Geralt sujetó el caballo, acercándose a la pared de piedra cubierta de un ralo musgo de color del bronce y unas florescencias blancas que tenían el aspecto de herpes. Dejó que le adelantara el furgón de los Sableras. Desde la cabeza de la columna acudió galopando Cortapajas, que estaba dirigiendo la caravana junto con los batidores de Holopole.
—¡Está bien! —gritó—. ¡Moved el culo! ¡Por delante hay más sitio!
El rey Niedamir y Gyllenstiern, ambos montados en potrancos y rodeados de algunos arqueros también a caballo, llegaron a la altura de Geralt. Detrás de ellos traqueteaba el carro de la impedimenta real. Aún más lejos los seguía el carro de los enanos conducido por Yarpen Zigrin, quien gritaba sin descanso.
Niedamir, un escuchimizado y esbelto mozo con un abriguillo de piel de color blanco, pasó al brujo, lanzándole una mirada paciente pero visiblemente aburrida. Gyllenstiern se irguió, sujetó el caballo.
—Perdonad, señor brujo —le dijo, imperioso.
—Decid. —Geralt dio a la yegua con los tacones, se dirigió con lentitud hacia el canciller, detrás del carro. Se asombró de que, teniendo una tripa tan impresionante, Gyllenstiern prefiriera la silla a un cómodo viaje en el carro.
—Ayer —Gyllenstiern tiró ligeramente de las riendas que estaban cubiertas de botones dorados, se echó sobre los hombros el capote turquesa—, ayer dijisteis que no os interesaba el dragón. ¿Qué os interesa entonces, señor brujo? ¿Por qué vais con nosotros?
—Éste es un país libre, señor canciller.
—De momento. Pero en este cortejo, don Geralt, todos deben saber dónde está su lugar. Y el papel que han de cumplir de acuerdo con la voluntad del rey Niedamir. ¿Lo comprendéis?
—¿Qué es lo que queréis, don Gyllenstiern?
—Os lo diré. He oído decir que últimamente es difícil ponerse de acuerdo con vosotros, brujos. La cosa es que si se le muestra al brujo un monstruo que matar, el brujo, en vez de tomar la espada y darle un tajo, comienza a meditar si esto se debe hacer, si no sobrepasa los límites de lo posible, si no está en contra del código y si el monstruo es de verdad un monstruo, como si esto no se pudiera ver al primer golpe de vista. Me da la sensación de que se os ha empezado a dar demasiado bien. En mis tiempos los brujos no apestaban a dinero sino a peal. No le daban vueltas, se cargaban a lo que se les señalara, les daba igual que fuera un lobizón, un dragón o un cobrador de impuestos. Lo único que contaba era si los cachitos eran suficientemente pequeños. ¿Qué, Geralt?
—¿Tenéis alguna tarea para mí, Gyllenstiern? —preguntó seco el brujo—. Decid entonces lo que queréis. Entonces nos lo pensaremos. Y si no tenéis, para qué cansarnos abriendo el pico, ¿no es cierto?
—¿Tarea? —suspiró el canciller—. No, no tengo. Aquí se trata de un dragón y esto sobrepasa claramente tus límites de lo posible, brujo. Prefiero a los Sableros. Quería simplemente aconsejarte. Advertirte. El rey Niedamir y yo podemos tolerar los antojos de los brujos, que residen en dividir a los monstruos en buenos y malos, pero no deseamos escucharlos, ni mucho menos ver cómo son realizados. No te mezcles en los asuntos del rey. Y no hagas migas con Dorregaray.
—No tengo por costumbre hacer migas con hechiceros. ¿De dónde sacáis esas suposiciones?
—Dorregaray —dijo Gyllenstiern— sobrepasa en antojos hasta a los brujos. No le basta con dividir a los monstruos en buenos y malo. Afirma que todos son buenos.
—Exagera un poco.
—Indudablemente. Pero defiende sus ideas con asombrosa vehemencia. De verdad, no me asombraría si le pasara algo. Y como se unió a nosotros en extraña compañía...
—No soy compañía para Dorregaray. Ni él para mí.
—No me interrumpas. La compañía es extraña. Un brujo que está tan lleno de escrúpulos como una piel de lince de piojos. Un hechicero que repite las tonterías de los druidas sobre el equilibrio de la naturaleza. Un callado caballero, Borch Tres Grajos, y su escolta de zerrikanas, país, como es sabido, donde se realizan ofrendas delante de una imagen de dragón. Y todos ellos se unen de pronto a la caza. Extraño, ¿no es cierto?
—Si así lo decís, será verdad.
—Sabe, pues —dijo el canciller—, que los problemas más enigmáticos encuentran, como confirma la práctica, las soluciones más sencillas. No me obligues, brujo, a que eche mano de ellas.
—No entiendo.
—Entiendes, entiendes. Gracias por la conversación, Geralt.
Geralt se detuvo. Gyllenstiern azuzó al caballo, se unió al rey junto al carro de la impedimenta. Junto a ellos pasó Eyck de Denesle con un caftán picudo de piel blanca con marcas de la armadura, tirando de un caballo de carga sobre el que iban la armadura, un escudo de plata de un solo color y una lanza enorme. Geralt le saludó alzando una mano, pero el caballero andante miró para otro lado, apretó sus anchos labios, golpeó al caballo con las espuelas.
—No le gustas demasiado —dijo Dorregaray, acercándose—. ¿No, Geralt?
—Por lo visto.
—Competencia, ¿verdad? Ambos lleváis a cabo una actividad parecida. Sólo que Eyck es un idealista y tú un profesional. Escasa diferencia, sobre todo para aquellos a los que matáis.
—No me compares con Eyck, Dorregaray. Los diablos sabrán a quién insultas con esa comparación, a él o a mí, pero no nos compares.
—Como quieras. Para mí, hablando con sinceridad, ambos sois igualmente repugnantes.
—Gracias.
—No hay de qué. —El hechicero acarició el cuello de su caballo, que estaba nervioso a causa de los gritos de Yarpen y sus enanos—. Para mí, brujo, llamar caza al asesinato es repugnante, malvado e idiota. Nuestro mundo está en equilibrio. El exterminio, el asesinato de cualquier ser que habita este mundo, altera ese equilibrio. Y la falta de equilibrio hace dar un paso más hacia el holocausto, el holocausto y el fin del mundo tal y como lo conocemos.
—La teoría de los druidas —afirmó Geralt—. La conozco. Me la explicó una vez un viejo hierofante, aún en Rivia. Dos días después de nuestra conversación le hicieron pedazos unos ratizones. No pareció haber una alteración del equilibrio.
—El mundo, te repito —Dorregaray le miró indiferente—, está en equilibrio. Un equilibrio natural. Cada género tiene sus enemigos naturales, cada uno es enemigo natural de otros géneros. Esto comprende también a los seres humanos. El exterminio de los enemigos naturales del ser humano, al que te dedicas, y que ya comienza a observarse, amenaza con llevar a la degeneración de la raza.
—¿Sabes qué, hechicero? —se enfureció Geralt—, echa un vistazo alguna vez a una madre cuyo hijo fue devorado por un basilisco y dile que debiera alegrarse porque gracias a eso la raza humana se salvó de la degeneración. Verás lo que te contesta.
—Un buen argumento, brujo —dijo Yennefer cabalgando por detrás hacia ellos sobre su enorme caballo negro—. Y tú, Dorregaray, ten cuidado con lo que dices.
—No tengo por costumbre ocultar mis ideas.
Yennefer cabalgaba entre ellos. El brujo se dio cuenta de que la redecilla dorada de sus cabellos había sido sustituida por una cinta hecha con un pañuelo blanco enrollado.
—Pues comienza a ocultarlas cuanto antes, Dorregaray —dijo ella—. Sobre todo delante de Niedamir y los Sableras, que ya sospechan que tienes intenciones de impedir que maten al dragón. Mientras te limites a charlotear, te tratan como a un maníaco inofensivo. Pero si intentas hacer algo, te retorcerán el pescuezo antes de que alcances a respirar.
El hechicero sonrió despectivamente.
—Y aparte de eso —siguió Yennefer—, cuando expresas esas ideas hundes la reputación de nuestra profesión y vocación.
—Y ¿cómo es eso?
—Tus teorías pueden referirse a toda clase de seres y monstruosidades. Pero no a los dragones. Porque los dragones son los peores enemigos naturales del ser humano. Y no se trata de la degeneración de la raza, sino de su pervivencia. Para pervivir hay que librarse de los enemigos, de aquellos que pueden impedir tu pervivencia.
—Los dragones no son enemigos del ser humano —introdujo Geralt.
La hechicera lo miró y sonrió. Sólo con los labios.
—En esta cuestión —dijo—, déjanos valorar a nosotros, los humanos. Tú, brujo, no estás hecho para valorar. Tú estás para el trabajo a pie de obra.
—¿Como un golem programado y sin voluntad?
—La comparación es tuya, no mía —le repuso con frialdad Yennefer—. Pero, en fin, acertada.
—Yennefer —dijo Dorregaray—. Para una mujer de tu educación y de tu edad hablas de un modo extraordinariamente necio. ¿Por qué precisamente los dragones se han convertido para ti en los principales enemigos de la humanidad? ¿Por qué no otros seres cien veces más peligrosos, esos que tienen en su conciencia cien veces más víctimas que los dragones? ¿Por qué no las hirikas, doblecolas, manticoras, amfisbenos o grifos? ¿Por qué no los ladrones?
—Te diré por qué. La supremacía del ser humano sobre otras razas y géneros, su lucha por encontrar un lugar en la naturaleza, un espacio vital, será realizada sólo cuando se elimine definitivamente el nomadismo, los desplazamientos de un sitio a otro en busca de alimento, como ordena el calendario de la naturaleza. En caso contrario no se alcanzará el crecimiento de población necesario: el niño humano depende de otros durante demasiado tiempo. Sólo la seguridad detrás de los muros de una ciudad o fortaleza permite a la mujer dar a luz al ritmo adecuado, es decir, cada año. La fertilidad, Dorregaray, es el progreso, es la condición para sobrevivir y dominar. Y aquí llegamos a los dragones. Sólo un dragón, ningún otro monstruo, puede llegar a ser una amenaza para una ciudad o una fortaleza. Si no se extermina a los dragones, los humanos se dispersarán buscando seguridad, en lugar de unirse, porque el fuego de dragón en un asentamiento densamente edificado es una pesadilla, significa cientos de víctimas, significa un terrible holocausto. Por eso los dragones han de ser destruidos hasta el último espécimen, Dorregaray.
Dorregaray la miró con una extraña sonrisa en sus labios.
—¿Sabes, Yennefer?, no quisiera llegar a vivir el momento en que se realizara tu idea de la dominación del ser humano, cuando los tuyos ocupen el lugar que les corresponda en la naturaleza. Por suerte, nunca se llegará a eso. Antes os cortaréis el cuello los unos a los otros, os envenenaréis, os pudriréis con el tabardillo y el tifus, porque son la suciedad y las pulgas los que amenazan vuestras maravillosas ciudades, en las que las mujeres dan a luz cada año pero donde sólo un niño de cada diez vive más de diez días. Sí, Yennefer, fertilidad, fertilidad y otra vez fertilidad. Dedícate, querida mía, a dar a luz niños, porque ésa es una tarea más natural para ti. Esto te ocupará el tiempo que ahora pierdes estérilmente en imaginarte tonterías. Adiós.
El hechicero azuzó al caballo, galopó en dirección a la cabeza de la columna. Geralt miró de reojo al rostro blanco y torcido en una rabiosa mueca de Yennefer y comenzó a compadecer a Dorregaray por adelantado. Sabía de qué se trataba. Yennefer, como la mayoría de las hechiceras, era estéril. Pero como pocas hechiceras, se mortificaba por este hecho y a la mínima mención del asunto reaccionaba con verdadera locura. Dorregaray seguramente lo sabía. Lo que con toda probabilidad no sabía era lo vengativa que era ella.
—Va a tener problemas —siseó Yennefer—. Oh, los va a tener. Cuidado, Geralt. No pienses que si algo pasa y tú no te muestras razonable, yo te voy a defender.
—No tengas miedo —sonrió—. Nosotros, es decir, los brujos y golems sin voluntad propia, actuamos siempre de modo razonable. Al fin y al cabo los límites de lo posible entre los que nosotros nos podemos mover están clara e inequívocamente marcados.
—Vaya, vaya, miradle. —Yennefer dirigió sus ojos hacia él; estaba pálida aún—. Te has enfadado como una muchachita a la que se le acusa de falta de virtud. Eres un brujo, no puedes cambiar ese hecho. Tu vocación...
—Déjate ya de esa vocación, Yen, porque me están entrando ganas de vomitar.
—No me llames así, te he dicho. Y tus vómitos poco me interesan. Como todas las otras reacciones del limitado repertorio de reacciones de los brujos.
—Sin embargo, verás alguna de ellas si no dejas de agasajarme con tus historias de enviados de los cielos y lucha por el bien de la humanidad. Y sobre los dragones, esos terribles enemigos de la tribu humana. Yo sé más que tú.
—¿Sí? —entrecerró los ojos la hechicera—. ¿Y qué es lo que sabes, brujo?
—Por ejemplo —Geralt pasó por alto los violentos temblores de aviso del medallón del cuello—, que si los dragones no tuvieran tesoros, no se interesaría por ellos ni la madre que los parió, y desde luego no los hechiceros. Interesante que en cada cacería de dragones siempre anda revolviendo algún hechicero muy ligado con el Gremio de los Joyeros. Como tú. Y aunque luego debiera salir al mercado un verdadero torrente de piedras, resulta que no llegan, y los precios no bajan. Así que no me cuentes historias de vocaciones ni de lucha por preservar la raza. Hace demasiado tiempo y demasiado bien te conozco ya.
—Demasiado tiempo —repitió ella, deformando los labios de la rabia—. Por desgracia. Pero no pienses que bien, hijo de perra. Su puta madre, mira que fui idiota... ¡Ah, al diablo! ¡No puedo ni verte!
Gritó, hizo encabritarse al caballo, galopó a toda velocidad hacia delante. El brujo sujetó a su montura, dejó pasar el carro de los enanos, que gritaban, maldecían y silbaban con unos silbatos de hueso. Entre ellos, echado sobre unos sacos de piel de oveja y rasgando el laúd, yacía Jaskier.
—¡Hey! —gritó Yarpen Zigrin sentado en el pescante, señalando a Yennefer—. ¡Hay algo negro en la trocha! ¿Qué será? ¡Parece una yegua!
—¡Sin duda! —repuso Jaskier, echándose hacia atrás el gorrillo color ciruela—. ¡Es una yegua! ¡Una yegua sobre un castrado! ¡Increíble!
Los muchachos de Yarpen agitaron las barbas con una risa a coro. Yennefer fingió que no los oía.
Geralt detuvo el caballo, dejó pasar a los arqueros de Niedamir. Detrás de ellos, a cierta distancia, cabalgaba lento Borch, y detrás de él las zerrikanas, que formaban la retaguardia de la columna. Geralt esperó hasta que se acercaron, colocó su yegua al lado del caballo de Borch. Cabalgaron en silencio.
—Brujo —habló de pronto Tres Grajos—. Quiero hacerte una pregunta.
—Hazla.
—¿Por qué no te das la vuelta?
El brujo le miró un instante sin decir nada.