—Brujo —dijo ella con sequedad.
Como antaño, se adornaba con esmeraldas que combinaban con su vestido verde. Y con el color de sus ojos. Como antaño, llevaba una fina diadema de oro en sus cabellos cenicientos. Pero las manos, que él recordaba blancas y estrechas, eran menos estrechas. Había engordado.
—Saludos, Calanthe de Cintra.
—Bienvenido, Geralt de Rivia. Levántate. Te esperaba. Myszowor, amigo, acompaña a las señoras al castillo.
—A la orden, reina.
Se quedaron solos.
—Seis años —habló Calanthe sin sonreír—. Eres puntual hasta el asombro, brujo.
No respondió.
—Hubo momentos, qué digo, hubo años en que me hice ilusiones de que te olvidarías. O que otros motivos no te permitirían venir. No; una desgracia, de hecho, no te deseaba, pero debía, en cualquier caso, tener en cuenta el carácter poco seguro de tu profesión. Dicen que la muerte te sigue paso a paso, Geralt de Rivia, pero tú nunca te das la vuelta para mirar. Y luego... Cuando Pavetta... ¿Sabes ya?
—Lo sé. —Geralt bajó la cabeza—. Recibe mi sentido pésame...
—No —le interrumpió—. Eso fue hace mucho. Ya no llevo luto, como ves. Lo llevé el tiempo suficiente. Pavetta y Duny... Predestinados el uno al otro. Hasta el final. ¿Y cómo no creer en la fuerza del destino?
Ambos guardaron silencio. Calanthe movió el pie, de nuevo puso en movimiento el columpio.
—Y he aquí que volvió el brujo después de los seis años —dijo lentamente, y en sus labios se formó una extraña sonrisa—. Volvió y exigió el cumplimiento de la promesa. ¿Qué piensas, Geralt? Creo que éste será el cuento que contarán sobre nuestra entrevista cuando pasen cien años. Pienso que justo así. Sólo que seguramente colorearán la narración, tocarán cuerdas más sensibles, jugarán con las emociones. Sí, ellos saben. Puedo imaginármelo. Escucha, por favor. Y dijo el terrible brujo: «Cumple el juramento, reina, o caerá sobre ti mi maldición». Y la reina, anegada por las lágrimas, cayó de rodillas ante el brujo gritando: «¡Piedad! ¡No me quites el niño! ¡Sólo él me ha quedado!».
—Calanthe...
—No me interrumpas —dijo casi gritando—. Estoy contando un cuento, ¿no te has dado cuenta? Sigue escuchando. El malvado y perverso brujo pataleó en el suelo, agitó las manos y gritó: «Guárdate, incrédula, guárdate de la venganza del destino. Si no mantienes tu palabra no escaparás al castigo». Y la reina repuso: «Así sea entonces, brujo. Que sea como quiera el destino. Allí, mira, allí juegan diez niños. Si reconoces entre ellos el que te está predestinado te lo llevarás como tuyo y me dejarás con el corazón roto».
El brujo callaba.
—En el cuento —la sonrisa de Calanthe se hacía cada vez más fea—, la reina, tal me imagino, le permitiría al brujo probar tres veces. Pero nosotros ya no estamos en un cuento, Geralt. Estamos realmente aquí, tú y yo y nuestro problema. Y nuestro destino. Esto no es un cuento, es la vida. Terrible, malvada, pesada, que no ahorra errores, daños, tristezas, desengaños ni desgracias, y no se las ahorra a nadie, ni a brujos ni a reinas. Y por ello, Geralt de Rivia, vas a probar suerte sólo una vez.
El brujo seguía en silencio.
—Sólo una única vez —repitió Calanthe—. Pero, como he dicho, esto no es un cuento, sino la vida, una vida que nosotros mismos debemos completar con instantes de felicidad, porque contar con la fortuna y su sonrisa, como ves, no se puede. Por ello, independientemente del resultado de tu intento, no te irás de aquí con las manos vacías. Te llevarás un niño. Aquel sobre el que recaiga tu elección. Un niño que convertirás en brujo. Si el niño aguanta la Prueba de las Hierbas, por supuesto.
Geralt levantó la cabeza con violencia. La reina sonrió. Él conocía esta sonrisa, horrible y malvada, despreciable porque no ocultaba su artificialidad.
—Te has asombrado. —Afirmaba un hecho—. En fin, he estudiado un poco. Dado que el hijo de Pavetta tiene la posibilidad de convertirse en brujo, me impuse este trabajo. Sin embargo, mis fuentes, Geralt, son mudas en
lo
que respecta al hecho de cuántos niños de cada diez sobreviven a la Prueba de las Hierbas. ¿No querrías satisfacer mi curiosidad?
—Reina. —Geralt carraspeó—. Te impusiste a ti misma un trabajo suficiente como para saber que el código y el juramento me prohiben siquiera pronunciar esos nombres, cuánto más hablar de ellos.
Calanthe detuvo súbita el columpio, clavando los tacones en la tierra.
—Tres, como mucho cuatro de cada diez —dijo, y agitó la cabeza fingiendo estar pensándolo—. Una selección dura, muy dura, diría yo, y además en cada etapa. Primero la Elección, luego la Prueba. Y luego los Cambios. ¿Cuántos mozalbetes reciben por fin el medallón y la espada de plata? ¿Uno de cada diez? ¿Uno de cada veinte?
El brujo callaba.
—Estuve pensando en ello mucho tiempo —siguió Calanthe, ya sin sonrisa—. Y llegué a la conclusión de que la selección de los crios en la etapa de la Elección tiene un escaso significado. ¿Qué más da, al fin y al cabo, qué niño sea el que muera o se vuelva loco atiborrado de narcóticos? ¿Qué más da a quién pertenezca el cerebro que se desgarra de la fiebre o los ojos que estallan y se caen en lugar de convertirse en ojos de gato? ¿Qué más da que quien se ahoga en sus propios vómitos y en su propia sangre sea el niño verdaderamente señalado por el destino o un niño cualquiera al azar? Respóndeme.
El brujo se puso las manos sobre el pecho para controlar sus temblores.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Esperas respuesta?
—Cierto, no la espero. —La reina sonrió de nuevo—. Como siempre, eres infalible en tus conclusiones. Quién sabe, puede que, incluso sin esperar respuesta, quisiera prestar benévolamente un poco de atención a tus voluntarias y sinceras palabras. A palabras que, quién sabe, podrías querer expulsar de tu interior, y junto con ellas todo lo que te ahoga el espíritu. Pero si no, qué le vamos a hacer. Sigamos, pongámonos al tajo, hay que proporcionar material para los cuentos. Vamos a elegir un niño, brujo.
—Calanthe —dijo él, mirándola a los ojos—. No merece la pena preocuparse por los fabulistas, si no tienen suficiente material ya se inventarán algo. Y cuando tienen a su disposición materiales auténticos los deforman. Como muy bien has advertido, esto no es un cuento, sino la vida real. Terrible y malvada. Y por eso, maldita sea, vivámosla lo mejor y más decentemente posible. Limitemos la cantidad de los daños realizados a otros al mínimo indispensable. En los cuentos, cierto, la reina tiene que rogarle al brujo y el brujo exigir lo suyo y patalear en el suelo. En la vida la reina puede decir simplemente: «No me quites el niño, por favor». Y el brujo contesta: «Ya que lo pides, no me lo llevaré». Y se va en dirección a poniente. La vida misma. Pero por un final así el fabulista no recibiría del que lo escucha ni una perra chica, todo lo más una patada en el culo. Porque es aburrido.
Calanthe dejó de reírse, en sus ojos brillaba algo que ya había visto antes.
—¿Qué es esto? —siseó.
—No le demos más vueltas, Calanthe. Sabes lo que estoy pensando. Tal como he llegado me iré. ¿He de elegir un niño? Y ¿para qué lo quiero? ¿Piensas que tanto lo necesito? ¿Que vine aquí, a Cintra, cegado por la obsesión de quitarte a tu nieto? No, Calanthe. Quería, quizá, ver a ese niño, mirar a los ojos del destino... Porque yo mismo no sé... Pero no temas. No me lo llevaré, basta que lo pidas...
Calanthe se bajó del columpio, en sus ojos ardía un fuego verde.
—¿Pedir? —dijo con rabia—. ¿A ti? ¿Temer? ¿Yo tendría que temerte, maldito hechicero? ¿Te atreves a restregarme en la cara tu despreciable piedad? ¿A insultarme con tu compasión? ¿A acusarme de cobardía, cuestionar mi voluntad? ¡Mi trato familiar se te ha subido a la cabeza! ¡Guárdate!
El brujo se decidió a no encoger los hombros pues había llegado a la conclusión de que era más seguro arrodillarse y bajar la cabeza. No se equivocaba.
—Vaya —gruñó Calanthe, de pie ante él. Tenía las manos bajas, los dedos cerrados en puños que estaban cubiertos de anillos—. Vaya, por fin. Ésta es la posición que corresponde. En tal posición se le responde a una reina si la reina te dirige una pregunta. Y si no se trata de una pregunta sino de una orden, todavía has de agachar más la cabeza e ir a cumplirla sin un segundo de demora.
—Sí, reina.
—Perfecto. Álzate.
Se levantó. Ella le miraba, se mordía los labios.
—¿Te ha molestado mucho mi estallido? Hablo de la forma, no del contenido.
—No mucho.
—Está bien. Me esforzaré en no volver a estallar. Y después de esto, como dije, allá en la fosa están jugando diez niños. Elegirás uno, el que te parezca el más adecuado, te lo llevarás y, por los dioses, harás de él un brujo, porque así lo quiere el destino. Y si no el destino, sabe entonces que yo lo quiero.
Él la miró a los ojos, se inclinó muy bajo.
—Reina —dijo—. Hace seis años te demostré que hay cosas más fuertes que la voluntad de un rey. Y por los dioses, si es que existen, te lo demostraré una vez más. No me obligarás a realizar una elección que no quiero realizar. Pido perdón por la forma, no por el contenido.
—Tengo unas profundas mazmorras bajo el castillo. Te lo advierto: un momento más, una palabra más, y te pudrirás en ellas.
—Ninguno de los niños que juegan en el foso sirve para brujo —pronunció lentamente—. Y no está entre ellos el hijo de Pavetta.
Calanthe entrecerró los ojos. Él ni siquiera pestañeó.
—Ven —dijo por fin, girando sobre sus tacones.
Se fue tras ella por entre hileras de arbustos en flor, por entre parterres y setos. La reina entró en un cenador enramado. Allí había cuatro grandes sillas de mimbre que rodeaban una mesa de malaquita. Sobre la mesa jaspeada, sostenida por cuatro grifos, había un cantarillo y dos copas de plata.
—Siéntate. Y sírvenos.
Ella bebió, brindándoselo a él, fuerte, sólida, a la manera de un hombre. Él le respondió del mismo modo, sin sentarse.
—Siéntate —repitió Calanthe—. Quiero hablar contigo.
—Escucho.
—¿Cómo sabías que el hijo de Pavetta no está entre los niños de la fosa?
—No lo sabía. —Geralt se decidió a ser sincero—. Disparé al azar.
—Ajá. Podría habérmelo imaginado. ¿Y el que ninguno sirva para brujo? ¿Es verdad? ¿Cómo has podido confirmarlo? ¿Con la ayuda de la magia?
—Calanthe —dijo en voz baja—. No he tenido ni que confirmarlo ni que comprobarlo. En lo que has dicho antes se encerraba toda la verdad. Todo niño sirve. Decide la selección. Así que...
—¡Por los dioses del mar, como acostumbra decir mi eternamente ausente esposo! —Sonrió—. Entonces, ¿todo es mentira? ¿Todo ese Derecho de la Sorpresa? ¿Esas leyendas de niños que alguien no se esperaba, de aquellos que salieron los primeros al encuentro? ¡Así lo sospechaba! ¡Es un juego! ¡Un juego con el azar, un retozo con la fortuna! Pero es un juego diabólicamente peligroso, Geralt.
—Lo sé.
—Un juego con perjuicio para alguien. ¿Por qué, cuéntame, se obliga a los padres o a los protectores a estos juramentos tan difíciles y tan duros? ¿Por qué se les quitan los niños? Si hay por todos lados muchos que no hace falta quitar a nadie. Los caminos están llenos de bandadas de pordioseros y huérfanos. En cada aldea se puede comprar barato un crío, antes de la cosecha cada campesino te lo vende con gusto porque a él le da igual, en un rato hace otro. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué nos obligaste a jurar a Duny, a Pavetta y a mí? ¿Por qué te presentas aquí justo a los seis años del nacimiento del niño? ¿Y por qué, maldita sea, no lo quieres, por qué dices que no lo necesitas?
Él guardó silencio. Calanthe movió la cabeza.
—No respondes —afirmó ella, apoyándose en el respaldo de la silla—. Vamos a considerar las causas de tu silencio. La lógica es la madre de toda ciencia. Y ¿qué nos dice ella? ¿Qué tenemos aquí? Un brujo que busca el destino oculto en el extraño y dudoso Derecho de la Sorpresa. Un brujo que encuentra el tal destino. Y que de pronto renuncia a ello. No quiere, como dice, al Niño de la Sorpresa. Tiene el rostro pétreo, en su voz resuenan el hielo y el metal. Juzga que a la reina, al fin y al cabo una mujer, se la podrá engañar, embaucar con la apariencia de una fuerte masculinidad. No, Geralt, no te lo voy a dejar pasar. Sé por qué renuncias a elegir al niño. Renuncias porque no crees en el destino. Porque no estás seguro. Y tú, cuando no estás seguro... entonces comienzas a tener miedo. Sí, Geralt. Lo que te mueve es el miedo. Tienes miedo. Niégalo.
Geralt soltó despacio la copa sobre la mesa. Despacio, para que el chasquido de la plata sobre la malaquita no delatara los temblores de su mano, que era incapaz de controlar.
—¿No lo niegas?
—No.
Ella se inclinó con rapidez, le agarró por la mano. Con fuerza.
—Has ganado mucho a mis ojos —dijo.
Y sonrió. Era una hermosa sonrisa. Contra su voluntad, seguramente contra su voluntad, él le respondió con otra sonrisa.
—¿Cómo lo has adivinado, Calanthe?
—No lo he adivinado. —No soltó su mano—. Disparé al azar.
Se echaron a reír los dos a un tiempo. Luego estuvieron sentados en silencio, entre el verdor y el perfume de los cerezos, bajo el calor y el zumbido de los abejorros.
—¿Geralt?
—¿Sí, Calanthe?
—¿No crees en el destino?
—No sé si creo en algo. Y en lo tocante al destino... Me temo que sólo el destino no basta. Hace falta algo más.
—Tengo que preguntarte algo. ¿Y tú? Al parecer tú mismo fuiste un Inesperado. Myszowor afirma...
—No, Calanthe. Myszowor pensaba en alguien completamente diferente. Myszowor... Me parece que él lo sabe. Pero se sirve de ese provechoso mito cuando le es de provecho. No es cierto que yo sea aquel a quien encontraron en casa aunque no se lo esperaban. No es verdad que por ello me convirtiera en brujo. Soy un expósito común y corriente, Calanthe. El bastardo indeseado de cierta mujer a la que no recuerdo. Pero sé quién es.
La reina le miró inquisitivamente, pero el brujo no continuó.
—¿Todo lo que se cuenta del Derecho de la Sorpresa son leyendas?
—Todo. Es difícil llamar destino al mero azar.
—Pero vosotros, brujos, ¿no dejaréis de buscar?
—No dejaremos. Pero esto no tiene sentido. Nada tiene sentido.
—¿Creéis en que el Niño del Destino superará la Prueba sin peligro?
—Creemos en que tal niño no necesitará las pruebas.