Algo cayó justo a sus pies, le regó de sangre. Era una larga y huesuda zarpa, de cuatro garras y con unas callosidades como de pata de pollo.
El mercader gritó.
Sintió cómo algo pasaba furtivamente junto a él. Se encogió, quiso esconderse debajo del carro, en ese momento algo le aterrizó en la nuca y unas patitas con zarpas le agarraron por la frente y las mejillas. Se tapó los ojos con la mano, mientras aullaba y agitaba la cabeza, se levantó y con un paso desequilibrado se lanzó hacia el centro del puente tropezando al paso con los cadáveres que yacían sobre los maderos. En el puente, la lucha continuaba, Yurga no vio nada excepto un salvaje revoltijo, un torbellino del que de vez en cuando surgían los brillantes rayos de la hoja de plata.
—¡Socorrooooo! —aulló; sentía cómo unos colmillos agudos atravesaban el fieltro de su capucha y se le clavaban en el occipucio.
—¡Baja la cabeza!
Apretó la barbilla contra el pecho, capturó con el ojo el brillo de la hoja. El estoque silbó en el aire, rasgó la capucha. Yurga escuchó un horrible y húmedo chasquido, después del cual, sobre el pecho, como de un cubo, le corrió un río de sangre caliente. Cayó de rodillas arrastrando con él al peso ya sin vida que le colgaba del cuello.
Ante sus ojos tres monstruos más surgieron de debajo del puente. Saltaron como extraños saltamontes, se pegaron al muslo del desconocido. Uno recibió un corto golpe a través del morro abierto, se arrastró rígido y se derrumbó sobre las tablas. A otro le golpeó la misma punta de la espada, cayó retorciéndose espasmódicamente. Los restantes rodearon al peloblanco como hormigas, le empujaron hacia el borde del puente. Uno salió volando del torbellino hacia atrás, esparciendo sangre, temblando y aullando. En aquel momento toda la embrollada maraña se lanzó por los bordes y cayó al barranco. Yurga se tiró sobre el puente, cubriéndose la cabeza con las manos.
De debajo del puente se oyeron multitud de gritos de triunfo de los monstruos que, sin embargo, se tornaron rápidamente en gritos de dolor, en aullidos interrumpidos por el silbido de la hoja. Luego le alcanzó en la oscuridad el estruendo de piedras y el crujido de esqueletos al ser aplastados y pisoteados, luego de nuevo el silbido de la espada y los alaridos violentamente cortados, desesperados, que helaban la sangre.
Y por fin sólo hubo un silencio cortado de pronto por los graznidos de un pájaro asustado, en lo profundo del bosque, entre los gigantescos árboles. Luego hasta el pájaro calló.
Yurga tragó saliva, levantó la cabeza, se incorporó con esfuerzo. Seguía reinando el silencio, ni siquiera las hojas susurraban, el bosque entero parecía haber enmudecido del horror. Rachas de nubes oscurecían el cielo.
—Hey...
Se volvió, se cubrió el rostro inconscientemente con el brazo. El brujo estaba delante de él, inmóvil, negro, con la espada brillando en una mano que mantenía muy baja. Yurga percibió que estaba algo torcido, que tendía hacia un lado.
—Señor, ¿qué os sucede?
El brujo no respondió. Dio un paso, desmañado y pesado, cojeaba con la pierna derecha. Sacó la mano, se apoyó en el carro. Yurga vio la sangre reluciente y negra que fluía hasta los tablones del puente.
—¡Herido estáis, señor!
El brujo no contestó. Miró directamente a los ojos del mercader, colgó de pronto de la caja del carro, cayó poco a poco sobre el puente.
—Con cuidado, despacio... Bajo la cabeza... ¡Que alguien le sujete la cabeza!
—¡Aquí, aquí, al carro!
—Por los dioses, se va a desangrar... Don Yurga, la sangre le brota de los vendajes...
—¡No habléis! ¡Venga, adelante, Púber, deprisa! Con el zamarrón cúbrelo, Vell, ¿no ves cómo tirita?
—¿Y si le echo un poco de orujo en los morros?
—¿Estando inconsciente? ¡Estás zambombo, Vell! Pero trae acá el orujo, algo he de beber... ¡Perros, cacho puercos, cobardes de mierda! ¡Mira que salir pitando, mira que dejarme solo!
—¡Don Yurga! ¡Algo dice!
—¿Qué? ¿Qué dice?
—Algo poco claro... No sé qué nombre de alguien...
—¿Cuál?
—Yennefer...
—¿Dónde... estoy?
—Seguid tumbado, señor, no os mováis, o si no se os romperá y os estallará todo de nuevo. Hasta el hueso de los muslos os mordieron los bichos esos, sangre en abundancia perdisteis... ¿No me conocéis? ¡Soy Yurga! A mi persona fue que vos socorristeis en el puente, ¿os acordáis?
—Sí...
—¿Tenéis sed?
—Como el diablo...
—Bebed, señor, bebed. La fiebre os quema.
—Yurga... ¿Dónde estamos?
—En el carro vamos. No digáis nada, señor, no os mováis. De los montes hemos de salir, a buscar poblados de las personas. Hemos de encontrar allí alguien que sepa de medicinas. Poco puede hacer lo que os pusimos en la paturrica. La sangre no sólo sigue manando...
—Yurga...
—¿Sí, señor?
—En mi cofrecillo... Una redoma... Con un lacre verde. Rompe el sello y dámela... en algún cuenco. Lava el cuenco muy bien, no dejes tocar a nadie las redomas... Si apreciáis la vida... Rápido, Yurga. La puta, cómo traquetea este carro... La redoma, Yurga...
—Ya... Bebed.
—Gracias... Escucha. Ahora me quedaré dormido. Me revolveré y diré cosas absurdas, luego yaceré como muerto. No es nada, no tengas miedo.
—Tumbaos, señor, porque la herida se abrirá y se os saldrá la sangre.
Se dejó caer sobre el pellejo, echó la cabeza de un lado a otro, sintió cómo el mercader le cubría con el zamarrón y con una manta que olía a sudor de caballo. El carro traqueteó, cada golpe producía un terrible dolor en el muslo y en las caderas. Geralt apretó los labios. Vio sobre él...
...miles de millones de estrellas. Tan cerca que parecía que bastaba con levantar la mano. Allí sobre la cabeza, sobre las copas de los árboles.
Mientras andaba, escogió el camino de tal modo que se mantenía siempre lejos de la luz, del brillo de los fuegos, siempre en la zona de las ondulantes tinieblas. No era fácil: pilas de troncos de abetos ardían por todos los alrededores, asaltaban el cielo con una roja claridad entretejida por los brillos de las chispas, marcaban la oscuridad con las más claras proporciones del humo, chasqueaban, arrojaban su luminosidad sobre las siluetas que bailaban alrededor.
Geralt se detuvo para ceder el paso a una comitiva que se dirigía en su dirección, enajenados, gritando salvajes, bloqueando el paso. Alguien le agarró por el hombro, intentó poner en su mano una jarra de madera de la que rebosaba la espuma. La rechazó con delicadeza, pero apartó de sí con decisión al tambaleante personaje que repartía a su alrededor la cerveza de un barrilete que sujetaba con la axila. No quería beber.
No en una noche como aquélla.
No muy lejos de allí, en un andamiaje de troncos de abedul que se calentaba gracias a un gigantesco fuego, un Rey de Mayo de cabellos claros, con una corona de hojas y flores y vestido con pantalones de lana cardada, besaba a una Reina de Mayo pelirroja, mientras le tanteaba los pechos a través de la fina camisola empapada en sudor. El monarca estaba algo más que ligeramente borracho, se tambaleaba, mantenía el equilibrio sujetándose a la espalda de la Reina, apretaba contra ella la mano cerrada sobre la jarra de cerveza. La Reina, tampoco demasiado serena, con la corona caída sobre los ojos, abrazaba al Rey por el cuello y pasaba el peso de una pierna a la otra. La multitud bailaba junto al andamiaje, cantaba, gritaba, movía las varillas recubiertas de guirnaldas de hojas y flores.
—¡Belleteyn! —gritó directamente a la oreja de Geralt una muchacha joven y no muy alta.
Le tomó de la mano, le obligó a introducirse entre la comitiva que le rodeaba. Ella bailó junto a él, removiendo la falda y agitando sus cabellos llenos de flores. Le permitió que le introdujera en el baile, giró, salió hábilmente del paso a otras parejas.
—¡Belleteyn! ¡Noche de Mayo!
Junto a él, forcejeos, chillidos, sonrisas nerviosas de otra muchacha que fingía luchar y resistirse, conducida por un muchacho a la oscuridad, más allá del alcance de la luz. La comitiva torció, se introdujo entre las pilas ardientes. Alguien tropezó y cayó, rompiendo la cadena de manos, dividiendo la cohorte en grupos más pequeños.
La muchacha miraba a Geralt por bajo las hojas que le decoraban la cabeza, se acercó, se apretó con fuerza contra él, rodeándole con los brazos, respirando con fuerza. Él la aferró con mayor fuerza de lo que pensaba, en las manos apoyadas en su espalda percibió la cálida humedad de su cuerpo a través de la fina tela de lino. Alzó la cabeza. Tenía los ojos cerrados, sus dientes brillaban bajo el labio superior que tenía subido, torcido. Olía a sudor y a juncos, a humo y deseo.
Por qué no, pensó él, acariciando su vestido y su espalda, alegrándose del húmedo y vaporoso calor en sus dedos. La muchacha no era su tipo —demasiado pequeña, demasiado rolliza—, sentía bajo su mano el lugar donde el ajustado talle del vestido al ceñir su cuerpo dividía la espalda en dos redondeces claramente palpables, en un lugar donde no debía haberlas. Por qué no, pensó, si en esta noche... no significa nada. Belleteyn... Fuego hasta el horizonte. Belleteyn. Noche de Mayo.
La hoguera más cercana devoraba con un chasquido el abeto seco y ajado que le habían echado, expulsaba doradas claridades, con luces que lo inundaban todo. La muchacha abrió los ojos, miró hacia arriba, a su rostro. Escuchó cómo tomaba aire con fuerza, sintió cómo ponía en tensión los músculos, cuán violentamente apoyaba las manos en su pecho. La soltó de inmediato. Ella vaciló. Desviando el tronco a lo largo de los brazos un poquito elevados, no despegó la cadera del muslo de él. Bajó la cabeza, luego retiró las manos, se apartó, miró hacia un lado.
Estuvieron de pie por un momento, inmóviles, hasta que la comitiva volvió y cayó de nuevo sobre ellos, los hizo moverse, los separó. La muchacha se dio la vuelta con rapidez, huyó, intentó desmañadamente unirse a los danzantes. Volvió la cabeza para mirarlo. Sólo una vez.
Belleteyn...
¿Qué hago yo aquí?
En la oscuridad brilló una estrella, relampagueó, atrajo la mirada. El medallón en el cuello de Geralt vibró. Geralt amplió inconscientemente la retina, adaptó sin esfuerzo su vista a la oscuridad.
La mujer no era una aldeana. Las aldeanas no llevaban capas de terciopelo negro. Las aldeanas, llevadas o perseguidas por los hombres a través del soto, gritaban, risoteaban, se agitaban y retorcían como una trucha sacada del agua. Ninguna de ellas daba la sensación que ella daba de ser quien conducía hacia la oscuridad al alto muchacho rubio de la camisa desabrochada.
Las aldeanas jamás llevaban al cuello aterciopeladas estrellas de obsidiana engarzadas con diamantes.
—Yennefer.
Ojos de pronto muy abiertos, de color violeta, que ardían en un blanco rostro triangular.
—Geralt...
Soltó la mano del querubín rubio cuyo pecho sudoroso brillaba como una placa de cobre. El muchacho se tambaleó, giró, cayó de rodillas, agitó la cabeza, miró a su alrededor, murmuró. Se levantó poco a poco, pasando por ellos una mirada de incomprensión y nerviosismo, después de lo cual anduvo con paso inseguro en dirección a las hogueras. La hechicera ni siquiera le miró. Contemplaba atentamente al brujo, y su mano apretaba con fuerza el borde de la capa.
—Me alegro de verte de nuevo —dijo él con fluidez.
De inmediato sintió cómo desaparecía la tensión que había entre ambos.
—Lo mismo digo —sonrió ella. Le daba la sensación de que en aquella sonrisa había algo forzado, pero no estaba seguro—. Una sorpresa muy agradable, no lo niego. ¿Qué haces aquí, Geralt? Ah... Perdón, perdona esta pregunta tonta. Por supuesto, haces lo mismo que yo. Al fin y al cabo es Belleteyn. Sólo que a mí me has pillado, por así decirlo, con las manos en la masa.
—Te he interrumpido.
—Sobreviviré —sonrió—. La noche sigue. Si quiero, hechizaré a otro.
—Una pena que yo no sea capaz —dijo e intentó con gran esfuerzo parecer indiferente—. Justamente una acaba de ver mis ojos a la luz y ha huido.
—Al amanecer —dijo ella, sonriendo cada vez más artificialmente—, cuando de verdad se dejen llevar, no prestarán atención. Todavía encontrarás a alguna, ya verás...
—Yen...
Las palabras se le quedaron en la garganta. Se miraron el uno al otro, largo, largo tiempo, mientras el rojizo resplandor del fuego jugaba con sus rostros. Yennefer suspiró de pronto, cerró los párpados.
—Geralt, no. No comencemos de nuevo...
—Es Belleteyn —la interrumpió—. ¿Lo has olvidado?
Ella se acercó poco a poco, le puso las manos sobre los hombros, poco a poco y con cuidado se apretó contra él, le tocó con la punta de sus pechos. Él le acarició sus cabellos negros como ala de cuervo, poblados de rizos retorcidos como serpientes.
—Créeme —susurró ella, alzando la cabeza—. No lo pensaría ni un segundo si se tratara sólo de... Pero esto no tiene sentido. Todo comenzaría de nuevo y se terminaría como la última vez. No tiene sentido que...
—¿Acaso todo tiene que tener sentido? Es Belleteyn.
—Belleteyn. —Volvió la cabeza—. ¿Y qué? Algo nos atrajo a estas hogueras, a estas gentes que se divierten. Teníamos la intención de bailar, de hacer locuras, de embriagarnos un poco y hacer uso de la ligereza de costumbres que reina aquí una vez al año, una ligereza que es inseparable de la fiesta del ciclo repetido de la naturaleza. Y mira, nos topamos el uno con el otro después de... ¿Cuánto tiempo ha pasado desde...? ¿Un año?
—Un año, dos meses y dieciocho días.
—Me conmueves. ¿Lo haces a propósito?
—A propósito. Yen...
—Geralt —le cortó, se alejó de pronto, bajó la cabeza—. Pongamos las cosas claras. No quiero.
Él afirmó con la cabeza dando señal de que el asunto estaba suficientemente claro.
Yennefer se retiró la capa por encima de los hombros. Bajo la capa llevaba una fina camisa blanca y una falda negra sujeta con un cinturón de eslabones de plata.
—No quiero comenzar de nuevo —repitió—. Y pensar en hacer contigo lo que... lo que tenía pensado hacer con el rubito... Con las mismas reglas... Este pensamiento, Geralt, me parece un poco feo. Ultrajante para ti y para mí. ¿Comprendes?
De nuevo él movió la cabeza. Ella le miró desde detrás de sus pestañas.
—¿No te vas?