—Y hasta medio viva —se carcajeó Brick—. Va, ¿dónde coño está el druida? Pronto serán las doce, y de él ni huella. Ya toca irse.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó Geralt sin soltar la mano de Ciri.
—¿Y a ti qué te importa? —farfulló el moreno.
—Va, por qué ahora tan áspero, Levecque —sonrió feamente el bisojo—. Nosotros, gente honrada sernos, secretos no tenemos. Ervyll nos manda acá a un druida, un gran mago, que hasta con los árboles se las apaña para hablar. El tal fulano nos llevará al bosque, a vengar a Zywiecki, a intentar rescatar a la princesa. Esto no es cualquier cosa, paisano, sino una expedición puti... puni...
—Punitiva —terminó el moreno, Levecque.
—Así es. De la boca me lo has quitado. Así, entonces, sigue tu camino, paisano, porque acá puede en corto plazo ponerse peligroso.
—Sííí —dijo alargando las sílabas Levecque, mientras miraba a Ciri—. Peligroso, en especial con una mozuela. Las rariesposas andan a rebusco de mozuelas. ¿Qué, pequeña? ¿Mamá espera en casa?
Ciri, temblando, afirmó con la cabeza.
—Sería fatal —prosiguió el moreno, sin apartar de ella los ojos— si no llegaras. Seguramente andaría adonde el rey Venzlav y diría: te apiadaste de las dríadas, rey, y mira, mi hija y mi marido tienes sobre tu conciencia. ¿Quién sabe, puede que entonces Venzlav volviera a pensar en la alianza con Ervyll?
—Dejailo, don Levecque —aulló Junghans, y su arrugado rostro se arrugó aún más—. Que se vayan.
—Adiós, pequeña.
Levecque alzó la mano, acarició la cabeza a Ciri. Ciri se asustó y retrocedió.
—¿Qué es esto? ¿Te asustas?
—Tienes sangre en la mano —dijo en voz queda el brujo.
—Aj. —Levecque levantó el brazo—. Cierto. Es su sangre. De los mercaderes. Comprobé si alguno se había salvado. Pero, por desgracia, las rariesposas disparan con precisión.
—¿Las rariesposas? —Ciri tomó la palabra con voz temblorosa, sin reaccionar a la presión de la mano del brujo—. Oh, noble caballero, os equivocáis. ¡Esto no lo pudieron hacer las dríadas!
—¿Qué es lo que relatas, pequeña?
Los descoloridos ojos del moreno se estrecharon. Entonces, Geralt echó un vistazo a la derecha, a la izquierda, midió la distancia.
—No fueron las dríadas, señor caballero —repitió Ciri—. ¡Si está claro!
—¿Eh?
—Si ese árbol... ¡Ese árbol ha sido cortado! ¡Con un hacha! Y las dríadas nunca talarían un árbol, ¿verdad?
—Verdad —dijo Levecque y miró al bisojo—. Oh, qué lista eres, muchacha. Demasiado lista.
El brujo ya había visto antes su estrecha mano embutida en el guante, arrastrándose como una araña negra hacia la empuñadura del estilete. Aunque Levecque no apartó los ojos de Ciri, Geralt sabía que el golpe vendría dirigido a él. Esperó hasta el momento en el que Levecque tocó el arma y el bisojo retuvo el aliento.
Tres movimientos. Sólo tres. Los antebrazos reforzados con tachuelas de plata le golpearon al moreno a un lado de la cabeza. Antes de que cayera, el brujo ya estaba entre Junghans y el bisojo, y la espada, saliendo con un silbido de su vaina, aulló en el aire, mientras destrozaba la sien de Brick, el gigante del caftán reforzado con chapas.
—¡Huye, Ciri!
El bisojo, alcanzando la espada, dio un salto, pero no llegó a tiempo. El brujo le acertó un tajo a través del pecho, al sesgo, de arriba abajo, e inmediatamente, aprovechando la energía del golpe, de abajo arriba, arrodillado, le marcó al mercenario una equis sangrienta.
—¡Muchachos! —aulló Junghans al resto, petrificados de la sorpresa—. ¡A mí!
Ciri se topó con un haya torcida y trepó como una ardilla hasta la copa, desapareciendo entre las hojas. El guardabosques envió detrás de ella una flecha, pero falló. Los otros corrieron, dispersándose, en semicírculo, sacando los arcos y las flechas de las aljabas. Geralt, aún de rodillas, colocó los dedos y lanzó la Señal de Aard, no a los arqueros, pues estaban demasiado lejos, sino al camino de arena delante de él, a fin de cegarlos con una nube de polvo.
Junghans, dando un salto, sacó de su aljaba una segunda flecha.
—¡No! —gritó Levecque, levantándose de la tierra con la espada en la mano derecha y el estilete en la izquierda—. ¡Déjalo, Junghans!
El brujo giró con fluidez, se volvió hacia él.
—Es mío —dijo Levecque, al tiempo que agitaba la cabeza, se limpiaba con el antebrazo las mejillas y la boca—. ¡Sólo mío!
Geralt, inclinado, se movió en semicírculo, pero Levecque no giró, atacó de inmediato, alcanzándole en dos saltos.
Es bueno, pensó el brujo, envolviendo con esfuerzo la hoja del asesino en un corto molinete y escapando con una media vuelta al golpe del puñal. Conscientemente evitó responder, saltó hacia atrás, contaba con que Levecque intentaría alcanzarlo con un tajo largo y dirigido hacia delante, que perdería el equilibrio. Pero el asesino no era un novato. Se inclinó y también se movió en semicírculo, con un paso blando y felino. Inesperadamente saltó, hizo un molinete con la espada, un giro, y acortó la distancia. El brujo no salió a su encuentro, se limitó a una finta rápida, muy alta, que obligó al asesino a retroceder. Levecque se inclinó de nuevo, plegándose una cuarta, escondió la mano con el estilete detrás de la espalda. El brujo tampoco atacó esta vez, no redujo la distancia, de nuevo anduvo hacia un lado, rodeándole.
—Ajá —rezongó Levecque, incorporándose—. ¿Alargamos la diversión? ¿Por qué no? ¡Nunca está de más un buen entretenimiento!
Saltó, giró, golpeó, una, dos, tres veces, en rápido ritmo, con altos tajos de espada y al mismo tiempo, con la izquierda, dando un golpe plano y derecho con el estilete. El brujo no retardó el ritmo, paró, retrocedió y otra vez se movió hacia un lado, obligó al asesino a girarse. Levecque retrocedió de pronto, se dio media vuelta en dirección contraria.
—Toda diversión —murmuró a través de los dientes apretados— tiene su fin. ¿Qué dices a un golpe, listeras? Un golpe y luego, con una flecha, echaremos abajo del árbol a esa putilla tuya. ¿Qué dices a eso?
Geralt vio que Levecque observaba su sombra, que esperaba a que la sombra alcanzase al contrincante para señalar que éste tiene el sol en los ojos. Dejó de moverse, para facilitar al asesino su tarea.
Y encogió las pupilas en forma de dos rendijas perpendiculares, dos líneas estrechísimas.
Para mantener el engaño, frunció ligeramente el ceño, haciendo como que estaba cegado.
Levecque saltó, giró, mantuvo el equilibrio sacando la mano del estilete a un lado, golpeó con una casi imposible torsión de la muñeca, desde abajo, apuntó al mismo tiempo. Geralt dio un paso hacia delante, se volvió, rechazó el golpe, torciendo el brazo y la muñeca también de inaudita forma, empujó al asesino con el ímpetu de la parada y le atravesó con la punta de la espada por la mejilla izquierda. Levecque se tambaleó, echándose las manos a la cara. El brujo se retorció en una media vuelta, desplazó el peso del cuerpo hacia el pie izquierdo y con un corto golpe le rajó la arteria carótida. Levecque se hizo un ovillo, la sangre brotaba de su cuello, cayó de rodillas, se encorvó, hundió el rostro en la arena.
Geralt se dio la vuelta lentamente en dirección a Junghans. Éste, deformando su arrugada cara en una mueca de rabia, le apuntó con el arco. El brujo se inclinó, mientras aferraba la espada con las dos manos. Los otros mercenarios elevaron también sus arcos, en un sordo silencio.
—¿A qué esperáis? —gritó el guardabosques—. ¡Disparad! ¡Disparadle a...!
Dio un traspié, vaciló, se arrastró hacia delante y cayó de morros; de su nuca sobresalía una flecha. La flecha tenía en el asta una pluma rayada de la cola de un faisán teñida de amarillo con cocimientos de corteza.
Las flechas volaban con un susurro y un silbido en largas y planas parábolas desde la negra pared del bosque. Volaban aparentemente lentas y tranquilas, agitando las plumas, y pareciera que sólo adquirían ímpetu y fuerza en el momento en que se clavaban en su objetivo. Y se clavaban sin errores, derribando a la patulea nastrogana, tumbándolos sobre el camino de arena, inertes y truncados como girasoles golpeados por un palo.
Aquellos que sobrevivieron echaron a correr hacia los caballos, tropezándose unos con otros. Las flechas no dejaron de silbar, los alcanzaron en su carrera, los golpearon en las sillas. Sólo tres pudieron poner a galope a los caballos y huir, gritando, haciendo sangrar con sus espuelas los lados de los animales. Pero tampoco éstos llegaron lejos.
El bosque se cerró, bloqueó el camino. De pronto ya no hubo un camino real bañado por el sol. Hubo un muro de negros troncos, cerrado e impenetrable.
Los mercenarios detuvieron los caballos, asustados y sorprendidos, intentaron volverse, pero las flechas volaban incansablemente. Y los alcanzaron, los echaron abajo de las sillas entre las coces y los relinchos de los caballos, entre los gritos.
Luego se hizo el silencio.
La pared de bosque que cerraba la senda tembló, se deformó, brilló con los colores del arco iris y desapareció. De nuevo pudo verse el camino, y en el camino había un caballo rucio, y sobre el caballo rucio había un jinete, de complexión fuerte, de barba amarillenta, vestido con una almilla de piel de foca y un echarpe de lana a cuadros puesto al bies.
El caballo rucio, volviendo la testa y mordiendo el bocado, dio unos pasos hacia el frente, alzó bien altas las pezuñas anteriores, relinchando y bufando a los cadáveres, a causa del olor de la sangre. El jinete, erguido en su silla, alzó la mano y un repentino golpe de viento sopló sobre las ramas de los árboles.
De entre los matorrales en los lejanos bordes del bosque fueron surgiendo pequeñas siluetas en ceñidas vestimentas que combinaban verde y bronce, de rostros con rayas de camuflaje pintadas a base de cáscaras de nuez.
—¡Ceádmil, Wedd Brokiloéne! —gritó el jinete—. ¡Fáill, Aná Woedwedd!
—Fáill —una voz desde el bosque como un soplo de viento.
Las siluetas verdibronce comenzaron a desaparecer, una detrás de la otra, perdiéndose entre el sotobosque. Sólo quedó una que tenía revueltos cabellos de color miel. Dio algunos pasos, se acercó.
—¡Va fáill, Gwynbleidd! —gritó, acercándose aún más.
—Adiós, Mona —dijo el brujo—. No te olvidaré.
—Olvídame —repuso, áspera, mientras se colocaba la aljaba a la espalda—. No existe Mona. Mona fue un sueño. Soy Braenn. Braenn de Brokilón.
Le saludó con la mano otra vez. Y desapareció.
El brujo se volvió.
—Myszowor —dijo, mirando al jinete del caballo rucio.
—Geralt. —El jinete le saludó con una inclinación de cabeza, al tiempo que le medía con una fría mirada—. Interesante encuentro. Pero comencemos por cosas más importantes. ¿Dónde está Ciri?
—¡Aquí! —gritó la muchacha, completamente escondida entre la hojarasca—. ¿Puedo salir ya?
—Puedes —dijo el brujo.
—¡Pero no sé cómo!
—De la misma forma que lo hiciste antes, sólo que al revés.
—¡Me da miedo! ¡Estoy en la misma punta!
—¡Baja, te digo! ¡Tenemos algo que hablar, señorita!
—¿De qué?
—¡De por qué diablos tuviste que trepar ahí arriba en lugar de huir al bosque! Hubiera corrido detrás de ti, no hubiera tenido que... Ah, rayos. ¡Baja!
—¡Hice como el gato en el cuento! ¡Haga lo que haga, todo está mal! ¿Por qué?, me gustaría saberlo.
—Yo también —dijo el druida, bajando del caballo— querría saberlo. Y tu abuela, la reina Calanthe, también querría saberlo. Venga, bajad, infanta.
Hojas y ramas secas cayeron del árbol. Luego se escuchó el fuerte chasquido de una tela rota y al final apareció Ciri, deslizándose a horcajadas por el tronco. En lugar de la capucha de la capa tenía un pintoresco colgajo.
—¡Tío Myszowor!
—En persona.
El druida abrazó a la muchacha, la apretó.
—¿Te envió la abuela? ¿Tío? ¿Está muy preocupada?
—No mucho —sonrió Myszowor—. Tiene demasiado que hacer preparando las varas para azotarte. El camino a Cintra, Ciri, nos llevará algún tiempo. Dedícalo a pensar alguna explicación para tus actos. Debiera ser, si quieres hacer caso de mis consejos, una explicación muy corta y concreta. Tal, que pueda ser dicha muy, muy deprisa. Pero me parece que al final tendrás que gritar de todos modos, princesa. Muy, muy fuerte.
Ciri deformó dolorosamente el rostro, arrugó la nariz, bufó por lo bajo, y las manos se le fueron inconscientemente en dirección al lugar amenazado.
—Vayámonos de aquí —dijo Geralt, mirando alrededor—. Vayámonos de aquí, Myszowor.
—No —explicó el druida—. Calanthe ha cambiado de planes, no desea ya el matrimonio de Ciri con Kistrin. Tiene sus motivos. Para colmo, no tengo que decirte que después de este horrible asunto del ataque fingido contra los mercaderes, el rey Ervyll ha perdido mucho ante mis ojos, y mis ojos cuentan en el reino. No, ni siquiera nos llegaremos hasta Nastrog. Me llevo a la pequeña directamente a Cintra. Ven con nosotros, Geralt.
—¿Para qué?
El brujo lanzó una mirada a Ciri, que dormitaba bajo un árbol, envuelta en la zamarra de Myszowor.
—Bien sabes para qué. Esta niña, Geralt, te está predestinada. Por tercera vez, sí, por tercera vez se cruzan vuestros caminos. En sentido figurado, por supuesto, sobre todo en lo que respecta a las dos ocasiones anteriores. Creo que no serás capaz de llamar a esto coincidencia.
—Qué más da cómo lo llame. —El brujo puso una sonrisa torcida—. La cosa no es el nombre, Myszowor. ¿Para qué tengo que ir a Cintra? Ya estuve en Cintra, ya se cruzaron, como dices, nuestros caminos. ¿Y qué?
—Geralt, pediste entonces un juramento a Calanthe, a Pavetta y a su marido. El juramento se mantiene. Ciri es una Inesperada. El destino exige...
—¿Que me lleve a esa niña y la convierta en brujo? ¿A una muchacha? Mírame, Myszowor. ¿Me imaginas a mí como moza gallarda?
—Al diablo con tu gremio de la brujería —se enfadó el druida—. ¿De qué hablas? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? No, Geralt, veo que no entiendes nada, tengo que acudir a palabras más sencillas. Escucha, cada idiota, incluyéndote a ti, puede exigir un juramento, puede forzar una promesa y no sucederá por ello nada extraordinario. Extraordinario es el niño.
Y extraordinario es también el lazo que surge cuando nace el niño. ¿Más claro? Pues mira, Geralt, desde el momento del nacimiento de Ciri dejó de contar lo que tú quieres y lo que planeas, no importa tampoco lo que no quieres ni a lo que renuncias. ¡Tú, maldita sea, no cuentas! ¿No lo comprendes?