—¿A Cintra? Cintra ya no existe.
—Pero ¿qué dices?
—Cintra ya no existe. Sólo quedan cenizas y un montón de ruinas. Los nilfgaardianos...
—Bájate, Jaskier.
—¿Qué?
—¡Baja!
El brujo se volvió con brusquedad. El trovador le miró a la cara y voló del caballo a tierra, retrocedió un paso, tropezó.
Geralt bajó lentamente. Echó agua sobre la testa de la yegua, se mantuvo un instante indeciso, luego se limpió el rostro con una mano enguantada. Se sentó al borde del talud, bajo una enorme sanguina de brotes de color rojo sangre.
—Ven aquí, Jaskier —dijo—. Siéntate. Y cuéntame lo de Cintra. Todo.
El poeta se sentó.
—Los nilfgaardianos llegaron allí a través de un desfiladero —comenzó, al cabo de un instante de silencio—. Eran miles. Rodearon al ejército de Cintra en el valle de Marnadal. Hubo una batalla que duró todo un día, del amanecer al ocaso. Los de Cintra combatieron valientemente pero los diezmaron. El rey cayó y entonces su reina...
—Calanthe.
—Sí. No permitió que cundiera el pánico, no dejó que huyeran a la desbandada, sino que reunió alrededor del estandarte a quien pudo, se abrieron camino a través de los que los rodeaban, retrocedieron hacia el río, en dirección a la ciudad. Quien pudo.
—¿Y Calanthe?
—Con un puñado de caballeros cubrió el paso del río, la retirada. Dicen que se batió como un hombre, se echó como una loca en el mayor tumulto. La hirieron con picas cuando atacó a la infantería nilfgaardiana. ¿Qué hay en esa cantimplora, Geralt?
—Aguardiente. ¿Quieres?
—Pues claro.
—Habla. Sigue hablando, Jaskier. Todo.
—En realidad la ciudad no se defendió, no hubo cerco, pues no había nadie que hubiera podido estar en las murallas. El resto de los caballeros con sus familias, nobles y la reina... se parapetaron en el castillo. Los nilfgaardianos conquistaron el castillo simplemente a paso ligero, sus hechiceros convirtieron en polvo la puerta y parte de los muros. Sólo se defendió la torre del homenaje, a todas luces asegurada mágicamente porque resistió a los ataques de los hechiceros nilfgaardianos. Pese a ello, al cabo de cuatro días, los nilfgaardianos consiguieron asaltarla. No encontraron a nadie vivo. A nadie. Las mujeres mataron a los niños, los hombres mataron a las mujeres y se echaron sobre las espadas o... ¿Qué te pasa, Geralt?
—Sigue, Jaskier.
—O... como Calanthe... La cabeza para abajo, desde las almenas, desde arriba del todo. Dicen que pidió que... Nadie quiso. Así que se subió a las almenas y... la cabeza para abajo. Al parecer hicieron cosas horribles con su cuerpo. No quiero... ¿Qué te pasa?
—Nada. Jaskier... En Cintra había... Una muchacha. La nieta de Calanthe, como de diez, once años. Se llamaba Ciri. ¿Has oído algo de ella?
—No. Pero en la ciudad y en el castillo hubo una terrible matanza y no quedó casi nadie con vida. Y de aquellos que defendieron la torre no se salvó nadie, ya te he dicho. Y la mayor parte de las mujeres y los niños de las familias más importantes estaban justamente allí.
El brujo guardó silencio.
—Esa Calanthe —preguntó Jaskier—. ¿La conocías?
—La conocía.
—¿Y a la muchacha sobre la que has preguntado, Ciri?
—También a ella.
Sopló un vientecillo desde el río, removió las aguas, agitó las ramas, de las ramas en centelleante remolino volaron hojas. Otoño, pensó el brujo, de nuevo otoño.
Se levantó.
—¿Crees en el destino, Jaskier?
El trovador alzó la cabeza, lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué preguntas?
—Responde.
—Bueno... creo.
—¿Y sabes que el destino sólo es poco? ¿Que hace falta algo más?
—No entiendo.
—No sólo tú. Pero exactamente así es. Hace falta algo más. El problema estriba en que yo... yo ya nunca me enteraré de qué.
—¿Qué te pasa, Geralt?
—Nada, Jaskier. Ven, monta. Vámonos, no perdamos el día. Quién sabe cuánto tiempo nos llevará encontrar el bote, y necesitaremos uno grande. No voy a dejar a
Sardinilla.
—¿Cruzaremos juntos? —se alegró el poeta.
—Sí. Ya no tengo nada que buscar a este lado del río.
—¡Yurga!
—¡Doradita!
Ella salió corriendo desde la puerta, agitando los cabellos liberados del pañuelo, tropezando, gritando. Yurga le pasó las riendas al criado, saltó del carro, corrió a su encuentro, la agarró por el talle, con fuerza, la levantó, le dio vueltas, la hizo girar.
—¡Estoy aquí, Doradita! ¡Torné a casa!
—¡Yurga!
—¡Torné! ¡Venga, abrid las puertas! ¡El amo retornó! ¡Ah, Doradita!
Estaba mojada, olía a jabón. Debía de haber estado lavando. La dejó en el suelo, pero y aun así ella no le soltó, aferrada a él, desgreñada, cálida.
—Vamos a casa, Doradita.
—Dioses, tornaste... A las noches no dormía... Yurga... A las noches no dormía.
—Torné. ¡Eh, torné! Y rico torné, Doradita. ¿Ves el carro? ¡Eh, andando, cruzad la puerta! ¿Ves el carro, Doradita? De sobra mercaderías traigo para...
—Yurga, qué más me dan las mercaderías y el carro... tornaste... sano... entero...
—Rico torné, te digo. Ahora verás...
—¿Yurga? ¿Y él quién es? ¿El de negro? Dioses, espada lleva...
El mercader se volvió. El brujo bajó del caballo, de espaldas, fingía colocar las guarniciones y faldoncillos. No los miró, no se acercó.
—Luego te contaré. Oh, Doradita, sin él... ¿Y los niños? ¿Sanos?
—Sanos, Yurga, sanos. Al campo salieron, a ensartar cuervos, pero los vecinos haránles de saber que en casa estás. Presto acudirán aquí, los tres...
—¿Los tres? ¿Qué es eso, Doradita? Acaso...
—No... Pero he de decirte algo que... ¿No te enojarás?
—¿Yo? ¿Contigo?
—Amparé a una moza, Yurga. De los druidas la tomé, ¿sabes?, de los que tras la guerra niños salvaban... Iban por los bosques y recogían los que perdidos y sin hogar estaban... Apenas sobrevivió... ¿Yurga? ¿Te enojaste?
Yurga se puso la mano sobre la frente, se dio la vuelta. El brujo pasó despacio detrás del carro, llevando de la mano al caballo. No los miraba, todavía volvía la cabeza.
—¿Yurga?
—Oh, dioses —jadeó el mercader—. ¡Oh, dioses! Doradita, ¡algo que no me esperaba! ¡En casa!
—No te enojes, Yurga... Verás, la habrás de querer. Una mozuela lista, buena, trabajadora... Rara, un poco. No quiere decir de dónde es, llora al punto. Así que no pregunto. Yurga, sabes cuánto una hija siempre quise... ¿Qué te pasa?
—Nada —dijo en voz baja—. Nada. El destino. Todo el camino en sueños habló, deliró con la fiebre, nada, sólo el destino y el destino... Por los dioses... No es para la nuestra razón, Doradita. No nos es dado entender lo que los tales como él piensan. De qué sueñan. No es para la nuestra razón...
—¡Papa!
—¡Nadbor! ¡Sulik! ¡Pero grandes estáis, como toritos! Venga, a mí, presto...
Se interrumpió al ver al ser pequeño, delgado, de cabellos cenicientos que seguía a los muchachos muy despacio. La muchacha le miró, él vio unos grandes ojos verdes, como hierba de la primavera, brillando como dos estrellas. Vio cómo la muchacha de pronto se echó a correr, cómo corría, cómo... Escuchó cómo gritaba, con voz aguda, penetrante.
—¡Geralt!
El brujo se dio la vuelta, como un relámpago, con un hábil movimiento. Y corrió al encuentro. Yurga miró asombrado. Nunca hubiera pensado que un ser humano pudiera moverse tan rápido.
Se encontraron en el centro del corral. La muchachuela de cabellos cenicientos vestida con un trajecillo gris. Y el brujo de cabello blanco con la espada a la espalda, vestido todo en cuero negro con brillos de plata. El brujo con un paso ligero, la muchacha a trompicones, el brujo de rodillas, los finos bracitos de la muchacha alrededor de su cuello, los cabellos cenicientos, como de ratoncillo, sobre sus hombros. Doradita gimió sordamente. Yurga la abrazó, sin una palabra la atrajo hacia sí, con la otra mano apretó contra ellos a los dos niños.
—¡Geralt! —repitió la muchacha, pegada al pecho del brujo—. ¡Me has encontrado! ¡Lo sabía! ¡Siempre lo supe! ¡Sabía que me encontrarías!
—Ciri —dijo el brujo.
Yurga no veía su rostro cubierto por los cabellos cenicientos. Vio una mano embutida en un negro guante que abrazaba la espalda y los brazos de la muchacha.
—¡Me has encontrado! ¡Oh, Geralt! ¡Estuve esperando todo el tiempo! ¡Tan terríbilimente...! Estaremos ya juntos, ¿verdad? Ahora estaremos juntos, ¿sí? ¡Dilo, Geralt! ¡Para siempre! ¡Dilo!
—Para siempre, Ciri.
—¡Tal y como dijeron! ¡Geralt! ¡Tal y como dijeron...! ¿Soy tu destino? ¡Di! ¿Soy tu destino?
Yurga vio los ojos del brujo. Y se asombró mucho. Escuchaba el mudo llanto de Doradita, sentía el temblor de sus brazos. Miró al brujo y esperó, completamente tenso, a que respondiera. Sabía que no iba a entender esta respuesta, pero la esperó. Y la oyó.
—Eres algo más, Ciri. Algo más.