la abadesa. Cuanto menos enfadado, menos enemigo mío sería.

Para el guardia civil, lo más emocionante fue bajar a la cripta donde yacen los restos de Dominico Theotocopuli. La esposa, en cambio, quedó prendada del reducido y colorista comulgatorio y del floreado armario para archivo de documentos, colocado en la última estancia. A pisar el Claustro del Laurel, que se veía desde una ventana, no se nos autorizó; pero la invitación a vísperas y el paso por aquellas íntimas salas valió más que un verdadero regalo de Reyes. Sin embargo, el tropiezo con el comandante reavivó mi desasosiego. Esa noche volví a soñar con el cadáver del vinatero.

Sé que fui seguido por una pareja de guardias de paisano, pues aun así vestidos, el corte del pelo y de las guías de sus bigotes pregonaba su pertenencia al cuerpo de seguridad; pero, cuando quedaron persuadidos de que mis desplazamientos se debían exclusivamente a quehaceres de la sastrería, dejaron de hacerlo y nunca me molestaron. Por entonces, la preocupación se centraba en averiguar si se mantenían actitudes rebeldes o simplemente contrarias al régimen dictatorial del gobierno. También he de reconocer que, una vez vi que no tenían propósito de abordarme, apreté el paso en las cuestas, haciéndoles sudar de lo lindo, para diversión mía. Me encantaba verlos, al salir del portal objeto del recado, limpiándose las frentes con los pañuelos, esperanzados en que después de subir ya sólo tocaría bajar; mas yo me las ingeniaba para dar vueltas innecesarias por la ciudad, recorriendo el mayor número de cuestas posible en tanto imaginaba sus caras de contrariedad.

La alborada de la vida

Siglo XX

Capítulo V

El gorjeo de las golondrinas, en el azul toledano, sumaba alegría al frescor de las mañanas. Cada jornada salía del monasterio y hacía la misma y sugestiva ruta: entraba por la calle del Ángel, seguía por Santo Tomé, luego las calles de la Trinidad, del Hombre de Palo, cuyo lateral derecho bordeaba parte de la catedral, y del Comercio, hasta Zocodover. Con la ciudad calando abril, habían terminado los fríos más rigurosos, pero el hambre propiciaba acciones desesperadas, como la del «palanquista nocturno» que consiguió violentar la puerta trasera del café El Español, comunicada con el portal de la sastrería, y apoderarse de once duros de la caja y más de mil pesetas de los camareros, la mitad del sueldo que podía cobrar al mes un jefe de almacén, y que, sorprendido por el encargado, al hacer éste su revisión diaria de la cámara frigorífica, estuvo a punto de ser reducido.

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